Lucía Manuela Roca
El conjunto monumental de Cuelgamuros, o Valle de los
Caídos, formado por la basílica, la gran cruz, la extensa explanada de acceso y
la abadía, es admirado, aún hoy, por un número de personas, afortunadamente
menguante, como un ostentoso signo de la victoria en la guerra civil del bando alzado
contra la II República, y al mismo tiempo es denostado y repudiado por mucha
gente, por idéntico motivo.
Ha sido y sigue siendo una obra tan monumental en su
construcción como en la controversia suscitada sobre su origen y su destino.
Se puede considerar, por un lado, como una colosal
expresión de los estrechos vínculos que mantienen, todavía, la Iglesia y el
Estado. Y por otro, como un símbolo que remite a una época convulsa de la
reciente historia de España.
El posible cambio de orientación respecto a la función que
cumplía hasta ahora, como desmesurado panteón de Francisco Franco y del
fundador de la Falange, así como de común
sepultura de treinta y tres mil combatientes de ambos bandos en la guerra
civil, le ha devuelto actualidad sobre su hipotético futuro, una vez que los
restos de Franco han sido exhumados y trasladados, no sin polémica, hasta el
cementerio de El Pardo.
Desde el punto de vista histórico y arquitectónico, hay que
señalar su azaroso recorrido, desde el primer esbozo, en 1936, su construcción
en la etapa “azul” del régimen franquista, hasta su inauguración en abril de 1959,
veinte años después, coincidiendo con el fin de la etapa económicamente
autárquica.
Su construcción se debe a la idea de Franco de levantar un
monumento que desafiara el “tiempo y el olvido”, recordara la victoria y
honrara a “los héroes y mártires de la
Cruzada”, tal como cuenta Daniel Sueiro, en “La verdadera historia del Valle de
los Caídos”.
Inicialmente se pensó en un arco de triunfo situado en los
aledaños de Madrid, luego en una gran pirámide,
en un cuartel con un lago en forma de cruz y en un monasterio, también con una
cruz. Un arco -Arco de la Victoria- fue erigido después (1953-1956) con el
mismo propósito, a instancias del Ministerio de Educación. Ubicado en la
Moncloa, dando acceso a la Ciudad Universitaria, imita el estilo romano y está rematado
por una cuadriga de briosos corceles dirigida por Minerva, la diosa romana del
saber y de la estrategia militar. Pero la idea del gran monumento nacional persistía,
aunque el proyecto no se acababa de concretar en cuanto a tamaño, ubicación,
diseño y estilo, que debía ser imperial y muy español, pues se pretendía que
fuera la culminación de otros monumentos a los caídos, fruto de iniciativas
locales y repartidos por el país. Finalmente se pensó en una basílica presidida
por una gran cruz, ubicada en Cuelgamuros, un valle de la sierra madrileña cercano
a El Escorial.
Las obras, dirigidas por el influyente arquitecto Pedro
Muguruza, empezaron en 1941, con la intención de que duraran cinco años, pues
Franco tenía prisa en concluirlas, pero las dimensiones y complejidad del proyecto,
empezando por una imprescindible vía de acceso, que enlazara el valle con la
carretera que une Guadarrama y El Escorial, y las dificultades que entrañaba
horadar el risco de la Nava, atravesado por abundantes vías de agua, para albergar
en su interior la cripta, la basílica y el columbario, así como la situación
económica de posguerra, con la carencia de maquinaria, materiales, cemento, energía,
enseres y víveres para los trabajadores y el personal técnico y administrativo
de la obra, alargaron su construcción.
Lo que no faltó fue esfuerzo humano, ya que junto con trabajadores
a sueldo, participaron presos políticos y comunes, que podían reducir su condena
(por cada día de trabajo redimían dos de pena). Entre otros, allí estuvieron Francisco
Rabal, Gregorio Peces-Barba, Manuel Lamana y Nicolás Sánchez-Albornoz, estos
dos lograron fugarse en 1948. En una obra que se realizaba con picos, palas y
explosivos, fue especialmente útil para horadar la roca contar con la
experiencia de prisioneros que habían sido mineros y dinamiteros.
Otro problema era resolver el estilo del conjunto, que
debía evocar el pasado glorioso con que el Régimen se legitimaba, al mismo
tiempo que recordar la victoria militar y la condición católica, pero sin
olvidar el carácter funerario de su destino como panteón.
Como muestras a imitar estaban el estilo clasicista, más
que neoclásico, utilizado por Albert Speer en Alemania, en una arquitectura
colosalista que servía como plataforma de propaganda del III Reich, y el estilo
más moderno de Giovanni Guerrini en Italia, para gloria del régimen del Duce.
Pero, por muy imperial que fue su intención, no eran estilos arquitectónicos
puramente nacionales, que era lo que Franco deseaba, sino expresiones de lo que
se podía denominar, con algún abuso, arquitectura fascista.
Muruguza admiraba el estilo herreriano, el sobrio estilo
español de la época imperial, que coincidía con el espíritu austero, militar y
católico, que Franco quería ver representado en el monumento. Pero Muguruza
enfermó, falleció en 1952, y la obra se encargó a un alumno suyo, Diego Méndez,
que había dirigido las obras de reconstrucción de varios inmuebles pertenecientes
al Patrimonio Nacional, por lo cual el proyecto definitivo del Valle de los
Caídos se puede decir que es de su factura.
Dada la importancia política de la obra, se hizo todo lo
posible para asegurar el suministro de lo necesario y se dividió el proyecto en
tres fases. Primero se construyó el serpenteante tramo de carretera que lleva
hasta el cerro, entregado a la dirección del empresario catalán José Banús, uno
de los contratistas del Régimen y constructor, entre otras obras grandes, del
barrio de la Concepción de Madrid y de la urbanización Nueva Andalucía y de
Puerto Banús en la Costa del Sol. La perforación del risco de la Nava para
hacer la cripta, de 262 metros de largo, 22 de ancho y 42 de alto en el
crucero, se encomendó a una filial de Agromán, otra importante empresa de entonces.
El mosaico que remata la cúpula de la basílica, de 40 metros de diámetro, con
más de 5 millones de teselas (piezas), fue encomendado al mosaísta catalán
Santiago Padrós, que se inspiró en la Capilla Sixtina. Fue autor también de mosaicos
de la Abadía de Montserrat, del Teatro Real y de la Basílica de Jesús de
Medinaceli en Madrid, y del panteón de la Familia Franco en el cementerio de
Mingorrubio (El Pardo), donde ahora se conservan los restos del dictador.
La construcción de la cruz, que fue muy costosa por su
ubicación, en la cima del risco para recordar al Gólgota, y por sus dimensiones
(150 metros de altura, 24 metros de longitud cada brazo y 182.000 toneladas de
peso sin las esculturas) se adjudicó a Huarte, empresa que hoy forma parte del
grupo OHL (Obrascón, Huarte, Lain).
Pero la cruz tenía otro problema, que no era fácil de
resolver porque dependía del gusto del Caudillo y del estilo, inicialmente
relamido, manierista, de Juan de Ávalos, a quien se confió la construcción de
las gigantescas estatuas de piedra de las cuatro virtudes cardinales (prudencia,
justicia, fortaleza y templanza), representadas por hombres de pie, y de los
cuatro evangelistas sentados, que forman el sólido pedestal de la cruz, así
como de la colosal Piedad, situada sobre el pórtico de la basílica, y de los
cuatro arcángeles del presbiterio. Todo lo cual, en su diseño final se debe al
empeño de Méndez, que deseaba que las estatuas dieran sensación de sobriedad, dureza
y fortaleza, de acuerdo con las pétreas formas de la naturaleza circundante.
El conjunto fue inaugurado el 1 de abril de 1959, vigésimo
aniversario del día de la Victoria, y casi dos décadas después de haberse
iniciado las obras. El coste sobrepasó los mil millones de pesetas de la época,
razón por la cual se conocía popularmente como “Cuelgaduros”.
27 de octubre de 2019