Spain sigue siendo different
Vista desde el extranjero, la
decisión del Tribunal Supremo de procesar al juez Garzón por el presunto delito
de prevaricación al iniciar una investigación sobre crímenes cometidos en la
guerra civil y en la postguerra, por los alzados el 18 de julio, puede ser difícil
de entender. Aún lo es más si actúa a instancias de un grupúsculo como Falange
Española, que participó en los hechos a investigar, y del falso sindicato Manos
Limpias, afín ideológicamente al franquismo, porque muestra la incongruencia de
que, en Europa y en un régimen democrático, los crímenes de una dictadura puedan
resultar intocables. Pero, visto desde aquí, el intento de procesar a Garzón (que
ya veremos cómo acaba) es congruente con las paradojas de nuestra historia
reciente.
Falange
Española es un partido que, a imitación de los fascistas italianos, con su dialéctica de los puños y las pistolas, se
opuso de manera violenta al régimen republicano y atizó el enfrentamiento civil
que lo desgarró. Tras el fracaso electoral de las derechas en febrero de 1936, alentó
la insurrección de los militares en julio y desde el comienzo de la guerra
civil se ocupó de limpiar de desafectos
la retaguardia. Concluida la contienda, participó en la represión sistemática sobre
la población para extirpar de raíz las
ideas bolcheviques y republicanas, según consigna de la época, y proveyó de
ideología y mandos al naciente Estado nacional-sindicalista, en el que participó
en las Cortes, en el gobierno central, en todos los gobiernos locales y en los
órganos consultivos del régimen; se ocupó adoctrinar a los escolares, de
organizar a los jóvenes y a las mujeres, en la Organización Juvenil Española y
en la Sección Femenina, de controlar a los trabajadores y a los estudiantes
desde sindicatos de afiliación obligatoria (Central Nacional Sindicalista, Sindicato
Español Universitario) y de dirigir el aparato de propaganda (Prensa y Radio
del Movimiento), importante en el monopolio de la información, de lo cual sabe
tanto el fundador del Partido Popular, Manuel Fraga.
Las ideas de Falange, que junto
con el Ejército y la Iglesia fue uno de los tres pilares básicos de la
dictadura, impregnaron durante décadas la sociedad y generaron adeptos en todos
los estamentos y profesiones, en particular los que más se beneficiaron de
ella. Hoy, Falange es un grupúsculo nostálgico, porque sus miembros más capaces
la abandonaron tras la muerte de Franco (incluso antes: Ridruejo), y muchos de
ellos, desde Fernández Miranda y Adolfo Suárez hasta Martín Villa, pasando por el recién fallecido
Samaranch, ocuparon lugares destacados en la vida política durante la Transición
y aún después.
La gran paradoja es que, con
otras fuerzas de la derecha (monárquicos, tecnócratas, católicos demócratas), notorios exfalangistas ayudaran a reformar la dictadura para
instaurar, con la colaboración de la izquierda (el PSOE y el PCE,
principalmente), un régimen político similar al que habían ayudado a derribar violentamente
en los años treinta.
Con
el dictador muerto de viejo, acababa, en relativa paz, sus días la dictadura
que había sido aliada de la Alemania nazi y la Italia fascista, pero sin
compartir su trágico final. En primer lugar, duró más tiempo. Mientras el III Reich,
que debía durar un milenio, apenas alcanzó una docena de años y casi el doble el
Estado totalitario de Mussolini, el régimen provisional de Franco tuvo una
vigencia de cuatro décadas, durante las cuales pudo evolucionar y truncar el
catastrófico destino que le vaticinaban sus adversarios, tras la derrota de sus
aliados del eje Berlín-Roma-Tokio.
En
España no hubo revolución, ni rebelión social, ni bloqueo de las
potencias democráticas occidentales. Iniciando una mala costumbre seguida por
otros homólogos en la infame tarea de asesinar ciudadanos, el dictador murió en
la cama, rodeado sino del aprecio, del respeto internacional al fiel aliado del
anticomunismo occidental. Circunstancia que hizo más difícil la revisión del
pasado y la exigencia de responsabilidades a quienes participaron en la
rebelión militar del 18 de julio y colaboraron en la represión posterior.
Mientras
que en Italia y Alemania, los dictadores habían llevado a sus países a una guerra
cuyo desenlace deparó también el de sus propios regímenes, en España ocurrió al revés: la dictadura no
concluyó en una catástrofe, sino que comenzó con ella y con la derrota de
quienes sustentaron el gobierno legítimo de la II República. A la muerte de
Franco, muchos de los dirigentes del bando vencedor en la guerra civil seguían
vivos, y desde luego sus descendientes, y contaban, por un lado, con el aparato
de la administración del Estado, en particular con el ejército y los cuerpos de
seguridad, con la Iglesia y con el monopolio de los medios de información, así
como con la base social que apoyó la dictadura. También seguían vivos los
vencidos, la parte que sobrevivió y permaneció en el país, naturalmente, que
conservaba vivo el recuerdo de la derrota militar y del régimen de terror, que
se mantuvo vigente incluso después de fallecido el dictador.
Todas
estas circunstancias pesaron sobre la reforma de la dictadura, proceso conocido
como la Transición, cuyo resultado final mucha gente aceptó tragando sapos. En
aras de instaurar lo que parecía un precario régimen parlamentario (ahí estaban,
como aviso para los posibles gobiernos de izquierda, el golpe de Estado de
Pinochet en 1973 y el veto de la OTAN al Partido Comunista en Italia), los
sectores más democráticos de la población y desde luego los que habían
participado en la lucha clandestina contra el franquismo aceptaron el alto
precio de no exigir responsabilidades penales o políticas a quienes se habían
comprometido más con la represión y de permitir que se extendiera un espeso
silencio sobre esa dramática etapa de la historia de España.
Las oprobiosas circunstancias
sobre las que se erigió el régimen de Franco desaparecieron del discurso
público y hasta de los libros de texto. El celebrado consenso con que se tejió
la Transición tuvo, pues, como contrapartida la construcción social del olvido
o la pérdida de la memoria histórica, con el resultado de que, hoy, una gran
parte de la población más joven ignora todo o casi todo sobre aquella trágica y
larga etapa de la historia contemporánea, mientras otra cree a pies juntillas
el relato que rehabilita el franquismo facilitado por la derecha.
Lecturas y relecturas; escrituras
y reescrituras
Con
el tiempo, el cambio de régimen por transacción entre la élite del régimen y
las élites de la oposición democrática dejó de ser un camino forzado para salir
del franquismo y se convirtió en el mejor modo posible de acabar con una
dictadura, por lo que fue exportado como modelo a países que emprendían
transiciones semejantes.
La
exultante derecha que, en 1996 y de la mano de Aznar, obtuvo el poder por las
urnas por primera vez desde 1933, mostró que la Transición era cosa del pasado.
En primer lugar, porque el consenso y la cortesía parlamentaria se habían
sustituido por la crispación, la descalificación y la propaganda con que el
Partido Popular acosó al Gobierno de González durante seis años. Y en segundo,
porque el desarrollo democrático se paralizó, incluso se volvió hacia atrás. La
anunciada segunda transición aznariana se trataba de una involución, de una
vuelta al origen, que en ese partido era y sigue siendo el franquismo. Y con
ello comenzó la reescritura de la reciente historia de España.
La
etapa de gobierno socialista se descalificó y quedó caricaturizada con la
degradante muletilla de despilfarro, paro
y corrupción. Los aspectos negativos siguieron aireándose y los positivos,
como la mejora de los servicios públicos y de las infraestructuras, la
universalización de la educación y la sanidad, el desarrollo autonómico o la
adhesión de España a la Unión Europea (entonces el Mercado Común) se ocultaron
o cuando se aludían se eludía el nombre de quienes los hicieron posibles. Se
ubicaron en la marcha de las cosas, en la naturaleza misma de la reforma del
régimen, como si hubieran emergido por sí solas a pesar del gobierno de
González. Aznar se atribuyó todo el mérito de la recuperación económica -el milagro soy yo-, que ya apuntaba en
tiempos de Solbes, impulsada por la situación internacional y por el culto al
ladrillo, por el que apostó con firmeza con propósitos no siempre
transparentes. Pero desde el punto de vista ideológico, lo destacable es el
frondoso discurso que empezó a aparecer desde las agencias de propaganda de La
Moncloa y la cadena de medios de información del “nuevo movimiento nacional”
para restaurar la dignidad del franquismo, de las diversas derechas, de la
monarquía (no sólo de la Casa reinante, sino de los Austrias), del ejército, de
la religión, del catolicismo y del papado.
Aznar
situaba su mandato en la estela de los grandes próceres de la historia de
España y se consideraba un hombre providencial por haber derrotado a González,
y Franco, el gran patriarca de la derecha, volvía a ser un personaje familiar,
adecuadamente maquillado por una abundante bibliografía superficial y
laudatoria. Su régimen, nunca una dictadura impuesta por el terror, era, en
definitiva, la tierra nutricia del actual régimen parlamentario, pues contenía
un germen democrático que sólo había que desarrollar cuando llegara el momento
propicio. Cambió la imagen del dictador, que dejaba de ser un antidemócrata
feroz y despiadado, para ser solamente un predemócrata o un demócrata precavido
ante el ingobernable pueblo español, que necesitaba sobre sí la protección y el
consejo de una mano firme, militar, por supuesto, y clerical, por si acaso.
En
esta labor de curar la amnesia de la Transición con dosis masivas de renovado
franquismo colaboraron unos cuantos intelectuales, que, junto a los que estaban
sólidamente instalados en el PP, forman la gavilla de los nuevos conservadores
españoles, que, como la primera generación de los neocons americanos, proceden también de la izquierda.
Esa
procedencia concedió un plus de verosimilitud a su discurso, que, en síntesis,
consistió eliminar de la explicación la aguda lucha de clases de los años 30 en
España y la extensión de los regímenes autoritarios y fascistas en Europa, y en
descargar a Franco de responsabilidades para cargarlas sobre la izquierda, al
remontar el origen de la guerra civil no a la rebelión de los militares el 18
de julio de 1936, sino a la revolución de Asturias en 1934. Se olvidaron de
que, en agosto de 1932, el general Sanjurjo intentó otro golpe de Estado contra
el gobierno republicano, que fracasó, y de que, en 1923, el general Primo de
Rivera, padre del fundador de la Falange, promovió otro cuartelazo contra el declinante sistema canovista, directorio
militar que subsistió hasta 1931.
Así,
la II República, como culminación de una serie de reformas que se venían
intentando y posponiendo desde hacía un siglo, estuvo marcada por un destino
trágico, pues fue un breve paréntesis entre dos dictaduras; entre el golpe de
Estado del general Primo de Rivera y el golpe de Estado del 18 de julio, que,
acaudillado por Franco, instauró otra dictadura, mucho más larga y cruenta, que
devolvió social y culturalmente a España a principios del siglo XIX. Un viaje
hacia atrás, del que todavía no hemos regresado del todo, como cada día nos lo
recuerdan el Partido Popular y la Conferencia Episcopal.
En
estos días, a propósito del proceso al juez Garzón y del debate en torno a la
memoria histórica se han publicado muchas opiniones sobre este tema. Una de
ellas es la reflexión que hace Joaquín Leguina en el artículo “Enterrar a los
muertos” (El País, 24-IV-2010) donde simplifica
realidades bastante complejas, al identificar, por ejemplo, a todos los
votantes del PP (casi la mitad de los
votantes españoles) con la postura que mantienen bastantes de sus
dirigentes sobre el franquismo, o al señalar que todos los represaliados por el franquismo son héroes de la democracia y
la libertad, afirmación que no todo el mundo comparte, aunque eso no quita
lo fundamental: que pagaron con la cárcel o con su vida, algunos después de
haber terminado la guerra, el haber defendido el Gobierno legítimo de la II
República frente a quienes no defendían ni la libertad ni la democracia, sino
todo lo contrario. Y para comprobarlo basta con echar una ojeada a las
opiniones de Franco, de sus gobiernos, de los militares, del personal civil, de
falangistas y de obispos, en los años victoriosos, que los dos autos de Garzón
han venido, en cierta medida, a recordar[1].
Pero
lo que más me choca del artículo del señor Leguina es lo que él denomina mensaje nº 1, porque contradice lo que
mantuvieron su partido y los miembros de la Comisión Negociadora de la Oposición
que prepararon el camino de la Transición. Dice: La Ley de Amnistía -como toda la Transición- fue hecha bajo presión,
debido al miedo que producía el ruido de sables. Más que amnistía fue amnesia
lo que se impuso. Esto es falso y
además encierra una calumnia contra quienes se pusieron de acuerdo en traer la
democracia a España y para ello prepararon una Constitución consensuada. No
fueron cobardes, sino generosos.
Personalmente,
me alegro de haber tenido en aquellos trascendentes años dirigentes políticos valientes y generosos,
pero no fue eso lo que entonces se contó a quienes deseaban ir un poco más
lejos en la reforma política, en la reforma sindical y en las relaciones
laborales. El mensaje central fue que no había que provocar a la derecha, que
el ejército estaba vigilante (y en verdad lo estaba), que eran los primeros
pasos de una democracia avanzada y que luego vendrían otros e, incluso, que
había que aceptar, sin conflictividad, las reformas del aparato productivo (la
primera reconversión industrial) y la moderación de salarios para salir de la
crisis económica sin desestabilizar el naciente régimen democrático. El Pacto
de la Moncloa, como otra prueba del clima de consenso, se firmó en octubre de
1977 con esa explicación. Con ello, el nuevo régimen democrático llegaba
exigiendo sacrificios a los trabajadores, que los aceptaron porque creyeron lo
que entonces se les contó y, naturalmente, por asumir una responsabilidad que
se cargó sobre sus espaldas.
A
lo que estamos asistiendo estos días es a las consecuencias de aquello: a los
estrechos límites de la Transición, a las reformas no emprendidas -entre ellas
la de la administración de la Justicia- y a las concesiones efectuadas, no por
cobardía, supongo, sino por prudencia y por un exceso de generosidad hacia una
derecha que no ha sabido apreciarla, y que, pasado el primer susto y recuperado
el poder, decidió encaminar sus pasos no hacía el centro, sino la extrema
derecha defendiendo un franquismo sin complejos. Y ahí siguen.
El proceso contra el juez Garzón,
además de un ajuste de cuentas de sus compañeros de profesión, es un aviso a
los que quieren destapar cuarenta años de ignominia, porque la derecha tiene
aún mucho que ocultar. Ni olvida ni parece capaz de perdonar.
Revista Trasversales nº 18, primavera de 2010
[1] Los autos del juez Garzón sobre los
crímenes de la dictadura están publicados como: Garzón contra el franquismo, Madrid, Diario Público, 2010.
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