Lejos
ya del tiempo en que la prensa pudo ser considerada, de manera preferente, como
un guardián de las libertades individuales, un cuarto poder por su capacidad
para vigilar y someter a crítica el ejercicio de los otros tres poderes del
Estado (ejecutivo, legislativo y judicial), en nuestros días y en sociedades
como la nuestra, la función de los medios de información –de la prensa- se ha vuelto mucho más
contradictoria[i].
Las
sociedades actuales de tipo occidental están recorridas por una serie de
tensiones, que tienen tanto un origen político, como económico, étnico,
cultural y/o religioso. La creciente complejidad racial y cultural que han ido
adquiriendo ha ido aparejada a una profunda remodelación social generada por el
acelerado proceso de concentración del capital, por la asimetría en el reparto
de la riqueza socialmente producida, en la distribución del poder –de las redes
de poder- y en el acceso a las oportunidades que brinda el sistema. Así, un
sistema social aparentemente democrático y distributivo esconde múltiples
conflictos latentes, que en ocasiones dan paso a violentas expresiones de
malestar, por ello, una de las funciones
más acuciantes del Estado es la de legitimar este (des)orden redefiniendo
continuamente las expectativas sociales.
Buscar, si no la lealtad, al menos la
pasividad de las masas es la apremiante tarea del Estado para mantener la
capacidad operativa del sistema sin violentar sus fundamentos; o sea, lograr
que la acción fundamental del Estado beneficie,
con preferencia, a una porción relativamente pequeña de la población –la
mejor dotada económicamente- y que las oportunidades para alcanzar las teóricas
metas sociales sean notoriamente desiguales, pero que públicamente todo ello no
parezca arbitrario, sino legal y moralmente justificable y socialmente
aceptado; legítimo.
Esta función obliga al Estado a reforzar los
mecanismos de control social y a reprimir las muestras de descontento, pero, al
tiempo, a mistificar los procesos de acumulación económica y de representación
política y a redefinir continuamente las metas sociales sustentadoras del
consenso. En esta labor los medios de información ejercen una función
socializadora muy relevante, pues, junto a sus labores de formar, informar y
entretener, como portadores de símbolos, de creencias y de representaciones no
siempre objetivas de la realidad, son educadores de la ciudadanía en aquellos
valores y pautas de conducta necesarios para mantener las instituciones; es
decir, la prensa contribuye –aunque otras instancias también comparten esta
tarea- a crear ciudadanos funcionales, personas adecuadas al sistema.
Chomsky y Herman[ii],
en Los guardianes de la libertad
(1990, p. 22), afirman que, en los Estados Unidos, esta función de la prensa
responde a lo que es un modelo de propaganda muy difícil de advertir, ya que no
existe censura institucional y los medios de información son, en su inmensa
mayoría, de propiedad privada, compiten entre sí y pueden criticar al gobierno,
aunque tales críticas tienen siempre como límite el fundamento del sistema -la
propiedad privada de los medios de producción, la libertad de empresa y el
sistema político norteamericano-, de tal manera que, en conjunto, la prensa
norteamericana defiende el modelo económico y social cortado a imagen y
semejanza de las aspiraciones e
intereses de los grupos sociales económicamente hegemónicos y las
intervenciones políticas, militares y económicas de los Estados Unidos en
terceros países para salvaguardar los mismos principios, en especial cuando se
trata de combatir al comunismo, que representa la negación de todo ello, o de
neutralizar programas de corte nacionalista o populista que supongan algún
peligro para dichos intereses.
Para
estos autores, este modelo de propaganda actúa de manera permanente sobre los
medios de información a través de cinco filtros que deciden lo que puede
publicarse. Estos filtros son: 1) el tamaño, la concentración de la propiedad y
la orientación de las empresas dominantes en el ámbito de la información[iii]; 2) la publicidad como
principal fuente de ingresos de los medios;
3)la dependencia de los medios de la
información ofrecida por el Gobierno, las empresas y los expertos; 4) la acción
de los grupos de presión y de opinión sobre los periodistas y 5) el
anticomunismo como <<religión nacional>> y como mecanismo de
control de los profesionales, los cuales, sometidos a la presión del clima de
opinión circundante, acaban asumiendo esta religión para no verse acusados de
ser procomunistas o insuficientemente anticomunistas (ibíd, p. 69).
Así,
pues, la información <<en bruto>> debe atravesar estos filtros,
después de lo cual quedará adecuadamente preparada
para ser llevada al público como noticias, que no son los eventos en sí mismos,
sino sólo aquellos que, a través de un proceso industrial y normalizado, han
sido seleccionados y han recibido el tratamiento que los ha transformado en
materia publicable.
Después de lo dicho podemos empezar a
hablar del trato dado por los medios de información a los atentados del 11 de
septiembre.
Primero, la noticia.
La
brutalidad de los atentados, la intención de ocasionar el mayor número posible
de víctimas civiles, la elección de los escenarios y la programación de los
actos en el tiempo son factores que, además de mostrar el odio y el desprecio por
miles de vidas humanas de los inductores y ejecutores, muestran que quien (o quienes) los planearon
buscaban el efecto amplificador de los medios de información.
Los
estudiosos de esta materia afirman que la violencia desplegada por los grupos
terroristas tiene un elevado contenido simbólico, pues la eficacia de una
acción terrorista no se mide tan sólo por la capacidad de haber alcanzado un
objetivo que supone un desafío al orden social establecido o a las fuerzas del
Estado, sino por su aptitud para transmitir un mensaje, remitir a otra cosa,
aludir a un conflicto. De acuerdo con esto, la actividad terrorista, además de
una estrategia destinada a erosionar un régimen, a desgastar un Estado o a
alterar el orden público, puede ser contemplada como una estrategia de comunicación[iv] para influir en la
opinión pública. Sin comunicación no
habría terrorismo, ha señalado McLuhan, vinculando el fenómeno del
terrorismo a la comunicación de masas, pero volvamos al atentado como noticia,
que por sus dimensiones no sólo ha sido la gran noticia sino que será una gran
noticia durante mucho tiempo, y para la memoria de muchos norteamericanos será
el dramático hito con que comienza el milenio.
Los
escenarios elegidos –en el corazón de Nueva York, la capital cultural y
financiera del mundo, dos torres que se elevan hacia el cielo como una muestra
de la soberbia de Occidente, en una zona densamente poblada, cercana a la
Bolsa, que alberga las sedes de multitud de empresas y centros comerciales; el
Pentágono, sede del alto mando de la primera potencia militar del planeta, y
presumiblemente, ya que el cuarto avión se estrelló (o fue estrellado) antes de
alcanzar su objetivo, la residencia del Presidente en Camp David o la sede de
la CIA en Langley-, el día elegido –laborable y en horario laboral-, el método
y la secuencia temporal de los atentados indican la intención de causar
sorpresa, terror y expectación, además de destrucción, que albergaban los
autores de los atentados.
Ha
sido especialmente cruel el procedimiento para cometer los atentados,
renunciando al uso habitual de explosivos para convertir aviones comerciales
cargados de pasajeros en verdaderas bombas, con lo cual ciudadanos
norteamericanos han sido lanzados contra otros ciudadanos norteamericanos para
ocasionar una matanza, en una especie de paradoja siniestra.
Todo
en los atentados ha sido nuevo -la osadía infinita de agredir al país más
poderoso del mundo, el hacerlo contra gran número de personas y contra
objetivos con un alto contenido simbólico y utilizar un método nuevo de
asesinar de manera indiscriminada-, pero la novedad es el principio
periodístico por excelencia, que unido a la magnitud, a las dimensiones de la
destrucción ocasionada, de los perjuicios causados, de las consecuencias, han
producido en la opinión pública el efecto buscado por los terroristas.
Otro
de los componentes del suceso es la ejecución en el tiempo, que, gracias a la retransmisión
en directo, se convierte en noticia durante largo rato. Una explosión es un
acto más o menos fugaz, que en seguida es el pasado; una sucesión de
explosiones calculadas permite que el presente del acontecimiento se alargue,
que la noticia no sea un suceso sino un proceso de cierta duración.
La
transmisión de la imagen insólita de un gigantesco avión comercial que se
incrusta en una de las torres, y luego otro de similar tamaño, que corta una de
ellas como si fuera de mantequilla y estalla en una gigantesca explosión;
luego, las dos torres envueltas en fuego y densas columnas de humo y,
finalmente, el rápido desmoronamiento de los dos gigantes de acero y cristal es
puro reporterismo; es la conversión del hecho en noticia, es periodismo auténtico,
pura objetividad.
Esas
imágenes inusitadas, sorprendentes y terroríficas al mismo tiempo, que ejercen
un efecto hipnótico incluso para los que están en el lugar de los hechos y
corren el riesgo de perder la vida por mirar hacia arriba en vez de huir y ponerse
a salvo, suscitan la idea de la neutralidad del medio y del informador. Del
medio, porque es realmente un instrumento que transmite lo que tiene ante sí, y
del informador, porque es otro atribulado testigo, sometido al mismo
desconcierto que el resto de los espectadores, que titubea al tratar de
explicar lo que está ocurriendo y que se siente incapaz de comprender lo que
sus ojos contemplan: la noticia que se está produciendo en tiempo real, en vivo
y en directo, sin necesidad de relato, pues aún no hay interpretación. No ha
empezado a operar la maquinaria que fabrica las noticias, las prepara y la
difunde; la noticia es aquí el suceso en bruto, la materia prima directamente
transmitida, con mediaciones técnicas naturalmente, pero no ideológicas. En este
momento es cierto el aserto chino de que una imagen –una sucesión de ellas-
vale más que mil palabras, pues las imágenes hablan por sí mismas, pero para
entender lo ocurrido hacen falta más de mil palabras, y ahí es donde empieza a
actuar la ideología a través del lenguaje verbal, aunque inicialmente más que
explicaciones del suceso abundan las conjeturas sobre autores, razones y
propósitos, mientras las emisoras de radio alteran sus programas habituales y
las cadenas de televisión[v] más importantes del mundo
repiten las imágenes de los atentados durante horas[vi], generando un efecto
narcotizante en los espectadores.
Aparece la guerra
Los
atentados, además de sorpresa, horror y rabia, han provocado en la ciudadanía
norteamericana una inmediata sensación de inseguridad y la certeza de que, de
pronto, el país más poderoso del mundo es vulnerable ante un ataque, realizado
no con armas convencionales sino iniciado con armas blancas y empleando aviones
comerciales como proyectiles. Toda la parafernalia de la estrategia antinuclear
y del proyectado escudo antimisiles en el espacio debería venirse abajo ante
esta constatación, pues, de haber existido tal escudo de poco hubiera servido,
aunque la interpretación que dominan es justamente la contraria.
Por
la magnitud del atentado, algunos autores y periodistas han hallado similitudes
con el ataque japonés a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941, pero más allá
del efecto sorpresa, del natural dolor por la pérdida de vidas y del inicial
deseo de venganza, la comparación no se sostiene. Pearl Harbor era una base
militar en el Pacífico, que fue bombardeada por fuerzas regulares de un país
identificado –con el que EE.UU. estaba en negociaciones- y en un clima de
guerra ya desatada en Asia y en Europa, mientras que los atentados del 11 de
septiembre, salvo el dirigido contra el Pentágono, se han dirigido contra la
población civil, no se han dado en un contexto bélico y además han tenido lugar
dentro del territorio continental de los EE.UU., que desde la guerra de Secesión
(1861-1865) no padecía los estragos de un conflicto armado[vii].
La
agresión, brutal, ha sido calificada por el Gobierno de EE.UU. como un acto de
guerra, como la máxima expresión de antagonismo, pues si bien “la guerra no es
otra cosa que un duelo en una escala más amplia”, según von Clausewitz[viii], y por motivos más fútiles
se han desencadenado otras, en este caso falta el otro duelista, de ahí que la
rápida identificación de los autores e inductores de la atrocidad, del enemigo,
haya sido una necesidad política y militar -a la que los medios de información
se han sumado- para dar un destino a las emociones populares, pues parece
cumplirse esa trinidad de tendencias –el odio, que es propio del pueblo, la
enemistad, propia del ejército, y la violencia, que debe supeditarse a los
objetivos políticos y que es propia del gobierno- que, según Clausewitz (ibíd,
p. 61), acompañan a la guerra. Sin embargo, no hay tal, ni nueva guerra, ni
nueva era, ni tercera guerra mundial, ni choque de civilizaciones, sino el ataque
de unos desalmados contra ciudadanos civiles de otro país, lo cual no impide
que, con pocas excepciones, exista un clima de opinión en Estados Unidos
favorable a la guerra, alentado por la
prensa, aunque la operación de identificar, localizar y apresar a los
culpables y entregarlos, como sería deseable, a un tribunal internacional sea
más una operación policíaca que militar.
America
under attack era el lema de presentación de las noticias sobre
los atentados en la parrilla de la CNN, y bajo el síndrome del ataque los
medios de información han aceptado pronto el dictamen del momento efectuado por
el Gobierno, generando una opinión belicosa contra el mundo musulmán que ha
aumentado como una bola de nieve (la guerra ofrece grandes titulares). Y aunque
después el Gobierno, consciente del exceso y de la simplificación inicial,
haya intentado recoger velas explicando
que ser musulmán no equivale a ser terrorista e incluso haya realizado ciertos
gestos –la visita de Bush a una mezquita-, la acción de los medios de
información, que aquí ya empezaban a comportarse más como agentes
gubernamentales que como emisores indepen-dientes, había creado una opinión,
que crecía en espiral, que exaltaba el patriotismo, el misticismo y era
favorable a una intervención militar inmediata.
Locutores,
comentaristas, expertos -verdaderos o falsos- y opinadores profesionales, así
como líderes de opinión, miembros de asociaciones, de grupos de presión o gente
corriente que aparecía fugazmente de los medios y volcaba su desconcierto o su
deseo de venganza o telepredicadores han dado todo tipo de versiones sobre las
causas y sobre los causantes de los atentados. Versiones que han ido desde que
obedecen a una provocación del mundo árabe, a una conspiración terrorista
internacional, al deseo de Ben Laden de dominar el mundo, a la presión de una
cultura que no cree en Dios, hasta la opinión de predicadores de la derecha
religiosa más retrógrada, que han acusado a las asociaciones defensoras de los
derechos de las minorías (feministas, homosexuales, proabortistas, etc) de
haber sido los causantes de los ataques por haber provocado la ira de
Dios.
Dios y el imperio
Dejando
aparte razones de tipo sicológico como el natural dolor por las víctimas y la
solidaridad con sus familiares, el desconcierto por la destrucción o el
inmediato deseo de justicia, existen razones de tipo político e ideológico que
explican las airadas reacciones populares al tratar de apuntar las causas y
señalar a los causantes del atentado. Y una de ellas es el autismo informativo.
Para
la inmensa mayoría de los estadounidenses, el interés por lo que ocurre en el
mundo se detiene allí donde acaban las fronteras de un país de dimensiones
continentales, ya que habitualmente reciben de la prensa una información que puede calificarse de local. Para el
norteamericano medio, que está convencido de que vive en el país más generoso,
más democrático y más rico del mundo (el país en donde cualquiera puede
alcanzar el éxito si trabaja de firme), las consecuencias de la actividad exterior
de los Estados Unidos en el resto del mundo –que desde esta perspectiva es una
imprecisa nebulosa de países y culturas- les son ajenas, entre otras causas por
el enfoque propagandístico dado por los
medios[ix] a las intervenciones
norteamericanas –políticas, económicas y militares, abiertas o encubiertas- en
todo el planeta. En su inmensa mayoría, los ciudadanos norteamericanos ignoran
casi todo acerca de cual ha sido la política exterior de su país a lo largo del
siglo XX, por no hablar ya del XIX, y acerca de las respuestas que ha suscitado
en los pueblos que se han visto afectados por ellas.
Parte
de esta intervención ha sido combatiendo en varias guerras –dos guerras
mundiales, luego Corea, Vietnam...- y en otros escenarios bélicos menos
convencionales cuya lista sería larga de enumerar, pero en todos los casos el
teatro de operaciones -el frente- ha estado lejos de las fronteras de los
EE.UU., de manera que su población civil se ha librado de las peores
consecuencias de la guerra en retaguardia (bombardeos, ocupación extranjera,
represalias, hambre, etc, etc), lo cual ha contribuido a aumentar su
aislamiento y la sensación de ser un país privilegiado (y elegido por Dios, que
premia así sus intervenciones) cuando una buena parte del mundo arde y se
despedaza.
Estrechamente
unida a esta idea de ser un país especial, con una misión –un destino
manifiesto- que cumplir, está la concepción religiosa de la vida, que se ha
convertido en una barrera frente a otros credos y frente al pensamiento laico y
en el sustrato de la peculiar ideología popular norteamericana.
Esta
concepción religiosa, formulada por los primeros pobladores calvinistas
llegados de Europa en el siglo XVII, estaba inspirada en el mito judío del
pueblo elegido por Dios, extraído de la Biblia. Para los primeros colonos, que
llegaban de Europa huyendo de las luchas religiosas y de los conflictos
sociales que acompañaron la emergencia del primer capitalismo, el continente
americano se les ofrecía como una tierra de promisión (lo ha seguido siendo para
sucesivas oleadas de emigrantes): ellos eran un pueblo en la diáspora que
buscaban, como los judíos, una tierra en donde asentarse. Como señala John
Galtung[x], hablando de la metáfora
bíblica en América: ¿Por qué esa tierra
no iba a ser la Tierra Prometida? Y si así fuera, si realmente eran el pueblo
elegido, el pueblo más cercano a Dios, ¿por qué no iban a ser los guías
espirituales de los otros pueblos?
Y
al igual que los hebreos lucharon contra otros pueblos (los filisteos,
cananeos, babilonios) por la conquista de la tierra, los pioneros lucharon
contra los primeros ocupantes del continente -los indios- y creyeron encontrar
en la Biblia -no en la superioridad técnica de sus armas y en su estrategia-
las razones de su victoria. Dios estaba con ellos. Así, la Biblia se convirtió
no sólo en guía de la conducta individual y del quehacer colectivo, sino en un
breviario político, por ello no es de extrañar que un presidente de talante
conservador, como lo es G. W. Bush, en un momento de crisis, dedique una hora
de su apretada agenda diaria a la lectura de libros, entre los que se encuentra
la Biblia.
Ese
clima de exaltación patriótica y mística, amplificado por la prensa, ese recurso a la oración, el homenaje a la bandera y la
lectura de la Biblia, que suponen el sustrato ideológico -más evidente en
momentos de crisis- del país más avanzado del planeta, pueden ser elementos de
cohesión social, un factor reconfortante en una coyuntura en que se manifiestan
intensas emociones colectivas, pero desde el punto de vista de entender algo de
lo que ha sucedido -no de justificarlo- se revelan poco útiles, ya que la
religión no brinda las categorías adecuadas para analizar y entender tales
hechos políticos, a no ser que se busque el simple y tranquilizador esquema
maniqueo de buenos y malos, que, para desgracia de los propios norteamericanos,
a quienes se les priva de elementos para comprender, ha sido el elegido por el
presidente Bush y seguido por los medios,
cuya estructura informativa, en particular de la televisión, dificulta las
explicaciones largas y complejas[xi]. Con ello, la lucha
contra el mal aparece en primer término, contra una nueva versión del mal, de
un mal ancestral, mutante y bíblico, que hoy tiene apariencia de fanático
musulmán y ayer la tuvo de pérfido comunista[xii]; hoy, una religión
perversa produce fanáticos y ayer una ideología perversa creaba odio a la libre
empresa y promovía la lucha de clases, pero ambas han tropezado con los Estados
Unidos, la nación que representa el bien por excelencia.
Como
en otros momentos, el presidente que sabe encarnar estos valores arcaicos se
hace popular, aunque su política interior sea antipopular, como ocurrió con
Reagan. Bush, al asumirlos, ha recibido una legitimidad de la que carecía
cuando llegó a la Casa Blanca como resultado de un recuento de votos más que
dudoso; las encuestas le atribuyen una popularidad del 91%, se ha ganado el
favor de las dos cámaras (los republicanos tenían una precaria mayoría en la de
Representantes y estaban en minoría en el Senado), que han aceptado los
presupuestos extraordinarios y ha obtenido plenos poderes para hacer frente a
la crisis. Ha unido a todo el país, como una piña, detrás de él para hacer
frente al mal. La invocación de ese argumento puede hacer enrojecer a algún
político europeo, pero no cabe duda de que su empleo en Estados Unidos ha sido
políticamente muy rentable
Las (utópicas) labores de la prensa
No sabemos en qué acabarán los
preparativos para localizar a Ben Laden y a sus huestes -parece que existen
pruebas contra ellos, que sólo algunos gobiernos conocen- ni si las operaciones
serán restringidas y breves o amplias y durarán mucho tiempo, pero como ya ha
ocurrido en el pasado -1898 o 1916[xiii]- los medios de
información pueden preparar a la población para una guerra que ellos ya han
declarado.
“La televisión y la radio pasan casi
incesantemente fotos de archivo e informes enlatados del tétrico extremista
(antiguo playboy, según dicen), así como de las mujeres y niños palestinos
sorprendidos mientras “celebraban” la tragedia estadounidense. Lumbreras y
presentadores de televisión hablan sin parar de “nuestra” guerra contra el
Islam y las palabras como “yihad” y “terror” han hecho que aumente un miedo y
rabia comprensibles que parecen haberse extendido por todo el país (...) En los
medios impresos parece haber una campaña atenuada para introducir a martillazos
la tesis de que “ahora todos somos israelíes” y que los ocasionales
hombres-bomba suicidas palestinos son prácticamente lo mismo que los ataques a
las Torres Gemelas y al Pentágono. Por supuesto, en este proceso, la opresión y
la desposesión de Palestina se han borrado de un plumazo de la memoria...”
escribía Edward W. Said[xiv], haciéndose eco del
clima bélico difundido por la prensa.
Días
antes, Norman Birnbaum[xv] apuntaba: “Nuestros medios de comunicación de masas se
han erigido en Ministerio de Propaganda y manipulan la rabia, la ansiedad, la
credulidad la ignorancia y la
autocompasión de la opinión pública para fabricar un consenso nacional de
extraordinaria crudeza y enormes contradicciones (...) Por encima de todo, casi
nadie ha pedido a la opinión pública que reflexione acerca de por qué la
política estadounidense ha engendrado odio en otras partes del mundo”.
Esta última propuesta de Birnbaum
podría dar lugar a un examen retrospectivo en el que la labor de la prensa sería fundamental al
proporcionar los necesarios antecedentes (el back grown, que es el abc del periodismo) para entender no sólo las
causas inmediatas del suceso, sino las claves de un proceso que, visto desde nuestros
días, no sería especialmente grato, pues aparecerían los fantasmas de
personajes tan siniestros -para sus propios pueblos, no para el pueblo
norteamericano, que no los soportó- como Somoza, el Shá de Persia, Duvalier,
Trujillo, Van Thieu o Pinochet, entre otros, que fueron en su momento aliados o
protegidos de los gobiernos de EE.UU. Claro que tal examen –de conciencia-
podría acabar con la arraigada sensación de ser un pueblo elegido para llevar a
cabo una misión encomendada por Dios, pero una vez liberada la ciudadanía norteamericana de la pesada carga del destino manifiesto, lo que quedaría en
sus manos sería la libertad de elegir su destino y la posibilidad de participar
en la globalización de la justicia y la equidad; es decir, participar en pié de
igualdad, en la construcción de un mundo más equitativo, más justo, más
solidario, más libre y más democrático. De un mundo gobernado de otra manera.
No obstante, me temo que ni la Casa
Blanca, ni los dos grandes partidos ni los grupos de presión que les rodean, ni
las grandes corporaciones industriales, ni la banca y las finanzas, ni, por
supuesto, los medios, las grandes
cadenas de televisión, los grandes conglomerados de la comunicación, que hace
tiempo que dejaron de ser el cuarto poder y hoy están asociados, por multitud
de lazos, al primer poder -el económico-, estén dispuestos a acometer una labor
de ese tipo. Al revés, lo esperable es lo contrario: que en materia de
información se incremente la labor propagandística de los medios y que las noticias
que recibamos sobre las futuras operaciones militares habrán sido previamente
filtradas para ofrecernos una visión casi virtual de los hechos –un telefilme-,
una guerra sin muertos ni heridos –que tampoco se han mostrado en la
información sobre los atentados-, una guerra sin mostrar las bajas y las
pérdidas propias, una guerra aséptica y limpia como ocurrió en la Guerra del
Golfo[xvi].
Aunque además de visiones deformadas de los hechos recibiremos noticias falsas,
que no han faltado en ninguna guerra y ya han sido anunciadas por responsables
del Pentágono cuando han hablado de suministrar desinformación[xvii].
Así, es esperable que aumente la presión sobre editores y periodistas, que
aumente la autocensura y que esta presión alcance otras instancias y se traslade
a los ciudadanos, generando una nueva caza de brujas que restrinja derechos y
libertades.
En Estados Unidos, la ocasión podría
haber sido propicia -repito- para iniciar, desde los medios de información, un
gran debate nacional sobre las bases -frágiles, y en todo caso injustas- en las
que descansa el sueño americano -un sueño cada día más difícil de alcanzar o de
mantener para más norteamericanos-, pero, lamentablemente hasta ahora, la
experiencia histórica ha mostrado que las grandes reflexiones nacionales no
suelen surgir de debates racionales
mantenidos serenamente, sino como consecuencia de hecatombes aún mayores que
las de las Torres Gemelas, pues parece que en los asuntos colectivos los seres
humanos nos negamos a aprender de la experiencia con templanza y sosiego y
precisamos de sangrientos incentivos para examinar con detenimiento y humildad
nuestras propias obras.
Revista Iniciativa Socialista nº 62, otoño 2001.
[i] Este itinerario está esbozado en los
capítulos IV “Relaciones del poder político con la prensa: de la censura al
mercado” y V “La prensa y el espacio público”, en la obra colectiva de Ariel
del Val, Moraru & Roca (1999): Política
y comunicación. Conciencia cívica, espacio público y nacionalismo, Madrid,
La catarata.
[ii] Chomsky, N. & Herman, E.S.
(1990): Los guardianes de la libertad,
Barcelona, Crítica.
[iii] En este epígrafe hay que incluir, lo
que señala Mauro Wolf (1987) en La investigación de la comunicación de masas,
Barcelona, Paidós: los mitos de los propios periodistas sobre su trabajo
profesional, los criterios para seleccionar los hechos noticiables, la
burocratización del trabajo, la comodidad, las espectativas de ascenso, la
competición entre los medios y entre los profesionales y la asunción por los
periodistas de la “constitución no escrita”, que existe en todas las
redacciones y establece una especie de “marca de la casa”.
[iv] Carlo Marletti, “El terrorismo
moderno como estrategia de comunicación. Algunas consideraciones a partir del
caso italiano”, en Vidal Beneyto, J. (editor)(1979): Alternativas populares a las comunicaciones de masa, Madrid, CIS.
[v] En la tarde y la noche del día 11 de
septiembre se podían contemplar por televisión las mismas imágenes, difundidas
tanto por las cadenas nacionales como por la CNN, BBC World, TV5, RAI1 o la
DW.
[vi] En España, el informativo Noticias 1
de Antena 3TV se prolongó hasta las 6 horas de emisión, mientras el Telediario
de TVE-1, que comenzó a las tres de la tarde, se mantuvo durante más de 7 horas
(430 minutos), según un informe del diario El
Mundo del día 13.
[vii] En la guerra con Inglaterra en 1812,
si se descarta una breve incursión en la población de Columbus (Nuevo Méjico),
el 9 de marzo de 1916, en que las huestes de Pancho Villa causaron 19 víctimas.
[viii] Von Clausewitz, C. (1976): De la guerra, Barcelona, Labor.
[ix] Sobre este aspecto puede verse,
además del citado, Los guardianes de la
libertad, las obras de Chomsky (1992): Ilusiones
necesarias, Madrid, Libertarias/Prodhufi, y Ramonet (1995): Cómo nos venden la moto, Barcelona, Icaria,
y de Chosmky y H. Dieterich (1997): La aldea global, Tafalla, Txalaparta.
[x] Galtung, J. (1999): Fundamentalismo USA. Fundamentos teológico-
políticos de la política exterior estadounidense, Barcelona, Icaria.
[xi] La duración de los programas, la
publicidad, el tipo de entrevistas y
debates, en donde las intervenciones tienen que ser sencillas e ingeniosas para
que el público no se aburra y cambie de canal, además de la selección de temas
(oportunos o no, de interés o no), la presión de las modas, etc, hacen que
exista una estructura que condiciona la información, o como señala Bourdieu
–(1997): Sobre la televisión,
Barcelona, Anagrama- se convierten en una censura invisible.
[xii] Hay que recordar que cuando el
presidente Monroe enuncia, en 1823, los célebres puntos de su doctrina sobre el
papel de EE.UU. con respecto a todo el continente americano, Carlos Marx, el
futuro fundador del comunismo, tiene cinco años. Así que o los EE.UU. tenían ya
entonces vocación imperial o el Gobierno de EE.UU. ya tomaba medidas contra una
doctrina que aún tardaría bastantes años en nacer y extenderse.
[xiii] En 1898, el magnate de la prensa W.
Randolph Hearst fue uno de los más activos inductores de la guerra contra
España. En 1916, una campaña decidida por la Casa Blanca consiguió, con ayuda
de la prensa, convertir a una población mayoritariamente pacifista en una masa
patriotera que ansiaba participar en la lejana guerra europea, y desembocó en
una campaña contra los pacifistas, los sindicatos y los disidentes políticos.
[xiv] Said, E. “Reacción y marcha atrás”, El País, 3/X/01, p. 21.
[xv] Birnbaum, N. “Atenas y Roma, ¿otra
vez?, El País, 21/IX/01, p.27.
[xvi] Véase el exhaustivo análisis
realizado por : Collon (1995): ¡Ojo con
los media!, Hondarribia, Hiru.
[xvii]Una parte de la información obtenida en la guerra es
contradictoria, otra parte todavía más grande es falsa, y la parte mayor es,
con mucho, dudosa (Clausewitz, De
la guerra, Madrid, Labor, 1976, p. 108).
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