sábado, 30 de junio de 2018

New York, New York (1)


Recuerdos de viaje y de cine
And steps around the heart of it, New York, New York.
I wanna wake up in a city, that doesn't sleep,
And find your king of the hill, top of the heap.
(“New York, New York”, Frank Sinatra).



1. Soñar en Manhattan
Nueva York existe, ya lo comprobarás cuando estés allí.
En la España de cuando yo era niño, cómo no viajábamos al extranjero y éramos un poco paletos, creíamos que Nueva York no existía. Bueno, que existía pero que no era una ciudad de verdad, sino un montaje de escayola y cartón piedra: un montón de decorados con banda sonora; unas maquetas, una irreal ciudad de película, hecha para artistas -tipos duros y mujeres guapas, a veces fatales- con telones y tramoya sin algo sólido detrás; una mágica cinta de celuloide salida de “La fábrica de sueños”, como llamó Ilyá Ehremburg a Hollywood; un lugar ficticio para estimular la fantasía de los asombrados espectadores de los cines de barrio, con películas como “La ciudad desnuda”, “Brigada 21”, “West Side Story”, “La ley del silencio”, “Panorama desde el puente”, “La tentación vive arriba”, “Cómo casarse con un millonario”, “Chantaje en Broadway”, “Mientras Nueva York duerme”, “Taxi driver”, “Érase una vez en América”, “Manhattan” o “El padrino”, entre tantas otras.
Más tarde, fue la televisión la que hizo de la ciudad que nunca duerme -según canta Frank Sinatra- un gigantesco estudio para rodar sus series y entretener a la audiencia estimulando su imaginación con personajes que buscan, y a veces  consiguen, ver realizada su particular versión del sueño americano.
Así que cuando te plantes en sus calles y mires a tu alrededor, creerás que estás soñando o dentro de una película, como el personaje de Jeff Daniels, que entraba y salía de la pantalla, en esa genial metáfora del cine dentro del cine o del cine dentro de la vida, que es “La rosa púrpura de El Cairo”.
Nueva York, como ejemplo de ciudad moderna y como “plató” de cine, tiene mucho que mostrar; hay, pues, que procurarse buen calzado, tener a mano un plano, una guía, la tarjeta City Pass y trazarse unas rutas para aprovechar el tiempo y no fatigarse en exceso. Aunque se puede intentar ver lo más posible en poco tiempo, yendo a lo loco, como Frank Sinatra, Gene Kelly y Jules Munshin, tres marineros con permiso, que, en un día -“Un día en Nueva York”-, con una cartografía simple -“Arriba el Bronx, abajo Battery Park”- y mucha curiosidad, recorrían la ciudad y además encontraban novia, cada uno la suya.
Manhattan es uno de los cinco barrios que forman la ciudad de Nueva York. Por la configuración, una isla de 21 kilómetros de largo por casi cuatro de ancho, bordeada por dos ríos inmensos -el East y el Hudson-, es fácil orientarse; calles numeradas y paralelas que van de Este a Oeste y 12 avenidas que van de Norte a Sur -elemental y pragmático-, con manzanas regulares y recorrida diagonalmente de norte a sur por Broadway, el viejo camino de los indios lenape, que vendieron Manhattan (“isla de muchas colinas”) a los holandeses que fundaron Nueva Amsterdam, antes de ser Nueva York.
La orografía de la ciudad invita a caminar -la ciudad se conoce andando-, pero las distancias son grandes y para cubrirlas están los autobuses y el Metro, que es rápido, y no es fácil que unos malhechores secuestren un tren, como sucedía en “Pelham 1,2, 3”.
Si paseas por la 5ª Avenida, la calle de las tiendas más caras y pijas, creerás que estás, por ejemplo, en “Desayuno con diamantes”, como Audrey Hepburn, que no desayunaba allí, pero ahora es posible, aunque los precios deben ser prohibitivos.
Si subes por esa avenida hacia arriba, siguiendo la numeración ascendente de sur a norte de los nombres de las calles, llegarás a la esquina con Central Park, donde están el gigantesco y elegante Hotel Plaza (ahora en obras, creo), una estatua dorada del general Sherman -el destructor de Atlanta (“Lo que el viento se llevó”)- y el comienzo del Upper East Side, una zona donde residen ricos y famosas (y viceversa), que hacen del selecto barrio un lugar exclusivo (“Diario de una niñera”, “El diablo se viste de Prada”). Siguiendo por ahí, bordeando el parque, se llega a una zona de museos; imposible verlos todos, pero si se viaja con niños o adolescentes es imperdonable no entrar en el Metropolitan Museum (a la altura de la calle 82), y en el Guggenheim, un poco más arriba, que interesa, al menos, por el edificio en sí, con su rampa circular que recuerda a la del Vaticano. En una fiesta en el “Guggen”, Claire Gregory (Mimi Rogers) se topó con el asesino de su amigo, en “La sombra del testigo”.   
Al otro lado del parque, en el Upper West Side, un barrio algo más bohemio pero con mucho encanto, hay otro paseo interesante desde Columbus Circle. A la izquierda queda Lincoln Center, donde está el Metropolitan Opera House, y, frente al parque, el siniestro edificio Dakota (“La semilla del diablo”), donde vivía Lauren Bacall y algún otro artista, y donde asesinaron a John Lennon. A esa altura, dentro del parque está Strawberry Fields (“… for ever”), luego las torres San Remo y después el Museo de Historia Natural (“Una noche en el museo”), que para niños y adolescentes es de visita obligada, pero la agradecen los mayores (la sección dedicada al espacio es impresionante).
Central Park, apropiado para secuencias románticas (“Cuando Harry encontró a Sally”, “Annie Hall”), merece un paseo o varios, sobre todo al atardecer. Y siguiendo hacia arriba, después de la calle 110, la Universidad de Columbia y Harlem, el “gueto” negro, escenario de dramas reales y de películas como “Malcolm X”, “American gangster” o de las aventuras de Shaft, el detective negro de los años setenta. El barrio ha ido cambiando, pero conserva parte de su viejo sabor. Si se puede, hay que asistir a un concierto de música “godspell”. Y cruzando el río, hacia el noreste, está el Bronx, un barrio más “problemático”, en particular la zona sur (“Las pandillas del Bronx”, “Una historia del Bronx”, “Distrito apache”), pero, al menos, la parte que yo vi estaba más limpia que el centro de Madrid.
Manhattan no es sólo un lugar para millonarios y gente fina, para ladrones (“Plan oculto”, “Supergolpe en Manhattan”), para neurasténicos (“El prisionero de la 2ª Avenida” o cualquiera de los personajes de Woody Allen) o para siquiatras, que no faltan (“Una terapia peligrosa”). Es uno de los centros de decisión más importantes del mundo en el ámbito económico y financiero, que requiere legiones de empleados para hacer funcionar su imperial maquinaria y ejercer su influencia sobre el resto del orbe.

Miles de personas se desplazan cada día desde Queens, el Bronx, Brooklyn, Staten Island y aún más lejos para trabajar en Manhattan, como se veía en “El hombre del traje gris”, “El apartamento”, “Enamorarse” o “Armas de mujer”; si tienen su empleo en el campo de la publicidad lo harán en Madison Avenue (“Mad Men”), bien como abejas (Doris Day en “Pijama para dos”) o como zánganos (Rock Hudson en la misma película). Claro que tú no has ido a trabajar, pero percibirás el ajetreo de la ciudad, y tampoco vas a jugar a la Bolsa para ganar dinero a espuertas, como hacían como Michael Douglas y Charlie Sheen en “Wall Street” y De Caprio en “El lobo de Wall Street”, con arriesgadas operaciones de compra y venta de acciones, pero la zona financiera también merece darse un garbeo hasta allí.

sábado, 23 de junio de 2018

Defensores del “sexo” mandamiento


Las sentencias judiciales hay que acatarlas, claro está, pero también se puede disentir de ellas, sobre todo en casos relacionados con preferencias sexuales que dan la impresión de estar dictadas por obispos antes que por jueces y fundamentadas en encíclicas papales más que en normas ordinarias del derecho civil.
Como una indeseable herencia de nuestro pasado reciente -40 años no son nada-, en el que los aparatos del Estado confesional actuaban como garantes de los preceptos de la Iglesia, algunos jueces (y miembros de otras profesiones, como por ejemplo el director general de RTVE) creen que aún disponen del privilegio de interpretar las leyes civiles a la luz de sus creencias religiosas y que cumplen una misión social similar a la de los clérigos vigilando el cumplimiento de una moral pública inspirada en una interpretación integrista del dogma católico. 
Me refiero, está claro, a la libertad provisional de los miembros de “La manada”, mediante el desembolso de una fianza de 6.000 euros, que incide en la escasa fortuna de una sentencia, que parecía tener en cuenta una frase del Tribunal Supremo –“lo importante es consignar que la resistencia que se oponga ha de ser seria, pero nunca heroica”-, y que levantó ronchas en la opinión pública y en particular en las organizaciones de mujeres. Y con ella, y con la libertad provisional de los procesados, ha vuelto a emerger el patriarcalismo en la administración de justicia, un problema que viene de lejos.
En el verano de 1987, el joven juez Ferrín, que contaba a la sazón 29 años, mandó vestirse a dos chicas de estaban en “topless” en la playa de Chiclana (El País, 1/7/2007). Las chicas no le hicieron caso, pues el gobernador civil había autorizado el uso del monobikini dos años antes, pero eso no arredró al juez, que, tras identificarse -iba en chándal-, llamó a la policía e hizo detener a las jóvenes, las cuales fueron absueltas por otro magistrado, pero pasaron tres días en un calabozo por el gesto talibanesco de un juez aficionado a leer la Biblia y el “Camino” de monseñor Escrivá, interpretando ambos textos con rigor medieval.
Veinte años después, en su destino de Murcia, el mismo juez mostraba similar comportamiento al negar la adopción de una niña de 15 meses a una pareja de lesbianas.
En el año 1989, la Audiencia de Pontevedra juzgó a dos jóvenes veinteañeros -Ramiro y José- por la supuesta violación, en un bosque, de María Dorinda, de 22 años, a la que habían conocido en una discoteca. Los jóvenes fueron absueltos del delito de violación, porque los magistrados estimaron que no la hubo, ya que los efectos de bebidas alcohólicas, no le mermaban su inteligencia y voluntad. La situación de la joven se interpretó de la siguiente manera: “siendo una mujer casada, aunque separada, y por tanto con experiencia sexual, mantuviera una vida licenciosa y desordenada, como revela que careciese de domicilio fijo y se encontrase sola en una discoteca a altas horas de la madrugada”. Por otro lado, “al prestarse a viajar en coche con dos desconocidos, se situaba en disposición de ser usada sexualmente en horas de la noche y en lugar solitario, al que hasta entonces, cuando menos, llegó, según dijo, sin oponer resistencia o reparo alguno”.
En agosto de 1988 tuvo lugar el célebre caso de la “minifalda”: una joven de 17 años, acosada por su jefe, que amenazaba a la chica con no renovar su contrato laboral. Enterado, el padre puso una denuncia y el acusado fue condenado, en febrero de 1989, a pagar una multa de 40.000 pesetas (240 euros de hoy). El juez justificó la sentencia en que la chica, ataviada con una prenda corta, “pudo provocar, si acaso inocentemente, al empresario, por su vestimenta”.  
La sentencia provocó la protesta de organizaciones feministas, pero también ministras, diputadas y senadoras levantaran la voz indignadas, y el Consejo General del Poder Judicial consideró que las expresiones del magistrado ofendían la dignidad de las personas. La Comisión mixta Congreso-Senado para la Igualdad de Oportunidades de la Mujer aprobó una resolución contra sentencias que atentaran contra la dignidad de la condición femenina. Por su parte, la Asociación Democrática de Mujeres Conservadoras afirmó que si el juez encontró que la chica provocaba sus razones tendría, aunque dieron por bueno que las mujeres llevaran minifalda, pero “había que evitarla en el trabajo para no provocar al jefe”.   
Otros casos, como el del enfermero tocón, el del agua bendita, el del autobusero aprovechado, el de la importancia del virgo o los de padres y abuelos que abusan de sus hijas o sus nietas, entre otros muchos, así como los argumentos de los magistrados que justificaron sus pintorescas sentencias apoyándose en citas bíblicas, se pueden encontrar en el libro “Antología del disparate judicial” (Quico Tomás-Valiente y Paco Pardo, 2001), que revelan que tenemos un problema serio, y no sólo en los juzgados sino en instancias más altas, pues se deben recordar opiniones las contrarias al divorcio, al aborto, a los anticonceptivos y a la homosexualidad, de quien fue Fiscal Jefe del País Vasco y después Fiscal General del Estado, Jesús Cardenal, que afirmó en una ocasión: “Ni estoy dispuesto a renunciar a mis ideas conservadoras, ni nadie me lo ha pedido”. Más claro, el agua.

martes, 19 de junio de 2018

La vida (casi) eterna


Ayer, una joven y adusta funcionaria me concedió una vida casi eterna. Puede parecer un exceso en sus competencias el que una empleada del Estado se tome esas libertades con un ciudadano cualquiera, y más, que éste acepte tal don sin rechistar.
Fui a renovar el DNI y cuando miré la fecha en que expira la validez del carnet renovado me quedé pasmado: 01.01.9999.
Lo primero que pensé fue: ¿Y qué hago yo hasta esa fecha? Y me espantó la posibilidad de pasar casi ocho mil años solo, sin familia, amigos ni conocidos, en una sociedad cada día más extraña, haciendo esfuerzos, siglo a siglo, para adaptarme a los cambios que sin duda alguna habrían de llegar de manera cada vez más rápida y quizá más dramática, sin entender nada del mundo circundante y esperando a que llegara la ansiada fecha de caducidad del documento, para librarme del regalo envenenado de la adusta funcionaria mediante un procedimiento indoloro, breve e incluso agradable, como el que produce la muerte del profesor Roth (Edward G. Robinson) en la película “Soylent Green” (“Cuando el futuro nos alcance”), si es que el mundo de los humanos, con la marcha que lleva, perdura ocho mil años más. El planeta, agostado y vacío, dando vueltas por inercia, como una silenciosa peonza en el espacio, carece de interés; ya no es el Mundo, es otra cosa.   
Luego caí en el verdadero sentido de la fecha; sin brutalidad, pero sin poesía, el Ministerio del Interior, a través de la oficina que expide el DNI y el pasaporte, me indicaba que no volviera más por allí: 9999 era una metáfora; el que estaba caduco era yo, no el carnet. Estaba de más, me hubiera gustado estar de más para el Ministerio de Hacienda, pero ahí te persiguen hasta el funeral, y aún después.
No vuelva usted por aquí; ya está de más; ese fue el mensaje de la funcionaria, que seguramente aplica el protocolo correspondiente y no se preocupa de la terrible sentencia, que, mediante un cálculo, emite la máquina al estampar la fecha de caducidad en el documento, que es la fecha caducidad de un ciudadano. 
Entonces, asumes que vas quedando atrás, desfasado cuando la tecnología -y no digamos la ciencia, que intentaste vanamente entender- te sobrepasa, quedando fuera de la vida activa cuando te jubilas y eres reemplazado por gente más joven, cuando tus hijos crecen y aparece otra generación y tú pasas a ocupar el lugar de la que recientemente se ha ido. Y ya estás en la primera fila, delante del cementerio, aunque todavía puedas ir tirando unos años más.
Pero, saber que, por la edad, tienes una fecha de caducidad aproximada es mejor que saber que no la vas a tener nunca, porque pertenecemos a nuestro tiempo, primero a ese pequeño mundo de la familia, parientes y amigos, conocidos, vecinos, compañeros de aficiones y trabajo, y acontecimientos cercanos, pero pertenecemos también a un mundo más ancho y extenso, internacional, a un tiempo político, científico, cultural, a una etapa de la historia de la que formamos parte como minúsculos e indirectos protagonistas o como figurantes, a la que hemos configurado, también, por acción o por omisión, con nuestras cotidianas decisiones. Y cada día, con la desaparición de personas y de cosas, de hechos y costumbres, parte de ese mundo se va, se pierde, mientras aparece otro distinto traído por otros protagonistas, por desconocidos, por jóvenes, que, como es natural, quieren hallar su sitio y nos empujan hacia la puerta de salida. ¡Qué enorme trabajo sería, durante ocho mil años, tratar de entender y adaptarse a ese mundo, renovado con la aparición de cada nueva generación! ¡Y qué pereza da intentarlo!
Mejor es así; saber que tenemos fecha de caducidad y que hay que dejar el mundo, a ser posible mejor de lo que lo encontramos para que otros también puedan disfrutar de él.      

lunes, 18 de junio de 2018

Leer y escribir

Comentarios a una parrafada de Luis Roca Jusmet sobre sus lecturas filosóficas:

Y también un libro se puede interpretar según el momento (y la edad) de quien lo lee. Todas ellas son titánicas tareas, que alcanzan su culminación cuando todo lo leído, todo lo pensado, más todo lo vivido y sentido aunque no pensado se vierten, a través de la escritura, en una obra propia. Lo que no siempre es posible, ni necesario, lo cual no quiere decir que las tareas anteriores, sobre todo la primera, leer, leer y leer, sean trabajo inútil para entender el mundo y a uno mismo dentro de él.

 He pensado muchas veces que la experiencia de una vida entera, en su mayor parte se pierde, se transmiten trozos, palabras, conversaciones, recuerdos, de viajes, de estancias, de ocasiones y sucesos, pero que la inmensa parte de lo que una persona sabe, ha pensado y ha vivido, eso, irremediablemente, se pierde, no sólo para su familia sino para la humanidad; es un conocimiento inútil, insolidario, vale para el que lo atesora y lo utiliza, pero a no ser que esté expresado con cierto orden y transmitido en algún soporte físico, relatado, eso se pierde, o dura tanto como el recuerdo de la siguiente generación o quizá de la otra, pero no más. Es un dispendio para sus propios descendientes directos, que, desde que nacen y parten de cero, tienen que acumular a lo largo de su vida otra cantidad de conocimientos que, inexorablemente, se volverán a perder, y un dispendio también para los demás. Así perdemos miles de experiencias que podrían ser valiosas para hacer un mundo un y una vida mejores.

sábado, 16 de junio de 2018

Picavea. España



Después, cuando sucedieron, los chicos a los grandes Carlos y Felipes, vino, por extinción interna de la vida y por horrible desgaste exterior, el agotamiento, la degradación, la ruina total, la vuelta a la barbarie…¡La España de Carlos II el mísero! En dos siglos, merced a la invasión progresiva de la ola mortal, de dentro afuera, la gran nación meridional de Occidente, maestra de Europa, concluyó inerte e inerme, convertida en el pingajo de El Hechizado, ludibrio de Europa.
Un genio embalsamó aquel cadáver, y le conservó para la eternidad, en pirámide de arte incomparable, puesto en espectáculo a la admiración, lástima, risa y pasmo de las gentes. Era don Quijote, que hace reír al mundo (y a mi llorar lágrimas de sangre), seco el cerebro, ida la mollera, la piel sobre los huesos, las tripas en hábito de vacío, el corazón grande y generoso, y aquella generosidad y grandes al servicio perpetuo de acciones imposibles o de trampantojos que no le importan, disparatad lucha, de la que sale, a la fuerza, lastimeramente malrotado y en ridículo, transhumando su tragicomedia a caballo sobre la imagen del hambre, compañero de imbécil malicioso, en medio de un mundo rufianesco, encanallado y frailuno, y a través de los campos largos, vacíos, interminables de la miseria. ¡Imagen asombrosa de la España inespañola y germanizada!    

Discrepo (respuesta a José Catalán). Picavea escribe sobre las zonas de sombra de la Resturación, pero también escribe sobre otros momentos de la historia de España en términos elogiosos: "El Renacimiento se dice que es italiano. Pero esto sólo puede concederse, si por tal se ha de entender simplemente la rehabilitación de las letras clásicas y del arte greco-latino. Mas si se trata del advenimiento de una nueva sociedad, de una nueva vida, de una Europa nueva con política, administración, ejércitos, armas, cultivos, industrias, crítica, ciencias, técnicas y, en fin, un mundo nuevos, el Renacimiento es plena, original y sustancialmente español. ¿Quién, en justicia, puede disputarlo? Y sin embargo lo hemos perdido, como otras tantas justas propiedades: ¡otro descabalgamiento que debemos al teutonismo subsiguiente!"
Para Picavea, la lenta decadencia de España viene de la subordinación a un cuerpo extraño, que fue la Casa de Austria, que define como un férrea monarquía extranjera que puso sus intereses familiares por delante de los de la nación. El espíritu germánico, el "fanatismo tudesco", "la monomanía teológica", se impuso sobre una sociedad que era resultado de una mezcla de culturas y saberes.

Cataluña: volver a empezar


O empezar a volver al supuesto punto de partida, como si el tiempo no hubiera pasado, que sí lo hizo, pero parece que fue en balde.
En unas jornadas sobre el 40 aniversario de la Constitución, Rodríguez Zapatero ha reforzado la intención del nuevo Gobierno de iniciar un diálogo con el Govern de la Generalitat, es decir con los independentistas catalanes, al afirmar que es preciso volver a la situación de 2010, anterior a la sentencia del Tribunal Constitucional que recortó algunos artículos del Estatut. El expresidente ofrece una “respuesta singular”, ya que el problema está en Cataluña, no en otra parte, porque hay dos millones de personas que piensan y sienten de manera distinta a otros muchos, que, casualmente, en Cataluña son mayoría, pero parece que estos no merecen una respuesta ni singular ni general.
Zapatero apoya su intención en un juicio taxativo sobre aquella sentencia: “El Estatuto respetaba la Constitución. Discrepo de la sentencia de 2010 del Constitucional”. Sus razones tendrá, imagino que fundadas en sus estudios de Derecho y en su experiencia, breve, como profesor de Derecho Constitucional en la universidad de León, pero ya entonces había quienes, en Cataluña, señalaban los excesos del proyecto de Estatut.
Como ejemplo, entre otros muchos, en octubre de 2005, El País publicó el artículo “Discutamos el Estatuto”, firmado por el periodista Josep Ramoneda y por Víctor Ferreres[1], profesor de Derecho Constitucional, y suscrito por Joaquim Bisbal, profesor de Derecho Mercantil, Ramón Casas, profesor de Derecho Civil, Carles Pareja, profesor de Derecho Administrativo y Carlos Viladás, profesor de Derecho Penal, que decía cosas como las siguientes: “Digamos abiertamente lo que nos consta que muchos expertos catalanes dicen en privado: el proyecto de Estatuto de Autonomía que acaba de aprobar el Parlamento de Cataluña es criticable en varios aspectos (…) Lo cierto es que el nuevo Estatuto incluye preceptos inconstitucionales y es poco razonable en algunos extremos (…) el Título Primero incorpora una extensa tabla de derechos y deberes (…), la pregunta se impone: ¿Para qué sirve esta tabla? ¿Están en peligro los derechos fundamentales de Cataluña? ¿Acaso es insuficiente la tabla de derechos de la Constitución española? (…) El Estatuto también se excede cuando regula materias (estructura del poder judicial, el sistema de recursos, las circunscripciones electorales, etc) que están reservadas a las leyes orgánicas correspondientes. A nuestro juicio, no es posible, a través del Estatuto, maniatar de esta manera al futuro legislador estatal (…) En cualquier caso, todo el mundo sabe que las Cortes Generales no lo van a aprobar en los términos actuales”.
El artículo sirvió de poco, lo mismo que el aviso del Consejo Consultivo de la Generalidad, que detectó 19 incumplimientos constitucionales relativos a la financiación y a la invocación de derechos históricos para blindar competencias.        
Pero con todo, el origen del actual problema en Cataluña no está en la sentencia de 2010, como afirman los nacionalistas, contentos de tener un motivo poderoso para sentirse agraviados y de contar con un solemne punto de partida para justificar la puesta en marcha del “procés”, sino antes, ni siquiera cuando el Gobierno tripartito catalán (PSC, ERC, ICV) abordó, en 2004, la elaboración del Estatut, como efecto del Pacto del Tinell en 2003.
Hay que ir más atrás y recordar la Declaración de Barcelona, que fue algo más que un retórico manifiesto de los partidos nacionalistas sobre sus aspiraciones  a la soberanía, en una España concebida como un conjunto de naciones dentro de una futura Europa de los pueblos.
En respuesta a las pretensiones centralizadoras y a la oposición del Gobierno de Aznar a la ley de Política Lingüística de la Generalitat, de enero de 1998, el 16 julio de ese año, Jordi Pujol (CiU), Xosé Manuel Beiras (BNG) y Xabier Arzalluz (PNV) firmaban en Barcelona una declaración en la que daban por concluida, por agotamiento, la etapa puramente autonómica y proponían abordar, mediante el diálogo, una nueva articulación territorial fundada en el carácter plurinacional del Estado español, en una Europa que apuntaba a vertebrarse respetando los derechos de los pueblos y culturas que la integraban. Se habían inspirado en pactos similares anteriores (Galeusca), firmados en 1923 y 1933, en los que se reclamaba la plena soberanía para las tres regiones
Debe recordarse también que Aznar, llegado, con minoría parlamentaria, a la Moncloa en 1996, había sido investido Presidente del Gobierno con los votos de CiU y del PNV (que, más tarde, se los negó a Zapatero) y, que en el mes de septiembre, en Estella, se firmaría un pacto entre el PNV, Abertzalen Batasuna, Batzarre, Eusko Alkartasuna, Izquierda Unida (Ezker Batua), el Partido Carlista de Euskalherria, Zutik, ELA-STV, LAB y otros sindicatos, así como una veintena de asociaciones ciudadanas y del entorno abertzale, con el propósito de impulsar el movimiento cívico en favor de la independencia del País Vasco y de facilitar una tregua de ETA (“una pista de aterrizaje”, según el PNV).
Efectos de este pacto, que ETA rompió en noviembre de 1999 y ratificó con un atentado mortal en enero del año 2000, fueron la Udalbiltza o asamblea de municipios nacionalistas y la formulación del “derecho a decidir”, ventajoso eufemismo para designar el derecho de autodeterminación, y la aprobación en la cámara vasca del Plan Ibarretxe para llevarlo a cabo.
Como fácilmente se puede colegir, 1998 fue un año importante en la estrategia de los partidos nacionalistas, que, por lejana, suele quedar sepultada por hechos más recientes y por sucesos aparentemente más relevantes.  


[1] Ver también V. Ferreres, E. Fossas, A. Saiz. “Inconsistencias de la ‘desconexión’”, El País, 24/11/2015, en respuesta a la resolución del Parlament del 9/11/2015, de empezar un proceso para fundar un Estado catalán independiente. Ver también: “Lo que el Constitucional no puede hacer” El País, 8/12/2009, “Una gran conversación colectiva” El País, 5/2/2014.


Azua. Energúmenos.


Hace tiempo, más de 10 años, que las cosas están crispadas en Cataluña. Félix de Azúa escribía  esto en 2007: "El caos ha traído una exacerbación de la angustia; el fracaso, un incremento de la sensación de impotencia. Nunca como antes los grupos de energúmenos se habían sentido tan justificados y protegidos. Actúan con la convicción de que nadie va a reconvenirles o amonestarles. Su proyecto es crear un ambiente lo más similar posible al del País Vasco, aunque sin marcharse de sangre".
Azua, F.:"¿Ha llegado el momento?" (El País, 12/11/2007).

viernes, 15 de junio de 2018

Una tarde cultural


El pasado fin de semana, varios amigos y amigas, parejas (heterosexuales, aclaro), convocados por un conocido, acudimos a un espectáculo artístico difícil de definir, que debía realizarse en una plaza del madrileño barrio de Lavapiés.
Para quien no conozca la Villa y Corte y conozca Nueva York, cosa probable, por ser Madrid, para el público periférico, el aborrecible origen del poder centralista, la sede de la España rancia y facha y la capital del capital, de la que conviene huir, le diré que de la plaza de Tirso de Molina, antes plaza del Progreso, hacia abajo, en pronunciado descenso hacia la ribera del Manzanares, bajando por alguna de esas pendientes callejas se entra en el pequeño Harlem matritense, como en Nueva York, pasado Central Park, se entra en Harlem a partir de la Calle 110.
El barrio ha perdido los viejos rasgos castizos, de cuando estaba poblado por gentes de oficio, por clases trabajadoras, por oficiales de imprenta, costureras, modistillas y floristas, mercachifles y pequeñas tiendas, donde pululaban personajes con acento “recortao”, que vivían en patios abiertos de vecindad, las célebres “corralas”, y se movían por las calles de Mesón de Paredes, de la Cabeza, del Sombrerete o de Tribulete, en la que, no ha muchos años, estuvo el pícaro “Molino Rojo”, con sus “vicetiples” ligeritas de ropa, para que los amantes de un moderado desenfreno pudieran vivir una noche pecaminosa casi como en París pero con Franco, o sea un cabaret católico si es que tal cosa es concebible.
Todo eso pasó y quedó catalogado en relatos costumbristas, zarzuelas y cuplés; hoy el barrio es otra cosa. No es un gueto, sino que alberga una variopinta mezcolanza de etnias y culturas, un paisaje pintoresco, con pequeñas tiendas, bares, bazares y casa de té, regentadas por subsaharianos y marroquíes, que conviven con artistas alternativos, lateros y vendedores ambulantes y “brokers” del top manta, y con una población blanca, por lo general joven, que vive como puede y con tendencia a la bohemia, obligada por la precariedad laboral. El barrio está vivo, hay mucho tapeo, y no falta el trapicheo, bares con tertulias, tiene algunos centros culturales y bastantes actividades. Una de estas era la que fuimos a ver y a oír, que se celebró, claro, en la plaza de Nelson Mandela, una de esas plazas duras, que parecen aparcamientos para viandantes, de las que son tan amigos los alcaldes del Partido Popular para ahorrarse el sueldo de los jardineros.
En la plaza, sucísima, “come el faut”, varios grupos de subsaharianos conversaban tranquilamente y en la parte más baja tuvo lugar el espectáculo, representado por una veintena larga de jóvenes de ambos sexos (o géneros). Un acto que no sé cómo clasificar: era bailado, a veces gimnástico o acrobático, no sé muy bien, quizá una mezcla de escuelas y estilos: de Maurice Bejart, Víctor Ullate y Circo del Sol, con reminiscencias del Actors Studio, en una función que no supe de qué iba, tampoco me interesaba mucho, es la verdad, pero me recordaba en algún aspecto a los enfrentamientos entre los Jets y los Sharks de la película “West Side Story”, pero sin Russ Tamblyn ni George Chakiris, y por supuesto sin la partitura de Leonard Berstein, suplida aquí sólo por ruidos de fondo y ritmos machacones para guiar a los danzantes.
La obra, la “performance” o lo que fuera, duró unos 40 minutos después de representar algo que oscilaba entre el enfrentamiento de grupos -quizá una metáfora del poder-, que dejaba varios muertos y heridos que eran recogidos por sus compañeros, y finalizaba con una especie de marcha de reconciliación o de procesión unitaria, que, por una esquina, hizo mutis por el foro, entre aplausos del respetable, unas cincuenta personas, blancas en su mayoría y jóvenes, que premió largamente la entrega y el sofoco de los artistas. A los senegaleses, gambianos o cameruneses, la sesión de expresión corporal, que en gran parte transcurrió en el suelo, les traía sin cuidado. Casi tanto como a mí, que no me gusta el ballet ni clásico ni moderno, porque estuve todo el rato cavilando sobre el tema. ¿Qué tema? Pues el catalán y sus derivados, la nación, la identidad, la etnia, la cultura, la convivencia…, porque allí tenía un estupendo muestrario, no de una nación homogénea movilizada en pos de un quimérico objetivo político, sino de la coexistencia de gentes diversas en un rato de ocio, una tarde de domingo en un rincón de Madrid. ¿Qué nos unía? ¿El descanso en medio de una sociedad productiva? ¿El espacio, un desapacible y sucio lugar público, compartido pacíficamente? No la renta, desigual entre blancos y negros, y entre jóvenes y maduros o viejos, ni el pasado; no con unos jóvenes de una o dos generaciones atrás, que actuaban y asistían como público al espectáculo; no el origen, ultramarino de muchos y foráneo de otros, por ejemplo, ninguno de los del grupo habíamos nacido en Madrid, pero aquí estábamos como otros miles de madrileños, que no son oriundos. Tampoco nos unía la perspectiva del futuro, para algunos, ya corto, para otros muy largo y que quizá quisieran cambiarlo; para unos transcurriría en un escenario cercano, para jóvenes en un escenario lejano buscándose la manduca en el extranjero, y para los subsaharianos, quién sabe si estará más allá de los Pirineos o en volver a África. ¿Qué nos unía? ¿La Constitución, el Estado de Derecho? No creo que la conocieran, ni que les preocupara ni a los blancos ni a los negros, y, además, la inmensa mayoría de los allí reunidos carecía de documentos que acreditaran residencia o empleo u ocupación legal. Y estoy por asegurar que esa precaria situación era compartida por bastantes de los jóvenes blancos que por allí había.
¿Qué era lo que permitía la convivencia en aquella pequeña Babel de barrio? Se me ocurren tres respuestas, puede que haya muchas más, pero se me ocurren tres a bote pronto: la indiferencia de las autoridades, las redes espontáneas de solidaridad y la tolerancia de los vecinos.

viernes, 8 de junio de 2018

Nación y religión


Respecto a la relación entre nación y religión hay dos cosas que nos unen e identifican por encima de las presuntas fronteras culturales regionales (o nacionales). Una es, durante siglos, la creencia en la misma religión, la católica, que hasta fecha bastante reciente ha sido casi la única. En España no hubo las guerras de religión que hubo en Europa, de católicos con luteranos, anglicanos, calvinistas. Fuimos promotores de la Contrarreforma. "España, luz de Trento".
Y la manera de concebir la religión -ostentosa, hacia el exterior (mostrar la limpieza de sangre)- ha sido bastante similar. Y las variedades de culto son sólo formales: la Moreneta, la Virgen del Rocío, la Macarena, la de Begoña, la Candelaria, la de Guadalupe, de la los Desamparados, la de la Peña, la de la Paloma, la de Covadonga, etc, etc, son cultos diferentes a la misma virgen. Lo mismo sucede con las fiestas patronales, con la advocación de las profesiones, con la nomenclatura fabril y comercial. Hemos sido un pueblo unido por la misma fe y separado por la misma fe.
El otro factor que nos unifica como conjunto con similar comportamiento, es que, en ausencia de una reforma colectiva, que hubiera formado otra religión u otra iglesia, similar a otras de Europa o de EE.UU., aquí, tierra de Juan Palomo, cada cual ha hecho su propia reforma y ha adaptado la doctrina y la correspondiente liturgia a sus necesidades; en ese aspectos somos luteranos, pues hemos hechos millones de reformas particulares. Y esa actitud también nos unifica, y los beatos, los fanáticos clericales, los creyentes y practicantes, los creyentes y no practicantes, los cristianos sinceros, los católicos de boquilla, los ateos, los agnósticos, los desencantados y los fanáticos anticlericales están repartidos por todas las latitudes del país.

Sobre los mitos de la Transición

Sobre la Introducción de un libro de Sophie Baby: El mito de la transición pacífica.
He leído la introducción adjunta. Está bien, desde el punto de vista de una hispanista francesa. Por cierto, la autora ¿es familia de Jean Baby? ¿El que escribió un libro sobre la revolución cultural? En la bibliografía citada, en general bastante reciente, se deja autores españoles de la primera hornada (Maravall, Paramio, Martínez Reverte). Cita a Powell ("El piloto del cambio"), pero no a Gregorio Morán ("El precio de la transición"), con quién polemizó. Y no he visto citado a Mariano Sánchez, cuyo libro "La transición sangrienta" (2010) es fundamental en este tema. Alude a Cayo Sastre ("Transición y desmovilización política en España") (1997), aunque, apunto modestamente, que me ocupé del tema en "Consenso, desmovilización y proceso constituyente en la transición española". Se publicó en "Política y sociedad" nº 16 (mayo-agosto 1992). Que pasó desapercibido, no sólo por el nombre del autor, sino porque era un monográfico dedicado al consumo, y se publicó en las páginas finales. Más me duele el "descubrimiento" del término académicamente feliz de "mito de la transición". Baby alude a varios autores que lo emplean, en particular Ferrán Gallego, en su magnífico volumen del mismo título, pero debo indicar que en la Introducción de una obrita modesta ("El lienzo de Penélope. España y la desazón constituyente", 1999), titulada precisamente "Las ficciones compartidas", porque se refiere a los mitos, se puede leer lo que sigue: "Pasada la larga noche de la etapa franquista, en la que la dictadura estuvo legitimada por la ficción de una cruzada contra el bolchevismo y por el origen -el 18 de julio de 1936- de lo que el bando vencedor en la guerra civil llamó un alzamiento nacional, la sociedad española de nuestros días se erige sobre el mito de la refundación democrática de la II Restauración borbónica (...) y la reforma del Estado plasmada en la Constitución de 1978, proceso ya conocido como transición a la democracia.
En este relato, convertido en nuestro moderno mito fundacional, los elementos racionales y visibles, los componentes históricos y sociológicos verificables se combinan con trazos notablemente oscuros y con pasajes ambiguos cuya permanencia debe más a la creencia o a la buena voluntad de los gobernados que a su correspondencia con realidades perceptibles. Pese a ello, este relato sobre aquel tránsito se ha convertido en hegemónico". Espero que la autora no haya olvidado en la bibliografía general, referirse a Gaizka Fernandez Sopldevilla, además de Raúl López Romo, a Rodríguez Iribarren, en el caso de ETA, y por el lado abertzale a los dos libros de Luigi Bruni, entre la amplia bibliografía sobre el tema. Ni que pierda de vista cuando se trate de la violencia de la extrema derecha los trabajos de Xavier Casals y los de José L. Rodríguez Jiménez. En fin, perdonen este desahogo.

martes, 5 de junio de 2018

Refeudalizar Europa


A veces es necesario que los líderes políticos más poderosos del mundo expongan,  seguros de su impunidad, claramente sus objetivos, para que los dirigentes políticos menos avezados que ellos y, sobre todo, los ciudadanos lleguen a percibir sus verdaderas intenciones.
Hay declaraciones, hechas en la confianza de estar entre compadres del mismo bando, que confirman tendencias que se vienen manifestando desde hace tiempo y que sirven de rúbrica al firme propósito que sustentaba decisiones políticas, que, hasta ahora, parecían atrabiliarias o inconexas.
Me refiero, claro está, al Gobierno de Estados Unidos bajo la presidencia de Donald Trump y a las palabras de uno de sus emisarios, Richard Grenell, pronunciadas en Berlín: “Quiero empoderar a los conservadores de toda Europa, a otros líderes (...) Pronto habrá una confederación de estados libres, no ésta Unión Europea”.
Frase que es similar en falta de tacto, intención y estilo a aquella otra -“Gracias a Dios que la ONU ha muerto”-, con la que Richard Perle, uno de los “halcones neocons” del equipo de George W. Bush, ilustraba su intención de dinamitar instituciones mundiales que pudieran representar algún límite al poderío de Estados Unidos. 
La reafirmación nacional -“América, primero”- como divisa, el proteccionismo con la introducción de nuevos aranceles, con el pretexto de que son necesarios para la seguridad nacional, la unilateralidad en las relaciones exteriores y la amenaza de usar la fuerza (“sanciones” económicas o la fuerza militar), la ruptura de acuerdos internacionales multilaterales y su reemplazo por acuerdos bilaterales donde quede clara la disparidad de fuerzas, la guerra comercial como fatal destino, la ruptura de alianzas estables y su reemplazo por pactos oportunistas con gobiernos impresentables y la intención de gobernar sin atenerse a normas internas ni externas, confirman la opción de restaurar un mundo hobbesiano, en el que los valores y propósitos que han sido divisa de Occidente, aunque ya estén deteriorados -derechos civiles, democracia, bienestar, constitucionalismo, Ilustración, mercado, solidaridad, igualdad, laicidad-, ceden ante el racismo, el ultranacionalismo, la xenofobia, el autoritarismo, el neoliberalismo, la intransigencia religiosa y el patriarcalismo, exhibidos sin recato por partidos de la derecha populista europea, que ven en el racista y conservador amigo americano un gran apoyo a su tarea de romper los pactos fundacionales de la Europa reconstruida después de la II Guerra mundial.  
La frase “Pronto habrá una confederación de estados libres, no ésta Unión Europea”, cobra todo su dramático sentido en la deteriorada imagen de la Unión Europea actual, amenazada no sólo por las consecuencias de la gran recesión económica y por las medidas de austeridad, adoptadas, en teoría, para salir de ella, sino por las tensiones nacionalistas suscitadas por los gobiernos de algunos de sus estados asociados y por la pujanza de los movimientos separatistas.    
Queda, pues, bastante claro que, hoy, el objetivo de la Administración Trump es apoyar a las fuerzas disgregadoras internas y promover una refeudalización de Europa desde fuera, en competitiva alianza con Rusia, que pretende hacer lo mismo desde la frontera opuesta.
Objetivo que coincide con el de “la Europa de las regiones”, defendido por los estrategas de CiU, desde hace tiempo, y también con el de los nacionalistas vascos, de hacer de Europa una confederación de taifas, que compitan entre sí, en un clima de inestabilidad alentado por los grandes poderes económicos y financieros, que podrían actuar libremente en un ámbito rico, desarrollado y desregulado, lo cual traería, a pocos, más beneficios a sus inversiones, pero más penalidades a los trabajadores y a las clases subalternas.
Aunque a algunos, colaborar en hacer trozos una de las pocas partes del mundo aún ordenada, aunque incompleta y deteriorada, bajo los principios democráticos y solidarios arriba enunciados, les parece una opción progresista.

sábado, 2 de junio de 2018

Aire fresco


Con el triunfo de la moción de censura promovida por el PSOE contra Mariano Rajoy, una ráfaga de aire fresco ha entrado en el Congreso, en la Moncloa y también en la vida política nacional, que esperemos acabe expulsando el hedor desprendido durante tanto tiempo por los gobiernos del Partido Popular.  
La situación, estable hace apenas unos días al aprobarse los Presupuestos Generales del Estado, ha cambiado por completo, y la buena suerte, que parecía asegurar que el inane gobierno de Rajoy pudiera terminar, trampeando, la legislatura, le ha vuelto repentinamente la espalda tras conocerse la sentencia judicial sobre el caso “Gurtel”.
La sentencia hubiera sido un mazazo para cualquier gobierno, pero más para este por sus antecedentes y por el momento en que se produjo. Dos días antes de conocerse, era detenido Eduardo Zaplana, ex presidente de la Comunidad Valenciana, que ha sido otro de los centros neurálgicos de la corrupción del PP. Zaplana, presidente en los años de opacidad y despilfarro (1995-2002), cuando el Turia no era de plata, como dice el himno, sino de oro, ha sido acusado de blanqueo y delito fiscal al tratar de repatriar, desde Panamá, 10,5 millones de euros procedentes, presuntamente, del cobro de sobornos durante su mandato (en la madre patria).
Ese mismo día, el Tribunal de Cuentas volvía a señalar irregularidades en la contabilidad de la Ciudad de la Justicia de Madrid. El apenas iniciado proyecto faraónico de Esperanza Aguirre (un edificio, de los doce previstos, unidos por casi dos kilómetros de túneles asfaltados), que hasta el momento ha tenido 105 millones de euros tirados de forma inútil en boato, promoción, contratos dudosos, sueldos exagerados a amigos y conocidos y otros gastos por justificar, ya que han desaparecido las correspondientes facturas.      
Un día después de conocerse la sentencia del caso “Gurtel”, un juez de Madrid anuló la venta de 2.935 pisos del Instituto de la Vivienda de Madrid (IVIMA), realizada en 2013, durante el mandato de Ignacio González (implicado en el caso “Lezo”), a un fondo de inversión de los llamados “buitres” por la módica cantidad de 211 millones de euros.
Todo esto ocurría poco después del turbio asunto del (presunto) máster de Cristina Cifuentes y del episodio del bolso, que determinaron su dimisión de la Presidencia de la Comunidad de Madrid y el final de su carrera política, y a un mes escaso de que el Consejo de Europa solicitara al senador del PP, Pedro Agramunt, su dimisión en la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa por corrupción.
Con toda su importancia, la sentencia sobre “Gurtel” no zanja las cuentas pendientes del PP con la justicia, pues le aguarda un rosario de casos, que llegan a la treintena, entre ellos los referidos a espesas tramas como “Púnica”, “Lezo” y “Taula”.
Desde el punto de vista judicial, el año 2018 empezó bastante mal para el PP: en enero figuraban imputados 4 ex ministros, 6 ex presidentes de comunidades autónomas, 5 ex presidentes de diputaciones, 5 diputados nacionales, 18 consejeros de comunidades autónomas, 3 ex tesoreros nacionales y hasta 800 concejales y cargos políticos de menos nivel.   
En estos momentos, hay 12 (de 14) ministros de la época de Aznar que tienen cuentas pendientes con la justicia, tres ex presidentes de la Generalidad de Valencia, otros 3 de la Comunidad de Madrid, uno en Murcia, además de otros que ya fueron condenados, como Matas, pero que están imputados en otras causas. Eso sin contar las decenas de alcaldes y concejales imputados en casos menores. Y para más escarnio, el Gobierno recién desalojado tenía reprobados a cinco ministros.   
Lo más curioso de este asunto es que dentro del Partido Popular nadie quisiera hacer frente a esta infección. El numantino y ciego apoyo a Rajoy y a sus más cercanos colaboradores ha sido una actitud suicida, pero ahí seguían, hablando hipocritamente de transparencia y aferrados a los resortes del poder como mejor baluarte ante la acción de la justicia, mientras en las encuestas descendían en intención de voto, pero confiados en que las divididas fuerzas de la oposición les permitieran seguir así, tapándose malamente las vergüenzas y gobernando sin programa y sin ganas.
En estas circunstancias, ante lo que exige la situación interna del país y lo que demanda la difícil coyuntura de la Unión Europea, un gobierno como el de Rajoy no podía seguir representando a España. Presentar la moción de censura era un acto necesario, un deber casi patriótico, aunque no me gusta la connotación que tiene tal término, una medida de higiene política y hasta diría de salud mental.
Pedro Sánchez no lo va a tener fácil. Por los interesados y coyunturales apoyos que ha recibido tendremos un gobierno inestable, y es cierto; inestable pero presentable; lo que no era ni podía ser, por muchos recambios que se le buscaran, el gobierno de Rajoy.