Vivimos
tiempos raros, en los que gestos nimios parecen amenazar el orden establecido.
La porfía de una quinceañera en cubrirse la cabeza con el velo islámico -hiyab- le ha supuesto verse privada de
asistir a clase en un instituto de Pozuelo. La medida ha venido respaldada por
los estatutos del centro y por la mayoría de quienes componen el consejo
escolar.
La obstinación de la niña,
apoyada luego por otras compañeras, ha reavivado un debate que desborda la
comunidad escolar y entra de lleno en el terreno de la política. Si dejamos al
margen la ropa profesional (uniforme, atuendo laboral, etc), el uso obligatorio
de cualquier prenda de vestir, el velo en este caso, refleja no sólo tradición
o identidad, sino sobre todo poder: capacidad para imponer un atavío y señalar
públicamente la pertenencia a un colectivo, sea este un grupo cultural, una tribu urbana, por ejemplo, o una
confesión religiosa, con el agravante de que a veces el poder es más asfixiante
en los grupos pequeños que en los grandes. En este aspecto, la resistencia de
la niña y sus amigas a prescindir del velo es un claro desafío a la autoridad
del centro y, para muchos otros, a la cultura del país donde residen; un gesto
de rebeldía, pero también un gesto de sumisión a otra cultura y a otra
religión, que para algunos, o quizá muchos, resulta intolerable.
No
obstante, en España, dada la influencia de la Iglesia y la ambivalencia
legislativa en este tema, no estamos exentos de comportamientos semejantes y topamos
continuamente con los signos característicos de la religión católica. Basta con
atender a las opiniones emitidas por responsables políticos tanto a favor como
en contra de tolerar el velo, y a la solución que se ha dado al problema de
Najwa Malha: matricularse en un centro cercano donde sí podrá llevar el hiyab. Es decir, que en España la
tolerancia va por barrios, y quizá las prácticas de la fe vayan también por el
mismo camino.
Éste es un problema difícil
de resolver. Somos un país insuficientemente laico y asistimos al esfuerzo mancomunado
de la jerarquía católica y del Partido Popular para restaurar el Estado
confesional. Con esta intención, los católicos intransigentes comparten con sus
homólogos musulmanes idéntico propósito: hacer de la religión el principio más
firme, incluso único en la configuración de la sociedad.
El
velo de las musulmanas no debe hacernos perder de vista el desvelo de la
derecha por organizar la sociedad española con arreglo a ciertos principios
superficiales de la moral católica (otros los ignoran: la caridad cristiana, el
respeto a la verdad, la piedad, la atención a los débiles, el amor al prójimo
si no es del PP, etc) referidos sobre todo a los signos externos y
protocolarios, heredados de momentos de la historia en los que la exhibición
pública de la fe trataba de acreditar la limpieza de sangre (no ser moro ni
judío ni marrano) y evitar el rechazo
social o comparecer ante el tribunal del (poco) Santo Oficio.
Desvelo,
redoblado en los últimos años, que se advierte en extender los signos fuera de
los templos y edificios religiosos, convertir el dogma católico en una
asignatura obligatoria, condicionar la voluntad de los católicos que ejerzan
funciones públicas, influir en la
legislación, prescribir el camino de las ciencias, mantener la presencia de
jerarcas de la Iglesia en ceremonias que son civiles y, en definitiva,
convertir la religión católica en guía de la moral pública, fuente de
inspiración de la política y el derecho y en principio iluminador de la
cultura. En resumen, volver a los tiempos del concilio de Trento.
Desde la perspectiva de que
la sociedad debe estar modelada por un solo principio confesional que no puede
coexistir con otro credo, la presencia de creyentes de otra fe se contempla
como un peligro, como una amenaza a la hegemonía católica. El resultado es
convertir la actividad política en parte de una cruzada, o de la yihad, para los que piensan así desde el
otro lado. Con ello, la convivencia de personas de distinto credo en el mismo
territorio es muy difícil y el conflicto está casi asegurado.
Nueva Tribuna, 25-4-2010.
No hay comentarios:
Publicar un comentario