viernes, 30 de diciembre de 2022

Golpe de togas (1)

El pasado día 21 de diciembre, el Tribunal Constitucional intervino para vetar en las Cortes una iniciativa legislativa destinada a reformar las normas de su renovación, paralizada arbitrariamente desde hace seis meses por el Partido Popular con el interesado concurso de magistrados conservadores.

Que el presidente y otro miembro de este tribunal, recusados y con el mandato caducado, participaran en la valoración que debía decidir sobre su recusación es otro anómalo ingrediente añadido a la cacicada, que les ha permitido actuar como jueces y parte interesada en la decisión colegiada. 

Se produjo, así, lo que se puede calificar de golpe de togas, perpetrado por el poder judicial para interferir en el ejercicio ordinario del poder legislativo, con el agravante de que el órgano perpetrador, que sienta un peligroso precedente, es el tribunal de garantías, supremo intérprete y guardián de la Constitución.

El golpe de togas no figura entre los actos de fuerza estudiados por Curzio Malaparte en su obra Técnicas de golpe de Estado (París, 1931).

El primer libro europeo contra Hitler, según su autor, que denostaba al Führer y pasó de admirar al Duce a ser perseguido por él, se dedica a analizar actos de fuerza, triunfantes o fallidos, destinados a provocar cambios de régimen en la convulsa Europa de los años veinte. El arte y sobre todo la técnica son necesarios para conquistar el Estado mediante el uso de la fuerza, la audacia, la rapidez y la decisión, ante la lentitud de la deliberación y el respeto a las normas y plazos legales que caracterizan a los sistemas parlamentarios.

En este aspecto, el texto de Malaparte se halla entre El príncipe de Maquiavelo y el decisionismo y la situación excepcional del gran ideólogo -o teólogo- del poder, Carl Schmitt (La dictadura, 1931), pero hay hechos, como el éxito del octubre ruso de 1917 o el fracaso de la revolución alemana de 1923, que son más propios del temario de La insurrección armada, de Neuberg, que recoge la táctica insurgente de la Komintern en esos años.

El libro de Malaparte afirma que, si algunos consideran que todos los medios son válidos para suprimir la libertad, se debe admitir también que todos los medios pueden ser válidos para defenderla, y apunta la tesis de que para defender el Estado es preciso conocer el arte de apoderarse de él.

Por sus páginas desfilan, al frente de tropas regulares, grupos revolucionarios, milicias o conjurados de taberna, Mussolini, Kapp, Pilsudski, Hitler, Kerenski, Trotski o el general Primo de Rivera, pero no hay rastro de un posible golpe de togas contra el parlamento, efectuado en solitario desde la suprema instancia jurídica del Estado. Eran otros tiempos.

Además de la gavilla de alborotadores de escaño, la “tropa” de la que ha dispuesto Feijoo para dirigir el golpe de togas ha sido el leal grupo de magistrados designados por su partido, que desde hace cuatro años impide la renovación del Consejo General del Poder Judicial y, desde hace seis meses, la del Tribunal Constitucional, para mantener la mayoría conservadora en ambos órganos lograda cuando gobernaba Rajoy.   

Cada época tiene sus conservadores, sus reaccionarios y sus golpistas, pues siempre hay quienes sueñan con impedir que otros gobiernen o con aplicar por la fuerza su programa.

A propósito de la decisión del Tribunal Constitucional de paralizar un proceso parlamentario, se ha citado el fallido golpe militar del 23-F, pero la irrupción de Tejero, pistola en mano, en el Congreso no hace al caso y le delata, además, como un golpista viejuno o un personaje propio de una república bananera.

Hoy, los golpistas, criptogolpistas, actúan de otro modo. En asentados sistemas democráticos crece una tendencia a pervertir su fundamento invocando cínicamente la defensa de la democracia, y aumenta el número de mandatarios autoritarios que fortalecen el poder ejecutivo, reducen la función del legislativo, manipulan el judicial y se deslizan hacia democracias simuladas, nominales o dictaduras sin paliativos.

Entre otros, por reciente y por tratarse de la primera república moderna, es ejemplar el caso de Donald Trump, que, siendo presidente en funciones, actuó contra su victorioso oponente animando a sus seguidores a irrumpir en el Capitolio para invalidar por la fuerza un resultado electoral que le fue adverso.

El PP también es un partido aficionado a utilizar medios poco ortodoxos para llegar al Gobierno, exceder la financiación legal en las campañas electorales, utilizar el pucherazo o “tamayazo”, en la Comunidad de Madrid en 2003, para conservarlo, o difundir la mentira de que ETA era la autora de los atentados del 11 de marzo, tratando de obtener ventaja en las elecciones de 2004, o para condicionar la labor del gobierno desde la oposición, bloqueando la renovación de distintas instituciones, en particular el Tribunal de Cuentas, el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Supremo.

El pretexto aducido para impulsar la última maniobra ha sido aludir indefensión y prevenir un “daño irreparable” para impedir la discusión de una iniciativa del Gobierno destinada a renovar a los miembros del Tribunal Constitucional con mandato caducado (12 magistrados; un conservador dimitido, 6 conservadores y 5 progresistas; 4 con mandato caducado, tres conservadores, entre ellos el presidente, y uno progresista; y dos conservadores recusados, uno el propio presidente).

El trámite de la norma propuesta por la mayoría del Congreso para salir de la situación enquistada ha sido precipitado, como lo ha sido el de la ley del “Sí es sí”, la Ley Trans o la reforma de los delitos de sedición y malversación de fondos públicos, impulsados con prisa y poca discusión, cuando contienen elementos importantes que merecen largos debates y mucha pedagogía, no sólo de cara a la oposición, que suele ser refractaria, sino, sobre todo, hacia la ciudadanía. Pero eso no es nuevo, pues conocemos leyes mal hechas de todos los colores y trámites apresurados en todas las legislaturas, y es una pésima costumbre aprovechar las leyes de acompañamiento de los presupuestos para servir de vehículo a enmiendas que poco tienen que ver y se quieren colar de matute en las últimas sesiones del año. Por cierto, en lo referido a despachar leyes a paletadas, la marca la tiene Rajoy, con 26 leyes aprobadas de una sola tacada.

Pero todo ello no merece el disparate de utilizar el alto Tribunal para detener la discusión y posible reforma de una ley, porque una ley se puede reformar, derogar o reemplazar y superar con otra ley. Son acciones en distinto plano, pero mezcladas de modo interesado introducen el peligroso precedente de que el poder judicial, excedido en sus funciones y con mandato caducado, limita competencias del poder legislativo, que representa la articulación política de la nación soberana surgida del último proceso electoral. Es decir, que un poder legislativo actualizado se ve condicionado por un poder judicial envejecido, en el que la caducidad de algunos de sus miembros expresa una correlación de fuerzas pretérita, que se quiere mantener a toda costa en las instituciones judiciales más altas.   

El caso viene del viejo juego del PP, pues sucedió lo mismo con el gobierno de Zapatero, cuando, desde la oposición, el bloqueo lo utilizó Rajoy. Que, por cierto, en 2016, fue el primer presidente del Gobierno en negarse a aceptar la indicación del Rey de formar nuevo gobierno, pasando la pelota a otro, y el único hasta ahora en actuar en funciones durante un año. Rarezas.

La cacicada ha sido preparada por el PP como una defensa de la democracia, con una crispada ofensiva en el Congreso y en la prensa adicta, ante el peligro de que Sánchez pueda cambiar la correlación de fuerzas en el Consejo General del Poder Judicial. Pero, quienes retienen la renovación de los órganos supremos de la justicia vulnerando la Constitución, acusan, cínicamente, al Gobierno de querer “ocuparlos” y de que es necesario, al parecer por medios espurios, “proteger la justicia” de las apetencias de Sánchez, porque se trata de “España o de Sánchez”, donde, en una falaz pirueta retórica, se acusa a Sánchez de capitanear un gobierno ilegítimo de enemigos de España, salido de una tramposa moción de censura, que merece ser desalojado del poder cuanto antes o, al menos, impedir que pueda gobernar.

El “argumentario” populista olvida el motivo de la moción de censura, que fue la sentencia judicial sobre la corrupción de una de las piezas del caso “Gurtel”, que no produjo en el PP la menor intención de responder decentemente, bien convocando elecciones o con la dimisión de Rajoy, voluntaria o exigida, como han hecho los conservadores ingleses prescindiendo en poco tiempo de dos primeros ministros. Y pasa de puntillas, sobre las dos elecciones generales posteriores, donde el PSOE ha sido al partido más votado.

Pero estos “detalles” son inútiles para el sentir de la derecha, porque el gobierno de Sánchez fue calificado de ilegítimo -comunista y criminal, según Vox- desde el primer día. Basta recordar, con vergüenza, la sesión de investidura y las comparecencias amenizadas, desde la bancada de la oposición, por un vociferante jovencito, que resultó un “blandengue”, como diría el Fary, pues luego no supo defender su inmerecido cargo del “amistoso” ataque de una compañera de partido, que le hizo tirar la toalla.      

Esta práctica torticera y desleal viene de lejos, pues comienza con el gran salto hacia atrás anunciado por Aznar en su libro “España. La segunda transición”.

Aludiendo a las elecciones de octubre de 1982, que dieron el triunfo al PSOE, Aznar escribe: “Esos <jóvenes nacionalistas>, como fueron denominados por un sector de la prensa norteamericana, ¿eran los continuadores de la tradición progresista española, o más bien un grupo de universitarios forjados en los ideales de mayo del 68, tributarios de la dictadura franquista en su formación intelectual y en sus experiencias políticas? ¿Podían aspirar a representar toda la compleja realidad española? (…) Ahí en la abultada diferencia de escaños, no podía encontrarse representada la verdadera realidad social, política e histórica de la nación (…) Aquel joven diputado que era yo, que accedía al hemiciclo por primera vez, sentía que se había producido un fenómeno excepcional. El necesario equilibrio representado por el centro político había desaparecido de la escena, y desde mi escaño de la entonces Alianza Popular, tendría que esforzarme para que la auténtica realidad de la vida política, social, cultural y económica de España se hallara cabalmente representada”.

Es decir, cualquier representación de la sociedad en las instituciones políticas que no exprese la supuesta e indeclinable hegemonía de la derecha católica y monárquica, no es cabal, no es auténtica; es ilegítima y antiespañola.

Nada nuevo bajo el sol; Franco ya lo había dicho antes. Y ahí siguen.

29/12/2022. Para Trasversales y El Obrero

martes, 27 de diciembre de 2022

Despidos en la banca

Banca. Despide, que algo queda, hasta que no quede nadie.

El año 2021 acabó con 19.000 despedidos en la banca; exactamente 18.957, como efecto de fusiones, reajustes de plantilla y cierre de sucursales.

Por entidades, el primero ha sido Caixabank con 6.432 empleados, le sigue el Banco Santander con 3.572, el Sabadell con 3.405, el BBVA con 2.935, Unicaja con 1.513, Ibercaja con 750 y Abanca con 350 despidos.

Desde el año 2009, como efecto del reventón de la burbuja inmobiliaria en 2008, en la banca se ha producido la siguiente secuencia de despidos: 2009, 9.114 despedidos; 2010, 5.994; 2011, 15.433; 2012, 11.664; 2013, 18.339; 2014, 14.297; 2015, 5.100; 2016, 9.574; 2017, 3.929; 2018, 3.999; 2019, 5.607; 2020, 2015; 2021, 18.957.

Comparen con los beneficios obtenidos, con el dinero público destinado a salvar a bancos y cajas de ahorros de sus aventuras financieras, con los servicios ofrecidos a los clientes y con las eternas quejas de los banqueros y saquen ustedes mismos las consecuencias.

Queda por conocer el número de despidos en 2022, pues ha continuado el cierre de sucursales.   

miércoles, 21 de diciembre de 2022

Cartografía política madrileña (2)

La tensión ha subido en la sanidad madrileña. Después de la multitudinaria concentración del día 13 de noviembre, se han repetido los actos de protesta ante oficinas de la Comunidad concernidas por el caso y sigue una huelga de 4.200 médicos de familia y 720 pediatras.

El domingo 27, una concentración de sanitarios y usuarios denunció el abandono de la atención primaria y la irresponsabilidad del consejero de Salud al no percibir que los pediatras y médicos de familia son la primera línea defensiva de la salud de la población y que su buen funcionamiento evita los colapsos en las urgencias de los hospitales.

Esperando que el conflicto concluya por el cansancio de los huelguistas, la Consejería de Salud ha roto la negociación sin ceder un ápice en su postura, alegando que una subida general de sueldos es inasumible. En realidad, la protesta ya ha desbordado la respuesta al caótico plan de Ayuso de reabrir los, cerrados hace dos años, centros de urgencia de barrio (los SUAP) sin disponer del personal necesario o, mejor dicho, contando con la mitad de los efectivos precisos para atender 80 centros. Pero no se puede decir que el “dream team” de Ayuso carezca de soluciones imaginativas, pues ha convertido la precariedad en mérito y dividido los centros en dos categorías: con médico, en centros de urgencia, y sin médico, en centros de cuidados, sólo atendidos por enfermeros. La otra “medida estrella” (o mejor, estrellada) ha sido la telesalud o atención médica a distancia, través de la pantalla, que más parece pensada para evitar el contagio de los médicos (que son pocos) que para atender bien a los enfermos.

Lo que sucede no es casual ni un producto del oportunismo de Ayuso, culpando al Gobierno y a la “izquierda bolivariana”, sino efecto de una lógica política que lleva a presionar hasta que surge la protesta, pues no hay límite legal, laboral ni, por supuesto, moral a la explotación de quien trabaja. El límite lo ha de poner quien soporta condiciones de trabajo extenuantes y humillantes, bien con la protesta o bien con la renuncia y el abandono del empleo, buscándose una vida mejor en otro lugar o en otro país. Dígase como paradoja, que España “exporta” personal sanitario, mientras Ayuso culpa al Gobierno de la falta de médicos en Madrid.  

Así, lo que ahora se pide no es sólo aumento de salarios, sino empleo, estabilizar y completar las plantillas, acabar con el parcheo de los traslados, los despidos encubiertos, las jubilaciones sin reemplazo y las bajas temporales que no se cubren; poner fin a la sobrecarga en las consultas, a la falta de pediatras, a la reiteración de guardias, a las horas extraordinarias y a las listas de espera de los pacientes. Lo que piden los trabajadores es frenar la destrucción de la sanidad pública en beneficio de la privada, pero en perjuicio de la ciudadanía, en particular de los enfermos de las clases económicamente más débiles. Y esta no es sólo la intención del gobierno de Ayuso, que, aprovechando la coyuntura, ha pisado el acelerador, sino un impulso que viene de bastante atrás en el tiempo, lo cual exige un poco de memoria y de cartografía política.

Como ya había anunciado Aznar en su libro “España. La segunda transición”, el Partido Popular tenía en su programa un amplio capítulo de privatizaciones para reducir el tamaño de Estado. Corrían los años de auge del neoliberalismo y el “Estado mínimo” era parte de la letanía, igual que reducir el “intervencionismo” político, ampliar el mercado (cuanto más libre, mejor) y privatizar empresas públicas para “devolverlas” a la sociedad, identificando la sociedad con los amigos a los que se entregaron los bienes privatizados. Y en el campo de la sanidad, ya había un precedente que avisaba por donde irían los tiros.

Ernest Lluch, ministro de Sanidad entre 1982 y 1986, impulsó la Ley General de Sanidad de 1986, que descentralizó los servicios en comunidades autónomas, estableció como objetivos a medio plazo extender la atención sanitaria a toda la población, crear la red de atención primaria, integrar los hospitales públicos, financiar con cargo a impuestos y mejorar el control de los medicamentos, entre otras medidas. Pero la ley se topó con la oposición de Alianza (Partido) Popular y la Organización Médica Colegial dirigida entonces por Ramiro Rivera, entidad muy conservadora, partidaria de la medicina privada y confesional, que ya había impulsado en 1981 una huelga de médicos contra el gobierno de UCD.

Uno de los impulsores de la ofensiva contra la ley de Lluch fue el recientemente fallecido Pedro Arriola, asesor de todo lo asesorable y consejero áulico de Aznar. Y no parece un detalle menor que fuera marido de Celia Villalobos, que fue nombrada ministra de Sanidad en el año 2000, cuando el PP obtuvo la mayoría absoluta.

En esa legislatura se descentralizó la sanidad y se transfirió a las comunidades autónomas, lo cual fue muy bien recibido por los partidos nacionalistas, en particular por los catalanes, porque permitió “engrasar”, con el correspondiente donativo a la caja B (3% y más), las relaciones de los gobiernos autonómicos con los proveedores y adjudicatarios de una sanidad que se privatizaba por parcelas. Eso mismo ocurrió en Madrid, aunque el “programa piloto” se probó en Valencia, en la Valencia de Camps, Barberá, Fabra y Zaplana, y la pieza que debía probar la eficacia de la administración privada ante la “burocrática gestión pública” fue el hospital de Alzira.     

Como todo el mundo sabe, fue el primer hospital público de gestión privada (pero de gasto público), que iba a suponer un ahorro de 2.000 millones de pesetas a la Generalitat valenciana, pero tras unos años de opaca gestión tuvo que ser rescatado con un coste de 7.300 millones. Como eran los años de las vacas gordas, el asunto quedó oscurecido por otros portentos, otros dispendios y otros rescates, como Tierra Mítica, la Fórmula 1, la Ciudad de las Artes, la visita del Papa, las carreras de motos, la copa de vela, el aeropuerto sin aviones, etc-, donde chapoteaban Correa y sus amigos del PP, luego implicados en las tramas del caso “Gurtel”.

Algo parecido sucedió en Madrid, en la Comunidad gobernada por el Partido Popular durante 28 años consecutivos.

 (Continuará)

2/XII/2022    

Felices fiestas

Un tendero me explica que estas Navidades almacenó, como todos los años, equis género, para no quedarse corto durante las fiestas, y que sólo se ha desprendido de la mitad de esas provisiones. La gente, este año, no ha comprado prácticamente nada, comparado con otros años. Menudo artículo iba a escribir yo sobre esto, termina.

Pero no sé qué podría decir ni contra quien iban a ir sus gritos. Porque se tiene la sensación de que todo el mundo está ansiando gritar, desahogarse y quedarse a gusto. Quizás es lo que envidian en el escritor: su especie de derecho al pataleo.  

Francisco Candel: “¿Quién supiera escribir!” Apuntes para una sociología del barrio, Barcelona, 1972.

Tengan ustedes, pues, unas felices fiestas navideñas, dentro de lo que cabe, y un próspero año 2023 con menos inflación, menos contaminación y menos crispación.

Francisco Candel (1925-2007) fue un hombre de otro tiempo. Emigrado de niño a Barcelona, fue un escritor autodidacta, periodista y ensayista, pero, sobre todo, un cronista del mundo del trabajo, de la vida en los barrios, de la emigración, del abandono institucional y de las carencias de los periféricos escenarios de la España en desarrollo.

Tiene una larga obra escrita, que chocó con frecuencia con la censura franquista, de la que se apuntan algunos títulos sobre unos temas quizá desfasados… o quizá no, dadas la nueva pobreza y la nueva emigración, que coexisten con las viejas.

Hay una juventud que aguarda (1956), Donde la ciudad cambia su nombre (1957), Han matado un hombre, han roto un paisaje (1959), Los otros catalanes (1964), Historia de una parroquia (1971), Los que nunca opinan (1971), Apuntes para una sociología del barrio (1972), Ser obrero no es ninguna ganga (1972), Barrio (1977), Carta abierta a un empresario (1974), Crónicas de marginados (1976), Un charnego en el senado (1979), Los otros catalanes veinte años después (1986), La nueva pobreza (1989).

domingo, 18 de diciembre de 2022

Mujer, vida, libertad




Bajo este escueto lema, que realmente contiene un mensaje reivindicativo tan extenso como explosivo para los fanáticos dirigentes de la República Islámica de Irán, ayer tuvo lugar una concentración ante la sede de su embajada en Madrid. O, mejor dicho, cerca, no enfrente, ya que la delegación del Gobierno no autorizó la concentración delante de la embajada, seguramente a petición del embajador, que quiso evitarse la molestia de oír que le llamaban criminal un sábado por la mañana. Aun así, el obediente funcionario tuvo que escuchar los discursos por megafonía y las consignas cantadas a coro por las personas allí reunidas: “Tu vecino es un asesino”, “Mujer, vida, libertad”, “Menos teocracia y más democracia” y otras pidiendo acabar con las ejecuciones y la represión y con la propia dictadura de los ayatolas en favor de un régimen de libertades.

Se leyeron textos de protesta con datos estremecedores: dos jóvenes ahorcados “legalmente” por “ofender a Dios”, mujeres torturadas, violadas y desparecidas, 32 menores de edad muertos por la policía al reprimir las protestas, una cifra de fallecidos que sobrepasa las 400 personas y la de detenidas que llega a las 18.000. Pero la protesta sigue.   

Lamentablemente, la asistencia fue escasa: algo más de un centenar de personas, en su inmensa mayoría iraníes, y un par de docenas de españoles. Poco es, por nuestra parte, ante la magnitud de lo que está ocurriendo.

Lo llamativo del caso es la poca atención que la izquierda, la moderada y la radical, suponiendo que exista realmente diferencia entre ellas, ha prestado a este gran movimiento de protesta popular en una de las teocráticas dictaduras islamistas del mundo, como si hubiera un islamismo “suave”, en versión chiita, en Irán, aliado además de Putin, y un islamismo salvaje, en versión sunnita, en la península arábiga o en Afganistán. Tampoco el Gobierno, tan diligente en otras cosas, está a la altura de la respuesta dada por algunos gobiernos de la Unión Europea; algo tendría que decir el señor Albares. Pero lo más chocante es el silencio en las filas feministas, tanto institucionales, como el Ministerio de Igualdad, como en organizaciones no gubernamentales. Sería conveniente que la ministra Irene Montero hiciera una declaración institucional o, quizá mejor, recibiera a una delegación de mujeres iraníes, o que, en su defecto, Ione Belarra apartara su atención por un momento de los galgos, los podencos y la perrita pequinesa y les hiciera un hueco en su apretada agenda. Por supuesto, los ministerios de “los chicos” también están concernidos, porque lo que sucede en Irán es muy serio.  

Por sus objetivos y por la participación y por la brutal respuesta gubernamental, las protestas populares en un régimen como el de Irán son hoy una de las causas populares más dignas de apoyo por quienes defienden la libertad, la democracia y los derechos humanos. Las izquierdas deberían despertar de su letargo.         

18.12.2022 para FB