Hace
unos días, la presidenta (en funciones) de la Comunidad de Madrid, aprovechando
la oportunidad que le brinda la campaña electoral en Castilla-León decidió instruir
a los posibles electores con un poco de cultura.
Huyó
del pecado de la carne y del azúcar y utilizó el camino abierto por Casado al
hablar de los Reyes Católicos (mención inoportuna, pues se ignora si estaban a
favor o en contra de las macrogranjas), para defender la monarquía frente a la
república, porque ha ido muy bien -dijo- con la monarquía y las dos repúblicas que
hemos tenido han acabado muy mal.
No
sabemos por qué sacó a colación este tema en unas elecciones autonómicas, salvo
para criticar al Gobierno y a sus socios, pero lo hizo. Y cada vez que Ayuso
habla de la monarquía tiemblan en la Zarzuela, porque el tema es delicado.
Ayuso,
claro está, no explicó quienes acabaron con ambas repúblicas, ni que fueron un
remedio a dos defecciones de los monárquicos, ni falta que hacía, pues afirmó
en su día que “Madrid, España y la monarquía son inseparables” como si fuera un
hecho incontrovertible, con lo cual la ignorancia se tapa con un latiguillo y
santas pascuas. Pero las cosas no son así; sucedieron de otro modo.
La
Casa de Borbón llegó a España con un conflicto europeo, pues eso realmente fue
la Guerra de Sucesión, aunque mal entendido por algunos catalanes.
No
es que los Austrias fueran mejores, pero agotada la dinastía, se asentaron los
Borbones y, de todo hubo, desde reyes activos e ilustrados hasta necios y fementidos,
atados por los pactos de familia a sus primos franceses e incapaces de ver lo
que se dirimía en Europa a fines del siglo XVIII y principios del XIX.
Un
gran agravio para un pueblo invadido por una potencia extranjera es que sus
reyes emigren al país agresor, se pongan al amparo del soberano invasor y le
cedan la corona, que este traspasa a su hermano. Divino gesto del corso.
Pero
mayor agravio es que, acabada la guerra y expulsado el invasor, cuando el “rey
deseado” (eso decían) regrese, en 1814, de su dorado exilio francés se apresure
a abolir la legislación efectuada al amparo de la primera Constitución del
país, y además entierre a la propia “Pepa” y encierre a quienes han defendido
su trono. El intento de restaurar la Constitución sin abolir la monarquía en
1820, se salda, en 1823, con la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis para
devolver al “deseado” el ansiado poder con pocas trabas, que no evita que se
pierda la mayor parte del imperio americano (menos mal que aún no había nacido
Pedro Sánchez, aunque sí Simón Bolívar).
Una
década -ominosa- después, muere el infame y deja como heredera a una niña, y un
hermano ambicioso, y aún más retrógrado, que quiere gobernar de modo
absolutista y clerical. Y ahí tenemos el problema carlista, que provoca tres
guerras civiles, y está anidado en los nacionalismos periféricos.
Sobre
el reinado de Isabel II, casada con un…. bueno, un inútil, para lo que se
esperaba de él, que era un heredero, Isabel Ayuso debería conocer algo de
aquella corte y de aquella España, para explicarse la revolución del 68, el
exilio de la reina, el breve reinado de Amadeo y la llegada, como remedio, de
la I República, a la que se le pidieron demasiadas cosas en muy poco tiempo.
Algunos de sus impacientes partidarios no ayudaron, ya lo dijo Engels, que no
era de derechas precisamente, pero la verdad es que no tuvo ni siquiera tiempo
de aprobar un proyecto de constitución federal, pues el federalismo exacerbado
en la rebelión cantonal -¡Viva Cartagena!- la hirió de muerte. Esta vez no
fueron tropas francesas las que pusieron “orden”, fue el general Pavía quien acabó
con el primer ensayo republicano.
El
pronunciamiento del general Martínez Campos -inmortalizado a caballo en el
parque del Retiro frente a Florida Park-, en diciembre de 1875, en favor de
restaurar la monarquía, trajo desde Inglaterra al joven Alfonso XII.
Con
la llamada Restauración, que fue en realidad la segunda, se abría el largo
período conservador, ideado por Cánovas, en que se perdieron los restos del
imperio en América y Filipinas -el “98”-. Conviene recordar este asunto, porque
a los muy patriotas se les suele olvidar quien gobernaba entonces.
Le
sucedió Alfonso XIII, el rey pornógrafo, en una etapa de gran inestabilidad
social -lucha de clases, dicho a la brava- y de conflicto en África -guerra
colonial mal dirigida, dicho también a la brava-. Un golpe militar, en 1923,
sostuvo la monarquía, a la que sus partidarios abandonaron en 1931, y llegó la
II República como efecto indirecto de unas elecciones municipales. La Casa Real
abandonó el país y se abrió una etapa tensiones y precario equilibrio de
fuerzas.
Cierto
es que la República tuvo apoyos muy divididos y pocos incondicionales, y que,
igual que a la primera, las clases subalternas le exigieron mucho en poco
tiempo; que la crisis económica de 1929 llegó a España con cierto retraso, pero
golpeó con fuerza a las clases económicamente más débiles y mermó la capacidad
financiera del Gobierno para atenderlas. Y también es cierto que, mientras
tanto, en Europa iban surgiendo gobiernos autoritarios, dictatoriales o directamente
fascistas, y que, en España, un sector de la derecha vio en ellos una solución
favorable a sus intereses.
En
realidad, las derechas, tras el desconcierto provocado por la caída de la
monarquía se dedicaron a reorganizar sus filas y a conspirar contra la
República. Y cuando creyeron tener la fuerza suficiente, intentaron acabar con
ella con un golpe militar. No lo lograron en 1932, con Sanjurjo, tampoco en
1936, que dio paso a la guerra civil, pero sí, con la victoria de Franco en
1939. Y ese es el origen de la III Restauración borbónica.
Franco
no emitió un pronunciamiento militar al estilo del siglo XIX, pero lo que hizo fue
algo así y además aplazado, pues propuso, para cuando él faltase, restaurar la
monarquía en la figura del príncipe Juan Carlos, saltando el orden sucesorio, ya
que el heredero era don Juan. O sea, que Franco no restauró el poder de la
vieja dinastía borbónica, según los usos de la monarquía, sino una nueva versión,
a partir del hecho excepcional de un golpe de Estado. El que medien 36 años
entre un hecho y otro, no priva a la monarquía de ese origen espurio.
Resumiendo:
1) Las dos Repúblicas, breves en comparación con largos períodos monárquicos que
no estuvieron exentos de problemas, acabaron sus días, en parte por falta del
apoyo de sus partidarios y fácticamente por intervención militar. 2) Que la
monarquía borbónica ha sido restaurada varias veces teniendo detrás el apoyo
militar, unas veces pacífico y otras violento. 3) Que la monarquía carece de la
expresa legitimación popular, por mucha que sea la simpatía que despierte la
Casa Real. Y este es un problema que se debieran plantear, sobre todo, los
monárquicos, como defensores de la institución que consideran legítima y
compatible con un régimen democrático.