lunes, 19 de mayo de 2014

Memoria histórica y cálculo político


Spain sigue siendo different
Vista desde el extranjero, la decisión del Tribunal Supremo de procesar al juez Garzón por el presunto delito de prevaricación al iniciar una investigación sobre crímenes cometidos en la guerra civil y en la postguerra, por los alzados el 18 de julio, puede ser difícil de entender. Aún lo es más si actúa a instancias de un grupúsculo como Falange Española, que participó en los hechos a investigar, y del falso sindicato Manos Limpias, afín ideológicamente al franquismo, porque muestra la incongruencia de que, en Europa y en un régimen democrático, los crímenes de una dictadura puedan resultar intocables. Pero, visto desde aquí, el intento de procesar a Garzón (que ya veremos cómo acaba) es congruente con las paradojas de nuestra historia reciente.
Falange Española es un partido que, a imitación de los fascistas italianos, con su dialéctica de los puños y las pistolas, se opuso de manera violenta al régimen republicano y atizó el enfrentamiento civil que lo desgarró. Tras el fracaso electoral de las derechas en febrero de 1936, alentó la insurrección de los militares en julio y desde el comienzo de la guerra civil se ocupó de limpiar de desafectos la retaguardia. Concluida la contienda, participó en la represión sistemática sobre la población para extirpar de raíz las ideas bolcheviques y republicanas, según consigna de la época, y proveyó de ideología y mandos al naciente Estado nacional-sindicalista, en el que participó en las Cortes, en el gobierno central, en todos los gobiernos locales y en los órganos consultivos del régimen; se ocupó adoctrinar a los escolares, de organizar a los jóvenes y a las mujeres, en la Organización Juvenil Española y en la Sección Femenina, de controlar a los trabajadores y a los estudiantes desde sindicatos de afiliación obligatoria (Central Nacional Sindicalista, Sindicato Español Universitario) y de dirigir el aparato de propaganda (Prensa y Radio del Movimiento), importante en el monopolio de la información, de lo cual sabe tanto el fundador del Partido Popular, Manuel Fraga.
Las ideas de Falange, que junto con el Ejército y la Iglesia fue uno de los tres pilares básicos de la dictadura, impregnaron durante décadas la sociedad y generaron adeptos en todos los estamentos y profesiones, en particular los que más se beneficiaron de ella. Hoy, Falange es un grupúsculo nostálgico, porque sus miembros más capaces la abandonaron tras la muerte de Franco (incluso antes: Ridruejo), y muchos de ellos, desde Fernández Miranda y Adolfo Suárez hasta Martín Villa, pasando por el recién fallecido Samaranch, ocuparon lugares destacados en la vida política durante la Transición y aún después.
La gran paradoja es que, con otras fuerzas de la derecha (monárquicos, tecnócratas, católicos demócratas), notorios exfalangistas ayudaran a reformar la dictadura para instaurar, con la colaboración de la izquierda (el PSOE y el PCE, principalmente), un régimen político similar al que habían ayudado a derribar violentamente en los años treinta.  
Con el dictador muerto de viejo, acababa, en relativa paz, sus días la dictadura que había sido aliada de la Alemania nazi y la Italia fascista, pero sin compartir su trágico final. En primer lugar, duró más tiempo. Mientras el III Reich, que debía durar un milenio, apenas alcanzó una docena de años y casi el doble el Estado totalitario de Mussolini, el régimen provisional de Franco tuvo una vigencia de cuatro décadas, durante las cuales pudo evolucionar y truncar el catastrófico destino que le vaticinaban sus adversarios, tras la derrota de sus aliados del eje Berlín-Roma-Tokio.
En España no hubo revolución, ni rebelión social, ni bloqueo de las potencias democráticas occidentales. Iniciando una mala costumbre seguida por otros homólogos en la infame tarea de asesinar ciudadanos, el dictador murió en la cama, rodeado sino del aprecio, del respeto internacional al fiel aliado del anticomunismo occidental. Circunstancia que hizo más difícil la revisión del pasado y la exigencia de responsabilidades a quienes participaron en la rebelión militar del 18 de julio y colaboraron en la represión posterior.
Mientras que en Italia y Alemania, los dictadores habían llevado a sus países a una guerra cuyo desenlace deparó también el de sus propios regímenes, en  España ocurrió al revés: la dictadura no concluyó en una catástrofe, sino que comenzó con ella y con la derrota de quienes sustentaron el gobierno legítimo de la II República. A la muerte de Franco, muchos de los dirigentes del bando vencedor en la guerra civil seguían vivos, y desde luego sus descendientes, y contaban, por un lado, con el aparato de la administración del Estado, en particular con el ejército y los cuerpos de seguridad, con la Iglesia y con el monopolio de los medios de información, así como con la base social que apoyó la dictadura. También seguían vivos los vencidos, la parte que sobrevivió y permaneció en el país, naturalmente, que conservaba vivo el recuerdo de la derrota militar y del régimen de terror, que se mantuvo vigente incluso después de fallecido el dictador.
Todas estas circunstancias pesaron sobre la reforma de la dictadura, proceso conocido como la Transición, cuyo resultado final mucha gente aceptó tragando sapos. En aras de instaurar lo que parecía un precario régimen parlamentario (ahí estaban, como aviso para los posibles gobiernos de izquierda, el golpe de Estado de Pinochet en 1973 y el veto de la OTAN al Partido Comunista en Italia), los sectores más democráticos de la población y desde luego los que habían participado en la lucha clandestina contra el franquismo aceptaron el alto precio de no exigir responsabilidades penales o políticas a quienes se habían comprometido más con la represión y de permitir que se extendiera un espeso silencio sobre esa dramática etapa de la historia de España.
Las oprobiosas circunstancias sobre las que se erigió el régimen de Franco desaparecieron del discurso público y hasta de los libros de texto. El celebrado consenso con que se tejió la Transición tuvo, pues, como contrapartida la construcción social del olvido o la pérdida de la memoria histórica, con el resultado de que, hoy, una gran parte de la población más joven ignora todo o casi todo sobre aquella trágica y larga etapa de la historia contemporánea, mientras otra cree a pies juntillas el relato que rehabilita el franquismo facilitado por la derecha. 

Lecturas y relecturas; escrituras y reescrituras
Con el tiempo, el cambio de régimen por transacción entre la élite del régimen y las élites de la oposición democrática dejó de ser un camino forzado para salir del franquismo y se convirtió en el mejor modo posible de acabar con una dictadura, por lo que fue exportado como modelo a países que emprendían transiciones semejantes.
La exultante derecha que, en 1996 y de la mano de Aznar, obtuvo el poder por las urnas por primera vez desde 1933, mostró que la Transición era cosa del pasado. En primer lugar, porque el consenso y la cortesía parlamentaria se habían sustituido por la crispación, la descalificación y la propaganda con que el Partido Popular acosó al Gobierno de González durante seis años. Y en segundo, porque el desarrollo democrático se paralizó, incluso se volvió hacia atrás. La anunciada segunda transición aznariana se trataba de una involución, de una vuelta al origen, que en ese partido era y sigue siendo el franquismo. Y con ello comenzó la reescritura de la reciente historia de España.
La etapa de gobierno socialista se descalificó y quedó caricaturizada con la degradante muletilla de despilfarro, paro y corrupción. Los aspectos negativos siguieron aireándose y los positivos, como la mejora de los servicios públicos y de las infraestructuras, la universalización de la educación y la sanidad, el desarrollo autonómico o la adhesión de España a la Unión Europea (entonces el Mercado Común) se ocultaron o cuando se aludían se eludía el nombre de quienes los hicieron posibles. Se ubicaron en la marcha de las cosas, en la naturaleza misma de la reforma del régimen, como si hubieran emergido por sí solas a pesar del gobierno de González. Aznar se atribuyó todo el mérito de la recuperación económica -el milagro soy yo-, que ya apuntaba en tiempos de Solbes, impulsada por la situación internacional y por el culto al ladrillo, por el que apostó con firmeza con propósitos no siempre transparentes. Pero desde el punto de vista ideológico, lo destacable es el frondoso discurso que empezó a aparecer desde las agencias de propaganda de La Moncloa y la cadena de medios de información del “nuevo movimiento nacional” para restaurar la dignidad del franquismo, de las diversas derechas, de la monarquía (no sólo de la Casa reinante, sino de los Austrias), del ejército, de la religión, del catolicismo y del papado.
Aznar situaba su mandato en la estela de los grandes próceres de la historia de España y se consideraba un hombre providencial por haber derrotado a González, y Franco, el gran patriarca de la derecha, volvía a ser un personaje familiar, adecuadamente maquillado por una abundante bibliografía superficial y laudatoria. Su régimen, nunca una dictadura impuesta por el terror, era, en definitiva, la tierra nutricia del actual régimen parlamentario, pues contenía un germen democrático que sólo había que desarrollar cuando llegara el momento propicio. Cambió la imagen del dictador, que dejaba de ser un antidemócrata feroz y despiadado, para ser solamente un predemócrata o un demócrata precavido ante el ingobernable pueblo español, que necesitaba sobre sí la protección y el consejo de una mano firme, militar, por supuesto, y clerical, por si acaso.
En esta labor de curar la amnesia de la Transición con dosis masivas de renovado franquismo colaboraron unos cuantos intelectuales, que, junto a los que estaban sólidamente instalados en el PP, forman la gavilla de los nuevos conservadores españoles, que, como la primera generación de los neocons americanos, proceden también de la izquierda.         
Esa procedencia concedió un plus de verosimilitud a su discurso, que, en síntesis, consistió eliminar de la explicación la aguda lucha de clases de los años 30 en España y la extensión de los regímenes autoritarios y fascistas en Europa, y en descargar a Franco de responsabilidades para cargarlas sobre la izquierda, al remontar el origen de la guerra civil no a la rebelión de los militares el 18 de julio de 1936, sino a la revolución de Asturias en 1934. Se olvidaron de que, en agosto de 1932, el general Sanjurjo intentó otro golpe de Estado contra el gobierno republicano, que fracasó, y de que, en 1923, el general Primo de Rivera, padre del fundador de la Falange, promovió otro cuartelazo contra el declinante sistema canovista, directorio militar que subsistió hasta 1931.
Así, la II República, como culminación de una serie de reformas que se venían intentando y posponiendo desde hacía un siglo, estuvo marcada por un destino trágico, pues fue un breve paréntesis entre dos dictaduras; entre el golpe de Estado del general Primo de Rivera y el golpe de Estado del 18 de julio, que, acaudillado por Franco, instauró otra dictadura, mucho más larga y cruenta, que devolvió social y culturalmente a España a principios del siglo XIX. Un viaje hacia atrás, del que todavía no hemos regresado del todo, como cada día nos lo recuerdan el Partido Popular y la Conferencia Episcopal.

En estos días, a propósito del proceso al juez Garzón y del debate en torno a la memoria histórica se han publicado muchas opiniones sobre este tema. Una de ellas es la reflexión que hace Joaquín Leguina en el artículo “Enterrar a los muertos” (El País, 24-IV-2010) donde simplifica realidades bastante complejas, al identificar, por ejemplo, a todos los votantes del PP (casi la mitad de los votantes españoles) con la postura que mantienen bastantes de sus dirigentes sobre el franquismo, o al señalar que todos los represaliados por el franquismo son héroes de la democracia y la libertad, afirmación que no todo el mundo comparte, aunque eso no quita lo fundamental: que pagaron con la cárcel o con su vida, algunos después de haber terminado la guerra, el haber defendido el Gobierno legítimo de la II República frente a quienes no defendían ni la libertad ni la democracia, sino todo lo contrario. Y para comprobarlo basta con echar una ojeada a las opiniones de Franco, de sus gobiernos, de los militares, del personal civil, de falangistas y de obispos, en los años victoriosos, que los dos autos de Garzón han venido, en cierta medida, a recordar[1].
Pero lo que más me choca del artículo del señor Leguina es lo que él denomina mensaje nº 1, porque contradice lo que mantuvieron su partido y los miembros de la Comisión Negociadora de la Oposición que prepararon el camino de la Transición. Dice: La Ley de Amnistía -como toda la Transición- fue hecha bajo presión, debido al miedo que producía el ruido de sables. Más que amnistía fue amnesia lo que se impuso. Esto es falso y además encierra una calumnia contra quienes se pusieron de acuerdo en traer la democracia a España y para ello prepararon una Constitución consensuada. No fueron cobardes, sino generosos.
Personalmente, me alegro de haber tenido en aquellos trascendentes años  dirigentes políticos valientes y generosos, pero no fue eso lo que entonces se contó a quienes deseaban ir un poco más lejos en la reforma política, en la reforma sindical y en las relaciones laborales. El mensaje central fue que no había que provocar a la derecha, que el ejército estaba vigilante (y en verdad lo estaba), que eran los primeros pasos de una democracia avanzada y que luego vendrían otros e, incluso, que había que aceptar, sin conflictividad, las reformas del aparato productivo (la primera reconversión industrial) y la moderación de salarios para salir de la crisis económica sin desestabilizar el naciente régimen democrático. El Pacto de la Moncloa, como otra prueba del clima de consenso, se firmó en octubre de 1977 con esa explicación. Con ello, el nuevo régimen democrático llegaba exigiendo sacrificios a los trabajadores, que los aceptaron porque creyeron lo que entonces se les contó y, naturalmente, por asumir una responsabilidad que se cargó sobre sus espaldas.
A lo que estamos asistiendo estos días es a las consecuencias de aquello: a los estrechos límites de la Transición, a las reformas no emprendidas -entre ellas la de la administración de la Justicia- y a las concesiones efectuadas, no por cobardía, supongo, sino por prudencia y por un exceso de generosidad hacia una derecha que no ha sabido apreciarla, y que, pasado el primer susto y recuperado el poder, decidió encaminar sus pasos no hacía el centro, sino la extrema derecha defendiendo un franquismo sin complejos. Y ahí siguen.
El proceso contra el juez Garzón, además de un ajuste de cuentas de sus compañeros de profesión, es un aviso a los que quieren destapar cuarenta años de ignominia, porque la derecha tiene aún mucho que ocultar. Ni olvida ni parece capaz de perdonar.

Revista Trasversales nº 18, primavera de 2010


[1] Los autos del juez Garzón sobre los crímenes de la dictadura están publicados como: Garzón contra el franquismo, Madrid, Diario Público, 2010.

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