La campaña electoral en Madrid se ha planteado arteramente por quien ha convocado las elecciones como una opción entre dos ideas o dos conceptos abstractos -comunismo o libertad-, con el objetivo de esconder el balance de la gestión efectuada desde 2019.
Pero no
hay amenaza de comunismo en España, y menos procedente de la débil oposición de
izquierda en la Comunidad de Madrid, gobernada por una derecha bastante escorada
hacia el extremo (y hacia la corrupción) desde hace nada menos que 26 años.
A una
persona como Ayuso, con un sentido de clase tan acusado, el llamamiento del FMI
a subir los impuestos a los más ricos, la intención de Biden de hacer lo mismo,
habilitar fondos para mejorar la asistencia social y poner en marcha un nuevo
New Deal, los inútiles llamamientos de la UE para que España se ponga al mismo
nivel que la media europea en presión fiscal, la intención de subir el salario
mínimo y establecer un ingreso mínimo de supervivencia o las ollas de barrio
para atender las colas del hambre, le pueden parecer el “comunismo en acción”,
porque va contra el espíritu de su gobierno, que es destinar fondos públicos al
sector privado de la manera que sea, en general, opaca.
Madrid
es la comunidad que menos dinero destina a asuntos sociales, en educación
invierte 729 euros/habitante, frente Euskadi con 1.349 eu/habitante, la que
forma más guetos en enseñanza y la segunda que menos gasto por habitante tiene en
sanidad. Es la comunidad más rica de España, pero con mayor desigualdad de
rentas, lo que ha merecido un suspenso del relator de la ONU por su poco
interés en luchar contra la pobreza. Así, a la Presidenta, cualquier propuesta
para mejorar el ámbito público o que no vaya destinada al pijerío le parece
comunismo. La disyuntiva en Madrid no es libertad o comunismo, sino desigualdad
o pijerío.
Ayuso
tampoco ofrece libertad, sino libertinaje, y en una sola cosa: consumo en
bares, terrazas y restaurantes, espacios de ocio y diversión, no sólo en
fiestas y botellones clandestinos, que sobrepasan los tres mil localizados por
la policía, sino en discotecas, desafiando no sólo decisiones del Gobierno de
la nación, del Consejo Interterritorial, de la Organización Mundial de la
Salud, de los médicos, de los científicos y de la sensatez, ante la expansión
de una enfermedad que por ahora no tiene cura.
Fiel a
su idea desde el principio -“Madrid no se cierra”-, aunque se tuvo que cerrar y
confinar (“un chantaje”, “un gesto de autoridad de Sánchez”), Ayuso se niega a aceptar
los resultados de esa “libertad” mal entendida, que colocan a Madrid en las
zonas del país con índices más altos de infección, hospitalización, saturación
de UCIs y muertes por covid. Ese es el resultado de haberse saltado etapas,
falseando los datos, para apuntarse cuanto antes a la desescalada que siguió al
primer estado de alarma, o de aprovechar los “puentes” festivos para o “salvar”
el “black Friday”, la Navidad o lo que venga, con el consiguiente aumento de
los contagios, que, como los muertos, se cargan a la gestión de Sánchez.
Los
fallecidos en las residencias en la primera oleada van por cuenta de Pablo
Iglesias, no de la Comunidad de Madrid, que ordenó mantener -con cuatro
instrucciones escritas- a los ancianos contagiados en las residencias (sólo el
25% de los ingresados en UCIs eran mayores de 70 años, cuando los ancianos
suponían el 87% de los fallecidos por covid). Lo que denunció públicamente el consejero
de Asuntos Sociales, Alberto Reyero, que admitió que las residencias eran
competencia de la Comunidad e incluso se quejó a Amnistía Internacional por la
dejación. Reyero solicitó al Gobierno ayuda urgente del Ejército para
desinfectar las residencias, antes lo habían solicitado Iglesias, Illa y
Margarita Robles, pero Ayuso, en principio, se opuso. El 17% de las
intervenciones del Ejército en los primeros meses de la pandemia se hicieron en
Madrid.
Ayuso,
de inmediato, anunció la medicalización de las residencias, que consistió en
atención telefónica -confiada a empresas privadas, al precio de 2,9 a 4 euros
por llamada-, mientras llegaba la ayuda puesta en marcha con la “operación
bicho”, que fue un desastre. Se encomendó a Encarnación Burgueño, hija de uno
de los inductores de la privatización de la sanidad madrileña, presentada en su
día como “oportunidades de negocio”. Burgueño, directora general de una empresa
presuntamente sanitaria no inscrita en el Registro Mercantil, carecía de recursos,
de ambulancias y de experiencia en gestión hospitalaria y, sin moverse de su
casa, subarrendó parte del servicio adjudicado a una empresa que disponía de
cuatro vehículos médicos, que durante 12 días visitaron 200 de las 475
residencias de la Comunidad, siguiendo las instrucciones de Burgueño, que a su
vez las recibía de un alto cargo sanitario de la Consejería de Salud. Mientras
tanto, las residencias se cansaban de llamar solicitando un auxilio que no
llegó.