Aquí
y ahora no se puede ser, a la vez, nacionalista y de izquierda. Quizá en otro
momento sí fue posible o incluso necesario; no lo discuto. Quizá en otros
lugares, en otros países y en otras circunstancias, los proyectos de la
izquierda y del nacionalismo hayan podido andar parejos o incluso compartir un
objetivo común; es posible. Pero hoy, aquí y ahora, en España, no se puede ser
a la vez nacionalista y de izquierda, porque sus objetivos chocan; no sólo no
convergen sino que se oponen, son contradictorios.
Desde
hace décadas, el nacionalismo no es un aliado para la izquierda sino un foco de
problemas, un elemento de distorsión ideológica y de confusión política; un
artero y desleal adversario, que actúa como una máquina de picar carne
destruyendo el programa social e igualitario, civil y moderno de la izquierda,
y triturándolo bajo la muela de lo natural, lo ancestral, lo identitario y, presuntamente,
auténtico, pero subordinado al injusto orden emanado del centralismo estatal.
Una vez picado su programa, lo engulle y lo asimila y lo pone al servicio de un
victimismo cultivado con tesón.
A
las izquierdas españolas les cuesta afrontar la realidad del país, se pierden
en mirar cada uno de los árboles, por lo general sauces llorones, pero no ven
el conjunto del bosque; no saben ubicar correctamente la tensión entre la
unidad y la diversidad, entre las partes y el todo; entre lo común y compartido y lo particular y privativo, en lo que es realmente el país, porque una persistente idea les lleva a
confundir España con la imagen de ella legada por el régimen de Franco.
El
inesperado legado de la pertinaz propaganda franquista ha sido hacer creer a
buena parte de la izquierda, en particular a la más radical, que el carácter
temporal del régimen expresaba la esencia imperecedera del país, que España era
como la dictadura y que su historia verdadera era el relato de los mitos de la
Cruzada.
Ante
lo cual, esa izquierda antifranquista no reaccionó racionalmente contra los
mitos sino de forma emotiva, pues rechazó los mitos franquistas pero acabó
aceptando los mitos de los nacionalismos periféricos, que, en parte, pero sólo
en parte, como mitos de clase, se le oponían.
De
lo cual resultaba una curiosa y arbitraria distinción: la derecha española era
heredera del franquismo, autoritaria, retrógrada y centralista, y las derechas
nacionalistas, vasca, gallega y catalana eran democráticas, progresistas y antifranquistas. La elección
estaba clara.
La
consecuencia de ello ha sido que la izquierda más opuesta a la dictadura fue
derrotada y subsumida por las derechas refugiadas en el nacionalismo periférico.
La descarnada derecha del Partido Popular, con su desigualitario programa,
ayuda, por reacción, a la izquierda a mantener su proyecto, pero su centralismo
incide en la débil noción del Estado que padece buena parte de la izquierda y
suscita la reacción opuesta, la tendencia hacia la periferia, circunstancia que las derechas nacionalistas
utilizan en su favor.
Desaparecidos
los proyectos de la izquierda y la extrema izquierda de tendencia comunista en
favor de los nacionalismos periféricos, la "nueva" izquierda ha nacido aceptando
como un dato incuestionable esa dependencia ideológica, con lo cual está
atrapada en la defensa del nacionalismo burgués como las moscas en la miel.
Esta
izquierda se ha sumado a las versiones locales del lamento joseantoniano -“me
duele España”- con una retahíla de jeremiadas del mismo estilo -“me duele
Cataluña”, “me duele Euskadi”, “me duele Galicia”, “me duele Andalucía”, etc-;
es decir, me duele cualquier región o, mejor, cualquier nación, menos España,
que no puede doler porque no existe. Hemos vuelto a 1949, a “España como
problema”, o incluso más atrás.
España,
cuando no se puede evitar nombrarla, es sólo el nombre impostado de una entidad
jurídica y una maquinaria administrativa, que es el Estado; una superestructura
hueca sin calor humano, privada de habitantes, de verdadera nación, y poblada
por obedientes funcionarios, que cumplen como autómatas la burocrática labor de
ayudar a la derecha centralista a gobernar despóticamente sobre las naciones que habitan la Península Ibérica.
El español es un Estado sin pueblo, sin nación propia; una nación fallida pero con
un Estado real, que asfixia a las verdaderas naciones que mantiene bajo su
dominación y que aspiran a tener sus propios estados.
El
ideario nacionalista aduce que, una vez liberada de la oprobiosa tutela del
Estado español, surgirá sin límites la auténtica expresión de esos pueblos, sus
identidades milenarias, sus historias particulares, sus lenguas, sus costumbres
ancestrales, los rasgos peculiares y sus preferencias verdaderas, hoy sofocadas
por el persistente centralismo franquista.
Hay
una izquierda, o más de una, que afirma que hay que ayudar a que eso sea
cierto, a que las oprimidas naciones, indeterminadas en número, se manifiesten con toda
su pujanza y decidan en referéndum sobre el artificial conjunto, pues lo valioso es la
diversidad, que hay que mantener a toda costa, aunque económicamente sea
conveniente llegar a ciertos acuerdos de cooperación, por supuesto,
voluntarios, para construir algo mayor pero sin condicionar el poder de lo
local, natural y verdadero.
Es
una teoría del Estado que en la nueva izquierda coincide con la teoría del
Partido, en la cual es decisiva la confluencia de las partes. Confluencia es la
palabra mágica que produce la unidad a partir de la dispersión y la ruptura. El
Estado debe ser resultado de la libre confluencia de naciones soberanas, y el
Partido será el resultado de la libre confluencia de grupos políticos
nacionales, regionales y locales.
El origen tal teoría puede ser
el intento de justificar la impotencia o la falta de capacidad para fundar un
partido estructurado o bien la aplicación de un viejo principio que la
izquierda sigue al pie de la letra desde hace décadas: divide y perderás.
20/5/2019