viernes, 29 de mayo de 2020

Crónica del asedio. Artola

Ha muerto Miguel Artola, catedrático, investigador, historiador.  
Tenía 96 años y deja una extensa obra. De él sé poco más; ignoro si es otra víctima del coronavirus o si le había llegado la hora de abandonar este mundo. Y lo siento, porque era un notable historiador, director de la Historia de España en siete volúmenes, de Alfaguara, y en particular, historiador de la burguesía como histórica clase social, según queda reflejado en el tomo V de la colección -La burguesía revolucionaria (1808-1874)-; un libro magnífico centrado en las etapas más tensas del complejo siglo XIX.
El siglo del que Franco renegaba -El siglo XIX, que hubiéramos querido borrar de nuestra Historia, dijo-, porque no lo conocía ni lo entendió, sin el cual es difícil entender la España del siglo XX y singularmente el propio mandato de Franco, que fue una reacción contra él, e incluso la España de hoy, todavía heredera del agotado impulso de la burguesía revolucionaria y con parte de la clase dirigente apegada a usos y abusos del Antiguo Régimen.
España, o el imperio español, acaba el siglo XVIII con una guerra contra el Estado revolucionario francés y luego, aliada con Francia, contra Inglaterra. Y empieza el siglo XIX, defendiendo a Napoleón de los aliados ingleses, suecos, rusos y austríacos -¡Ay, Trafalgar!-, para después, como un Jano bifronte, entregar el reino (y el imperio) a Bonaparte y, a la vez, enfrentarse a sus tropas, con ayuda de Inglaterra, en una guerra de seis años, que será al mismo tiempo una guerra civil, la primera de otras tres, que fueron tanto guerras dinásticas, luchas de clase y retardadas guerras de religión. Y concluye el siglo XIX con otra guerra, esta vez contra una potencia emergente, que será el gigante del siguiente siglo, en la que pierde las últimas colonias de ultramar -¡Ay, el 98!-.
Así, a lo largo de un siglo, España, aún atada por los pactos con Francia, incapaz de buscar su propio lugar en una Europa que se moderniza con velocidad, duda, titubea, pierde un imperio y se vuelve introspectiva, tratando de afrontar agudos problemas internos que no aparecen claramente planteados, pero que son efecto del agotamiento del Antiguo Régimen y de las dificultades de pasar a uno nuevo y aún impreciso, el mundo moderno, que aparece, en el ámbito económico, con la revolución industrial, y en el plano político, con el primer ciclo de revoluciones atlánticas -inglesa (1668), americana (1776), francesa (1789) y haitiana (1804)-, al que España se incorpora tardíamente, en 1808, cerrando el ciclo.
Es un siglo de avances y retrocesos políticos, de tensiones entre liberales y conservadores y de ensayos para limitar el poder real y establecer un poder civil, separar la Iglesia del Estado, dotar de derechos a la ciudadanía, adaptar el aparato productivo a necesidades planteadas por el nuevo tiempo, como lo expresan las sucesivas constituciones -seis en vigor (1812, 1834, 1837, 1845, 1869 y 1876) y dos nonnatas (1856 y 1873) en menos de un siglo- y los cambios de gobierno y dinastía, los intentos de cambiar de régimen, los pronunciamientos militares; etapas que muestran una persistente inestabilidad política (décadas, sexenios, trienios, bienios), difícil comprender.  
En sus crónicas sobre la revolución en España, Marx decía que Francia podía iniciar y concluir revoluciones en tres días, pero en España los procesos eran más largos. Y tanto, pues la primera etapa de la revolución burguesa, de la que Artola se ocupa, se prolonga hasta 1874, cuando el general Pavía acaba con la efímera experiencia de la I República. 
Con un discurso denso y bien documentado, Artola ayuda a entender el azaroso siglo XIX poniendo la base material sobre la que se erige el Estado, el ámbito de lo político y, sobre todo, el ámbito de lo ideológico, tan importante en este país.
Bajo las guerras, regencias, dinastías, constituciones que se abolen y gobiernos que suben y caen, Artola llena de contenido, de datos, de estructuras; de sustancia, en suma, los huecos que deja la historia estrictamente política, y habla de demografía, de clases sociales, de la nobleza, del clero, de censos, de rentas, de impuestos, de deudas, de niveles de alfabetización, de propiedad de la tierra, del crecimiento de las ciudades, de las diferencias provinciales y regionales, de legislación económica y financiera, del crédito, la minería, la producción agraria, la industria; de la moneda, del capital nacional y extranjero, de comunicaciones, caminos y carreteras, de vías férreas, de la flota comercial, del vapor, el telégrafo y la electricidad, del mercado, del proteccionismo, de la oferta y la demanda y de cómo va cambiando la legislación para acomodarse a ese mundo dinámico e incierto, que va apareciendo y que choca con las fuerzas sociales apegadas a los privilegios que les dispensa el orden estamental del Antiguo Régimen, a los cuales no quieren renunciar sin oponer resistencia.
Con la Restauración de la monarquía en la figura de Alfonso XII, acaba la etapa revolucionaria de la burguesía. Ahí concluye el libro de Artola, pero la historia sigue. Y tras una etapa de estabilidad, el desastre del 98 y la reaparición de las tensiones sociales generan la crisis del sistema canovista, que, en una especie de retroceso al siglo XIX, la crisis se agudiza hasta llegar a la guerra civil.
Será la burguesía conservadora, la que, con el dictatorial mandato de un general, no sólo antiliberal y antiburgués, sino claramente reaccionario, lleve a cabo, en el campo económico, el proyecto modernizador de la burguesía liberal del siglo XIX. El Plan de Estabilización de 1959, los tres subsiguientes Planes de Desarrollo para industrializar el país y la reforma del agro, culminarán, a la prusiana, es decir, desde arriba, la revolución burguesa. Y un general, que ha legitimado su régimen como adalid del anticomunismo, se comportará tal como Marx lo indica en el Manifiesto de 1848:  La burguesía suprime cada vez más el fraccionamiento de los medios de producción, de la propiedad y de la población. Ha aglutinado la población, centralizado los medios de producción y concentrado la propiedad en manos de unos pocos. La consecuencia obligada de ello ha sido la centralización política.  
Hay que leer a Miguel Artola (DEP). 


jueves, 14 de mayo de 2020

Crónica del asedio."Oportunidades de negocio"


Antes de entrar en materia -en el “negocio”- conviene recordar un par de cosas necesarias para entender lo sucedido en la Comunidad de Madrid, que, a causa de la visión impresionista de la realidad ofrecida por la “rabiosa actualidad” de la “prensa” y las redes sociales, suelen quedar al margen de la reflexión.
La primera es señalar que el Partido Popular gobierna la Comunidad Autónoma de Madrid (CAM) desde hace un cuarto de siglo, con lo cual se puede decir, que como Administración, está hecha a su imagen y semejanza.
Comenzó su hegemonía con Alberto Ruíz Gallardón, en 1995, y estuvo a punto de perderla, en 2003, con la candidatura de Esperanza Aguirre, salvada “in extremis” por el “tamayazo”, oscura operación nunca aclarada que “birló” la presidencia a Rafael Simancas, aunque, de verdad, ni él ni su partido supieron defender la plaza.   
La segunda es que cuando Esperanza Aguirre llegó a la presidencia de la CAM, en noviembre de 2003, Aznar, como resultado de los pactos con los partidos nacionalistas, había transferido las competencias de Sanidad a las comunidades autónomas, por tanto, los hospitales de la región dependían de la consejería correspondiente de la Comunidad de Madrid.
Pero Aguirre, neoliberal y acérrima partidaria de la empresa privada, no venía a administrar bienes y servicios públicos, sino a reducirlos y entregarlos a la gestión del capital privado. Llegó a Madrid, para acometer desde su parcela la tarea que entonces ocupaba a los gobiernos neoliberales de todo el mundo, que era reducir el tamaño del sector público -sanidad, educación, servicios sociales, deporte, vivienda, administración- para entregarlo a la gestión de empresas privadas, en unos casos, y en otros, directamente a la especulación de fondos financieros, como hizo, en 2013, su sucesor Ignacio González con casi 3.000 viviendas del IVIMA, vendidas a bajo precio a una filial de Goldman-Sachs, y Ana Botella, en el mismo año, con 1.860 viviendas municipales vendidas, con pérdida para el consistorio, a Blackstone, un fondo “buitre”, donde casualmente trabaja, o trabajaba, uno de sus hijos. Presunta prevaricación y verdadero amor de madre metidos en el mismo paquete, lo que revela la confusión entre lo público y lo privado con que cierta derecha, con una noción patrimonial del Estado, suele tratar lo público como un asunto familiar.
En 2003, el capitalismo estaba cambiando de forma y maneras, dirigido por un sector muy dinámico -turbocapitalismo financiero- que dejaba de ser productivo para devenir especulador y parasitario; renunciaba a los riesgos inherentes a la producción y buscaba un beneficio rápido y seguro aprovechándose de lo ya producido, adquiriendo empresas con ofertas financieras hostiles o llevándolas a la quiebra para sanearlas con créditos o fondos públicos y revenderlas después. El capital acentuaba su tendencia a concentrarse y entraba en una etapa de grandes fusiones (y grandes estafas), para centralizar la gestión de sectores económicos enteros en menos empresas o incluso intervenir en varios sectores a través de gigantescas corporaciones; el capital se unía, se mezclaba y actuaba a escala mundial; no tendía a distinguirse por el origen y nombre de las empresas, sino por sumas de siglas, grupos empresariales y corporaciones multinacionales, que superaban con sus cifras de negocio el presupuesto estatal de muchos países.  
Desde esta perspectiva, el Estado del Bienestar de los países desarrollados fue una golosina. Los bienes y servicios del Estado fueron como un continente recién descubierto, que ofrecía un apetecible patrimonio, sobre el que se lanzaron los inversionistas privados con voracidad colonial, enarbolando la bandera del Estado mínimo (y el Mercado Máximo).
Así, inspirándose en el sistema PPP (“Public Private Partnership”) (véase, el artículo “Ayuso, el PP y el PPP”, en este Diario), se inició el desmantelamiento del sistema sanitario público, del que ya existía un precedente en la Comunidad Valenciana, gobernada, también, por el Partido Popular.
El 31 de diciembre de 1998, careciendo de licencia de apertura y ocupación -un detalle nimio-, se inauguró, en Alzira (Valencia), el primer hospital público de gestión privada (pero de gasto público), que atendería a 230.000 personas de 29 municipios de la zona. La Generalitat Valenciana, presidida por Eduardo Zaplana, recibió críticas por convertir la sanidad pública en un negocio privado, pero según Joaquín Farnós, consejero de Sanidad, la cesión iba a suponer un ahorro de 2.000 millones de pesetas a la Generalitat.
El hospital de Alzira sería una de las joyas de la gestión del Partido Popular en Valencia, que comenzaba una era de negocios y portentos -Tierra Mítica, la Fórmula 1, la Ciudad de las Artes, la visita del Papa, las carreras de motos, la copa de vela, el aeropuerto sin aviones, etc-, donde chapoteaban Correa y sus amigos del PP, luego implicados en las tramas del caso “Gurtel”.
Tras varios años de turbia gestión, la Generalitat Valenciana, entonces presidida por un señor que vestía bien, pero no se pagaba los trajes, rescató el hospital de Alzira para sanearlo con la intención de volverlo a entregar a la gestión privada. Lo que debía suponer un ahorro de 2.000 millones de pesetas, costó por el rescate 7.300 millones. Un negocio redondo para quien lo hizo, no para las arcas y la sanidad públicas, ni para los valencianos. Pero volvamos a Madrid y al modelo PPP del PP.
El 23 de septiembre de 2008, la Comunidad de Madrid convocó a empresarios del sector sanitario a una jornada en la que el consejero de Sanidad, Juan José Güemes, mostró el modelo de financiación del plan de infraestructuras sanitarias 2007-2011. El acto, anunciado con el reclamo: ”Aproveche las oportunidades de negocio para su empresa”, se celebró en el hotel Wellington; la inscripción costó 1.200 euros, con derecho a conferencia, comida, café y certificado. Era caro, pero merecía la pena.
Como consecuencia, la CAM cedió a la gestión privada, tres nuevos hospitales, en Móstoles, Collado Villalba y Torrejón, que atendían a 415.000 personas de 31 municipios. Cedió también a una empresa privada la gestión de un ambulatorio de Torrejón de Ardoz.
Después extendió la privatización a los cuatro grandes hospitales públicos de la región: el “Ramón y Cajal”, el “Gregorio Marañón”, “La Paz” y el “12 de Octubre”. Según el director general de Hospitales, Antonio Burgueño, una reforma integral iba a convertir en “gestionables” los cuatro grandes hospitales, que deberían reducir su capacidad. “Tendrán que sufrir un proceso de jibarización”, aclaró.
Asociaciones defensoras de la sanidad pública acusaron a Aguirre de “subastar la sanidad pública”, y el consejero Güemes fue abucheado cuando visitaba un hospital.
Esto es lo que Ayuso ha recibido de Esperanza Aguirre, un verdadero legado envenenado de su mentora. Pero no es suficiente, pues no es mejor el legado de Rajoy: los recortes de presupuesto y la aplicación de la reforma laboral de  2012 para reducir las plantillas. Ambas políticas, aplicadas con tesón a lo largo de años, han sido denunciadas en numerosas ocasiones, con escaso éxito, por el personal sanitario y asociaciones defensoras de los servicios públicos y llevadas a la prensa y a la calle por la “marea blanca”.
Así, pues, Ayuso no puede alegar ignorancia sobre la situación de los bienes, personas y recursos de los servicios públicos que se comprometió a administrar cuando juró el cargo, porque forman parte del mismo programa que ella aplica.
13/5/2020

martes, 12 de mayo de 2020

Crónica del asedio. Ayuso, el PP y el PPP


La Comunidad de Madrid, presidida por Isabel Díaz Ayuso, modelo de gobierno que Casado desea para todo el país -líbranos, Señor-, ha quedado fuera de los territorios que pasan a la fase 1 de desconfinamiento.
Con su loa, Casado sigue la táctica imprudente de Rajoy, que, en momentos de euforia incontrolada, puso como modelo de gobierno para España el de algunas comunidades autónomas cuyos presidentes han sido judicialmente procesados.
Contra el criterio de su dimitida Directora General de Salud, la doctora Yolanda Fuentes, que recomendaba permanecer en la fase 0 de confinamiento, Ayuso, que no es médica, y dudo que pueda ser responsable de algo, envió tarde, mal y sin firmar, el cuestionario requerido para pasar a la siguiente fase, que fue rechazado.
Ayuso se ha tomado muy mal que Madrid permanezca en la fase 0, porque cree que es la calificación que merece su gestión -no anda lejos de esa nota-, mientras otras comunidades pasan a “primera división”, como si tal clasificación, en vez de proteger la salud de los ciudadanos, tratara de estimular una insensata competencia entre territorios.
Ayuso alega en su descargo que la decisión del Gobierno no está justificada y que forma parte de una campaña contra ella, cuando ha sido precisamente ella la que parece haber elegido como eje principal de su mandato arremeter contra el Gobierno, imitando a Esperanza Aguirre, que decía que gobernaba para resistir la política de Zapatero, mientras se olvidaba de vigilar a unos colaboradores que han acabado en los juzgados.
Como tantas personas mediocres que llegan a ocupar puestos de relieve, Ayuso creyó que las carambolas que la han llevado a la presidencia de la CAM eran el lógico resultado de sus propios méritos dentro del PP y de una innata capacidad, nunca demostrada, para gobernar. Pensaba que con lealtad al dirigente de turno -antes Aguirre, ahora Casado-, grandes dosis de propaganda y colocándose como oposición de su oposición y, sobre todo, del Gobierno, podría gobernar sin complicaciones y permitir que la Comunidad de Madrid siguiera siendo un lugar adecuado para hacer buenos negocios, en los que su partido obtuviera el correspondiente peaje, (ya tiene un plan innovador para volver a lo mismo -el culto al ladrillo-, que es facilitar la construcción de viviendas sin necesidad de obtener licencia, pues bastará con una “declaración responsable” del promotor). Pero no contaba con la pandemia de corona virus, cuya gestión está siendo un desastre.
Con los hospitales rebosantes de infectados y faltos de recursos, paliados, en parte por donaciones privadas, las UCIS saturadas, sin respiradores para los enfermos graves ni equipos de protección para un personal sanitario escaso y agotado antes de la llegada del virus por los recortes de plantilla efectuados en tiempos de Rajoy, González y Aguirre, y no recuperados; personal sanitario que, no obstante, ha atendido con un esfuerzo sobrehumano las jornadas de choque de la pandemia.
Madrid, seguida por Cataluña, es la comunidad con más contagiados (62.000) y más fallecidos (14.000, o en el mejor de los casos 9.000). Las cifras no están claras, pues dependen de la fuente y de varias circunstancias (diagnostico, parte de defunción, test).
En uno y otro caso, las cifras son altas y la gestión no ha sido buena, y para tapar sus errores Ayuso ha recurrido al ataque, que es la mejor defensa, y acusado a Sánchez de improvisación y falta de estrategia, ella que carece hasta de táctica.
La Comunidad ha rescindido contratos en sanidad en el mes de enero y ha contratado a 10.000 personas con la llegada del virus, pero las ha despedido en cuanto ha tenido ocasión, ha anunciado una bajada de impuestos para reclamar, después, ayuda financiera al Gobierno, que, en efecto, debe percibir, pero no es de recibo bajar impuestos en su territorio y solicitar dinero del fondo común, ni bajar los impuestos sea la mejor terapia de choque para frenar la pandemia. Pasó de afirmar que Madrid seguiría con su habitual actividad -Madrid no se cierra, a añadir que no sabía cómo cerrarlo-, a cerrar antes comercios y colegios y acusar al Gobierno de reaccionar una semana tarde, así como de dificultar el suministro de material sanitario procedente de China, que tardaba en llegar. Lo mismo ocurrió con las mascarillas y los tests comprados por el Gobierno en el opaco mercado internacional, considerados un error o algo peor -García Egea acusó al Gobierno de repartir “mascarillas falsas”-, pero ocultar la documentación del pedido cuando se han detectado los mismos defectos en material comprado por la Comunidad de Madrid. 
Ayuso solicita insistentemente información y transparencia, pero después de 50 días de vacaciones parlamentarias en Navidad, ha estado más de 30 días sin dar explicaciones a la Asamblea, ni en persona ni por otros medios, ni ofrecer al Gobierno los datos sobre los contagios, en parte por estar afectada y recluida -por cierto, en el apart-hotel de un empresario, y no sabemos quién paga-, aunque muy ocupada opinando y procurando salir en las fotos de una realidad paralela construida con tesón: que ha sido transferir al Gobierno central la responsabilidad en materia de Sanidad y de Asuntos Sociales (residencias de ancianos), para reservarse funciones de beneficencia -ceremonias de luto, reparto de menús infantiles, inauguraciones, dolerse por los ancianos de las residencias, que la CAM ha tenido sin control durante años, a pesar de las quejas de familiares y empleados, y asistir a misas y actos multitudinarios de tono populista. Todo ello sazonado con ocurrencias insensatas y peleas con sus socios en las consejerías afectadas por la crisis, en un gobierno cogido con pinzas. La rápida instalación del hospital de campaña en Ifema fue un acierto, no hay que negarlo, pero no sólo suyo; la desinstalación, aprovechada para darse un imprudente baño de masas y practicar un populismo castizo vendiendo bocadillos, ya no lo es tanto.
Pero, la responsabilidad de lo sucedido en Madrid no es toda suya. Ayuso, discípula de Aguirre, ha recogido el testigo de su estilo de trabajo, pero también el pesado legado de la Lideresa, que en materia sanitaria es una de las causas del desastre de su gestión que vienen de más lejos.
Concretamente, del mes de septiembre de 2008, cuando Aguirre, y su consejero del ramo Juan José Güemes, decidieron aplicar a la sanidad madrileña el lema con que José María Aznar justificó la privatización de las grandes empresas públicas: “hay que devolver a la sociedad lo que le pertenece”, como si la propiedad pública no fuera de la sociedad y la única representación de la sociedad fueran las empresas privadas; es decir, como si lo únicamente social fuera, precisamente, el capital privado.  
De acuerdo con esta intención, se buscó inspiración para acometer la “reforma” de la sanidad madrileña en el neoliberal sistema “Public Private Partnership” (PPP), modelo público/privado que funciona en Estados Unidos, un país con una asistencia sanitaria deficiente y carísima, que ahora cuenta con 29 millones de personas sanitariamente desatendidas y 58 millones más con una cobertura mínima, completada con elevados copagos, y que ofrece como resultado 1,3 millones de personas infectadas por el corona virus y 80.000 fallecidos.

domingo, 10 de mayo de 2020

Crónica del asedio. Hablar es fácil

Hablar es fácil; hablar con fundamento es más difícil, y pensar antes de hablar resulta más costoso. No es un ejercicio obligatorio, pero hay ocasiones en que, por el bien propio y por el ajeno, conviene detenerse a pensar, y ésta, cuando millones de personas están afectadas en su modo de vida por el mortífero ataque de un virus ignoto, es una de ellas.
La epidemia de “corona virus” se presenta, en primer lugar, como un ataque a la salud, que exige inmediata atención sanitaria para contener el contagio y paliar sus primeros efectos; es una cuestión de supervivencia, de humanidad y solidaridad o de compasión hacia los enfermos.
Las decisiones derivadas de tales medidas, que han trastornado de pronto la vida cotidiana, implican también cambios en la forma de trabajar, de producir, de distribuir, de vender, de consumir y de relacionarse dentro y fuera del ámbito económico. No es fácil saber cuánto tiempo estarán vigentes las condiciones de la alarma sanitaria, pero, de momento, han sacudido los fundamentos del sistema productivo y la organización social, de acuerdo con los cuales hemos construido nuestro pequeño mundo doméstico.
Cuando la pandemia nos rodea de enfermos, el maldito “bicho” se lleva a familiares, amigos o conocidos y la vida tal como estaba organizada se ha venido abajo, nos asalta una serie de preguntas de índole sanitaria -¿Se podrá destruir el virus? ¿Habrá una vacuna pronto? ¿Habrá tratamiento para los infectados? ¿Quedarán secuelas en los afectados? ¿Volverá en otoño?- y de otro tipo: ¿Cuánto durará esta situación excepcional? ¿Podremos volver a vivir como hasta ahora? ¿Hemos de cambiar de forma de vivir? ¿Y cómo? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Tal vez para siempre?
Esas preguntas y otras parecidas dan lugar a varias actitudes intelectuales. Una de ellas es la necesidad imperiosa de conocer, de establecer las causas por las cuales esta sociedad -como un modelo general y como aplicación particular a España-, en apariencia segura y con los riesgos calculados, se tambalea en sus pilares y su presunta solidez se convierte en súbita fragilidad. De ahí viene la  necesidad de saber para podernos explicar lo sucedido, pues no podemos vivir sin relatos sobre lo que ocurre, y, sobre todo, de saber para estar preparados de cara a la próxima vez, que sin duda la habrá.
Existe otra actitud, lamentablemente muy extendida, que rechaza el esfuerzo de encontrar una explicación razonada, para buscar un culpable lo antes posible. Descartada, en nuestra sociedad materialista y mercantil, la intervención de un ser superior -una infalible voluntad divina-, la responsabilidad debe recaer en una autoridad en la escala jerárquica; en alguna entidad humana superior, individual o colectiva, que, por ser falible, cargue con la culpa de lo que sucede.
Trump ha encontrado en seguida a los culpables: la Organización Mundial de la Salud y la reforma sanitaria de Obama. En España, para la oposición política el culpable es el Gobierno, enfrentado a una situación muy compleja, que exige resolver con la misma urgencia dos problemas con soluciones contradictorias: la crisis sanitaria, que exige el aislamiento, y la que sobrevendrá como efecto de la obligada parálisis de la actividad económica, que necesita el trato y la conjunción de personas en el aparato productivo y en la distribución comercial.
Instigados por los partidos de la oposición y por algunos aliados de la coalición gobernante, cuya intención no es ayudar a entender lo que ocurre, legiones de ciudadanos indignados, que han desechado la funesta manía de pensar, exigen al Gobierno que dimita, si no aporta una solución inmediata a un problema biológico que acaba de aparecer y que expertos virólogos están investigando, por lo que carecen de solución. Solución, de la que también carece la oposición, pero dejemos, por ahora, ese tema.
En una sociedad tan penetrada por el criterio mercantil como la nuestra, y atenta al gusto del consumidor, se ha extendido el pensamiento mágico, que es creer que no hay un lapso de tiempo entre formular un deseo y obtener su satisfacción -lo quiero, lo compro y lo tengo-, y, como si fueran clientes que reclaman la inmediata devolución del dinero por una compra no satisfactoria, ciudadanos indignados acusan al Gobierno de todas las iniquidades posibles porque no ofrece una solución pronta, fácil y definitiva a la epidemia.
Es una actitud que carece de visión a largo plazo, tanto hacia delante como hacia atrás, y no contempla los procesos, sino los sucesos; es una interpretación de la cambiante realidad atenta a lo inmediato, a la rabiosa actualidad proporcionada por los medios de comunicación y las redes sociales, que fomenta una visión impresionista y parcelada, cuando no deformada, de lo que sucede. Así, el acontecer de la realidad es una sucesión de momentos aislados, sin conexión, sin una concatenación de causas y efectos, de acciones y reacciones, que van modificando la realidad, en un sentido muchas veces no previsto; el pasado es el pasado y el presente es el presente, y ahora, el Gobierno debe responder de este presente.
Antes de sacar conclusiones de un balance precipitado de lo sucedido, hay que esperar a que pase el momento de apremio, contar con datos fiables y con la imprescindible opinión de los científicos sobre la naturaleza del virus y la posible evolución de la pandemia.
Y, para que el dictamen sobre lo ocurrido sea mínimamente ponderado, no conviene perder de vista la situación de partida: cuáles eran las capacidades, las potencias y las debilidades de nuestras defensas; en definitiva, los recursos sanitarios que teníamos como país para hacer frente a lo que viniere.
Sin previo aviso, la pandemia ha colocado a todos los gobiernos del mundo ante el cerco de un enemigo poderoso e implacable, que ha puesto en evidencia la capacidad de resistir de los asediados y los puntos débiles de sus murallas. Les ha enfrentado a una situación similar a la de Troya ante el asedio de los aqueos. En España, con su correspondiente caballo.


https://elobrero.es/opinion/48659-cronica-del-asedio-hablar-es-facil.html

martes, 5 de mayo de 2020

Crónica del asedio. Alarma o media veda

Se va a discutir en el Congreso la conveniencia de prolongar el estado de alarma. El Gobierno ha puesto toda la carne en el asador para lograr su aprobación colocando a aliados y a adversarios ante una disyuntiva maximalista: la alarma o el caos, heri Ábalos dixit.
¡Hombre, no! Imitar al general De Gaulle a estas alturas carece de sentido y, además, no estamos en Francia en 1968.
Si se rechaza prolongar el estado de alarma, seguramente se extenderá el contagio, incluso es posible que tengamos que volver al confinamiento, pero eso, que no es bueno, no es el caos. En esta difícil coyuntura, nadie puede decir que tiene la única solución válida para salir de ella y que la alternativa o ausencia de ella es el caos. Más aún cuando el Gobierno está difundiendo la idea de que es necesario un gran acuerdo nacional para hacer frente simultáneamente a la crisis sanitaria y a la económica que viene detrás.
Es fácil de entender que los partidos nacionalistas rechacen la propuesta de prorrogar el estado de alarma y que acusen al Gobierno de centralista, porque quieren aplicar su propio centralismo desde la capital de su territorio autonómico. También lo es el rechazo de la presidenta madrileña, que confunde sus funciones al querer convertir la Comunidad de Madrid en una sobrevenida cámara de oposición al Gobierno central, pero no se entiende bien que el Partido Popular y Ciudadanos rechacen la propuesta, en vista del resultado positivo obtenido por el confinamiento al reducir los contagios y los casos de muerte, y la experiencia, en sentido contrario, de los contados días de la “media veda”. 
La percepción del uso que, en términos generales, han hecho los ciudadanos urbanos del alivio a la reclusión ofrecido en la primera fase de la “desescalada”, no invita a suspender las medidas de alarma, sino a prorrogarla.
Al menos en las grandes ciudades, cuando no existe una imposición expresa, como sucede en los transportes públicos, en los que no se puede viajar sin llevar la mascarilla, los viandantes han interpretado con bastante holgura las normas para prevenir el contagio, desde incumplir los horarios, desplazarse en grupo, no guardar la distancia de seguridad ni haciendo deporte, utilizar la mascarilla a su albedrío, etc.    
Las ganas de salir del encierro, el ansia de libertad, que indicaba un diario conservador en una primera plana que hubiera merecido publicarse en los años en que la libertad con mayúscula faltaba, y no por un virus, pueden haber llevado a demasiadas personas a confundir el alivio en una situación de excepción con su drástica abolición para volver a la normalidad previa a la pandemia, cuando lo cierto es que los hábitos anteriores al mes de marzo se deben dar por acabados para una larga temporada, si no lo son para siempre.
Me temo que con las provisionales medidas de alivio ha vuelto a salir a flote el español indisciplinado que todos llevamos dentro, al que le molesta ajustarse a las normas comunes.
Por otra parte, y como otra de las lecciones de la pandemia, se podría pensar en que el Estado recuperase las competencias de sanidad.
A la luz de la experiencia pasada y también de la reciente, carece de sentido racional -y nacional- seguir manteniendo el fragmentado sistema actual. Debería buscarse un pacto nacional para que el Estado recuperase las competencias transferidas y acabase con el desbarajuste de las 17 administraciones sanitarias, las 17 tarjetas de usuarios y los 17 calendarios, que atomizan y encarecen los acopios, dificultan la difusión de la investigación y los avances técnicos, dispersan los datos, impiden la visión general y actualizada del sistema sanitario y conocer el estado de salud del país, azuzan los celos autonómicos, dificultan la movilidad interior, devienen privilegiadas reservas de empleo y reductos del nacionalismo más sectario y complican la vida a quienes precisan de tales servicios.
El objetivo de un sistema sanitario de alcance nacional debería ser la salud de los ciudadanos en general, vivan donde vivan, estén donde estén y voten a quien voten, porque la salud no entiende de colores o banderas. Y con la división ganan los virus, que no reconocen fronteras
.

viernes, 1 de mayo de 2020

Crónica del asedio. Extraño 1 de Mayo


Extraño Primero de mayo, este, a celebrar bajo las condiciones de la alarma sanitaria, que impide la aglomeración de personas y, por tanto, las marchas y concentraciones de trabajadores que son tradicionales en este día.
Las necesarias medidas de prevención, para evitar el contagio y no perder parte de lo ganado hasta ahora en la lucha contra el “bicho”, imponen una situación de excepción que recuerda los años de la dictadura, distantes ya, y para los más jóvenes, en la prehistoria de la España postmoderna, cuando mandaba otro “bicho”, también letal, y estaba prohibida cualquier expresión colectiva que recordara siquiera de forma lejana la contraposición de aspiraciones e intereses entre el capital y el trabajo.
Unidos, ambos, coactivamente por el Régimen en el retórico proyecto común de España -“una unidad de destino en lo universal”-, formulación de raíz orteguiana asumida por la Falange, y en el ámbito laboral, por el encuadramiento obligatorio de patronos y productores (la palabra obreros no se usaba por connotación marxista) en la Organización Sindical, un sindicato interclasista de estructura vertical, como todo en un Régimen jerárquico, donde los trabajadores ocupaban el lugar subalterno que les correspondía por su función en el aparato productivo, en un sistema político y económico que era clasista hasta lo más profundo de la médula de su fundadores.
En caso de que, ante un problema laboral, la retórica confluencia de intereses entre empresarios y trabajadores no concluyera en un acuerdo forzado por la estructura del sindicato único, en un sistema donde todo era único (el caudillo único, el partido único, la religión única, la Iglesia única y, claro, el sindicato único), allí estaba el apoyo del Ministerio de Gobernación para resolver, con la fuerza, por lo general desmedida, el problema a favor de los intereses patronales.
Así era de descarnado y evidente el carácter clasista del Régimen, pero había gente que decía que no lo veía. Una situación parecida, de España o de Portugal, debió de inspirar a Saramago su libro “Ensayo sobre la ceguera”, referido a los ciegos que no quieren ver, como metáfora del egoísmo de las personas que viven pendientes de sí mismas, desinteresadas de lo que sucede a su alrededor si no redunda en su beneficio.  
Por fortuna la dictadura pasó -no hay mal que cien años dure, aunque cuarenta son muchos- y los trabajadores recuperaron derechos y los sindicatos su función en unos años, en que las reclamaciones laborales acompañaron las demandas de cambio político.
Hoy, la coyuntura no es buena para quienes dependen de un empleo. El neoliberalismo, en una ofensiva larga y tenaz, ha impregnado toda la sociedad con los axiomas de su catecismo y ha instaurado un capitalismo especulativo, parasitario, esquilmador de los bienes públicos y depredador de la naturaleza, que, por medio de tremendas crisis, transfiere renta desde las clases bajas hacia las clases altas, concentra el capital en menos manos y multiplica la pobreza.
Un capitalismo exultante, que ha desterrado al olvido la lucha de clases entre los trabajadores y las clases subalternas, pero no ha desaparecido para las clases  y estratos sociales dominantes, como percibe ese multimillonario americano, de cuyo nombre no quiero acordarme, que dice que existe la lucha de clases y que la suya va ganando. Y para prueba ahí está su crecido botín. ¿Botín? ¿Dónde he oído esa palabra en la lucha de clases, además de en las novelas de piratas y aventureros?
Las tensiones entre el capital y el trabajo no se han mitigado a causa de un armónico armisticio, establecido entre los representantes de ambos, sino por el  desequilibrio entre los contendientes, entre las poderosas fuerzas del capital, reacias a cualquier concesión hacia las clases laboriosas, y los agentes de estas, los desorientados partidos y sindicatos de trabajadores. La lucha de clases no ha desaparecido, y si no muestra más crudeza es por el desfallecimiento de una de las partes, no por alguna avenencia; es, simplemente, una expresión de la diferencia de poder.
La contrarreforma laboral de 2012, es una muestra de ese poder, que unida al cambio tecnológico, ha situado el empleo, por precario o insultantes que sean el sueldo o las condiciones del contrato, como un premio a los trabajadores que las organizaciones patronales administran a su albedrío.
Con el mercado laboral convertido en una ruleta, cada cual espera tener la suerte de que la bolita caiga en su número y le toque un buen empleo. Y cuando, en las condiciones actuales, personas que trabajan recurren a las pastillas, al sicólogo, a la religión o a los libros de autoayuda, en vez de acudir a un sindicato para resolver los problemas en su centro de trabajo, es que algo va muy mal en el campo laboral y aún peor en el campo sindical, porque no se percibe o se ha abandonado la perspectiva general, el marco, no sólo económico, sino político, de las relaciones laborales, y no se contemplan las soluciones colectivas, que son las que aportan soluciones duraderas porque cambian la correlación de fuerzas, es decir, modifican las relaciones de poder entre las clases sociales que representan al capital y al trabajo.
Hoy, día Primero de Mayo, no habrá manifestaciones en la calle. Es necesario que así sea. Y en vez de congregarse y marchar -“en pie, marchar que vamos a triunfar”, como cantaba el grupo Quilapayún, en un himno mil veces coreado-, las y los “currelantes” -así los llamaba Carlos Cano en su célebre murga-, desde sus casas, se conectarán por internet a un foro para asistir a los actos de rigor organizados por los sindicatos.
Vivir para ver. Y, este virus, ¿no será de derechas?