Andando el tiempo, como en una imaginada visión circular de la historia, hemos vuelto al origen: al final de la dictadura franquista. No nos hemos librado de la lógica que presidió los intentos de modernizar las instituciones políticas en el siglo XIX, cuando los pasos adelante eran corregidos poco después por saltos hacia atrás, impelidos a veces por la violencia. Parece que somo como los cangrejos, que tenemos tendencia a retroceder, y ahora, en vez de alejarnos de la Transición y dejarla atrás como un estadio superado, hemos vuelto a recalar en la etapa de fundación del vigente régimen político. No estamos en la misma situación que a finales de los años setenta, es evidente, pero sí en circunstancias que la recuerdan bastante, tanto por el escenario como por los actores.
Como entonces, este país se encuentra atrapado en una
profunda recesión económica, que, como aquella, golpea con particular
virulencia a las clases asalariadas y a los estratos de la población menos favorecidos; recesión que pone en entredicho el modelo productivo.
Asistimos, como ayer, al deterioro del clima político, a la deslegitimación del
régimen y sus instituciones, al desgaste de la clase política y económica y al
declive general de las élites, incluso de las que cumplen una función más
simbólica (la Curia y la Corona). Estamos, como hace cuarenta años, bajo la
hegemonía de una derecha autoritaria y clerical, hoy amparada en un discurso
neoliberal que apenas tapa persistentes resabios de la dictadura. El Gobierno,
franquista en aquellos años, hoy lo ocupa un partido político de cuño
neofranquista que cada día lo es más, revelando así su condición de heredero de
aquel.
Como antes, es patente la debilidad y la división de
las fuerzas de la izquierda, así como el creciente malestar social expresado
por la movilización ciudadana en las calles; como entonces, crece la tensión
entre fuerzas sociales opuestas, pero ahora no para conservar o para avanzar,
sino para conservar o retroceder. La situación se agrava por la presión eclesiástica
y la tensión periférica (País Vasco, Cataluña), viejos problemas por resolver.
El país está país arruinado y en vías de arruinarse más; y ocupa, otra vez, los
últimos puestos en casi todos los índices europeos que miden el bienestar
ciudadano; está marginado en los grandes foros internacionales y presa del
descrédito por su situación y por el extendido fenómeno de la corrupción de sus
élites.
Como entonces se decía, el régimen se tambalea, con el
Rey a la cabeza, que, según dice la leyenda sobre la Transición, fue el piloto
del cambio. Esto se cae; la economía pende de un hilo (que otros mueven), el
país se hunde, arrastrado por un Gobierno mediocre, afectado por fundadas
sospechas de corrupción que no logra disipar. Dicho de forma abreviada, no ya este
gobierno, cuya incompetencia es manifiesta, sino este régimen político es
incapaz de plantear correctamente y, en consecuencia, tratar de resolver los
graves problemas que hoy afectan a la sociedad española.
Se puede pensar que lo sucedido desde entonces no
estaba necesariamente determinado por el régimen político instaurado entre 1976
y 1978; y que nada obligaba a los responsables de las instituciones del Estado
a actuar como lo han hecho; que nada obligaba a los actores políticos
comportarse de la manera en que lo han hecho; ni al PSOE, ni al PP ni a los
demás partidos políticos; nada obligaba a los empresarios, en especial a los
grandes, a la banca, a los oligopolios y a las grandes compañías proveedoras de
suministros y servicios, a actuar del modo prepotente en que lo han hecho; tampoco
obligaba a los trabajadores, a los consumidores y a otros colectivos sociales a
aceptarlo. Se puede creer que nada estaba determinado, pero por lo ocurrido,
todo parece haber estado impelido por fuerzas ciegas, condicionado por lo
establecido en aquellos pactos, que, en teoría, aumentaban la libertad de los
actores políticos y económicos, de los ciudadanos, pero sobre todo de las
clases dirigentes, de las élites en sentido amplio.
Sin embargo, a la vuelta de treinta años se percibe
que casi todos los actores del drama han actuado como concertados, aceptando su
papel en un guión preestablecido; no han faltado voces que han criticado ese
estado de cosas, pero la libertad de quienes se oponían se ha ejercido entre
límites bastante estrechos, entre los carriles establecidos por aquel consenso,
que definió para unos un amplio campo de actuación, y para otros un marco muy
estricto de viciadas reglas del juego, del que ha sido imposible escapar.
Los
resultados de la conjunción del marco institucional, las reglas del juego y
la calidad de los actores podían haber
sido distintos. España podía haber sido un país con un sistema económico más
moderno y equilibrado, con un régimen político más democrático, más plural y
transparente; con una clase política más capaz, responsable y honesta; con un
Estado del bienestar más extenso y un aparato judicial menos orientado por
prejuicios de clase y de credo, y desde luego más ágil; con una enseñanza
pública mejor y una ciencia de más calidad; con un modelo fiscal más eficiente
y un reparto de la riqueza más equitativo. Pero los resultados han sido muy otros:
el sesgado sistema representativo ha derivado en un régimen bipartidista,
regido por una reducida élite de políticos profesionales que ha nutrido
gobiernos poco respetuosos con la ciudadanía, que, en unas cámaras con muy poco
juego, han hecho gala de una gestión opaca y del desprecio a la oposición, lo
cual han facilitado la corrupción y el despilfarro del dinero público. La
persistencia de viejas estructuras que otorgan un gran poder a los propietarios
de los medios de producción, junto con los vicios y carencias de los instrumentos
de control económico y financiero han mantenido la hegemonía de un reducido
estrato empresarial prepotente y protegido y facilitado la aparición tramposa
proclive a montar rápidos negocios al amparo del poder político, a la economía
sumergida y al fraude fiscal y a la expatriación de capitales. Un sistema
fiscal que grava con preferencia el consumo y los ingresos del trabajo, ha
contribuido a agrandar el abismo entre rentas y a formar un reducido estrato de
superricos, por un lado, y por otro, a aumentar del número de desheredados.
Finalmente, debemos admitir que el modelo económico ha fracasado y que el país,
endeudado hasta las cejas, depende del crédito ajeno.
Ante tal panorama, podemos cargar la cuenta del
desastre a la perversión de los actores y quedarnos tan tranquilos creyendo que
este sistema -el conjunto de instituciones políticas y económicas- es bueno,
pero sería engañarnos.
No es así, los actores no son todos malos, o igual de
malos, y también los hay buenos y generosos, y a otros no les queda más remedio
que serlo; ni el sistema es bueno de por sí -ese es el mensaje de la derecha,
que tanto ha contribuido a pervertirlo-, sino que, no siendo bueno en origen,
pues abundaba en malas mañas y tenía pocos y débiles sistemas de control, se ha
pervertido con suma facilidad y ha facilitado la perversión de los actores,
bastantes de los cuales mostraban ya una clara propensión a pervertirse.
El balance de lo sucedido en los últimos treinta y
cinco años, la deriva hasta la presente situación, que no es sólo un efecto de
la crisis económica, el estado actual de la cuenta de pérdidas y ganancias y de
vicios y virtudes del país, no revela sólo una perversión acaecida en el
trayecto o una desviación en el camino, sino también los fallos de origen, el
peso de la escorada estructura institucional y la amañada cartografía que
señalaron el camino hacia el futuro.
El tránsito para después de la Transición estaba
acotado por lo acordado en ella; las líneas maestras estaban decididas, las
cartas estaban marcadas por los principales jugadores que habrían de participar
en la partida, y eso no es fatalismo, sino dejar de creer en los milagros y en
las leyendas de modélicas transiciones.
Era muy difícil esperar que las cosas hubieran sido distintas, pues de aquellos
mimbres sólo podían salir estos cestos.
A
propósito de la Transición, alguien, creo que fue Vázquez Montalbán, la comparó
con el espíritu que inspira las letras de los boleros: el lamento por lo que
pudo ser y no fue; pero me parece que, aun siendo bella, la metáfora se quedó
corta. El ejemplo musical más adecuado es el tango, en el que late la
melancolía al comprobar que se ha cumplido el destino aciago: lo que no podía
ser y finalmente no fue.
Nueva Tribuna,
20 de febrero de 2013
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