lunes, 1 de agosto de 2022

Dos euros por nada

Precisamente esta mañana, he oído por la radio el fragmento de un programa en el que varias personas hablaban sobre el uso cotidiano del dinero en los pagos, bien en metálico, por tarjeta o por teléfono, y parece que la preferencia por el “plástico” o por el móvil se va imponiendo sobre el uso de monedas y billetes.

La mayoría de los hablantes, que, por la voz y el tono desenfadado, he deducido que eran jóvenes, aceptaba el fenómeno como algo inevitable e incluso moderno aún para realizar los gastos más nimios. De inmediato he pensado que esa pretendida facilidad en el pago o esa aparente modernidad de cargar con el telefonito como una imprescindible prótesis para ejercer como ciudadano o como consumidor, no era una preferencia, sino una consecuencia de acontecimientos que están obligando a la ciudadanía a adaptarse a marchas forzadas a las imposiciones del turbocapitalismo impulsado por los avances de la tecnología, y que la reciente pandemia ha venido a reforzar. Pero allá cada cual en sus relaciones con la banca y el comercio.

Como en el asunto del dinero soy conservador y procuro prescindir del teléfono móvil, sigo utilizando el dinero en metálico, el intercambiador universal, porque prefiero pagar en efectivo, sin intermediarios financieros que pongan el “cazo” por nada, y seguir el criterio de mis mayores: “no gastes lo que no tienes”, como máxima económica de vida, que no siempre he podido seguir, pero que me parece sensata. Así que he ido al banco a sacar dinero.

El cajero automático no funcionaba bien y no sólo no me ha dispensado la cantidad solicitada, sino que me ha retenido la libreta. Una vez recuperada, he sacado el dinero por caja -o mejor dicho, por medio de la cajera-, que me ha cobrado dos euros, alegando que esa no era mi sucursal. Claro que mi sucursal ha cerrado hace unos meses y que un algoritmo o un imbécil ha decidido que la sucursal que me conviene es una que dista 7 paradas de autobús de mi domicilio en vez de esta, donde he sacado el dinero, que está a menos de una parada de distancia y a la que puedo ir andando. Debe ser una táctica para perder clientes.

Se lo he hecho saber a la cajera, que ha sido inexorable -el programa, me obliga (otra vez el algoritmo o el imbécil)- y le he recordado lo evidente, que soy cliente de una entidad nacional o internacional, y no de una oficina concreta. Nada; imperturbable: el algoritmo (o el imbécil).

Entonces he pedido una hoja de reclamaciones. Sorpresa. Han ido a buscarla y me traen un impreso en una lengua que parece portugués o quizá gallego (debe ser que allí reclaman mucho). La cabecera del impreso lo dice todo o casi todo. “BBVA. Creando Oportunidades” (oportunidades con mayúscula, no se sabe si por decisión del algoritmo, que no conoce bien la lengua castellana, o por la negligencia del imbécil, que tampoco la conoce). Quizá sea por el tamaño de las oportunidades, que deben ser grandes, tan grandes como la de Goirigolzarri, cuando recibió el momio de dirigir con una remuneración fabulosa este engendro que trata cada día peor a sus clientes.      

Al salir de la sucursal con la satisfacción el deber cumplido -además de los dos euros, he apuntado otras cosillas-, pero con la sensación del esfuerzo realizado inútilmente, he recordado los versos de una égloga de Jorge Llopis, que se publicaron “in illo tempore” (1957) en “Las mil peores poesías de la lengua castellana”, que no eran mil, pero tampoco las peores. Dice así:

Al pasar la banca /me dijo el banquero /los que están sin blanca /no cobran dinero. / Banco, banco, banco /calle de Alcalá / algún que otro estanco /que tampoco es manco/, del lado de acá.  

Alude a un tiempo pasado, en que los grandes bancos del país tenían su sede central en Madrid -capital del capital- en la calle de Alcalá. El ”estanco” citado era la sede de la Tabacalera, un monopolio del Estado (ahora una tienda de calzado deportivo o algo así), que, efectivamente, no era manco. Pero no tanto como los bancos, que eran y siguen siendo un poder fáctico.   

1 de agosto, 2022.