jueves, 29 de abril de 2021

Una historia del covid en Madrid

La campaña electoral en Madrid se ha planteado arteramente por quien ha convocado las elecciones como una opción entre dos ideas o dos conceptos abstractos -comunismo o libertad-, con el objetivo de esconder el balance de la gestión efectuada desde 2019.

Pero no hay amenaza de comunismo en España, y menos procedente de la débil oposición de izquierda en la Comunidad de Madrid, gobernada por una derecha bastante escorada hacia el extremo (y hacia la corrupción) desde hace nada menos que 26 años.  

A una persona como Ayuso, con un sentido de clase tan acusado, el llamamiento del FMI a subir los impuestos a los más ricos, la intención de Biden de hacer lo mismo, habilitar fondos para mejorar la asistencia social y poner en marcha un nuevo New Deal, los inútiles llamamientos de la UE para que España se ponga al mismo nivel que la media europea en presión fiscal, la intención de subir el salario mínimo y establecer un ingreso mínimo de supervivencia o las ollas de barrio para atender las colas del hambre, le pueden parecer el “comunismo en acción”, porque va contra el espíritu de su gobierno, que es destinar fondos públicos al sector privado de la manera que sea, en general, opaca.

Madrid es la comunidad que menos dinero destina a asuntos sociales, en educación invierte 729 euros/habitante, frente Euskadi con 1.349 eu/habitante, la que forma más guetos en enseñanza y la segunda que menos gasto por habitante tiene en sanidad. Es la comunidad más rica de España, pero con mayor desigualdad de rentas, lo que ha merecido un suspenso del relator de la ONU por su poco interés en luchar contra la pobreza. Así, a la Presidenta, cualquier propuesta para mejorar el ámbito público o que no vaya destinada al pijerío le parece comunismo. La disyuntiva en Madrid no es libertad o comunismo, sino desigualdad o pijerío.

Ayuso tampoco ofrece libertad, sino libertinaje, y en una sola cosa: consumo en bares, terrazas y restaurantes, espacios de ocio y diversión, no sólo en fiestas y botellones clandestinos, que sobrepasan los tres mil localizados por la policía, sino en discotecas, desafiando no sólo decisiones del Gobierno de la nación, del Consejo Interterritorial, de la Organización Mundial de la Salud, de los médicos, de los científicos y de la sensatez, ante la expansión de una enfermedad que por ahora no tiene cura.

Fiel a su idea desde el principio -“Madrid no se cierra”-, aunque se tuvo que cerrar y confinar (“un chantaje”, “un gesto de autoridad de Sánchez”), Ayuso se niega a aceptar los resultados de esa “libertad” mal entendida, que colocan a Madrid en las zonas del país con índices más altos de infección, hospitalización, saturación de UCIs y muertes por covid. Ese es el resultado de haberse saltado etapas, falseando los datos, para apuntarse cuanto antes a la desescalada que siguió al primer estado de alarma, o de aprovechar los “puentes” festivos para o “salvar” el “black Friday”, la Navidad o lo que venga, con el consiguiente aumento de los contagios, que, como los muertos, se cargan a la gestión de Sánchez.

Los fallecidos en las residencias en la primera oleada van por cuenta de Pablo Iglesias, no de la Comunidad de Madrid, que ordenó mantener -con cuatro instrucciones escritas- a los ancianos contagiados en las residencias (sólo el 25% de los ingresados en UCIs eran mayores de 70 años, cuando los ancianos suponían el 87% de los fallecidos por covid). Lo que denunció públicamente el consejero de Asuntos Sociales, Alberto Reyero, que admitió que las residencias eran competencia de la Comunidad e incluso se quejó a Amnistía Internacional por la dejación. Reyero solicitó al Gobierno ayuda urgente del Ejército para desinfectar las residencias, antes lo habían solicitado Iglesias, Illa y Margarita Robles, pero Ayuso, en principio, se opuso. El 17% de las intervenciones del Ejército en los primeros meses de la pandemia se hicieron en Madrid.  

Ayuso, de inmediato, anunció la medicalización de las residencias, que consistió en atención telefónica -confiada a empresas privadas, al precio de 2,9 a 4 euros por llamada-, mientras llegaba la ayuda puesta en marcha con la “operación bicho”, que fue un desastre. Se encomendó a Encarnación Burgueño, hija de uno de los inductores de la privatización de la sanidad madrileña, presentada en su día como “oportunidades de negocio”. Burgueño, directora general de una empresa presuntamente sanitaria no inscrita en el Registro Mercantil, carecía de recursos, de ambulancias y de experiencia en gestión hospitalaria y, sin moverse de su casa, subarrendó parte del servicio adjudicado a una empresa que disponía de cuatro vehículos médicos, que durante 12 días visitaron 200 de las 475 residencias de la Comunidad, siguiendo las instrucciones de Burgueño, que a su vez las recibía de un alto cargo sanitario de la Consejería de Salud. Mientras tanto, las residencias se cansaban de llamar solicitando un auxilio que no llegó.

La pésima gestión se quiso tapar acusando al Gobierno, a Sánchez y a Iglesias y montando una campaña publicitaria con carteles recordando lo mucho que Madrid debe a los ancianos. Y destituyendo a Reyero, el Consejero de Asuntos Sociales que había señalada la falta de humanidad de la decisión de Ayuso respecto a las residencias. 



jueves, 22 de abril de 2021

La batalla por Madrid

En un clima muy crispado en las instituciones políticas, que empieza a serlo en la calle, las elecciones en la Comunidad de Madrid se presentan más como una batalla política a escala nacional que como un reajuste del gobierno regional.

Las razones de esta artificiosa disfunción son de índole diversa. La primera de ellas es de tipo coyuntural y responde al interés de quién las ha convocado, que es la presidenta de la Comunidad para tratar de ocultar el fracaso de su mandato con un mal balance y las desavenencias con su socio, Ciudadanos, del que ha querido deshacerse con esta precipitada convocatoria a rebufo de una moción de censura en Murcia, por donde ahora parece que discurre el Pisuerga.

Para cualquier otro partido, la convocatoria de elecciones anticipadas en mitad de la legislatura, sin haber logrado aprobar los Presupuestos y con una sola ley aprobada -por cierto, del suelo-, sería un fracaso, pero Ayuso, investida de un triunfalismo carente de base, asume el papel de nueva Juana de Arco de la derecha con la posibilidad de obtener una mayoría absoluta para salvar España del comunismo, salvar al PP, vacilante y desnortado, pero aún vivo gracias al regalo de Rivera antes de retirarse de la política, y, sobre todo, salvarse ella misma y desplazar a Casado, maniobra que el infeliz y atolondrado líder del PP no percibe, sino que asume con alegría como telonero electoral. Igual que Almeida ha renunciado de facto a su función de alcalde capitalino para aceptar el papel de sacristán de Ayuso, más adecuado a su estatura política, dejando que la Presidenta le organice sanitaria y comercialmente la ciudad. Ambos varones han sucumbido a la mirada de la empoderada Medusa.  

Aparte de estas razones espurias, existe otra, que no es nueva: es convertir la Comunidad de Madrid gobernada por el PP, en un bastión para erosionar al Gobierno central en manos del PSOE, como lo decía bien clarito Esperanza Aguirre, mentora de Ayuso, en una entrevista que le hacía Zarzalejos (ABC, 1/7/2007): “Soy el contrapunto de las políticas del Gobierno de Zapatero”. En esa entrevista Aguirre afirmaba que, perdidas las elecciones generales, la Comunidad de Madrid era, para el PP, la institución más importante.

Ahora se aplica el lema de resistir al Gobierno, pero la realidad de los datos diverge: en 2007, el PP, con Aguirre, obtuvo mayoría absoluta con 67 escaños en la Asamblea, el PSOE obtuvo 42 e IU 11. En 2019, el PP, con Ayuso, obtuvo 30 diputados, el PSOE 37, Cs 26, Más Madrid 20, Vox 12 y UP 7.

La diferencia es notable: en 2019, Ayuso no venció al PSOE y tuvo que formar, de mala gana, gobierno con Cs, aunque su pétreo corazón estuviera en Vox, que apoyaba o enredaba, pero a escala nacional fue la salvación de Casado. Visto el mal resultado de la coalición, Ayuso ha convocado elecciones para salir fortalecida y librarse del socio díscolo, por lo cual la consulta ha adquirido cierto tono plebiscitario.

Hay otra razón, que es el papel estratégico de Madrid en el programa del PP.    

Madrid, capital del Estado y capital del capital (o viceversa), cumple un papel destacado en la configuración del país, como modelo político y económico de la derecha española -conservadora en lo moral, neoliberal en lo económico y elitista en lo social- para gestionar el capitalismo de nuestros días.

Madrid, como conjunción de Comunidad y Ayuntamiento, forma parte de un proyecto a largo plazo, en el cual el PP no ha reparado en medios, legales e ilegales, para llevarlo a cabo. El “tamayazo”, la operación político-financiera con que Aguirre accedió a la presidencia de la Comunidad, y la concurrencia a las sucesivas elecciones con el partido sobrefinanciado con dinero negro, son pruebas de la importancia que tiene para el PP conservar poder político local y regional en Madrid, más aún cuando ha sido desalojado del gobierno central.

En la Comunidad, la derecha gobierna desde junio de 1995, con Ruíz Gallardón, pero a partir de 2012, con el abandono de Aguirre (septiembre 2012), se suceden cuatro presidencias de duración irregular - Ignacio González (septiembre 2012 - junio 2015), Cristina Cifuentes (junio 2015 - abril 2018), Ángel Garrido (abril 2018 - abril 2019) y Pedro Rollán (abril - agosto 2019), hasta la llegada de Ayuso en 2019, obligada a gobernar en coalición. Hay que recordar que la inestabilidad se debe, en gran parte, a los muchos casos de corrupción que, a escala nacional y regional, han afectado al PP, y en los que se han visto envueltos cuatro presidentes de la Comunidad y decenas de altos cargos.

Por la cantidad y la cualidad de los casos, que no son individuales, sino largas tramas de implicados que afectan a cargos públicos y a la dirección del Partido, la corrupción, en todos los niveles de la administración de todo el territorio, pero en particular en Madrid y Valencia (otra región martirizada por la derecha), no es un accidente, una suma de casos aislados de afiliados del partido, sino que forma parte del modelo de gestión política y económica de la derecha española, aunque no sólo del PP. La corrupción “engrasa” el sistema, facilita las relaciones y va dejando agradecidos beneficiarios por donde discurre.

Para el PP, Madrid es el modelo de gestión de un capitalismo marca España, (Spain is different), un capitalismo de amigotes y una democracia de parientes y clientes, que tanto tiene que ver con los usos del franquismo, jubilosamente recibidos como legado, que son gobernar de forma autoritaria y opaca, sin rendir cuentas, burlando los controles y alimentando el caciquismo, el tráfico de influencias, la información privilegiada y las redes clientelares, que forman el banco de favores de una clase política depredadora, que margina el interés común, las necesidades de la parte más humilde de la sociedad e, incluso, el interés nacional, en provecho de la minoría política y económicamente más poderosa del país. Nada nuevo en la historia de España.

Es un capitalismo parasitario, surgido del viejo cabildeo proteccionista entre políticos y empresarios, que crece al amparo del poder institucional privatizando bienes y servicios públicos, entregados a precio de saldo al capital nacional y al extranjero más volátil, que son los fondos especulativos, pero asentado en el falaz discurso de la defensa de la economía nacional y la promoción de los emprendedores, que suelen ser los vástagos de la derecha, sus amigos y allegados, pues, para el resto de ciudadanos, y en particular las clases subalternas, el afán emprendedor y, desde luego, el intento de salir de su subordinada condición, están vetados por la estructura de la propiedad, el desigual reparto del capital, la disposición del crédito, la contribución fiscal, la configuración del poder político y las trabas burocráticas del ineficaz aparato administrativo.

La colusión contra las clases subalternas, la privatización, la especulación, la evasión fiscal y la corrupción sostienen un desequilibrado modelo económico, industrialmente raquítico y preso de varios oligopolios, que se dice competitivo, pero donde la competitividad corre por cuenta de los asalariados, forzosamente sometidos a las condiciones leoninas del mercado laboral. Esta es la castiza aplicación del neoliberalismo de matriz anglosajona a los usos y abusos de la España cañí: el poder público al servicio del interés privado, el Estado al incondicional servicio del Mercado, el Estado (social) mínimo cede ante el Mercado Máximo. Este es el “patrimonio” del PP, obtenido en Madrid a lo largo de un cuarto de siglo, que Ayuso tenía que proteger y, a ser posible, ampliar y asegurar de cara al futuro.    

martes, 20 de abril de 2021

Juicio por la muerte de George Floyd

 

Un jurado popular declara culpable a Dereck Chauvin, el policía que provocó la muerte de George Floyd.

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Sin embargo, bajo el apoyo popular conservador se halla el sustrato de los proscritos y los “extraños”, los explotados y los perseguidos de otras razas y de otros colores, los parados y los que no pueden ser empleados. Ellos existen fuera del proceso democrático; su vida es la necesidad más inmediata y la más real para poner fin a instituciones y condiciones intolerables. Así, su oposición es revolucionaria incluso si su conciencia no lo es. Su oposición golpea al sistema desde el exterior y por tanto no es derrotada por el sistema; es una fuerza elemental que viola las reglas del juego y, al hacerlo, lo revela como una partida trucada. Cuando se reúnen y salen a la calle sin armas, sin protección, para pedir los derechos civiles más elementales, saben que tienen que enfrentarse a perros, piedras, bombas, la cárcel, los campos de concentración, incluso a la muerte. Su fuerza está detrás de toda manifestación política en favor de las víctimas de la ley y el orden. El hecho de que hayan empezado a negarse a entrar en el juego puede ser el hecho que señale el principio del fin de un período.

Marcuse (1964): El hombre unidimensional, Barcelona, Ariel, 1981, 285-86.



domingo, 4 de abril de 2021

Buen viaje, señoría

Como un efecto del movimiento sísmico desatado por la fracasada moción de censura en Murcia, que ha provocado la convocatoria de elecciones anticipadas en la Comunidad de Madrid, Pablo Iglesias ha abandonado el Gobierno central para dedicarse a promover la candidatura matritense de Unidas-Podemos.

Deja la vicepresidencia de Derechos Sociales con un escueto balance de su breve mandato, pues no se puede esperar un resultado positivo donde antes ha faltado actividad o ésta ha sido marginal respecto a sus competencias. Queda, sí, el esfuerzo vertido en intentar limitar por ley el precio de los alquileres y en la renta mínima de inserción, bastante mínima y tan llena de disuasorios requisitos que los buenos propósitos que la animan chocan con la paralizante burocracia de un Estado demediado. Pero de ello no se colige que, en este tiempo, Iglesias haya permanecido pasivo y, sobre todo, callado.

Al contrario, fingiendo creer que estaba en un gobierno paritario, cuando el PSOE tiene 120 diputados en el Congreso y U-P tiene sólo 35, Iglesias ha querido brillar con luz propia en una sobrevenida portavocía, que le ha servido de plataforma para enmendar la plana a Pedro Sánchez y otros compañeros del Gobierno, que bien merecen correctivos, pero no la persistente zancadilla de su socio principal, aliado frecuentemente con otros cuestionables apoyos, tan minoritarios como poco fiables, cuyos esfuerzos se han sumado al propósito destructor de la desleal oposición de la derecha tradicional, que ha cumplido, como se esperaba, con ese execrable papel de impedir gobernar si el PP no gobierna, que ya forma parte de su identidad, y de Vox, su hermano separado, que exagera los rasgos de familia hasta la caricatura.

Para mostrar a los suyos que guarda una prudente distancia respecto al PSOE y al país que comparte y gobierna, Iglesias, investido como celoso vigilante de la ortodoxia del populismo de izquierda, ha compaginado la labor de gobernar y hacer oposición. Un Jano bifronte que aumenta la perplejidad de quienes, desde el extranjero, perciben la extraña y costosa manera española de hacer frente a la pandemia volviendo a los usos de un país ancestral de taifas y bellidos, hoy llamados tránsfugas. 

El ya exvicepresidente ha dedicado un tiempo precioso a opinar sobre asuntos que provocan ríos de tinta y revuelven las tertulias, como nacionalizar el sector eléctrico o el farmacéutico, establecer un control democrático sobre los medios de información, solicitar el indulto para los presos del “procés”, echar un cable al fugado Puigdemont y cotejarlo con los exiliados de la guerra civil, en detrimento de estos, claro, sumarse a Bildu y a los secesionistas catalanes en el ataque al “régimen del 78” por un quítame allá esas pajas, defender el insensato proyecto de las repúblicas ibéricas como alternativa a la monarquía o defender a un rapero malencarado y a sus enardecidos seguidores. Todos ellos asuntos que podían haber sido señalados por alguien de su partido, pero fuera del Gobierno.   

Aun con todo, no dejan de ser palabras, cuestiones de opinión y oportunidad -o de oportunismo, más bien-, pero menores en comparación con las que le han correspondido como atribuciones del cargo, pues, por el resultado de su gestión, parece poco consciente de la importancia de lo que tenía encomendado.

Al lado de los ministerios de relumbrón, de los ministerios dedicados a los asuntos de más enjundia, un ministerio Derechos Sociales, aunque revestido de una vicepresidencia, parece poca cosa; un cargo más bien honorífico, con ambiguas competencias y escaso contenido.

Opinión que comparte mucha gente, pero no es así, sino al contrario, pues, en un país de desigualdad creciente y oportunidades menguantes para las clases subalternas, el Ministerio de Derechos Sociales, de derechos constitucionales  difíciles de ejercer, tiene mucha importancia, porque es un ministerio escoba, que recoge lo que queda de la actividad que se escapa de las competencias de otros ministerios; es un ministerio dedicado a recomponer los desperfectos del modelo productivo, a atender las necesidades de los residuos de la sociedad productiva y de la población “superflua”.

En realidad, es un ministerio dedicado a combatir la desigualdad que exceda las competencias del Ministerio de Igualdad; es decir, la desigualdad en general. El de Derechos Sociales es también un ministerio dedicado a atender a las víctimas de otros procesos: víctimas de la dominación del gran capital sobre el trabajo, de la especulación del suelo, del capitalismo salvaje, del mercado desregulado, de la hegemonía financiera, de los que no se han recuperado de la Gran Recesión de 2008 y de los más golpeados por los efectos económicos de la pandemia.

Es el Ministerio de los que malviven hacinados entre las paredes de los pisos-patera y los que malviven en la calle guarecidos por cartones, de los usuarios de los albergues de caridad, de los que forman las colas del hambre, del banco de alimentos y los comensales de las ollas de barrio; de quienes dependen de la ayuda de parientes y vecinos; del precariado, de los parados de larga duración, de los enfermos, los discapacitados y los dependientes; de los ancianos con bajas pensiones y los migrantes sin papeles; de las víctimas de la economía sumergida, de los bajos salarios, los contratos basura y los empleos de mierda; de la pobreza severa, de la pobreza energética y de la otra; de los que, cada día, se buscan la vida cómo y dónde pueden, y reproducen el milagro de sobrevivir trampeando con ocupaciones minúsculas en esta España de Galdós, Baroja y Valle Inclán, o de Buñuel y Berlanga, a la que hemos regresado. 

Lo que Iglesias tenía por delante y no asumió era la ciclópea labor de un reformista, fuera monárquico o republicano, central o autonómico, amante del rap o de la polca, propia de un Ministerio de los Desheredados, de un Ministerio de los Condenados del País, en una definición propia de Franz Fanon, de un buñuelesco Ministerio de los Olvidados, de un Ministerio de la Solidaridad o de un Ministerio de la Deuda que tenemos contraída con los que menos reciben en el desigual reparto de la riqueza producida colectivamente. Pero, por no haberlo intentado, ni siquiera ha sido el Ministerio de la Impotencia, como llamaba Marx al ministerio de Luis Blanc, sino un Ministerio de la Incompetencia.

Desde su altísimo cargo, Iglesias, con los poderes con los que estaba investido, aunque le parecían pocos, debería haber recorrido el país de cabo a rabo o utilizado todos los medios alternativos posibles para encontrarse con consejeros autonómicos, alcaldes y concejales, asociaciones, parroquias, organizaciones no gubernamentales, redes de solidaridad y, desde luego, con los beneficiarios, para conocer de primera mano el ejercicio local de los derechos sociales. Y en mesas, encuentros y puestas en común, si ello era posible, promover estudios y llegar a un libro blanco (o negro) sobre la desigualdad en el ejercicio de derechos, fundamentales, que sirviera de punto de partida para hacerle frente de manera concertada en una comisión interterritorial o similar. Pero no ha existido tal intento. Iglesias abandona la tarea propia de un gran reformador y va a buscar un lugar de privilegio como agitador en la brega electoral, donde espera obtener más rendimiento a su profesoral retórica y a su telegenia, en un intento de achicar en un buque que hace agua. Pues, buen viaje, señoría.