Acaba de darse cuenta Artúr Mas de que la
Transición, así con mayúscula, ha terminado, porque Zapatero y Rajoy han
acordado reformar el artículo 135 de la Constitución sin contar con CiU,
desaire que el President ha
considerado un desprecio a Cataluña. ¡Hombre, no! Cataluña es algo más, mucho
más que Mas y mucho más que CiU., aunque el repentino y sorprendente acuerdo
entre dos líderes que han vivido de espaldas desde hace años no deje de ser una
prueba de cabildeo y un acto de infantil pleitesía ante el triunvirato -Merkel,
Sarkozy, Trichet- que gobierna la Unión Europea, rendido por el más aplicado de
sus alumnos.
Pero Mas, ya escaldado por un auto del Tribunal de
Justicia Superior de Cataluña ratificando otro del Supremo sobre el castellano
en la escuela, no es el único en confirmar el deceso de la Transición; ya lo
habían hecho responsables de otros partidos, incluido el PP, que tanto hizo por
acabar con ella. También la Conferencia Episcopal en una carta pastoral de
noviembre de 2006, acusaba al Gobierno de haber roto el espíritu de
reconciliación y consenso de la Transición, en el cual la Curia se atribuye un
papel principal. Pero todos ellos hablan de algo que, como el cadáver de
Lázaro, ya hiede. Hedor que han detectado algunos sectores de la sociedad
española con el olfato democrático más fino, que solicitan continuar las
reformas que la Transición dejó pendientes y, desde luego, los jóvenes
indignados del 15-M, que han salido a la calle para exigir que se entierre ese
cadáver, porque la vida sigue.
La idealizada Transición, como proceso de reformas
políticas, fue una etapa breve, aunque sobrevivió mucho más tiempo como mito
fundacional del régimen parlamentario que sucedió a la dictadura.
Pasada la larga noche de la
etapa franquista, en la que la dictadura estuvo legitimada por el mito de una
cruzada contra el bolchevismo y por el origen -el 18 de julio de 1936- de lo
que, con notorio abuso, el bando vencedor en la guerra civil llamó un alzamiento nacional, la sociedad
española de nuestros días se erige sobre el mito de la refundación democrática
de la II Restauración
borbónica -o la tercera si se tienen en cuenta la de Fernando VII, en 1814, y
la de Alfonso XII, en 1875-, y la consiguiente reforma del Estado plasmada en
la Constitución de 1978, proceso ya conocido como transición a la democracia.
En este
relato, convertido en nuestro moderno mito fundacional, los elementos
racionales y visibles, los componentes históricos y sociológicos verificables
se combinan con trazos notablemente oscuros y con pasajes ambiguos cuyo vigor
explicativo debe más a la creencia de la ciudadanía que a su correspondencia
con la realidad.
Este discurso sobre la
Transición, en el que se reparten halagos en abundancia para sus protagonistas,
afirma, en síntesis, que el cambio de régimen desde la dictadura franquista
hasta la monarquía parlamentaria es un proceso en sí mismo democrático -transición democrática-, cuya
realización fue posible por la madurez cívica del pueblo español, porque fue
conducido de manera serena por una clase política responsable -tanto la élite
procedente del régimen franquista como la surgida de la oposición democrática-,
por el respeto mostrado por los llamados poderes fácticos, en particular por el
Ejército, y por la actitud de la Iglesia católica a favor de la reconciliación;
por haber estado impulsado por un noble motor -la Corona- y haber sido
patroneado hasta buen puerto por un excelente timonel -el Rey-.
Esta delineada explicación,
ideal, o mejor dicho ideológica, pues responde a intenciones derivadas de
conveniencias de grupo y de intereses de clase, ha tratado de eliminar las
diferencias, destacar los acuerdos y ocultar los intereses que, provenientes,
sobre todo, del bloque social dominante durante el franquismo, han logrado no
sólo sobrevivir amparados en el interés general, sino crecer y desarrollarse
hasta condicionar la evolución del propio régimen democrático. Sin embargo, ese edulcorado relato se convirtió en
hegemónico, aunque ahora se admita que está erosionado.
Lo que podría llamarse
espíritu de la transición, no sólo el idealizado consenso entre partidos, que
estuvo plagado de tensiones y se alcanzó tras enormes concesiones por parte de
las izquierdas, sino referido a la esperanza popular en la llegada de un tiempo
distinto, al ímpetu por las reformas, al interés de la gente por la política, a
la movilización ciudadana y a la expectativa de obtener mejoras a corto plazo,
también fue breve, y desde luego, minoritario; a pesar de las grandes
movilizaciones, una parte importante de la población se mostró muy pasiva ante
el cambio de régimen; se diría que, en aquellos años constituyentes, una parte
del pueblo que empezaba a ser soberano era muy poco consciente de lo que
representaba la soberanía.
La Transición empezó a morir
cuando las clases subalternas comprobaron que la democracia no llegaba con un
pan debajo del brazo sino con la congelación salarial y la reconversión
industrial en la cartera, medidas con las que se salió de la larga recesión de
los años setenta (en el legado de Franco figuraba medio millón de parados).
Al final de los años ochenta,
saneado el sector bancario (que precisó el adelanto de 1 billón de pesetas de
dinero público) y el vetusto aparato productivo de la dictadura con nuevas
reconversiones (siderurgia, minería, astilleros), y colocadas las bases del
incipiente Estado del Bienestar (financiado con la privatización de empresas
públicas), hubo una etapa de prosperidad incentivada por la entrada de España
en el Mercado Común Europeo, que duró hasta 1992, con los fastos del Vº
Centenario, la Expo de Sevilla y la Olimpiada de Barcelona.
Una nueva, aunque breve,
recesión económica se añadió a la crisis moral o de valores que acompañó a los
mandatos de González, cuando apareció la ligazón del PSOE y el dinero, de la
socialdemocracia con la beautiful people y
la impúdica exhibición de riqueza, el tráfico de influencias, los nuevos ricos,
los pelotazos y la corrupción (que
también afectó al PP, al PNV y a CiU). Todo ello eran signos de la adaptación a
escala nacional de la ideología y la praxis neoliberal propugnada por la
<revolución conservadora> de Reagan y Thatcher, que expresaba el triunfo
del mundo de los negocios sobre el mundo del trabajo, de la competencia sobre
la cooperación, del individualismo sobre la solidaridad, del interés personal
sobre el de la comunidad y el privado sobre el público. Valores y
comportamientos que estaban bastante alejados de lo que debería ser el programa
socialdemócrata, por muy tibio que este fuera. Así, pues, el PSOE alimentó el
desencanto que desembocó en la huelga general de diciembre de 1988, que
expresaba la ruptura con los sindicatos y con buena parte de su base electoral.
La furibunda oposición del Partido Popular para
desgastar al Gobierno de Felipe González dio la puntilla a la transición y
anticipó lo que se avecinaba.
La segunda transición auspiciada por Aznar suponía
una involución respecto a la primera, un salto atrás: su Gobierno hizo un uso
patrimonial del poder, restauró la opacidad y las formas autoritarias; se
apropió de símbolos nacionales para utilizarlos de manera excluyente y recuperó
símbolos del franquismo; aumentó los privilegios de la Iglesia para unir la
reevangelización a la reespañolización de España; montó un régimen de
propaganda; reescribió la historia reciente; congeló la Constitución y se
arrogó la exclusiva interpretación del consenso -el consenso era darles la
razón-; y lejos de regenerar la vida política, diseñó un modelo productivo que
facilitaba la corrupción.
Hoy estamos en otra época bien distinta de aquella
de finales de los años setenta y principios de los ochenta; es más, tras los
cambios habidos desde entonces en la sociedad española y ante una recesión que
se presenta larga, estamos a las puertas de otra, cuyos rasgos aún no están
bien perfilados como para calificarla, pero se intuyen con claridad suficiente
como para indicar que será muy diferente a la actual. Además del severo
deterioro del sistema económico, tanto ha sido el retroceso ideológico y
político que no estamos ya en la post-transición, sino en el umbral de un refranquismo
encubierto por el barniz de una democracia formal y restringida.
Nueva Tribuna, 15-9-2011.
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