Hace bastante tiempo, en uno de esos arrebatos que de vez en cuando tiene el Ayuntamiento de Madrid con la confusa intención de modernizar la ciudad, cuando modernizar supone hacer la vida más difícil a sus habitantes, un alcalde, no recuerdo si de los últimos de la dictadura (García Lomas o Arespacochaga) o de los primeros de la democracia (Álvarez, Tierno o Manzano), decidió privar de urinarios públicos a la Villa y Corte y sustituirlos por unas cabinas individuales que parecían cápsulas espaciales. Para lucir como una ciudad moderna, Madrid quedó sin mingitorios como antes se quedó sin tranvías y sin bulevares.
Con
el cambio, los viandantes -residentes y turistas- salieron perdiendo, en primer
lugar, porque las cabinas eran de pago -si no tienes dinero, no meas- y por
tiempo limitado, y en segundo, porque para usarlas había que vencer el miedo al
ridículo, tan español, a quedar señalado por los peatones -ahí va un meón- y cierta
sensación de claustrofobia, y efectuar, además, la evacuación con prisa, antes
de que el tiempo establecido pasara y la puerta se abriera dejando al usuario
en situación comprometida. También había que superar el temor contrario: que la
puerta no se abriera y quedase uno confinado en tan pestífera celda, hasta
morir, como le ocurría a José Luís López Vázquez, encerrado en una cabina
telefónica. Además, las cabinas eran (o son, no sé si existen; debe haber
pocas) un estorbo en las aceras y un adefesio añadido al paisaje urbano ya
sobrado de mamotretos, mientras que los urinarios públicos clausurados eran discretos,
amplios, con espejos y lavabos, gratuitos para las “aguas menores” y estaban en
el subsuelo, al que se accedía por una escalera parecida a las de las bocas del
“Metro”. Y ofrecían puestos de trabajo.
Por
otra parte, las cabinas, que no sé si eran (o son) un servicio público o una
externalización municipal (la privatización de la orina), no eran aptas para el
cine. Como mucho daban para rodar alguna secuencia en una película de
astronautas o de ciencia ficción (un viaje al futuro desde el inodoro) pero es
difícil imaginar que Berlanga las hubiera utilizado para filmar una película
como “Plácido”, en la que la familia del sufrido transportista con motocarro (hoy
sería un “emprendedor”) regentaba un evacuatorio público con mayor decencia que
la de algunos sujetos que dirigen bancos.
Pero
la modernidad, o falsa modernidad, de las cabinas, cuyo escaso parque responde
también al cicatero criterio que el Ayuntamiento aplica a lo común y compartido,
no ha resuelto el problema sanitario de evacuar fluidos humanos en la vía
pública. Dado su escaso número (dicen que hay un urinario por cada 90.000
personas), la higiénica labor recayó de manera subsidiaria en bares y
cafeterías, pero desde hace un tiempo sus dueños han empezado a cuestionar esta responsabilidad y reservan los retretes
(no siempre en perfecto estado de revista) para sus clientes, por lo cual
evacuar conlleva el peaje de pagar, al menos, un café.
El
resultado a la vista, y al olfato, está: hay gente que orina en la calle, en
particular en las zonas de ocio, donde el consumo de bebidas conlleva la
necesaria evacuación.
Así,
al decadente aspecto que ofrece la capital de un reino en crisis, con locales
cerrados, tiendas que agonizan, negocios en liquidación y viviendas en venta
que nadie compra, se unen las eternas obras, las paredes deslucidas o llenas de
garabatos, el suelo, agrietado y ennegrecido por la falta de limpieza, y plagado
de papeles, colillas, latas de bebidas, deposiciones caninas y orines de
los humanos, que disputan a los perros las esquinas para dejar la marca de cuál
fue su territorio la noche anterior. Basta transitar por las calles del centro
a primera hora de la mañana para comprobar por el hedor de qué ha ido la fiesta
del fin de semana. Se ve que nuestros ediles no transitan por las calles de la
ciudad que malamente dirigen o que carecen del olfato necesario para
percibirlo.
Todo
ello es una consecuencia del pertinaz abandono de la ciudad por parte de los
que deberían ser sus primeros protectores. Años de incuria y dejación, o de
cosas mucho peores, de extensos equipos municipales, dotados de decenas de
altos cargos y asesores bien remunerados, que han dedicado sus mejores
esfuerzos a emprender obras faraónicas y a privatizar servicios públicos antes
que a mejorar la vida de los residentes, que son a la vez quienes les votan y
les mantienen. Este es el camino, empedrado de malas intenciones, que ha hecho
de la capital de España una ciudad dura, paleta, inhóspita y maloliente; Madrid,
capital de la mugre.
Luego
las autoridades se sorprenden de que la llegada de turistas a Madrid haya caído
un 7% en lo que va de año y el 22% en agosto, y achacan ese descenso a la
subida de las tasas del aeropuerto de Barajas, al declive del tráfico aéreo por
la privatización de Iberia (malvendida a una empresa inglesa, pero el Gobierno
se rasga las vestiduras hablando de Gibraltar) o al excesivo número de
manifestaciones, pero no a las carencias de una ciudad esquilmada.
Ahora,
una empresa privada, holandesa por más señas, ha detectado un hueco en el
mercado en atender las perentorias necesidades de los viandantes. El nicho de
(potenciales) clientes está situado en el subsuelo de la plaza de Atocha, zona
de mucho tránsito de personas, al ser punto de partida de trenes de alta
velocidad, estación central de trenes de cercanías y regionales, y enlace con la
red del Metro y el transporte de superficie.
En ese amplísimo sótano, dicha
empresa ha obtenido de ADIF, la empresa pública que gestiona las
infraestructuras ferroviarias, la concesión de un contrato de siete años, por
importe de 280.000 euros más IVA, para atender los servicios sanitarios del
complejo, en unas instalaciones, dicen, que acondicionadas a todo tren, pero
cuyo uso será de pago para el público general, aunque que los aseos de las
salas de embarque seguirán siendo gratuitos.
El
Palacio del Orín es una iniciativa a tono con los aires neoliberales que nos
sacuden y con los nuevos desarrollos económicos de Madrid, que nuestros gestores
públicos, pero amigos de lo privado, llaman oportunidades de negocio.
Y ya que los madrileños no
podremos mostrar a los foráneos las instalaciones de los juegos olímpicos de
2020, podremos, al menos, llevarlos a contemplar y a utilizar, si es su deseo,
este nuevo resultado del espíritu emprendedor: “Esta tarde vamos al Cacaluxe y te
invito a orinar”.
Madrid, 26 de septiembre de 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario