jueves, 31 de agosto de 2017

Poder legítimo

 "¿Cómo definir un gobierno legítimo? Un gobierno legítimo puede ser definido como un régimen cuya estructura de poder ha sido establecida en teoría y organizada en la práctica según reglas fijadas tiempo atrás, conocidas y aceptadas por todos, e interpretadas y aplicadas sin vacilaciones ni dudas con el acuerdo unánime de la comunidad, siguiendo la letra y el espíritu de la ley reforzada por las tradiciones consuetudinarias (...) El gobierno ilegítimo es por principio el extremo opuesto al gobierno legítimo, se trata de una forma de poder configurada y organizada basada en reglas y normas impuestas por la fuerza poco tiempo atrás, y que habitualmente resultan inaceptables para la inmensa mayoría de la población (...) Mientras que los gobiernos prelegítimos quieren y pueden respetar el principio de legitimidad que la mayoría se resiste a aceptar como válido, pensando que su ejemplo terminará convenciendo a los ciudadanos a aceptar la nueva forma de poder, el gobierno ilegítimo, por el contrario, no quiere, no puede y no pretende someterse al principio de legitimidad por él mismo proclamado, ya que con él no busca más que encubrir un dominio impuesto al pueblo contra su voluntad".
Guglielmo Ferrero: El poder, Madrid, Tecnos, 1991, p. 187.

martes, 29 de agosto de 2017

Violencia y religión

Una respuesta Andrés Parra en FB

Al contrario que en el Islam, en la doctrina cristiana no hay apelaciones a la violencia.
El mandamiento de amar a Dios es un eufemismo, en realidad quiere decir amar su doctrina y a los que la imparten. Pero aún así es compatible con amar al prójimo, reforzado con el taxativo mandato de no matar. Es mejor, para el orden social (pues de eso se trata), amar al prójimo (como a uno mismo) que no amarlo, pero en caso de no amarlo lo que está condenado es matarlo. La doctrina cristiana recomienda las actitudes moderadas -fe, esperanza y caridad (virtudes llamadas teologales)- y prudencia, justicia, fortaleza, templanza (virtudes cardinales o principales)-, todas ellas atentas al prójimo, e incluso legisla contra los excesos que pueden lesionar los derechos de otros, como la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza (pecados capitales), que deben ser combatidos con los correspondientes remedios (virtudes opuestas): humildad, largueza, castidad, paciencia, templanza, caridad y diligencia. Esta moderación se encuentra también en el llamado Sermón de la montaña (bienaventurados los mansos, los que lloran). No, en el Nuevo Testamento no se encuentran apelaciones doctrinales a la violencia; al contrario, predica la paciencia y la sumisión; la resignación ante el infortunio y a responder con un gesto de paz al violento (poner la otra mejilla). Otra cosa es el Viejo Testamento, que parece una religión diferente (creo que lo es) y más cercana al realismo, pues describe a la sociedad y a los seres humanos tal como son más que como deberían ser. Y perdonad el rollo.

Difícil integración

Good morning, Spain, que es different

Con sentido autocrítico, en Europa solemos considerar la deficiente integración de los musulmanes en nuestras sociedades como una de las causas de los atentados islamistas. Otra causa es el efecto de la política exterior (económica, militar, geoestratégica) de los países desarrollados sobre terceros, pero esa, por ahora, me interesa menos que la reflexión sobre las dificultades que implica la integración de personas educadas en culturas muy distintas a la occidental. 
Antes debo advertir que la integración social de los individuos no siempre evita la génesis del fanatismo ni la propagación de proyectos totalitarios. La prueba está, por ejemplo, en la Alemania de los años treinta. No se puede dudar de que los miles de personas que se alistaron en el partido nazi y los millones que lo sostuvieron en el poder estaban plenamente integrados en la sociedad alemana, pero siguieron con entusiasmo los delirios de Hitler para imponer al resto del mundo el gobierno de una raza superior -un pueblo elegido (elegido por sí mismo, claro está)-.
Quienes defendemos sociedades laicas (civiles), heterogéneas, democráticas y tolerantes preguntamos con cierto sentimiento de culpa si son lo suficientemente abiertas como para poder admitir a miles de personas procedentes de culturas extrañas y facilitar los diversos grados de integración (aceptación, coexistencia, convivencia, mezcla, fusión). Otro asunto pertinente es preguntar hasta dónde es posible esa apertura sin llegar a desnaturalizar la sociedad que los admite y si estamos dispuestos a aceptar las consecuencias que de ello se deriven, como que pueda surgir una sociedad cultural y racialmente distinta de la actual.
En el caso de los musulmanes y particularmente de los islamistas, es decir de quienes hacen de su credo la principal o la única seña de su identidad personal, hay algunos rasgos de su cultura que son serios obstáculos para lograr su integración en sociedades abiertas. Con ello no afirmo que sea imposible, sino que es difícil.
En primer lugar está la preeminencia de la religión, que impregna a la cultura y también a la política. El ideal de los más fanáticos está en unir la religión y la política, o que esta sea un simple vehículo de la primera, lo mismo que el derecho; la ley islámica (la sharia) debe inspirar la política, la cultura, el derecho y la justicia y la vida cotidiana. Pero, si la religión impregna todas las actividades de la gente la religión se convierte en un asunto de Estado y no existe la sociedad civil sino la comunidad de creyentes. Es ese el objetivo final de los islamistas, crear una “umma”, una comunidad de creyentes en todo el mundo, mediante la yihad. 
En interpretaciones del Corán más moderadas los musulmanes pueden convivir con seguidores de otras religiones, en otras etapas de la historia lo han hecho, aun cobrando un peaje, pero hoy, en los seguidores más intransigentes la tolerancia hacia otros credos ha desaparecido. Como consecuencia, hay otro rasgo de gran importancia ideológica en los sujetos más fanáticos, que es el de considerarse superiores. Son fieles seguidores de Mahoma, el profeta de Alá, cuya palabra es incuestionable, el resto son seres inferiores, infieles, cristianos, judíos, ateos o musulmanes degenerados, tratados incluso enemigos que deben ser convertidos o destruidos.
En segundo lugar, existe una noción vertical y jerárquica del orden social, donde la autoridad suprema la ostentan los clérigos, hombres entregados por completo a la difusión y mantenimiento de la fe y a vigilar el cumplimiento de sus preceptos. 
El sentido vertical de la autoridad se traslada al ámbito político, al gobierno de los hombres, y al ámbito doméstico a través de una estructura patriarcal, donde las mujeres no cuentan y están a expensas de la decisión de sus padres, maridos, hermanos, tíos o primos, que deciden por ellas. Es un modelo familiar natalista, orientado a la procreación, donde a las mujeres se les asigna la tarea de ser el reposo del marido y la de parir hijos varones. El honor de los hombres ante terceros depende de que las mujeres cumplan estrictamente ese cometido, de ahí viene la vigilancia, la ocultación de su cuerpo a los ojos de otros hombres y la identificación pública a través de la indumentaria. Las mujeres deben poder ser controladas en todo momento, tanto por los hombres de su familia o de su clan, como por terceros. El honor familiar perdido exige costosas reparaciones en forma de repudio familiar (en Europa), de castigos e incluso la muerte de la transgresora en países más rigoristas, pues los hombres, para serlo de verdad, deben demostrar que son capaces de vigilar a sus mujeres, como el pastor debe vigilar a sus ovejas.
En tercer lugar está la estructura comunal que extiende un cerco en torno al individuo, cuya existencia no se concibe fuera de ella. Esta estructura choca con los valores occidentales como los derechos individuales y la autonomía de las personas. 
Como herencia de la estructura tribal, costumbres, rituales religiosos y hábitos de vida, vestimenta y alimentación configuran un comunitario modo de ser y de estar, que condiciona las decisiones de los miembros, en particular si son mujeres. Esta dependencia se atenúa en las generaciones nacidas en países occidentales, sobre todo en los varones, y crea un gran vacío, que puede ser rellenado con una nueva comunidad de fe aún más intransigente que la anterior. Se diría que quienes proceden de una cultura con fuertes lazos comunales y autoritarios temen la autodeterminación personal, lo que Eric Fromm llamaba el miedo a la libertad y en cierta medida el miedo a la soledad de los individuos; les asusta el propósito de dar sentido a su propia vida y asumir las consecuencias de sus actos sin la orientación de una autoridad incontestable y la cooperación de la comunidad.  
Con todo esto no me olvido de las dificultades que existen en las sociedades occidentales para integrar a sus propios miembros (autóctonos), en particular a las generaciones más jóvenes, ni niego la existencia de barreras estructurales (de renta, edad, raza, educación, sexo, género), que dificultan y en no pocos casos impiden la integración. No en balde, además de abiertas, democráticas y tolerantes, las sociedades occidentales son económicamente desigualitarias y mercantiles. Pero eso, hoy no toca.


Populismo

El ahora llamado "populismo", nueva etiqueta que define algo muy confuso, está tan relacionado con lo que indica Andrés Parra -y que resumiría en la creciente complejidad del mundo, a medida que los problemas son más conocidos y son cada vez más generales (globales)-, como con la incapacidad de los grandes relatos políticos para explicarla. Los antiguos discursos ideológicos están preñados de neos, de post, de ultras, para prolongarlos, porque se han ido desgastando y dicen poco, y a las nuevas generaciones, nada. El llamado "populismo" es una salida de emergencia, de suelo ético y teórico bastante feble, que intenta dar una atropellada respuesta a este estado de cosas, ante unas nuevas ideologías que ofrecen alternativas políticas a base de soluciones simples a asuntos muy complejos: el fundamentalismo cristiano y el musulmán es una de ellas, el micronacionalismo es otra.

domingo, 27 de agosto de 2017

¿Quo vadis, Marx?


El otro día, creo que fue el martes, bajando (with my family) desde el Museo Británico hacia Covent Garden y aprovechando para hacer un poco de historia social (y socialista) sobre la marcha, me desvié por el Soho hacia Dean Street, la calle donde había vivido Marx durante su estancia en Londres. La casa está repintada y lo curioso es que en la planta baja hay un restaurante que se llama "Quo vadis?"
Quo vadis, Marx? ¿A dónde vas, Marx? ¿A dónde te diriges? ¿A dónde nos has llevado? ¿A dónde te han llevado? ¿Estás muerto y enterrado? ¿O vivo y coleando? ¿Eres ya un clásico o aún eres moderno, casi contemporáneo? A ratos parece que vuelves, joven y subversivo, y a ratos parece que tus más fieles seguidores quieren enterrarte bajo la hojarasca de nuevas y postmodernas tensiones que ponen el acento en la identidad, la lucha cultural, el micronacionalismo y las nuevas guerras de religión, antes que en el viejo conflicto en torno al reparto de la riqueza y el poder, plasmado en la lucha de clases.
Al día siguiente, en el número 22 de Portobello, descubrí la casa de Eric Blair (George Orwell), en otras ocasiones no me había fijado en ella, más pendiente del aspecto pintoresco del barrio.

viernes, 25 de agosto de 2017

Croniquilla londinenese

Good morning, Spain, que es different 

Hacía al menos quince años de mi último viaje a Londres y, claro está, la ciudad ha cambiado. Hay fiebre por la construcción; grúas y más grúas, andamios y estructuras, novísimos edificios de acero y cristal se incrustan entre las casas del siglo XIX, en el interior y en las riberas del Támesis. El “Shard”, el “Walky talky” y otros edificios de difícil limpieza y caro mantenimiento dejan constancia de los audaces diseños de presuntuosos arquitectos. Parece que se está incubando otra burbuja inmobiliaria, pero uno va pensando en otra cosa.
Me fui con la resaca del atentado de Barcelona y eso era lo que tenía en la cabeza.
Londres siempre ha sido una ciudad cosmopolita, pero ahora se advierten muchas personas de aspecto árabe o arabizante y practicantes de religión musulmana, sobre todo, mujeres veladas. Hace unos años la indumentaria más chocante era la de mujeres de la India vistiendo saris color azafrán o amarillo y mujeres africanas con estampados coloridos, ahora lo notorio es la cantidad de mujeres veladas que se ven por la calle; unas, que parecen iraníes, vistiendo a la europea (a la moda) pero con el cabello y el cuello tapados, y otras, procedentes de la península arábiga o de Pakistán, llevando una especie de hábito de color oscuro, negro, marrón o pardo, de la cabeza a los pies, y muchas con nikab. 
Es curioso ver unos tipos morenos que van vestidos a la occidental, más bien a la norteamericana (bomber, tejanos, zapatillas deportivas y gorra con la visera hacia atrás), y unos pasos detrás van sus mujeres soportando el nikab, en una aberrante muestra de teocracia y propiedad privada. A mi mujer sólo puedo verla yo, piensa el islamista, pero puedo disfrutar también de la vista de las otras mujeres, tanto de las que están comprometidas como las que no. Los infieles deben de ser imbéciles y unos cornudos, teniendo en cuenta que sus mujeres visten como rameras.
No he visto muchas mujeres llevando el nikab en los museos, al contrario, en cambio he visto muchas en los mostradores de las marcas más caras en los almacenes Harrods. ¿Casualidad? ¿O una combinación de teocracia, sumisión y consumismo? Por cierto, que una jovencita con nikab (los ojos que se percibían a través de la mirilla eran de una mujer joven, así como la voz) se levantó en el “tube” para cederme su asiento. Debió olvidarse de Saladino y sintió compasión por un vetusto caballero cristiano, que tenía cara de dolor de espalda. Yo, naturalmente, rehusé el ofrecimiento, y mantuve la compostura  simulando una gallardía perdida hace tiempo. Eso sí, en cuanto se quedó un asiento libre me senté, y me quedé con ganas de soltarle a la joven de negro una frase de Ortega: <España y yo somos así, señora>, pero no lo hice, aunque quedó el gesto. La honra (aunque sin barcos) estaba salvada y la Marca España, me imagino que también.
Sigue la polémica de los bolardos. Somos unos papanatas, en Londres hay calles que están valladas, o tienen gruesos bloques de hormigón o barreras de hierro que se levantan. Y listo. Y en algunos lugares, además de los cierres de hormigón, hay arcos metálicos fijos para instalar detectores. Y supongo que nadie se rasga las vestiduras por lo que parecen muestras de que las autoridades se toman en serio las amenazas de los terroristas.