La Puerta
del Sol de Madrid, con unas improvisadas jaimas de plástico, que le dan un aire africano, pero también las principales
plazas de muchas ciudades de España y de algunas del extranjero se han
convertido de la noche a la mañana en bulliciosas ágoras, donde ciudadanos del
pueblo llano, en su mayoría jóvenes pero no sólo ellos, se reúnen y discuten sobre
asuntos comunes, en muchos casos alejados de la agenda de los políticos: debaten sobre la crisis, los bancos, el paro, los estudios, la carestía, la
falta de vivienda, los contratos precarios, la desigual distribución de la
riqueza, la corrupción y la representación; discuten de economía y de política,
abordando desde su punto de vista asuntos reservados a los expertos. Es decir,
hablan de la vida, de la supervivencia en tiempos difíciles, de su papel en la
sociedad que se está creando, o mejor dicho, destruyendo, y de un futuro cada
día más incierto. Y, naturalmente, de la responsabilidad que los políticos
profesionales han tenido en todo esto.
La que
llamaban generación perdida se ha encontrado consigo misma y con ciudadanos de
otras edades para plantear que la política vuelva a ser lo que debe ser:
ocuparse de los asuntos comunes a favor de la comunidad, actividad que parece
olvidada por quienes han hecho de la gestión pública una profesión particular y
algunos un saneado negocio privado.
Este
espontáneo movimiento ha revelado que al menos una parte de los ciudadanos no se ha
desentendido de la política; la llamada desafección ciudadana no es tal, lo que
existe es la desafección de la clase política; son los políticos los que,
utilizando la ortopedia de un sistema de representación institucional que lo
favorece, se han alejado de quienes les votan y les pagan, y a quienes deben
servir.
Esta es una
de las veces en que se ha mostrado más claramente la separación entre la España
oficial, de futuro asegurado, y la España real, de futuro más que oscuro. Y
mientras la clase política, especialmente los dos grandes partidos, nos ha
obsequiado con una campaña electoral de lo más soporífero, además de larga
(llevamos ocho años en campaña electoral permanente), en esas plazas, en
corrillos y asambleas, se respira vitalidad, desinteresada afición por la
política, discusión abierta, intercambio de ideas e imaginación, que muestran dónde está la vida y dónde la burocracia,
donde está la sociedad real y dónde la imaginada en encuestas y sondeos, que es
la que sirve de referencia a los políticos.
No sabemos
en qué acabará todo esto, nadie sabe con anticipación cómo y cuándo termina un
movimiento social; tampoco lo sabían los parisinos en 1968 ni los
afroamericanos que en Estados Unidos exigían derechos civiles, ni las mujeres
que exigían el derecho a abortar, pero es bueno que los jóvenes hayan empezado
a moverse. Y no sólo protestan y denuncian, sino que tienen una larga lista de
propuestas -un programa más concreto que el de Rajoy y más completo que el de Zapatero-, pero en estas vísperas
electorales es apropiado destacar algunos de los cambios políticos que
proponen: reformar la ley electoral para que el sistema sea realmente
proporcional, listas abiertas y limpias de corruptos, una justicia realmente
independiente, sin jueces más que amigos, ni magistrados que actúan al dictado
de quien los nombró... No es para asustarse; es lo que pediría cualquier demócrata
convencido, que fuera una persona decente.
No es de
extrañar que la derecha esté nerviosa.
Nueva
Tribuna, 20 de mayo de 2011.
No hay comentarios:
Publicar un comentario