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viernes, 28 de agosto de 2020
Notas sobre 1968 (y 9). Final
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lunes, 24 de agosto de 2020
Notas 1968 (8). Canciones y protestas
Como otros recitales clandestinos, semiclandestinos o semiautorizados, que se daban en el país, el recital de Raimón -No, jo dic no, diguem no-, celebrado el día 18 de mayo en Madrid, fue mucho más que una mera expresión artística.
Con el vestíbulo de la facultad de
Económicas de abarrotado por un público entregado, se convirtió en un abierto
acto de reclamación política -Al vent, la cara al vent-, en una
universidad enfrentada a la dictadura, cuyas autoridades respondían sancionando
a alumnos y profesores, clausurando aulas, cursos, facultades o universidades
enteras, según fuera el nivel alcanzado por las protestas.
Interpretado en catalán, el recital fue
también un acto de reivindicación cultural y afirmación identitaria, cuyo
origen estaba más atrás.
En los primeros años sesenta, como
reacción a la copla andaluza, a la canción aflamencada y a la música comercial
nacional y extranjera, que saturaban el espectro radiofónico, y, sobre todo,
como afirmación de las culturas autóctonas,
regionales, surgió una corriente musical más comprometida con el
momento, interpretada en catalán, gallego, vascuence y castellano. Aunque
también recibió la influencia de la música de autor, que, desde el extranjero,
se colaba por las rendijas de la censura.
Sin que las autoridades pudieran
evitarlo, el aire de la libertad llegaba con la vecina chanson, no sólo
con el “pop” comercial de la canción ye-yé para bailar, sino con la
canción para escuchar, de autores como Georges Brassens, Leo Ferré, Jacques
Brel, Jean Ferrat, Juliette Greco o Georges Moustaki, donde latían la
nostalgia, el romanticismo, la queja y la denuncia, el anarquismo, la bohemia o
el existencialismo, y con la canción de protesta de Estados Unidos, compuesta
en baladas con ritmos y armonías del blues,
el folk y el country, de juglares como Woody Guthrie, Pete
Seeger, Joan Báez, Phil Ochs, Bob Dylan, el Kingston Trío, Peter, Paul y Mary y
tantos otros, denunciando lo que no funcionaba en la sociedad opulenta y avisando
de que el tiempo estaba cambiando, sin que hiciera falta escuchar el parte
meteorológico para saberlo. Los tiempos están cambiando -vuestro sistema se
está haciendo viejo, los tiempos están cambiando- es una canción de Bob Dylan del año 1964; La respuesta está
en el viento, otra inquisitiva balada meteorológica,
es del año anterior.
El grupo catalán Els setze jutges[1], formado por
músicos, cantantes, escritores, actores y periodistas, abrió camino a un tipo
de cultura autóctona y coetánea, que pretendía separarse de la rancia,
encorsetada y centralista cultura oficial, para hacerse eco de la etapa de
cambios que vivía España, aún con cierto retraso respecto al resto de países
del bloque occidental.
En el campo musical, este grupo
pretendía ensayar nuevas formas, abordar otros temas en las letras, conservar
sonidos tradicionales o incluso recuperar música antigua, aunando tanto la
protesta, como la creación y la investigación.
En la canción interpretada en catalán,
mallorquín o valenciano, las figuras más relevantes de esa corriente, conocida
como la nova cançó (la nueva canción) fueron Nuria Feliu, Francesc Pi de
la Serra, Teresa Rebull, Pau Riba, María del Mar Bonet, María Dolors Lafitte,
Guillermina Mota, Raimón, Joan Manuel Serrat, Lluís Llach, Jaume Sisa, Ovidi
Montllor, Marina Rossell y Xavier Ribalta, entre otras. Barcelona, mucho más
cosmopolita que Madrid -capital del Estado, pero todavía un mesetario
poblachón-, se convirtió en centro de difusión de la nova cançó y de la
emergente cultura contestataria, no sólo catalana, lo que parecía coherente con
su condición de capital editorial del país y territorio culturalmente más
avanzado que el resto por su ubicación fronteriza.
En otras latitudes se percibía un
espíritu semejante, orientado a la búsqueda de raíces populares, del sentido
profundo y verdadero de la cultura “del pueblo” -de los “pueblos”-, extraviado
por la guerra civil, sofocado por el desarrollo capitalista y sepultado por la
cultura de pacotilla que patrocinaba el franquismo.
De ahí procedía el interés de buscar en
romances, cancioneros, villancicos, coplillas, canciones infantiles, refranes y
cantigas, y en la obra de poetas, el auténtico sentir popular, incluyendo
melodías y armonías, y recuperando, incluso, instrumentos antiguos para lograr
ejecuciones más fieles al sonido original.
Surgió así una legión de modernos
juglares en lengua catalana, gallega y vascuence, además de la castellana, con
sus diversos acentos y variedades fonéticas; autores de sus propias canciones o
compositores de música para los versos de poetas como Antonio Machado, Salvador
Espríu, Gabriel Celaya, Miguel Hernández, Rafael Alberti, Gabriel Aresti,
García Lorca, Rosalía de Castro, Celso Emilio Ferreiro, Joan Vergés, León
Felipe o Blas de Otero.
Entre estos juglares estaban Paco
Ibáñez, Luis Eduardo Aute, Joaquín Díaz, José Antonio Labordeta, Chicho Sánchez
Ferlosio, Vicente Araguas, Benito Lertxundi, Mikel Laboa, Lourdes Iriondo,
Xabier Lete, Imanol, Suso Vaamonde, Urko, Hilario Camacho, Julia León, Luis
Pastor, Adolfo Celdrán, Elisa Serna, Rosa León, Patxi Andión, Amancio Prada, Víctor
Manuel y tantos otros y otras…Y grupos como Aguaviva, Nuestro pequeño
mundo, Almas humildes, Canción del pueblo, Jarcha, Nuevo
Mester de Juglaría, Voces Ceibes, Los Sabandeños, La
bullonera, Oskorri…, que representaban lo que entonces, por huir del
término anglosajón folklore, se llamó música de raíces, canción protesta
o canciones “con mensaje”, como había películas “con mensaje”, entendido como
el sentido oculto dirigido a los espectadores para burlar la vigilancia de la
censura. Era un efecto del hábito de leer “entre líneas” lo que publicaba la
prensa, para intentar desvelar lo que el Régimen ocultaba.
Despacio, abriéndose costosamente paso
entre las trabas administrativas a la difusión, grupos corales y cantautores
fueron mostrando a un público creciente el cambio que se estaba produciendo en
la expresión cultural y en la propia evolución del país. Canciones convertidas
en himnos del momento y en señas de identidad de una generación señalaron, en
competencia con influencias de procedencia extranjera, la modernización y
diversificación, que se estaba generando en el país homogeneizado culturalmente
por el franquismo, y acompañaron las quejas de la gente, las demandas de las
incipientes fuerzas de la oposición, las luchas de los trabajadores, de los
estudiantes y del movimiento vecinal, durante los últimos años de la dictadura
y la etapa de la Transición.
Después, una vez restaurado el régimen
democrático, la superficial subcultura de la movida, que musicalmente fue la banda sonora del narcisismo, de la
despolitización y el desencanto, acabaría con los cantautores.
Silenciosamente desaparecieron de
escena, acallados por el bullicio de una música intrascendente, que difundía el
mensaje frívolo, hedonista, individualista y políticamente alienante de una
nueva generación, presta a disfrutar de lo alcanzado por el esfuerzo económico
y político realizado por la precedente. Los tiempos estaban cambiando, pero el
aire soplaba ya en otra dirección.
Cantautor a tus trincheras
con coronas de laureles
y distintivos de honor,
pero no des más la lata,
que tu verso no arrebata
y tu tiempo ya pasó…
¿Qué fue de los cantautores?
Aquí me tienen, señores,
aún vivito y coleando
y en estos versos cantando
nuestras verdades de ayer,
que salpican el presente
y la mierda pestilente
que trepa por nuestros pies…
Luis Pastor: “¿Qué fue de los cantautores?”
Todo ello estaba presente intelectual y
emocionalmente en el público que entonces asistía a recitales como el de Raimon
en la Facultad de Económicas, el cual, a pesar de estar autorizado por el
decano, concluyó con cargas de la policía, una manifestación de protesta y la
prohibición, al cantante, de volver a actuar en Madrid. Lo uno por lo otro; protestar
tenía su coste.
[1] “Dieciséis jueces”. Alude a un juego de
palabras que pone a prueba la maestría del hablante en la pronunciación del
catalán. “Setze jutges d’un jutjat mengen fetge d’un penjat; si el penjat es
despengués es menjaría els setze fetges dels setze jutges que l’han jutjat”. (Dieciséis
jueces comen hígado de un ahorcado; si el ahorcado estuviera descolgado se
comería los dieciséis hígados de los dieciséis jueces que lo han juzgado).
domingo, 23 de agosto de 2020
Notas 1968 (7). El pulso del bajo clero con el Estado
A las circunstancias aludidas en la entrega anterior, hay que añadir los primeros actos de terrorismo de ETA, que aumentaron la tensión en el País Vasco y, en consecuencia, el conflicto entre la clerecía de base y la Curia y, de rebote, entre ésta y el Gobierno.
Más que un conflicto entre la Iglesia y
el Estado, pues la Iglesia formaba parte del propio Estado franquista, que era confesional,
lo que realmente se acentuó fue la tensión del bajo clero y la feligresía con el
Gobierno.
Estos son los hechos más relevantes del
año, en el ámbito que nos ocupa.
El 23 de enero, el TOP condenó a Alfonso
C. Comín (miembro del PSUC) a 16 meses de cárcel por un artículo publicado en
un semanario católico francés.
El 6 de febrero, comparecían ante el TOP
cuatro sacerdotes vascos, acusados de participar en una manifestación.
El 10, un tribunal militar condenó a un
soldado a 6 años de cárcel por negarse a prestar servicio en sábado, porque lo
prohibía su religión. Según Amnistía Internacional, 50 objetores de conciencia
estaban en la cárcel por negarse a prestar el servicio militar.
El día 17, el Gobierno autorizó la
enseñanza del vascuence en las escuelas públicas.
El día 10 de marzo, el clero vasco
emitía una nota de protesta por la detención de diez militantes nacionalistas
en Vitoria.
El 14 de abril, Pascua de Resurrección,
el Gobierno desplegó, en el País Vasco, la policía para impedir la celebración
del Aberri Eguna (Día de la patria vasca).
En Madrid, el día 10 de mayo, se produjo
un hecho que mostró un rostro bien diferente de la Iglesia, cuando 300 personas
asistieron a una misa por Adolfo Hitler y los que fallecieron defendiendo la “civilización
occidental y cristiana”. No fue la única vez.
El día 7 de junio, el asesinato del guardia
civil José Pardines, en un control de carretera, por Javier Echevarrieta,
miembro de ETA, y la muerte de este, por disparos de la guardia civil, en otro
control, reavivaron la tensión entre la Iglesia y el Gobierno.
El día 10, un grupo de sacerdotes ocupó
durante varias horas el obispado de Bilbao, en protesta por la represión ejercida
por la policía sobre los asistentes a las misas por el alma de Javier
Echevarrieta.
En julio, presionada por una carta de
trabajadores, la Conferencia Episcopal expresó su apoyo a la libertad sindical
y al derecho de huelga. En el mismo mes entró en funcionamiento la cárcel
concordataria de Zamora.
El día 1 de agosto, seis sacerdotes
ingresaron en la cárcel de Zamora y otro en la prisión de Basauri por el impago
de multas gubernativas.
El día 2, tras el asesinato del comisario
de policía, Melitón Manzanas, a manos de un comando de ETA, el Gobierno decretó
el estado de excepción en Guipúzcoa durante tres meses. Para facilitar la labor
represiva de la policía, pocos días después aprobó el Decreto-Ley sobre Represión
del Bandidaje y el Terrorismo, cuya aplicación en todo el país generó
arbitrariedades, malos tratos y torturas, y, pronto, las lógicas protestas.
El día 15, la Confederación
Internacional de Sindicatos Cristianos denunció la oleada represiva en el País
Vasco, y el día 16, cuarenta sacerdotes ocuparon como protesta el obispado de
Bilbao.
El día 1 de septiembre, en las iglesias donostiarras
se leyó una carta pastoral del obispo que acusaba al Gobierno de emplear la
violencia y de vulnerar el Concordato. El obispado de Bilbao rechazó el proceso
judicial incoado a 66 sacerdotes por firmar una carta denunciando la represión gubernamental.
El 17, era detenido el etarra Juan José
Etxabe.
El 27, un consejo de guerra condenó a
dos años de cárcel a José María y a Agustín Ibarrola.
El dos de octubre, falleció Aureli
Escarré, abad de Montserrat. Más de 15.000 personas asistieron a su entierro,
que se convirtió en un acto de afirmación catalanista.
El 29 de octubre, el Gobierno prorrogó
tres meses el estado de excepción en Guipúzcoa.
El 4 de noviembre, 60 curas se encerraron
en el seminario de Derio (Bilbao), en protesta por el silencio de la Curia ante
la represión policial. Solicitaban la dimisión del obispo y la renuncia de la
Iglesia a los privilegios del Régimen.
El día 6, el TOP solicitó penas de 10 a
16 años de cárcel para cuatro jóvenes acusados de pertenecer a ETA.
El 12, en Bilbao, dos de los sacerdotes
encerrados en Derio asistieron a un coloquio en la Facultad de Económicas. El
obispado les amenazó con la suspensión “a divinis”.
El día 18, 550 sacerdotes bilbaínos enviaron
una carta al Vaticano solicitando que interviniese en la diócesis. Designado
administrador apostólico por Roma, monseñor Cirarda se hizo cargo del obispado
de Bilbao el día 20.
Ese mismo día, la Conferencia Episcopal
recibía un escrito de 39 enlaces sindicales del Metal solicitando su ausencia
en las Cortes cuando se aprobase la Ley Sindical.
Tras casi un mes de encierro, el día 29,
los 60 sacerdotes abandonaban el seminario de Derio y denunciaban la represión
para aniquilar la etnia vasca y al pueblo trabajador.
Doce de diciembre. Detención de 11
militantes nacionalistas en Bilbao. En Madrid, 14 mujeres, madres y esposas de
presos políticos, se encerraban en la iglesia de los jesuitas. El día 15,
doscientas personas se congregaron ante la iglesia de Caño Roto para exigir
mejor trato a los presos de Carabanchel.
En 1969, la Encuesta Nacional del Clero
indicaba que casi la mitad de los sacerdotes españoles simpatizaba con ideas
políticas cercanas a la izquierda; casi la mitad -el 47%- de los curas jóvenes
era partidaria del socialismo y sólo el 10% del clero defendía a la dictadura.
miércoles, 19 de agosto de 2020
Notas 1968 (6). Curas rebeldes
lunes, 17 de agosto de 2020
Notas 1968 (5). Con el sudor de la frente
En el ámbito laboral, las reclamaciones de los trabajadores habían aumentado desde principios de la década, indirectamente favorecidas por la Ley de Convenios Colectivos de 1958, que pretendía estabilizar los precios al suprimir las subidas generales de salarios, haciéndolas depender de los acuerdos entre empresas y trabajadores. Fragmentaba, además, las reclamaciones laborales, dividía las luchas, reducía la resistencia a los planes patronales y despolitizaba los conflictos, al desviar las demandas hacia el capital privado en vez de hacia el Gobierno.
Como un efecto del Plan de
Estabilización de 1959, que tuvo un coste muy alto para los asalariados, pues
pagaron el saneamiento del sistema económico con deterioro de su situación de vida
y trabajo -congelación salarial, contracción del consumo, reducción de
plantillas, paro, migración interior y exterior y aumento de impuestos
indirectos-, las protestas de los trabajadores fueron en ascenso, extendiéndose
desde la minería asturiana, en 1962 y 1964, a otras ramas y provincias,
principalmente al sector del metal y a zonas industriales.
La industrialización produjo el aumento
y la concentración de trabajadores en
grandes ciudades y zonas y polos de desarrollo, lo cual tendió a unificar
las condiciones de trabajo y facilitar la organización y coordinación de las
luchas, y atizó la tensión con los empresarios en la disputa por el reparto del
excedente obtenido en la producción de bienes y servicios; es decir, reprodujo
el conflicto entre el capital y el trabajo, entre los salarios y los
beneficios; la lucha de clases, en suma, que el Régimen creyó haber desterrado suprimiendo
los partidos políticos y sindicatos de clase y uniendo a patronos y trabajadores
en un solo sindicato nacional, bajo control estatal.
La tímida liberalización auspiciada por los
ministros tecnócratas que pretendía ofrecer una imagen menos politizada del
Régimen favoreció ese clima. En el Código Penal se modificó la tipificación de
la huelga como delito de sedición, aunque conservó ese carácter para
funcionarios y empleados públicos; en 1964, con motivo de cumplirse los “XXV
años de paz”, se decretó un indulto parcial, en 1965 se promulgó la Ley de
Asociaciones y en 1966 la Ley de Prensa e Imprenta.
Por otro lado, el Régimen quiso revitalizar
su burocratizado sindicato a través de unas elecciones, en las que los
trabajadores pudieran elegir a sus representantes (enlaces sindicales). El
artífice de esta operación de “maquillaje” fue el polimórfico José Solís, que
intentó, sin éxito, que la Organización Sindical Española fuese reconocida por
la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
Ese clima de limitada tolerancia permitió que
las candidaturas obreras impulsadas por las comisiones obreras obtuvieran
bastantes representantes en las elecciones sindicales de 1966, en algunos
lugares en puestos de cierto nivel.
Fue después de que CC.OO. convocase a miles de trabajadores en dos jornadas de
protesta, en enero y octubre de 1967, en las principales zonas industriales, cuando el Gobierno percibió su verdadera
dimensión y decidió declararlas fuera de la ley y perseguirlas sañudamente.
Una sentencia del Tribunal Supremo, que consideró CC.OO.
como organización ilícita y subversiva, abrió el camino a sucesivos procesos judiciales
contra sus militantes, de los cuales el más conocido fue el Proceso 1001,
incoado a su plana mayor.
Pero, desde el punto de vista laboral, 1968
fue un año poco agitado, pues se negociaron pocos convenios, por lo que las protestas
y las jornadas de lucha fueron menores que el año anterior. Fue un breve
paréntesis entre 1967 y 1969, años más conflictivos y sometidos a la represión,
ya que el Gobierno decretó sendos estados de excepción.
No obstante, en 1968 hubo jornadas de
lucha a primeros de mayo y protestas contra la nueva ley sindical, con la cual
el Régimen intentaba hacer frente a las luchas obreras y Falange asegurarse el
control de los trabajadores, que se le escapaba. Hubo encierros de mujeres en
apoyo de trabajadores sancionados o detenidos, así como huelgas en empresas
importantes como Pegaso, Standard Eléctrica, SEAT y en la minería, en HUNOSA,
con la consiguiente represión patronal y policial. Hubo también continuas
vistas en el Tribunal de Orden Público contra trabajadores y sindicalistas por
participar en huelgas y protestas, así como contra estudiantes, militantes
nacionalistas y sacerdotes, que fueron muy activos en ese año.
En 1968, se contaron 551 conflictos
colectivos frente a 1.595 en 1970, ocurridos con preferencia en Asturias y el
País Vasco; el 41 por ciento en el sector minero, el porcentaje más alto,
seguido del siderometalúrgico, con el 17 por ciento.
Por otra parte, a diferencia del
movimiento estudiantil, los acontecimientos del extranjero ejercieron escasa influencia
sobre el movimiento obrero, que fue más autónomo y original en sus
reclamaciones y tácticas de lucha.
Respecto a los hechos más relevantes del
año en el ámbito laboral, hay que recordar que, en marzo, la policía desalojó violentamente
una asamblea de trabajadores en la factoría de Pegaso (Empresa Nacional de
Autocamiones), en Madrid, detuvo a 25 trabajadores y 40 fueron despedidos por la
dirección de la empresa, lo cual provocó una huelga de protesta.
El 29 de marzo, el TOP condenó a 9
mineros asturianos a penas que iban de 6 meses a 4 años de cárcel, y a 4
trabajadores que protestaban en Bilbao por los despidos en Laminación de Bandas
en Frío. Días después, los sindicalistas Marcelino Camacho y Julián Ariza
comparecieron ante el TOP.
El mes de abril concluyó con la
ocupación de la fábrica Rockwell-Cerdán, en Gavá (Barcelona), por los
trabajadores, y con las detenciones en toda España con que la policía trató de
impedir los días de lucha decididos por CC.OO. con motivo del día 1 de mayo, en
solidaridad con las huelgas de Pegaso y Standard en Madrid y SEAT en Barcelona.
El día 30 de mayo, presidido por el Delegado
Nacional de Sindicatos, José Solís, se celebró en Tarragona el IV Congreso
Sindical, que aprobó la nueva ley sindical, ya rechazada por representantes de
los trabajadores.
El 18 de junio, el TOP impuso diversas
penas de cárcel a una docena de trabajadores asturianos, miembros del PSOE y de
UGT.
El 22 de julio, una delegación de
obreros del metal solicitó a la Conferencia Episcopal que rompiera su silencio
y defendiera la doctrina social de la Iglesia respecto a los derechos laborales.
En respuesta, la Curia declaró que apoyaba la libertad sindical y el derecho de
huelga.
El 15 de octubre, el Tribunal Supremo
confirmó el carácter ilegal y subversivo de las Comisiones Obreras y el día 29,
diez mil mineros fueron a la huelga en protesta por el despido de varios
compañeros.
El 19 de noviembre, la policía detuvo,
en Valencia, a 21 sindicalistas, y el día 20, treinta y nueve enlaces
sindicales de la rama del metal entregaron un escrito a la Conferencia
Episcopal, solicitando que ningún prelado asistiera a la aprobación de la Ley
Sindical en las Cortes.
El 28 de noviembre, 15.000 mineros asturianos
se declararon en huelga por la muerte de tres compañeros en accidente laboral.
Al entierro asistieron más de 20.000 personas. HUNOSA amenazó con no pagar las
indemnizaciones si no se reanudaba el trabajo.
A mediados de diciembre, en Madrid,
grupos de mujeres de presos políticos se encerraron en iglesias para exigir mejor
trato a los presos de la cárcel madrileña de Carabanchel.
En vísperas de Navidad, 43 presos
políticos de la cárcel de Soria, entre ellos Marcelino Camacho y José Sandoval,
miembros de las comisiones obreras, iniciaron una huelga de hambre, que se extendió
a otras prisiones.
viernes, 14 de agosto de 2020
Notas 1968 (4) Tormenta en las aulas
jueves, 13 de agosto de 2020
Notas 1968 (3) Historias de dos ciudades
Los resultados de la evolución económica
del país y de su progresiva apertura al comercio mundial aparecían regularmente
en las exposiciones y ferias de muestras que, cada uno o dos años, se
celebraban en las ciudades más importantes. De ellas, vamos a tomar como
muestra sólo dos, las celebradas en Madrid y en Barcelona, como dos visiones
distintas, a veces enfrentadas (además de por el fútbol) y al tiempo
complementarias del país, en esos años de acelerada y contradictoria mutación.
Ambas ferias fueron llevadas al cine en
dos películas modestas que no tenían más pretensiones que servir de
documentales dramatizados por unas cuantas caras conocidas de actores y
actrices del momento[1]. “Historias
de la feria”, sobre la Feria de Muestras de Barcelona, fue rodada por Rovira
Beleta en 1957, y “Días de feria”, sobre la Feria del Campo de Madrid, rodada por
Rafael Salvia, data de 1960.
Como si nada ocurriera al otro lado de
los Pirineos, ni hubiera huelgas y barricadas en las calles parisinas, el 22 de
mayo de 1968, Franco inauguró en Madrid la VIIª Feria Internacional del Campo, prueba
del peso económico, social y cultural que todavía conservaba la España agropecuaria
en la década del desarrollo industrial.
La edición, que amplió el número de
países visitantes con Rusia, que concurría por primera vez, tuvo un gran éxito
de público, ya que recibió la visita de tres millones y medio de personas, que
se acercaron al recinto madrileño a interesarse por la faceta rural del país.
Muchas de ellas, recién emigradas al fragor capitalino en busca de empleo, regresaron
durante unas horas al entorno laboral y cultural de sus orígenes.
Por unos días, la burocrática capital del
país adoptó un aire bucólico y pastoril. Madrid, sin dejar de ser la capital
del capital, volvió a ser el poblachón manchego colmado de subsecretarios, que
decía Camilo J. Cela, y se convirtió en temporal muestra de la diversidad de
“los hombres y tierras de España”, en palabras del Caudillo, y realmente en exposición
de peculiaridades regionales, de todo tipo de artesanías y productos de color
local, variedades gastronómicas servidas en los
pabellones que imitaban las construcciones típicas regionales y en “pasarela”
de seleccionados animales de crianza: caballos de fina estampa, la yeguada
militar jerezana, percherones de tiro y cartujanos de silla o de calesa; ovejas
churras y merinas, separadas para no confundir; cabras que tiraban al monte; vacas
tudancas, pasiegas, blancas, negras, rubias y berrendas; lustrosas terneras
gallegas y abulenses -promesa de suculentos chuletones-; tiernos lechones
destinados al horno, gorrinos de pata negra -jamón, jamón-; mulos gerundenses,
garañones zamoranos, novillos cebones, toros sementales y otras bestias
excelentes de nuestra cabaña ganadera, que competía dignamente con la de los
países visitantes.
Y, además, exposición de tractores y novísima
maquinaria agrícola, pues el campo también se modernizaba y caían en desuso los
viejos aperos: el trillo de madera, el bieldo y el cernidor, la hoz (y, desde
luego, el martillo), la tartana con yegua, el borrico con cántaros y botijos,
la carreta de bueyes y, tras dos mil años de prestar servicio en el agrum
hispánico, el arado romano tirado por acémilas.
Mientras tanto, las ferias de muestras
de Barcelona y de Bilbao, como privilegio de la burguesía cómodamente instalada
en el reluciente neocapitalismo español, eran escaparates de lo más avanzado en
innovación industrial y tecnológica.
Entre los días 1 y 15 de junio, se
celebró en Barcelona, en el marco incomparable de Montjuich, con su gran
escalinata y sus coloreadas fuentes luminosas para pasmo de payeses y turistas,
la 28ª Feria de Muestras, con la participación por vez primera de Méjico y la
República Popular de China.
Gesto inaudito y audaz con que Franco,
mostrando las dotes de gran estadista proclamadas por sus incondicionales, se
adelantaba a la diplomacia del ping-pong de Richard Nixon. Amazing!,
pensaría tricky Dick, que decidió apropiarse de la idea, pero añadiendo
un par de raquetas y una pelotita. Minucias.
En esa edición se presentaron, entre
otras interesantísimas novedades, juguetes de Alemania, una maqueta de reactor
nuclear, potente maquinaria checoslovaca pesada y de precisión, cristalería de
Bohemia, confección norteamericana, ¡un supermercado!, lo último en receptores
de televisión, entre ellos un televisor español con la carcasa transparente para
dejar ver el interior, y una amplia gama de aparatos electrodomésticos “para
las amas de casa”, que así se vendían. Novedades en el salón náutico, sólo para
ricos con vocación marinera y la buchaca rebosante, y claro está, lo más
moderno en el pabellón del tejido y el calzado, con exhibición en la pasarela
de los diseños más actuales para las cuatro temporadas y donde, por primera
vez, las modelos desfilaron en bikini para mostrar la moda veraniega.
En el Salón del Automóvil, ya reconocido
por la Organización Internacional de Constructores de Automóviles, se
exhibieron los prototipos más logrados de la industria nacional de automoción,
aunque con patente extranjera.
Se presentó el SEAT 124, de la factoría
catalana, berlina ideal para miembros de la clase media en ascenso -los nuevos
españoles-, que dejaba literalmente atrás en técnica, potencia y prestaciones,
y, desde luego en la carretera, al popular utilitario SEAT 600, hasta entonces
el rey del asfalto, y al modelo intermedio SEAT 850, ni chicha ni limoná, salvo
la versión “coupé” de dos puertas y apariencia deportivizante -un quiero y no
puedo para postineros-, adecuado para ligones aficionados sacar ventaja al amigo
peatón.
También el Mini Cooper 1275 cc, fabricado
en Pamplona, caro y fardón, con un toque “Carnaby”, pero rápido y versátil; muy
útil para robar furgones cargados de lingotes de oro, como hacían Michael Caine
y su cuadrilla en la película de 1969 “Un trabajo en Italia”, que fue la mejor
promoción de la marca británica sobre los múltiples usos del funcional matchbox.
Sin olvidar el Renault Alpine110, de la
FASA (Valladolid), de aspecto deportivo, indicado para competir en “rallies” y
para los amigos de aumentar las ventas de la CAMPSA pisando el acelerador.
[1] María Rosa Salgado, Antonio Vilar, Mara
Lane, Manolo Morán y Gila, en la primera, y Tony Leblanc, José Luis López
Vázquez, Pepe Isbert, Gisia Paradís y Pilar Cansino en la segunda.
sábado, 8 de agosto de 2020
Notas 1968 (2) La vida sigue (aparentemente) igual
Notas sobre 1968 (1) España y “los sesentayochos”
https://www.elobrero.es/cultura/historia/54886-notas-lecturas-y-recuerdos-del-anyo-1968-1.html
lunes, 3 de agosto de 2020
Recuerdos 1968. Quince y "la loca"
Tras esperarla durante quince meses, una
mañana de abril -no recuerdo la fecha exacta- sonó la “loca”. Era el habitual
toque de diana señalando el comienzo de la jornada castrense, pero aquel día se
me antojó que sonaba en la versión floreada, especialmente dedicada a mí; era,
por fin, la “loca”.
Me quedan quince y “la loca”, decían
ufanamente los soldados veteranos a los reclutas que tenían toda la “mili” por
delante, indicando, con los toques de diana, los días que les faltaban para volver
a casa tras recibir la licencia, de momento, provisional. Y luego iban restando
cada día que pasaba, como hacía el capitán de caballería Jonathan Brittles
(John Wayne), en la película La legión
invencible, hasta que llegaba la última diana, la definitiva, la “loca”,
que a mí también me llegó; tardó, pero llegó.
En adelante, en vez de un toque de
corneta, un simple reloj despertador o un receptor de radio indicarían la hora
de levantarme, sin tener que hacerlo con prisa para salir a formar la compañía
y dar al oficial de semana el primer parte de novedades del día, después del
madrugón.
Realicé los trámites burocráticos,
recibí la cartilla militar -la “verde”- con las firmas y sellos pertinentes, el
oficio indicando el lugar donde debía pasar la obligatoria revista anual, hasta
recibir, a los cuarenta años, la licencia definitiva, y cuál era el regimiento
de destino, de artillería, en mi caso, al que me debía incorporar en caso de
ser movilizado. Después entregué el saco petate, las botas y el correaje, los
uniformes de faena y de paseo, y los dos gorros, el redondo de paseo, con
visera, y el ajado de faena -vikingo, le llamaban-, apetecido por los reclutas
-“se lo cambio, por el mío”- por esa circunstancia -por tener encima “mucha
mili” y por el galón de cabo primero (no deseado, pero si un capitán decide que
seas cabo y después cabo primero, lo serás aunque no quieras; lo será por
“galones”, dicho finamente)-.
Vestido de paisano, me despedí de los colegas, crucé la larguísima explanada flanqueada por edificios bajos de estilo colonial y traspasé por última vez la puerta del campamento, custodiada rutinariamente por los soldados del cuerpo de guardia.
Me fui sin mirar atrás y prometiendo no volver por allí (aunque he vuelto con mis hijas), pero orgulloso de haber superado una molesta etapa obligatoria y también inquieto ante lo que tenía delante, que era adaptarme a la vida civil tras quince meses de inmersión castrense, sólo interrumpidos por un permiso de trece días, y hacerme adulto, porque, entonces, una vez cumplido el servicio militar, ya no había escapatoria: la juventud quedaba definitivamente superada y se entraba, de verdad, en la edad adulta, en la edad de sentar la cabeza, decían, claro está, los muy adultos, y de aceptar lo que había por delante: una vida de trabajo y asumir las correspondientes responsabilidades familiares; un horizonte poco esperanzador.
Se habían acabado los sueños juveniles y
debía aceptar que la vida, más aún en la España de Franco, quedaba muy lejos de
lo ofrecido por los tebeos, las novelas y el cine de intriga y aventuras.
Terminar unos estudios que no me
gustaban, vegetar en un empleo y cargarme de familia y de deudas quedaba muy
lejos de los mares del sur, de las galopadas por las praderas de Dakota, de los
abordajes piratas y la búsqueda de las minas del rey Salomón, de tesoros en el
Caribe o en tierra de incas; de las carreras de cuadrigas y las luchas de
gladiadores en el Coliseo; de los duelos en el Atlántico, en el aire -temibles,
los Stukas de la Luftwafe-, bajo el mar -con el último torpedo- o en el OK
Corral; del asalto a las diligencias, a los trenes, a los fuertes de troncos y
a los castillos medievales; de los safaris y las cacerías y la legión
extranjera; del desembarco en las playas de Normandía o de Iwo Jima; de las
pesquisas de detectives con gabardina y sombrero; de los gangsters, los pistoleros y los jefes indios; de los corsarios y
los piratas tuertos; de Robin Hood y los arqueros del bosque; de Ivanhoe y los
caballeros del rey Arturo, y de los caballeros que las preferían rubias; del
capitán Nemo y Phileas Fogg, de Búfalo Bill y Wyat Earp; de Toro Sentado,
Cochise y Caballo Loco; de Dick Turpin, D’Artagnan y el Conde de Montecristo;
de Pancho Villa, El Zorro, el Coyote, los dos hombres buenos y el Capitán
Trueno y, desde luego, de las bellas mujeres que les acompañaban en sus
aventuras, aventureras algunas de ellas, fatales, otras, y siempre guapas e
interesantes todas.
Quedaba atrás todo aquel mundo ficticio,
que parecía más auténtico y, desde luego más interesante que el verdadero, que
había sido otra escuela de la vida en un bachillerato complementario, aprobado
con nota alta en los cines de barrio.
Así, pues, estaba condenado a ser
adulto, plenamente adulto -a veces creo que aún no lo he logrado-, en un mundo
construido por adultos, que no me gustaba, aunque en 1968 estaba agitado por
esperanzadores signos de cambio, y en un país raro, atrasado e ingrato, que
parecía tercamente empeñado en no cambiar en un mundo agitado, gobernado,
además, por un anciano y despótico militar y una patulea de personajes despóticos,
ambiciosos y mediocres. Pero cambios sí que había; el más evidente, en mi
salud.
Unos anómalos días de mucho frío en una
zona habitualmente cálida, soportados con uniformes de verano, habían causado
estragos en la compañía y me habían provocado una fortísima bronquitis, que se
me reprodujo a los pocos días de licenciarme, en una de las drásticas bajadas
de temperatura, frecuentes en la Meseta.
Afección, que se repetiría en los
inviernos siguientes, y de la que me costó bastante tiempo y esfuerzo librarme,
aunque no del todo, pues quedé resentido de esa zona. Décadas después, la
radiografía de una neumonía, mostró los efectos de la primera bronquitis; que
no era una herida de guerra, sino una modesta y molesta dolencia de “mili”, que
me hizo la puñeta durante años.
El segundo cambio fue de orden laboral.
Nada más volver a casa -a casa de mis padres, claro- me reincorporé a mi
antiguo puesto de trabajo, en el que fui advertido de que la empresa cesaba en
su actividad, por lo que, a partir del mes de agosto, perdería el empleo. De
momento, el mundo de los verdaderos adultos se mostraba más bien disuasorio.
Durante los meses de “mili” me había
carteado con amigos y familiares, leído la prensa cuando podía, pero, sobre
todo las revistas, Índice, Triunfo y Cuadernos para el diálogo, allí difíciles de encontrar.
Había conocido, además, a desventurados
galeotes de otras provincias movidos por inquietudes políticas similares a las
mías, así que estuve informado de lo que ocurría, pero el servicio militar, prestado
en un campamento situado lejos de núcleos urbanos en una de las provincias más
atrasadas del país, no dejaba de formar un mundo aparte y llegado a mi
escenario habitual quise ansiosamente ponerme al día.
Lo que sigue no es tanto un relato de
mis modestas peripecias vitales, cuanto una reconstrucción de lo acaecido en ese
célebre año, efectuada con apoyo de lecturas posteriores para ayudar a la
memoria y facilitar la reflexión, pues uno vive inmerso en los hechos, influido
por el espíritu de la época y por el clima de opinión del momento, sobre todo
de los círculos más cercanos, pero sin pensar demasiado sobre ellos, en
particular, si los hechos son muchos e importantes, como los de aquel año lo
fueron, sobre todo fuera de España.
Es después, cuando se conoce el
desenlace de procesos cuyo curso estaba entonces por definir y se percibe la
verdadera dimensión de lo ocurrido, cuando llega la reflexión.
Y lo sucedido en el mundo, aquel año,
requería mucha reflexión, pero también lo acaecido en España, menos
espectacular, que, como país subalterno, quedó oscurecido por los
acontecimientos de los países punteros en producir noticias.
Pero ya lo había advertido el sagaz
Fraga, desde el Ministerio de Información y Turismo: Spain is different.
Y, en efecto, la Spain de Franco era bastante different.
Vera, 3 de agosto de 2020.