domingo, 30 de abril de 2017

Defunción política de una typical Spanish neocon

Good morning, Spain, que es different

Esperanza Aguirre, licenciada en derecho (aunque no lo parece), técnico de Información y Turismo, condesa consorte de Bornos y Grande de España, no cuenta con hechos meritorios en su haber en el campo de la política, si esta palabra significa ocuparse del bien común mediante la gestión de los asuntos generales. Si es al revés, ha cumplido con creces, pues ha utilizado sus muchos cargos públicos para defender, como corresponde a su acendrada fe neoliberal, la primacía del interés privado.
Aguirre es corresponsable, en primer lugar, de haber contribuido, en los ámbitos de su competencia, a desatar la involución conservadora, que está arrasando las economías de las clases sociales políticamente más débiles, y de colaborar en el saqueo del país de forma legal e ilegal, pues el despilfarro y los gastos faraónicos de sus mandatos son también formas de corrupción y de saqueo, porque detrás de ellos siempre hay beneficiarios políticamente afines.
Es célebre por su ambición y su tenacidad; un mal enemigo, incluso para los suyos -“Usted no me conoce”-, pero con todo, es un prototipo (una prototipa); un ejemplo típico de lo que es hoy una persona de derechas dedicada a la política en España, un prototipo del PP, que suma lo nuevo y lo viejo: es mujer, pero tan autoritaria y despótica, incluso respecto a otras mujeres, como cualquier varón machista; es ambiciosa e intrigante, aunque nunca ha llevado hasta el final su aspiración a dirigir el PP; es pija pero también populachera, al mismo tiempo que muestra un agudo sentido de clase; ha gobernado con opacidad y desprecio del contrario, sin respetar las formas más elementales de la democracia y haciendo la vista gorda, por lo menos, al corro de personas corrompidas que ha elegido como colaboradores más cercanos, aunque ella ha reducido esta impresión al afirmar que, de 500 cargos que ha nombrado, sólo dos le había salido “ranas”. Son más.
Aguirre representa a la perfección la suma de excesos y carencias de la actual derecha española, remozada a medias y superficialmente moderna pero siempre con un pie en el pasado, en el franquismo y aún más atrás, mientras se apunta a las nuevas corrientes neoliberales y neoconservadoras y al capitalismo más salvaje; representa a una derecha conservadora en lo moral (católica), reaccionaria en las costumbres y revolucionaria en lo económico (lo sucedido en España desde 2012 es una revolución, hacia atrás, como nunca la izquierda hubiera imaginado poder hacerla hacia delante, en esta época y en tan poco tiempo).
Aguirre es enemiga de los servicios públicos, y lo ha demostrado al reducirlos, trocearlos y privatizarlos. Podría parecer una contradicción lógica que Aguirre, que se declara partidaria de la empresa privada y del Estado mínimo, no esté al frente de una empresa y que toda su vida laboral se reduzca a la de una profesional de la política, cobrando de ese Estado que tanto denigra y que tan bien la trata, pero es una estrategia para utilizar el Estado a favor de las estratos sociales mejor situados.
Desde hace años, Aguirre es una de las caras visibles de un tipo de capitalismo parasitario y salvaje, que busca hacer negocios fáciles a coste del patrimonio público y en el que la patronal puede imponer sus reglas sin cortapisas con ayuda del gobierno regional.
La carrera política de Aguirre es larga, aunque contradictoria con los que dice son sus principios, pues defiende ante todo la libertad, de los individuos y del mercado, el riesgo, la libre iniciativa, la competencia, la aventura de emprender y de innovar y el interés privado, pero lleva décadas viviendo de un Estado del que abomina. Hay que hacer una salvedad: cuando Aguirre como la derecha hablan de libertad, en realidad hablan de otra cosa, hablan del poder; de la capacidad de actuar como quieran sin respetar límites de ningún tipo; de actuar sin frenos legales y mucho menos morales. Hablan del poder desnudo, de la fuerza; de utilizar en su favor y hasta donde quieran todo lo que permita la correlación de fuerzas, que, dada la desfalleciente situación de las izquierdas, está desplazada a su favor. En realidad, es un submarino de los intereses privados más parasitarios y del capitalismo especulador, aquellos que abominan de la competencia y viven de expoliar el patrimonio público.


27 de abril de 2017

La biblia del domingo

Good morning, Spain, que es different

“El aumento de la plusvalía absoluta o la prolongación del trabajo sobrante (no remunerado) y, por tanto, de la jornada de trabajo, sin que sufra alteración el capital variable (salarios), es decir, empleando el mismo número de obreros con el mismo salario nominal -siendo indiferente para estos efectos que el sobretiempo se retribuya o no-, hace que descienda relativamente el valor del capital constante (maquinaría, equipo, instalaciones, etc) con relación al capital total y al capital variable y eleva así la cuota de ganancia, aun prescindiendo del incremento y de la masa de la plusvalía y de la cuota posiblemente ascendente de ésta.
El volumen de la parte fija del capital constante, edificios fabriles, maquinaria, etc, sigue siendo el mismo si se trabaja con él 16 horas que si solamente se trabajan doce. La prolongación de la jornada de trabajo no requiere ninguna inversión nueva en lo que se refiere a esta parte, que es la más costosa del capital constante. A esto hay que añadir que el valor del capital fijo se reproduce así en una serie más corta de períodos de rotación, abreviándose, por tanto, el tiempo durante el cual hay que desembolsarlo para obtener determinada ganancia. La prolongación de la jornada laboral aumenta, por consiguiente, la ganancia, aunque el sobretiempo se retribuya e incluso, hasta cierto límite, a un tipo más alto que las horas normales de trabajo. De aquí que la necesidad de aumentar sin cesar el capital fijo sea, en el sistema industrial moderno, el acicate principal que mueve a los capitalistas ambiciosos a prolongar la jornada laboral”.   (los paréntesis son míos)
Marx: El capital (III), capítulo V. Economía en el empleo del capital constante. Méjico, FCE, 1968, p. 91.  

Imaginemos lo que sucede con la ganancia patronal cuando se prolonga la jornada de trabajo y no se retribuyen siquiera las horas trabajadas por encima del horario acordado, las horas extras.  

miércoles, 26 de abril de 2017

Gramsci y el PSI


Good morning, Spain, que es different 

“El Partido Socialista italiano no se distingue en nada del Labour Party inglés y no es revolucionario más que en las afirmaciones generales de su programa. Es un conglomerado de partidos; se mueve, inevitablemente, con pereza y retraso; está continuamente expuesto a convertirse en fácil terreno conquistado por aventureros, carreristas, ambiciosos sin seriedad ni capacidad política; por su heterogeneidad, por los roces innumerables de sus engranajes, saboteados y desgastados por tantas siervas dueñas (*), nunca es capaz de asumir el peso y la responsabilidad de las iniciativas y las acciones revolucionarias que le imponen constantemente los acontecimientos. Eso explica la histórica paradoja por la cual, en Italia, son las masas las que empujan y “educan” al partido de la clase obrera y no es el partido el que guía y educa a las masas (…) El Partido Socialista está expuesto a todas las presiones de las masas y se mueve y se diferencia cuando ya las masas se han movido y se han diferenciado. En realidad, este Partido Socialista que se proclama guía y maestro de las masas no es más que un mísero notario que registra las operaciones realizadas espontáneamente por las masas; este pobre Partido Socialista que se proclama jefe de la clase obrera no es más que la impedimenta del ejército proletario”.
L’Ordine Nuovo, 9/X/1920
(*) Gramsci alude a “La serva padrona”, de Pergolesi.
Salvando las distancias y la situación política, pues hoy no se plantean objetivos revolucionarios ni las fábricas están ocupadas por obreros organizados en consejos, el artículo de Gramsci hace pensar en el día de hoy. Y no sólo sobre el PSOE....

martes, 25 de abril de 2017

Vigilando, pero poco

Good morning, Spain, que es different

Esperanza Aguirre ha dimitido como concejala y portavoz del grupo municipal del PP en el Ayuntamiento de Madrid, alegando en su descargo no haber vigilado lo suficiente los malos pasos de Ignacio González -un presidente ejemplar, según ella-, al que, como otros, promovió hasta encumbrarle como su sucesor a la presidencia del gobierno autonómico.
El caso no es único, ya que Aguirre, que ha nombrado a unos 500 cargos, dijo que sólo dos le habían salido “ranas”, tampoco vigiló las andanzas de otros altos cargos de su total confianza por sendas que les alejaban de la ley, sin que ella, al parecer, se diese cuenta de lo que ocurría. Claro que tampoco mostró mucho empeño en salir de dudas acerca de lo que la prensa, desde hacía tiempo, venía publicando, que era mucho.
Las personas imputadas en casos de corrupción que ha tenido más cerca, y sólo teniendo en cuenta a los más destacados y afectados por las tramas Gurtel, Púnica, Sanidad y Lezo, son catorce -cuatro exalcaldes: Ginés López (Arganda), Jesús Sepúlveda (Pozuelo), González Panero (Boadilla), Guillermo Ortega (Majadahonda), dos ex diputados autonómicos (Martín Vasco y Bosch Tejedor), seis ex consejeros autonómicos (López Viejo, Lucía Figar, Salvador Victoria, Juan J, Güemes, Manuel Lamela y Francisco Granados), un ex gerente y tesorero del PP de Madrid (Beltrán Gutiérrez, imputado en las tarjetas “black” de Bankia) y un ex presidente de la Comunidad de Madrid (Ignacio González).
Pero con ellos, y por ahora, no se agotan los casos de corrupción del PP en Madrid, pues, además de los que tienen su origen o alcanzan a la sede central (Gurtel, Bárcenas, Bankia), hay otros casos que se apuntan (MercaMadrid, con Concepción Dancausa, delegada del Gobierno, imputada) y otros muchos repartidos por municipios de la provincia, que aumentan sus responsabilidades, pues Aguirre ha sido presidenta del PP de Madrid durante doce años (2004-2016), sin que ese cargo le haya servido, entre otras cosas, para apercibirse, entre otras cosas, de quienes le financiaban ilegalmente las campañas electorales a través de la fundación Fundescam.
La disculpa de hacerse la tonta, la traicionada, la engañada, sencillamente no cuela, porque Aguirre se jactaba de gobernar el partido con gesto severo y el puño de hierro, ubicándose, como Lideresa, en el polo opuesto a Rajoy, que ejerce de líder ausente y poco preciso. Por algo, Aguirre, sintiéndose la legítima heredera de Aznar, quiso disputarle la jefatura, aunque sin llegar al final, presentándose como una Margaret Thatcher con peineta y mantilla.
No hace mucho tiempo, con su habitual chulería, publicó un libro titulado “Yo no me callo” (¡faltaría más!), que merece una segunda parte: “Y tampoco vigilo”. Aunque quizá vigilaba, pero poco -estaba inaugurando cosas y vigilando a la izquierda que no gobernaba-, mientras sus inmediatos colaboradores trincaban mucho, entregados en cuerpo y alma al Ars forrandi.

domingo, 23 de abril de 2017

El sueño de Aznar

Tiempos salvajes nº ....

Un fantasma recorre el palacio de La Moncloa -escribiría hoy Marx, si se ocupara de nuestros asuntos- y condiciona las decisiones políticas de su actual inquilino. 
Parte del comportamiento de Aznar sólo se comprende si se tiene en cuenta su permanente lucha contra el fantasma de su antecesor en La Moncloa, al que intenta superar aún después de haberle desplazado del poder.
Como si se tratase de un personaje de la película de Jacques Tourneur Retorno al pasado (Out of the past, 1947), Aznar, desde que alcanzó la jefatura del Gobierno, se comporta como un hombre salido del pasado, al que trata apresuradamente de volver. Pero a ese pasado, al que pretende arrastrar a toda España, sólo se puede regresar restaurándolo, haciéndolo presente en un estado de cosas que se le parezca. Lo cual le conduce a tener que enfrentarse de nuevo con su viejo adversario, derrotado pero siempre presente y desafiante en las realizaciones de su largo mandato político. Esta es la tarea que Aznar se ha impuesto y que pretende realizar en muy poco tiempo, ya que hasta en la utilización del tiempo de que dispone presiente la sombra de su adversario, pues quiere evitar a toda costa que alguien le procure un final de mandato como el que él dispensó a un González cansado y acosado. Un fin de mandato, en el que los abundantes casos de corrupción y las perversiones surgidas en el PSOE al calor de una larga estancia en el poder, fueron habilmente utilizados por Aznar para presentarse como un paladín de la honestidad y diseñar una estrategia que le condujera al Gobierno como una condición indispensable para regenerar los usos democráticos y la deteriorada vida política. Pero los planes de Aznar aspiraban a algo más que a sentar en el banquillo a los responsables del GAL y de la corrupción política. Su objetivo esa destruir todo el legado de los gobiernos socialistas, especialmente, sus logros en materia social.
Para Aznar, lo esencial no era hacer justicia, o mejorarla (a la vista está), sino reducir, e incluso desmontar, el raquítico Estado de bienestar que tenemos, para ello, el Partido Popular, desde la oposición, debía desgastar al Gobierno de González cuanto pudiera. Y halló motivos sobrados para desalojar PSOE del poder el tiempo necesario para acometer una profunda contrarreforma en el ámbito social. Así, el objetivo no declarado de Aznar no era tanto castigar a los socialistas, como castigar a los ciudadanos por el procedimiento de reducir los servicios que reciben del Estado.       
Esa tarea de destruir el legado de González, realizada contra el tiempo, y dejar una España transformada en sus hábitos y estructuras y difícilmente reversible, en la se reconozcan rasgos tradicionales adobados con modernidad ultraliberal, explica el permanente estado de guerra del PP contra el PSOE y la crispación de Aznar en sus discusiones con Zapatero, como si aún estuviera increpando a González. El diálogo con los oponentes -aun dentro de su partido Aznar exige adhesión inquebrantable- está descartado, porque su visión de España no admite matices. Incluso en los raros momentos de acuerdo con la oposición -los pactos con el PSOE (antiterrorista, por la justicia, modificación de la Ley de Extranjería)-, aunque no hayan sido iniciativas del PP, la interpretación que debe prevalecer es la de Aznar. Su visión de las cosas y de España es la única correcta; su proyecto es el único posible y no admite consejos, críticas ni desviaciones. Su programa restaurador de la vieja España autoritaria explica su permanente crispación, incluso en su partido, al que necesita disciplinado y dispuesto a secundarle sin matices ni desmayos, y su prisa por cambiar la cara y el alma de este país sin concederse ni relevo ni descanso, como diría el mismo Franco.
Para afrontar esa ingente tarea, Aznar ha adoptado una postura maniquea pero muy cómoda, por la cual considera que el PP es un partido único, porque está dotado de un programa certero y de unos dirigentes infalibles; si hay errores son del PSOE (o de otros), y las insuficiencias corresponden a la etapa de González. De este modo, el Gobierno rechaza por sistema las consecuencias de sus actos por muy evidentes que sean y descarga la responsabilidad, por acción o por omisión, en la oposición o en el legado recibido -siempre el fantasma de González intentando perjudicar a Aznar-. La negativa a debatir en las cámaras o a formar comisiones de investigación -prometidas por Aznar cuando estaba en la oposición- y las reformas legislativas urgentes, decididas para eludir responsabilidades ante la presión de la opinión pública, son parte de esta estrategia que ya tiene un largo recorrido: las medidas urgentes sobre la violencia doméstica, adoptadas a golpe de titular de las páginas de sucesos después de haberse negado en el Congreso a discutir una ley integral propuesta por la oposición; la ley antibotellón promulgada de prisa y corriendo para intentar encubrir su equivocada concepción de la convivencia ciudadana y el orden público; el cumplimiento íntegro de las penas por delitos de terrorismo, adoptado tras el asesinato de un guardia civil; las sucesivas modificaciones de la Ley de Extranjería a instancias de lo que ocurre en la calle y recoge la prensa; la prisión preventiva, reformada después de haber sido excarcelados, sin juicio, dos acusados de asesinato; la reforma del Código Penal a raíz del asesinato de una joven por varios adolescentes o el intento de reformar la ley del jurado como efecto de los errores en la instrucción del sumario que condujeron a la condena de Dolores Vázquez como autora del asesinato del Rocío Wanninkof, atribuído posteriormente a otra persona. Pero esta febril actividad legislativa, motivada por una lógica electoralista que busca un rápido efecto en la prensa y en los sondeos de opinión, no va acompañada por la correspondiente dotación presupuestaria -el deficit cero ni tocarlo- como ha sucedido, como caso ejemplar, con los juicios rápidos, que han contribuído a hacer más lenta la administración ordinaria de justicia al no haber contado con los necesarios recursos humanos y materiales.
En varios casos -seguridad, vivienda- esta urgencia legislativa se ha resuelto utilizando la anómala vía de la ley de acompañamiento de los Presupuestos Generales del Estado y en otros tantos se ha cumplido el trámite parlamentario de modo rápido -pasando el rodillo en las Cortes-, convirtiendo en leyes asuntos de trascendencia nacional que no ha sido debatidos.
En el controvertido asunto de la vivienda, un derecho constitucional a precio de oro, el Partido Popular no ha presentado ni discutido un modelo residencial, simplemente ha dejado que el mercado actúe, espoleado, según el ministro de Fomento, por la afición de los ciudadanos a los pisos caros, pero impulsado, en realidad, por la especulación inmobiliaria y la escandalosa falta de oferta de vivienda pública en régimen de propiedad y de alquiler.
En materia de seguridad ocurre algo similar. La única vertiente del problema que al Gobierno le interesa es la lucha contra el terrorismo. El Ministerio del Interior es más bien el ministerio del antiterrorismo y en algunos casos del orden público, entendido como control de las expresiones ciudadanas en la vía pública. La seguridad de los ciudadanos como un derecho fundamental está sometida a los rigores del déficit cero y a los continuos recortes de la plantilla de agentes e investigadores. El lema, apuntado por un responsable de esta materia en Madrid, que define el modelo de seguridad pública del Partido Popular es el de que quien quiera seguridad (privada) que se la pague.          
El servicio militar fue suprimido de un plumazo en un alarde electoralista, pero sin debatir la incardinación del ejército español en la defensa de Europa, salvo en la OTAN. Lo que ha quedado claro en la guerra de Iraq es su subordinación a las decisiones de la Casa Blanca, a las que el Gobierno nos ha vinculado, igualmente sin haberse debatido previamente en el Congreso un asunto de tal importancia.
El mismo talante y la misma prisa se advierten en la reforma de la educación, que resume de forma admirable la doble faceta de la corrección aznariana –tradicional (devolver poder a la iglesia católica) y ultraliberal (privatizar el beneficio)-, emprendida con la Ley de Calidad de la Enseñanza (mejor de “catolicidad”), en la que aceptando con gusto las presiones de la Conferencia Episcopal, vuelve a introducir la religión católica como materia evaluable en el currículo y establece los ejes para que el desarrollo, con fondos públicos, de los centros privados, en su mayoría católicos, vaya dejando la enseñanza pública en lugar marginal, y en la Ley Orgánica de Universidades (LOU), tramitada por procedimiento de urgencia -los cientos de enmiendas de los partidos de la oposición fueron despachados a velocidad olímpica-, en la que se percibe el mismo interés por privatizar y apoyar a la iglesia católica y la misma falta de recursos económicos.
Junto a la enseñanza, otras áreas donde se ha manifestado claramente el afán privatizador han sido la sanidad, las pensiones y los servicios públicos, cuyo inducido deterioro ofrece la justificación para enajenar patrimonio colectivo y entregarlo, barato, a la gestión privada. Hay que recordar otra vez que, en España, las pensiones, la enseñanza y la asistencia sanitaria como servicios universales y gratuitos fueron establecidos por primera vez por el PSOE y que, con toda la modestia de medios que se quiera, forman parte del legado de González que Aznar se propone erosionar.
Siguiendo una confusa -¿feudal o ultraliberal?- pero firme inspiración, Aznar, para reducir los derechos de los trabajadores y aumentar las prerrogativas de los empresarios, no ha dudado en precarizar más el ya precarizado mercado laboral. Su empecinamiento con unos sindicatos que hasta entonces parecían dormidos le llevó a utilizar un medio -el decretazo- que demostraba su estilo prepotente en materia laboral. La huelga general del 20 de junio del 2002 fue la respuesta, y el decretazo fue desactivado por el Gobierno.
La concepción unilateral, centralista y autoritaria de España y la persistente intención de luchar contra el fantasma de González allí donde éste haya dejado huella incapacitan a Aznar para entender y resolver los problemas generados por la configuración autonómica del Estado, acentuados por los sentimientos nacionales. La subordinación del Partido Socialista a la estrategia del Partido Popular en el País Vasco y el confundir la firmeza contra el terrorismo con la inflexibilidad en las relaciones con el Ejecutivo vasco, un gobierno legítimo y constitucional a fin de cuentas, han llevado al PP a definir su política en esta comunidad en términos de o conmigo o contra mí -similar, por otra parte, a la del PNV-, que deja entrever una solución muy complicada al problema. 
El rechazo de Aznar a la Constitución en 1978 (también, en gran parte, una obra de González y del PSOE), se ha convertido veinticinco años después en la defensa numantina de una interpretación unilateral y restrictiva de la misma. Lamentándose internamente por haberse dedicado a estudiar y a preparar oposiciones en vez de haber participado más activamente en la transición, ahora, un acomplejado Aznar, poseído por la fe del converso, ha llegado el último a defender la Carta Magna pero se ha colocado el primero para alardear de un patriotismo constitucional, que es más bien patriotismo a secas.
Una de las áreas donde más claramente se ha visto la ruptura del consenso ha sido en las relaciones internacionales, en las que ha cambiado la política de Estado. Aznar no ha reforzado los vínculos con EE.UU., como afirma, ni ha contribuido a disipar los viejos recelos con respecto a la política exterior de la Casa Blanca, sino al contrario, los ha acentuado al prestar apoyo incondicional, concedido sin consultas ni debates, al gobierno de Bush, que aglutina al sector más reaccionario y agresivo del Partido Republicano, en una coyuntura en que las instituciones internacionales han sido sometidas a grandes tensiones por la política expansiva de la gran potencia americana.
El sueño de Aznar no se detiene en cambiar España y sus alianzas, pretende también cambiar Europa y superar a González, acabar las buenas relaciones que éste mantuvo con Alemania y con Francia y aliarse con Blair, el menos europeísta de los gobernantes europeos y el más firme defensor del modelo de capitalismo de mercado en detrimento del capitalismo europeo moderado por el Estado de bienestar, en declive pero vigente. Pero no hay que pensar que Aznar es un gobernante materialista obsesionado sólo por el mercado; también le importan el alma y las creencias religiosas de los europeos, razón por la cual ha propuesto que la futura Constitución de la Unión haga alusión a las raíces cristianas de Europa. Su buena relación con el gobierno de la católica y papal Polonia frente el eje formado por la luterana Alemania y la Francia republicana y laica, nos retrotraen al pasado de los tercios de Flandes, que más vale no recordar.
Pero aparte de este juego en las altas instancias de la política, la convergencia con Europa no es más que retórica. En condiciones de vida y trabajo, no nos acercamos a la Unión Europea, sino al contrario, nos alejamos del promedio europeo en derechos laborales, protección familiar y social, en educación e investigación, en salarios y pensiones, pero nos queda el dudoso honor de estar a la cabeza en trabajo precario, en accidentes laborales y en el precio de la vivienda. Y en Madrid, capital del Estado, el índice de criminalidad ha subido el 58% del año pasado a lo que va de este, cosa que no ha ocurrido en ninguna de las grandes ciudades de la Unión Europea.
Ya sabemos que Aznar, una vez que ha utilizado España como si fuera el diván del siquiatra, se nos va. En Nueva York ha recibido, de manos de un rabino, un galardón como estadista mundial concedido por una fundación religiosa, pero no sabemos si con el premio le llegará el descanso, pues, ¿Culmina con ese trofeo el sueño de Aznar de vencer definitivamente a su adversario?, ¿Logrará borrar, ese reconocimiento, sus complejos de adolescente?, ¿Se librará, por fin, del fantasma de Felipe González?

Caballo loco

La ”revolución conservadora”

Tiempos salvajes nº 3. Otoño, 2004. 

El pasado 5 de junio falleció Ronald Reagan, cuadragésimo presidente de los EE.UU. La clase política norteamericana le despidió con un funeral de estado y la derecha occidental recordó con alabanzas su mandato. Se le recuerda por su intención de desregular el mercado, reducir la función asistencial del Estado, instaurar desde la Casa Blanca una etapa de decisiones unilaterales, reavivar el furor armamentista, aplicar una política exterior muy agresiva y elevar la tensión con la URSS que condujo a su ocaso. Fue él quien anunció el final de la guerra fría y estableció las bases de un nuevo orden mundial bajo la indiscutible hegemonía de EE UU.

El balance de la gestión de Ronald Reagan
Desde un punto de vista medianamente progresista, el balance de su gestión merece calificarse de catastrófico para los estratos más débiles de la sociedad norteamericana y de otras a las que su poder alcanzó. Reagan, queriendo aumentar la riqueza y la seguridad de las clases altas de EE.UU., contribuyó a hacer un mundo más inseguro y más injusto, y como un aprendiz de brujo desencadenó unas fuerzas que más tarde han puesto en jaque a su propio país, además de a otros. El paso de los años ha desvelado todo el potencial socialmente destructivo que contenía su programa, el cual, pese a todo, sigue inspirando la acción de muchos gobiernos.
La llamada por sus partidarios <revolución conservadora> fue una enérgica reacción a la oleada progresista de los años sesenta, impulsada por el ala más derechista del Partido Republicano, apoyada en fuerzas sociales tradicionales que Reagan supo aglutinar. Esta es la clave para comprender la época que comienza con él y que llega hasta nuestros días bajo la confusa etiqueta de globalización, que no es un inevitable efecto económico, sino el resultado de aplicar políticas neoliberales durante veinticinco años.

Ideas e ideólogos de la nueva derecha
El neoliberalismo se ofrece como la explicación más razonable sobre los seres humanos y la sociedad, y como el único programa político capaz de percibir la realidad del mundo y de gobernarlo con algún sentido. Pretende contemplar al ser humano como es realmente -un ser calculador y egoísta, que se mueve por el interés- y se ofrece como el único discurso verosímil, que, sin embargo, ha alterado el panorama general del pensamiento político, económico y moral de occidente, e invertido los términos en los que la izquierda planteaba el debate con su principal oponente.
El programa neoconservador es consecuencia de la conjunción de corrientes individualistas y antisocialistas, que, desde el campo académico y religioso, reforzaron las opciones más extremas del programa republicano: liberal en economía, tradicional en lo moral y conservador en lo social (familia, sexo, aborto, pena de muerte),  segregacionista, partidario de la seguridad interior e intervencionista en el exterior, confederal, anticomunista y nacionalista.
En lo que respecta al origen académico, es difícil resumir en pocas líneas la magnitud de la ofensiva intelectual conservadora elaborada por el conjunto de universidades, clubes, fundaciones e institutos de EE.UU. que forman el think tank del neoliberalismo, propagada por el aparato mediático norteamericano, impulsada, en ocasiones manu militari, por los gobiernos de dos grandes potencias (EE.UU. y Reino Unido) y aplicada por los organismos económicos internacionales bajo su dependencia. Tal como señala Susan George[1], la labor ideológica y propagandística de la derecha ha sido excepcional. Han invertido cientos de millones de dólares, pero ha merecido la pena cada uno de los centavos invertidos, ya que han logrado que hoy el neoliberalismo se llegue a percibir como el curso normal y natural de la humanidad (...) De modo que, de una reducida y desprestigiada secta, el neoliberalismo ha logrado convertirse en la principal religión del mundo, con su doctrina dogmática, sus vicarías, sus instituciones legislativas y, seguramente, su infierno para los paganos y pecadores que osen criticar la revelación de la verdad.
La base teórica del pensamiento conservador procede de la reinterpretación de textos de la economía clásica efectuada por los discípulos de Hayek y Von Mises, Milton Friedman y sus compañeros de la universidad de Chicago, para criticar la intervención económica del Estado y, explícitamente, las propuestas socialistas (el mercado lleva a la democracia, pero la planificación conduce a la dictadura). Las ideas que el piadoso Smith o el cínico Mandeville esbozaron cuando el capitalismo mercantil se topaba con las envejecidas estructuras del Antiguo Régimen se han tomado al pié de la letra para atacar la planificación económica y la política redistributiva cuando el capitalismo se ha convertido en el sistema económico dominante y sus nocivos efectos sociales son difíciles de negar. El declive de las economías planificadas -bien por implosión (URSS), bien por transubstanciación (China)- ha proporcionado verosimilitud a este discurso.
Junto a la glorificación del mercado como regidor absoluto -la mano invisible-, la defensa del individualismo, basada en Mill o Bentham, y la tradición, tomada de viejos conservadores como Burke, inspiró a modernos conservadores como Podoretz, Bell, Kristol, Nozick, Novak o Popper, seguidos por una legión de profesores, editores, escritores y periodistas que recibió fuerte apoyo financiero de una red de fundaciones, universidades, asociaciones e institutos, como la Hoover Institution on War, la Heritage Foundation, Revolution and Peace, el Instituto Americano de Empresa, Cato Institute, Manhattan Institute for Policy Research, Freedom House, el Comité por un Mundo Libre, el Comité por la Supervivencia de un Congreso Libre, American Institute for Free Development, entre otras, y de periódicos como Commentary, New America, Public Interest y los vinculados al American Enterprise Institute for Public Research, Public Opinion, Regulation, The AEI Economist y AEI Policy and Defense Review[2].
Otro aporte importante al programa de Reagan vino del ámbito religioso más retrógrado representado por La voz cristiana, la Mesa Redonda Religiosa, la Iglesia Cristiana Fundamentalista, la Iglesia Metodista Unida y especialmente la poderosa Mayoría Moral, del reverendo Falwell, y del Instituto sobre Religión y Democracia. En muchos casos, estas iglesias y asociaciones religiosas tenían vínculos orgánicos con las mencionadas organizaciones civiles.

Los años sesenta: la revolución innovadora
En el marco de una serie de conflictos internacionales, en los años sesenta y parte de los setenta se produce en EE.UU. una rápida transformación, que si bien no merece el calificativo de revolución política sí supone una revolución social, porque los cambios que venían gestándose aparecen tumultuosamente por la actividad de jóvenes, estudiantes, mujeres, intelectuales, gentes de la cultura o pertenecientes a minorías raciales, sociales o sexuales, que responden de manera pública y colectiva a problemas económicos y políticos y demandan cambios en la forma de gobernar, de trabajar, de educar y de vivir. Con la impaciencia propia de las nuevas generaciones y la urgencia de los colectivos excluidos del estilo de vida americano o de sus críticos, se reclaman cambios inmediatos.
Como todo movimiento social extenso y diverso, la movilización de esos años tuvo su obligada cuota de excesos y desviaciones. A mitad de la década del 70, los mejores y los peores efectos de la explosión social se percibían claramente. El movimiento se agotaba y quedó en formas petrificadas de vida alternativa, de existencias extremas: guetos, marginación y residuos del gran movimiento. Y tanto como los éxitos, los cambios positivos y las reformas legales, también eran visibles los excesos, los fracasos y las víctimas, que servirían de pretexto inicial a la reacción conservadora.
Los años sesenta y setenta significan ruptura de normas, hedonismo, elección de formas de vida; pacifismo; comunidad y solidaridad: en definitiva, liberación individual y colectiva y acceso a nuevos derechos. El llamado <neoliberalismo> de Reagan no traerá más libertad sino menos; más marginación y represión; menos solidaridad y más individualismo y competitividad; más contención y más religión y, por supuesto, más pobreza y más desigualdad, que se convierte en el leit motiv de la restauración conservadora. Porque la tan proclamada libertad, para los conservadores no es más que un pretexto para acentuar la desigualdad, que es la eterna meta de los estratos sociales privilegiados.

Los años ochenta: la revolución "conservadora"
La sociedad norteamericana sobre la que va a actuar el discurso conservador está sometida a rápidas mutaciones -la América inestable, de la que habla Bell-sumida en una crisis económica y en la desorientación política. Los titubeos de Carter supusieron, para muchos norteamericanos, un mandato decepcionante.
En el ámbito político, además del desconcierto por la oleada de asesinatos políticos (hermanos Kennedy, Luther King y otros dirigentes negros o blancos integracionistas) de los años 60, está afectada por el caso Watergate, que provoca la renuncia de Nixon (1974), por la derrota en Vietnam (1975), por el avance de la URSS en África y Asia (Afganistán) y por la reciente caída de regímenes aliados en Irán y Nicaragua (1979), que amenaza el equilibrio de zonas  estratégicas como Oriente Medio y América Central, donde el gobierno de Panamá reclama la devolución del canal y la guerrilla acosa a la junta militar de El Salvador. La impresión popular sobre la pérdida de vigor de los EE.UU. se confirma con la restricción del consumo y la subida del precio de la gasolina a consecuencia del embargo del crudo árabe, y por las consecuencias de la recesión de los años 1973 a 1975 y  de 1980 a 1982.
Ya en el ámbito económico, dichas recesiones están lejos de ser coyunturales o causadas por agentes externos (subida del precio del petróleo y de diversas materias primas), pues fenómenos como la inflación, el desempleo, la caída de las bolsas y la inestabilidad monetaria señalan la entrada de las economías occidentales (salvo Japón) en un largo período de incertidumbre que pone fin al modelo productivo surgido después de la II guerra mundial, regulado por las instituciones de Bretton Woods. Dicho en otros términos, y aunque entonces no se percibía así, había concluido la larga fase de expansión capitalista iniciada  en 1945 y se entraba en una etapa de recesión que iba a afectar a la estructura y funciones del modelo de acumulación de capital.
Durante el mandato de Carter,  pese a recuperaciones pasajeras, la economía había evolucionado mal, y por causas diversas como la crisis fiscal y el recorte de servicios, la vida se hacía cada día más difícil en las grandes ciudades, azotadas además por el aumento de la delincuencia.
Carter, que ya había adoptado algunas medidas de corte neoliberal que luego Reagan ampliaría, había percibido el estado de ánimo de la nación y señalado el peligro de que los EE.UU. pudieran convertirse en un país de pesimistas, pero sería Reagan quien se presentase como el hombre capaz de devolver a la nación la confianza en sí misma y retornar a la América feliz, para lo cual había que privar de funciones asistenciales al Estado, demasiado poderoso y poco capaz, restaurar los valores tradicionales -moral, familia, nación, religión-, dejar actuar al mercado y aumentar el presupuesto de defensa. Se trataba de acometer un gran rearme militar además de ideológico.
Con respecto al rearme militar, la Iniciativa de Defensa Estratégica, o guerra de las galaxias según la jerga de la prensa, fue el proyecto de más envergadura de la Administración Reagan, que apoyó programas del gobierno anterior (los misiles MX o el bombardero BI) y puso en marcha otros (el misil Midget, la bomba de neutrones, el submarino atómico Trident y los misiles de alcance medio Pershing 2). Todo ello con la intención de superar la etapa de disuasión nuclear, basada en una situación de equilibrio armado con la URSS, que había llevado al convencimiento de que no habría claramente un ganador en el caso hipotético de declararse una guerra.
Pues bien, Reagan trasladó a los norteamericanos la idea de que era preciso acabar con la incertidumbre de un resultado desfavorable y convencer a la URSS y al mundo de que sólo podía haber un ganador: los Estados Unidos. Para lo cual había que romper de manera unilateral la situación de empate armamentístico llevando el rearme a cotas imposibles de alcanzar por la URSS. Con referencia al rearme ideológico, hay dos asuntos en materia moral que tuvieron mucha importancia para los conservadores: las drogas y la sexualidad. A finales de los setenta se había extendido el consumo de marihuana, también el de heroína y el de cocaína, ésta entre la clase media blanca, y saltado a las páginas de los periódicos, al cine y a la música. Y de ahí pasó a convertirse en uno de los argumentos centrales  del discurso conservador. Y lo mismo ocurrió con la sexualidad, que, como una  verdadera revolución, había roto con las normas tradicionales y presentaba, sin hipocresía, un gran abanico de opciones personales (parejas abiertas, amor libre, comunas), actividades (encuentros, terapias, talleres, publicaciones, asociaciones) e iniciativas (campañas de orientación y prevención, control de natalidad, educación sexual temprana), que alarmaban a los conservadores[3], para quienes todo era calificado de pornografía y considerado una de las causas de la decadencia de los EE.UU.
De entre los muchos moralistas que arengaban al público desde la televisión y apoyaron a Reagan, hay que destacar al predicador Jerry Falwell, dirigente de la poderosa Mayoría Moral, que emprendió una campaña por la regeneración espiritual -América debe volver a Dios-, contra el derecho al aborto y contra la pornografía[4]. Kenneth Starr, el fiscal que años después encabezaría el ataque republicano contra Clinton utilizando sus relaciones con Mónica Lewinsky, también figuraba entre los moralistas más intransigentes.
En 1984, Reagan encargó al Fiscal General otra investigación sobre los efectos de la pornografía en los consumidores de este tipo de productos (revistas, libros, cine, video). En 1986, Edwin Meese, a la vista del informe, señaló que probablemente la pornografía era perjudicial, pero ahí acabó todo. No parece casual que dos revistas tan diferentes como Time y Cosmopolitan señalaran, cada una por su lado, que la revolución sexual había terminado en 1980. Pero lo que modificó la conducta sexual de los norteamericanos fue la aparición, en 1982, de una misteriosa enfermedad que recibió el nombre de síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA), que en 1986 ya había producido la muerte de 16.000 personas y afectado a más 36.000. El SIDA proporcionó nuevos argumentos a los moralistas, que lo consideraron un castigo divino.
La preocupación por el declive de la moralidad se reflejó en el crecimiento del sentido religioso de la vida, en la proliferación de iglesias fundamentalistas y en la reorientación conservadora de otras de talante más liberal. Según escribe P. Jenkins[5], entre finales de la década de 1960 y principios de la de 1980, denominaciones liberales como los episcopalianos, metodistas y presbiterianos sufrieron un cataclísmico descenso en el número de seguidores, perdiendo en algunos casos el 20 ó 30% de sus fieles. Entretanto, iglesias conservadoras como los Baptistas del Sur y las Asambleas de Dios registraban crecimientos del 50% en el mismo período. Durante los años ochenta, los sondeos de opinión solían indicar que cerca de la mitad de la población creía firmemente en la explicación de la Creación que figura en el Génesis  y rechazaba la evolución como una moda secularizadora; asimismo, la mayoría quería que su postura se enseñase en las escuelas.
El objetivo teórico de la regeneración conservadora era restaurar la moral de los pioneros invocando los viejos valores que habían hecho grande al país. Sin embargo, la moral del pionero correspondía a la austera etapa de la fundación, felizmente superada por una etapa de abundancia y comodidad que poco tenía que ver con el siglo XIX. La frugalidad, la disciplina, el trabajo y la piedad podían ser invocados como principios, pero el conjunto de la doctrina, así como sus fines habían cambiado. Señala Bell que el puritanismo como práctica social sufrió una transformación a lo largo de 200 años, pasando de la rigurosa predestinación calvinista (...) a justificar el darwinismo social del individualismo desenfrenado y el lucro (como ha observado Edmund Morgan, Benjamín Franklin se ganaba su dinero, pero John D. Rockefeller pensaba que el suyo venía de Dios).
La restauración conservadora pretendía volver a unir la nación y la religión, el patriotismo y la piedad y erradicar la laxa moral de los años sesenta, cuando el sentido crítico y el hedonismo habían favorecido ciertas formas de agnos-ticismo y desviado el sentido religioso cristiano hacia la naturaleza (animismo ecológico), hacia creencias sincréticas más o menos formales (hinduismo, budismo, hippismo) o hacia credos consagrados, como el Islam para una parte importante de la población afroamericana. Empero, el discurso moral de los conservadores y su práctica política tenían fines distintos: el primero pretendía unir moralmente a la nación; la segunda, disgregarla socialmente. El primero era igualitario en el ámbito espiritual, la segunda era desigualitaria en el ámbito económico, pero tal contradicción quedaba justificada por el individualismo que late en el calvinismo, en el cual, el éxito personal en los asuntos terrenos se considera una prueba de estar entre los elegidos del Cielo. Desde su origen, el calvinismo es una doctrina selectiva -no todos los creyentes se salvarán-, que en el caso de EE.UU. refuerza el credo nacional de ser un pueblo elegido. De este modo, los conservadores cuentan con un discurso de indudable potencia para justificar los resultados de su manera de gobernar, porque el triunfo o el fracaso de los individuos no depende de la acción política ni de la estructura económica sino de sus propios méritos. Reducida la intervención asistencial del Estado sobre la sociedad, sólo queda la libre competencia entre individuos que miran para sí mismos, y, en consecuencia, el triunfo de los mejores, que serán los elegidos de un pueblo elegido. ¿Cabe imaginar mayor justificación moral para los mejor situados? Así se puede ser rico sin complejos; sin complejo de culpa ni responsabilidad social.
Desde este punto de vista, no cabe sorprenderse de las ideas de Rockefeller y de otros tantos afortunados acerca del origen de sus fortunas. Ni tampoco cabe hacerlo sobre la superioridad que muestran las clases altas en sus relaciones sociales, puesto que se consideran los mejores entre los mejores y esperan ser tratados como corresponde. Igualmente, esta noción económico-religiosa les es de suma utilidad, pues supone una vacuna ante la visión de la injusticia y la desigualdad, frente a las cuales no les cabe responsabilidad alguna: a causa de la desigualdad natural, los pobres son los únicos causantes de su situación. Así, las víctimas son culpables de su propia desgracia.
Muchos de los vagabundos lo son por propia elección, señaló Reagan en una ocasión, pero algo tuvieron que ver sus decisiones políticas, porque el número de vagabundos creció en tres millones durante su mandato.
La ofensiva ideológica conservadora, en aras de alcanzar las luminosas metas imperiales, planteaba en términos muy confusos y engañosos un nuevo trato entre los ciudadanos norteamericanos que sustituyera al viejo trato derivado del New Deal rooseveltiano, de los programas asistenciales de la gran sociedad de Johnson y prescindiera del humanitarismo de Carter. El eje principal del nuevo trato era acentuar la desigualdad social que los programas asistenciales públicos, tímidos y tardíos, habían podido mitigar pero no erradicar[6], con lo cual, el coste de volver a hacer grande América (America is back) se cargaba sobre las clases sociales más modestas mientras que los beneficios irían a parar a los mejor situados.
El discurso desigualitario[7] suscitaba la desconfianza en las clases humildes, en particular en los estratos más pobres, y promovía la confianza en los ricos, en los empresarios, considerados como los exclusivos creadores de riqueza.
Los pobres tienen demasiado y los ricos demasiado poco fue uno de los lemas que utilizó Reagan para justificar una política antisocial, que invertía el sentido de la acción asistencial del Estado y lo pervertía al encaminarlo a proteger los intereses de las clases altas.
Una intensa campaña de propaganda sustituyó la consigna de Johnson de hacer la guerra a la pobreza por la de Reagan de declarar la guerra a los pobres. Todos aquellos que percibían ayudas del Estado -parados, mendigos, gente sin hogar, enfermos, niños, ancianos, emigrantes, madres solteras- eran calificados de improductivos y convertidos en sospechosos de querer vivir a expensas de los contribuyentes, con lo cual, para terminar con el pretendido parasitismo de los estratos sociales más bajos, se modificó la política fiscal.  Quedaban, así, justificadas las rebajas de impuestos, que afectaron en especial  a las rentas más altas, y las ayudas del Gobierno al sector productivo, en particular a las grandes empresas. Señala Birnbaum[8] que el gran servicio de Reagan al capital consistió en dirigir el enfado de la clase obrera blanca y de la clase media trabajadora hacia abajo. El estancamiento se debía a quienes no eran bastante inteligentes, o eran muy vagos para adaptarse al mercado, que estaban desangrando los recursos nacionales.
Esa política, amparada en un discurso demagógico que defendía los valores  de la moral del pionero y la ética del trabajo, permitió, junto con las reformas laborales desreguladoras, disciplinar a la población trabajadora y, por otro lado, presentar el aumento de los beneficios del capital como una remuneración legítima de los ricos, porque eran los más productivos, además de los más patriotas.
Habitualmente, los intereses particulares de la clase capitalista de EE. UU. han sido presentados como los intereses generales de la sociedad norteamericana -lo que es bueno para la General Motors es bueno para EE.UU.-, curiosamente definida, por una sociología más interesada en justificar el orden social que en describirlo objetivamente, como una sociedad de clases medias. Pero han sido, históricamente, los intereses y necesidades de las clases altas las que han orientado, de un modo u otro y con más o menos intensidad, el llamado interés nacional.
No obstante, como señala Vicens Navarro[9], la clase capitalista más poderosa de la tierra parece inexistente; es una clase “silenciosa”. Sólo en contadas ocasiones se presenta, discute, aplaude o denuncia a quienes están “en la cumbre” como clase capitalista (...) La clase capitalista estadounidense es, sin embargo, la que tiene mayor conciencia de clase de todas las clases existentes en EE.UU., y los actuales dirigentes del Partido Republicano representan el estrato con mayor conciencia de esa clase. En la desenfrenada persecución de sus objetivos han mostrado el comportamiento más agresivo empleado por clase alguna desde principios de siglo en EE.UU. (...) El liderazgo de Reagan  y la administración republicana han mostrado una agresividad sin precedentes en sus comportamientos de clase.  
Por ello, es lógico que el Partido Republicano utilizara el poder del Gobierno federal, que tanto había criticado, para defender prioritariamente los intereses de la clase social que presuntamente representaba el interés nacional en detrimento de los del resto de la población, que era sólo la suma de intereses particulares, como señala Chomsky[10]: En la derecha se percibe que la democracia se ve amenazada por los esfuerzos de organización de los que se conocen como “intereses especiales”, un concepto de retórica política actual que hace referencia a los trabajadores, los agricultores, las mujeres, los ancianos, los jóvenes, los minusválidos, las minorías, etc -en breve, la población en general-. En las campañas presidenciales de la década de los 80, se acusó a los demócratas de ser el instrumento de estos intereses especiales, minando así el “interés nacional”, que se asumía tácitamente estar representado por el sector destacadamente omitido de la lista de intereses especiales: las grandes empresas, las instituciones financieras y otras élites de los negocios.
Por otra parte, los intereses de las clases alta y media alta están vinculados, a través del aparato productivo y de los grandes negocios, con los intereses de la defensa de la patria (el complejo militar industrial) y con la proyección nacional en el exterior, el imperialismo norteamericano (ahora globalización), amparado ideológicamente en la doctrina del destino manifiesto, que atribuye a EE.UU. la misión de defender la libertad en el mundo y propagar la democracia[11].
Los vínculos señalados por Wright Mills[12] entre los círculos civiles y militares de la clase alta norteamericana se habían estrechado hasta formar un nudo de intereses, denunciado por Eisenhower en su discurso de despedida como el complejo militar e industrial, que se hizo evidente con Reagan y ha alcanzado niveles de escándalo con Bush II. De modo que el discurso neoliberal contra el Estado keynesiano no tenía como verdadero fin disminuir el papel del Estado sino pasar de un keynesianismo social a un keynesianismo militar, como señala Navarro: La estimulación de la economía mediante el gasto público, el recorte de impuestos y los déficits constituye la práctica básica del keynesianismo (...) Reagan está siguiendo unas políticas intervencionistas más activas que las de cualquier presidente posterior a la II Guerra mundial. Su administración ha ido más allá del mero keynesianismo. A través de los gastos militares, Reagan está rediseñando y guiando la naturaleza de la economía estadounidense.
La intervención del Gobierno Reagan sobre la economía ha sido considerada por algunos autores norteamericanos la mayor planificación económica mundial después de la Unión Soviética (Navarro, Ibíd.).

Un renegado Robín Hood
Reagan fue un hombre que no procedía de las élites -económica, financiera, política o cultural- de los EE.UU., sino de una familia empobrecida por la gran depresión y ayudada por el New Deal, que utilizó el Gobierno federal para desmontar las estructuras solidarias que habían mitigado la desigualdad entre ricos y pobres. Políticamente, fue una especie de renegado Robin Hood que entregaba a los ricos lo que arrebataba a los pobres. La falaz metáfora de que primero había que aumentar el tamaño de la tarta para luego repartirla ocultaba  los inicuos criterios del reparto. En realidad, el programa de Reagan quedaba mejor explicado con la parábola evangélica del rico Epulón y el pobre Lázaro, pues durante ocho años la Casa Blanca se dedicó a llenar de jugosas viandas la mesa del rico Epulón con la esperanza de que las migas que pudieran caer alimentasen a los pobres lázaros.
La consigna América primero, que sirvió de cobertura ideológica para recortar ayudas a emigrantes, infancia, población negra, madres solteras[13], ancianos y enseñanza en español para facilitar la integración de emigrantes latinos (que quedó en asimilación sin condiciones), significaba que la América de Reagan se refería a la población blanca bien situada económicamente.
Durante su mandato las subvenciones a las grandes ciudades disminuyeron entre un 60% y un 70%, lo que fue una causa, entre otras, de la proliferación de mendigos y gente que vivía en cajas de cartón. Un nuevo término sociológico  surgió para definir al colectivo que vivía al raso: homeless, personas sin hogar o sin techo. 
Mientras los gastos militares pasaban del 8% al 12% del PIB, entre 1981 y 1985, las prestaciones sociales descendieron del 11,2% al 10,4% del PIB en las mismas fechas. Los gastos en infraestructuras y recursos naturales pasaron del 1,6% a 1,2% del PIB y los fondos destinados a ayudas a gobiernos locales pasaron del 3,3% al 2,7% del PIB, según el artículo de Navarro ya citado, quien señala también que el ingreso familiar medio, valorado en dólares constantes de 1981, fue en ese año un 11% inferior al de 1973.
Como resumen podríamos decir que el mandato de Reagan tuvo como uno de sus ejes centrales acentuar el darwinismo social en una sociedad fuertemente competitiva y reintroducir un componente tradicional y autoritario como factor de gobierno. El Estado se hizo menos preventivo y más punitivo, más militar y vigilante. Y la sociedad, menos liberal y más religiosa pero más despiadada, fue sometida a la cura de un círculo vicioso: había que aumentar los gastos de defensa y había que reducir impuestos para fomentar la inversión, luego había que reducir los gastos sociales, que fomentaban la descomposición social al dejar de actuar sobre los estratos más débiles, lo cual tenía como resultado el aumento de la marginalidad y la delincuencia, que a su vez incrementaba la inseguridad, que tenía como paliativo el aumento de la represión. De modo que el interesado debate sobre aumentar el papel del mercado y disminuir el del  Estado, en realidad encubría otro de diferente calado: decidir el sentido de la intervención del Estado. Expresada de manera descarnada y sin la habitual hojarasca ideológica, la fórmula propuesta por el Gobierno de Reagan fue: menos Estado social y más Estado imperial.



[1] “La soberanía económica en un mundo en proceso de globalización”, conferencia impartida en Bangkok el 26 de marzo de 1999 (www.zmag.org./CrisesCurEvts/Gobalism/george.htm).
[2]Véase A. M. Ezcurra (1982): La ofensiva neoconservadora, Madrid, IEPALA.
[3] Uno de ellos, Daniel Bell, indica: En los decenios 50 y 60, el culto al orgasmo sucedió al culto a la riqueza como pasión básica de la vida norteamericana (Las contradicciones culturales del capitalismo, Madrid, Alianza, 1982, p. 77)
[4] A pesar de todo, Falwell perdió un juicio contra Larry Flint, el editor de la revista Hustler.
[5] Jenkins, Ph (2002): Breve historia de Estados Unidos, Madrid, Alianza, p. 357 y ss.
[6] Los demócratas instituyeron el Medicare, asistencia médica pública para personas mayores, y el Medicaid, para los más desfavorecidos, pero aún quedaban más de 40 millones de personas sin protección pública por enfermedad.
[7] Aumentar la desigualdad social es un esfuerzo de los conservadores norteamericanos que no ha cesado en 20 años. G. W. Bush no ha dejado de acentuar la desigualdad. EE.UU. tiene hoy 35,9 millones de pobres, el 12,5% de la población; 1,3 millones más que el pasado año.
[8] N. Birnbaum: “El legado de Reagan”, El País, 7 de junio, 2004.
[9] V. Navarro: “La política de clase de la Administración Reagan y sus consecuencias sobre el Estado del bienestar”, Mientras tanto nº 29, marzo, 1987.
[10] N. Chomsky (1992): Ilusiones necesarias, Madrid, Libertarias/Prodhufi, p, 12.
[11] Este tema lo he tratado en “Dios y el destino americano”, El viejo topo nº 180, junio 2003.
[12] Wright Mills, C. (1957): La elite del poder, Méjico, F.C.E., en particular capítulos 8 y 9.
[13] Durante el mandato de Reagan aumentó la disgregación familiar. La tasa media nacional de madres solteras se elevó al 26%, el doble que con Johnson, pero en este promedio era muy alta la proporción de madres negras, pues el 64% de los niños negros eran hijos de madre soltera.

Rabietas de mal perdedor

Tiempos salvajes nº 3, febrero, 2004.

Siempre es duro aceptar una derrota política; mucho más para quienes habían creido que la victoria estaba asegurada. Este es el problema más acuciante para el Partido Popular, que, seis meses después de celebradas las elecciones generales, sigue sin haber aceptado responsabilidad alguna en el veredicto de las urnas.
Las destempladas reacciones que siguieron al escrutinio de los votos ya anunciaban que la digestión del descalabro iba a ser lenta y difícil y en qué iba a consistir lo que llamaron oposición patriótica. La obligada aceptación del juego democrático efectuada la noche electoral dio pronto paso a descalificar la labor de algunos medios de información, a acusar al PSOE de ventajismo y a los ciudadanos que votaron contra el PP. 
La ministra Pilar del Castillo dijo que se había incitado a votar a los que nunca habían participado (¡un exceso de democracia!), y Aznar formuló la acusación -Sabemos quien mintió. Sabemos quien manipuló. Sabemos quien afirmó sin pruebas- que luego repitió en el acto de autodesagravio del 27 de marzo, en Vista Alegre: Han mentido y lo saben. Mienten ahora y han mentido antes... Para Zaplana, el PP fue víctima de tropelías y difamaciones
Aislados por la soberbia y por un inmoderado complejo de superioridad, que Aznar (¿quién se concede una medalla si no piensa que es el mejor?) trasladó a todo el partido, creyeron a pies juntillas todo lo que difundía su aparato de propaganda (el marketing les pierde) y permanecieron sordos y ciegos ante la realidad del país. Todo iba bien; eran el mejor gobierno desde la Transición, y desde la reunión de las Azores contaban con los mejores aliados. Así, pues, las elecciones no podían perderse. Si las perdieron no fue por su causa, sino por la perfidia del PSOE y de algunos medios de información, que aprovecharon los atentados del 11 de marzo en su favor.
Desde entonces esta ha sido la interpretación oficial de las elecciones, que ha ido acompañada de descalificaciones al PSOE -es el partido del odio; Zapatero va a empobrecer España-, gestos destemplados como la llamada telefónica del ciudadano Aznar a G. W. Bush para indicarle que era contrario al regreso de las tropas de Iraq (un desestimiento irresponsable, escribía en ABC el 26/4/04) y una persistente obstrucción cuando han podido. Pero donde se ha mostrado más claramente el empecinamiento en aquella interesada interpretación de los hechos y la exculpación del Gobierno Aznar en la manipulación informativa que siguió a los atentados, ha sido en la comisión de investigación sobre el 11 de marzo, que el PP ha querido convertir en una investigación sobre lo que hizo el PSOE en aquellas fechas, olvidando quien gobernaba entonces.
Así, pues, hemos asistido a una doble estrategia de la confusión. Por un lado, los medios de información de la derecha han puesto en circulación la fábula de una conspiración para desalojar al PP del Gobierno, en la que confusamente se mezclan el GAL, ETA, Al Qaeda, los confidentes y los servicios de información marroquíes y franceses. Y por otro lado tratan de boicotear a la comisión de investigación solicitando informes insólitos y comparecencias improcedentes para inundarla de información no pertinente y desviarla de sus objetivos. Pero a pesar del desplante del fiscal Fungairiño -que alardea de no estar informado-, de la actuación circense de Martínez Pujalte y Del Burgo, de la comparecencia de Acebes, que repitió impertérrito la lección aprendida y pidió, de nuevo, que se investigase la relación de ETA con Al Qaeda y a quienes han sembrado la infamia, hemos podido conocer las contradicciones entre la versión dada por los mandos de los cuerpos de seguridad y los servicios de información y la sostenida por quienes entonces gobernaban. El propio ex director general de la Guardia Civil descartó la participación de ETA y la teoría de que el atentado tuviera como objeto provocar la derrota del PP en las elecciones, y el director del CNI (Dezcallar) afirmó que en esos días su servicio había sido mantenido al margen. También hemos conocido en qué condiciones y con qué recursos trabajan los cuerpos de seguridad del Estado. Hemos sabido que se había abandonado el seguimiento de sospechosos unos días antes de producirse el atentado; que el CNI investigaba a varios de los presuntos autores de la masacre; que existen montones de cintas en lengua árabe pendientes de traducir y que en no pocos casos los agentes filman los seguimientos con sus vídeos domésticos. Y la causa de que esto ocurra es siempre la misma: la falta de presupuesto. A esto hay que añadir que en los ocho años de mandato de Aznar se ha prescindido de unos 7.000 efectivos de la policía, entre investigadores y agentes. De manera que las medidas preventivas contra el terrorismo, de las que alardeaba Aznar para ponerse a la altura de sus socios de las Azores, eran pura retórica o una clara muestra de imprudencia, pues, desde el atentado de Casablanca, en mayo de 2003, servicios de información españoles y extranjeros habían avisado de que España podría ser un objetivo del terrorismo islamista.
Desechada por el PSOE la idea, compartida en su día con el PP, de que Aznar no aportaría nada nuevo a la comisión, cuando se ha pedido recientemente que comparezca en el PP han tenido otra rabieta. Zaplana ha señalado que esta es la comisión de la mentira y ha solicitado que también sea llamado Zapatero.
La comparecencia de Aznar es obligada. Teniendo en cuenta la forma autoritaria en que gobernó el partido (y todo lo demás), él es quien sabe mejor que nadie lo que hizo el Gobierno aquellos días. El jefe del Ejecutivo era Aznar, y Acebes era el lorito aplicado que despachaba en la Moncloa antes de ofrecer la información precocinada a la prensa. Pero además, Aznar debe comparecer porque ha sido el principal teórico del terrorismo en el PP y el que ha convertido la lucha contra él en el eje principal de la política nacional e internacional. Y como Presidente del Gobierno en aquellos aciagos días debe aclarar: 1) ¿Por qué, a la luz de sus luminosas ideas sobre el terrorismo, no se adoptaron medidas en consonancia y se dejaron al margen los informes de la policía y servicios secretos sobre grupos islamistas vinculados con Al Qaeda? 2). Tras los atentados, ¿por qué no se convocó inmediatamente el Pacto Antiterrorista, como propuso Zapatero? 3) ¿Por qué no se formó inmediatamente un Gabinete de crisis? 4) ¿Por qué ese gobierno reducido no guardó actas de sus reuniones en un momento de tal trascendencia? 5) ¿Por qué no se reunió realmente el gabinete de crisis hasta el día 16 de marzo para adoptar medidas relacionadas con el terrorismo? Por todo ello, cabe sospechar que, en una situación de emergencia nacional, el Gobierno funcionó más como el comité electoral del PP que como un gabinete de crisis. 
La estrategia del PP, seguir defendiendo contra viento y marea la gestión del anterior gobierno, es equivocada y muestra que la retirada de Aznar no se ha producido. No está en Yuste, como él anunciaba, sino mandando desde FAES. El PP, una vez pagado el precio político de sus errores con la derrota en las urnas, podría haber aprovechado los trabajos de la comisión para renovar su equipo. La depuración hubiera sido más fácil, pues no surgiría desde dentro del partido sino a consecuencia de un informe del Congreso. Pero quieren salvar la casa con todos los muebles, lo cual no es posible, y cada vez lo será menos, porque a medida que pasan los días vamos conociendo aspectos ignorados de su gestión, tanto en los grandes números (el déficit cero estaba maquillado, el  presupuesto de Fomento agotado para varios años, ignorados los informes contrarios al trasvase del Ebro, la financiación de Izar con fondos de la Unión Europea fue ilegal), como en detalles (la medalla de Aznar pagada con fondos públicos, el libro de Cascos en homenaje a sí mismo costeado del mismo modo y las cuantiosas subvenciones a una asociación patrocinada por Ana Botella), así como nuevos datos sobre otra muestra de opacidad del gobierno popular: el accidente del Yakolev-42, que convierte al ex ministro Trillo en campeón de la doblez o en maestro de la incompetencia.
El gran problema del Partido Popular es que no se atreve a enjuiciar de manera crítica la etapa de Aznar, porque de ello saldrían todos mal parados -Aznar por llevar el partido y el Gobierno por donde los llevó, y el resto por seguirlo de manera entusiasta- y se pondría en duda el partido sin fisuras ofrecido como modelo, desvelando que el hiperliderazgo sólo era autoritarismo o un insólito caso de encantamiento colectivo ejercido por una persona con poco carisma, que es casi peor, porque todo el partido habría seguido a Aznar como al flautista de Hamelín.
Las muestras de haberlo entendido son escasas: Zaplana ha saludado con entusiasmo la primera conferencia de Aznar en la universidad de Georgetown, en la que defendió la esencia secular de España y situó el origen del terrorismo de Al Qaeda en la invasión árabe del año 711. Así, los atentados del 11 de marzo no tendrían tanto que ver con la (ilegal, según Kofi Annan) decisión de invadir Iraq, el frente central de la guerra contra el terrorismo, según Aznar, como con la aspiración de recuperar Al Andalus. Pero mentiría si dijera que me disgusta esta persistencia en el error. Al contrario: a ver si así pierden las próximas elecciones, y las otras, y las otras...

Caballo loco


Se colmó la copa

 Tiempos salvajes nº 2, primavera, 2004

Aznar se va...
Aznar se va como había prometido, pero no como él había imaginado. Muy seguro de sí mismo, había preparado una salida de La Moncloa bien distinta: un sucesor idóneo ganaría las elecciones por mayoría absoluta y continuaría su programa de restaurar el franquismo sin Franco (pero con franquistas) y acercarnos al insolidario modelo social y económico norteamericano.
En apariencia, Aznar había triunfado en todos los frentes. Ni el parlamento ni las masivas movilizaciones en la calle han conseguido que en su mandato haya asumido responsabilidad alguna, modificado un ápice su postura o admitido razones diferentes de las suyas. Nada ha concedido a la oposición ni a la ciudadanía que le ha sido adversa. No ha reconocido errores ni carencias por más que los hechos -muchos- le hayan quitado la razón. Ha sido inflexible, terco, bronco y tramposo hasta el último momento. 
Instalado en la crítica permanente a la oposición y a los partidos nacionalistas, una vez que hubo logrado la mayoría absoluta y ya no precisó de ellos, ha hecho del autoritarismo, de la opacidad y la crispación su forma de gobernar, convirtiendo su mal carácter y su falta de reflejos en el estilo de trabajo de su partido, tan dado, por otra parte, al abuso de poder y a comportarse de modo chulesco. El estilo prepotente, y con frecuencia grosero, con el que Arenas, Cascos, Ramallo, Zaplana o De Grandes le han seguido como destacados camorristas, ha ido acompañado del silencio, de medias verdades y mentiras completas, de desmentidos, de propaganda sistemática, ocultación de fuentes y del control de la información pública. Aznar ha basado su gobierno en la bronca y en la opacidad.
Su forma de actuar ha sido dañina para las instituciones democráticas de este país, que, por su origen en la reforma de una dictadura, están necesitadas de un espíritu que les insufle claridad, transparencia, renovación, debate, apertura a la sociedad, anchura de cauces, rendición de cuentas y no poca autocrítica. Cualidades estas que el Partido Popular, inspirado en el franquismo, en la intransigencia católica y en el dogma ultraliberal, no puede proporcionar.
Aznar no sólo deja un clima político enrarecido y crispado sino un país que en demasiados aspectos ha situado entre los más atrasados de la Unión Europea. Los años de crecimiento económico ayudado por los fondos europeos no se han aprovechado para reducir la distancia que nos separa de los países más adelantados de la Unión, sino para aumentar la brecha como efecto de las medidas neoliberales aplicadas en materia económica y social.
Contra lo que afirma propaganda gubernamental, España está colocada en los últimos puestos de la U.E. en gasto social por habitante, en protección a la familia, gasto sanitario, prestación a la vejez, viudedad e invalidez; en vivienda protegida y en prevención de la exclusión social; en inversiones en educación, tecnología e investigación científica; en innovación, productividad, formación profesional, desarrollo humano, trabajo femenino y solidaridad internacional. Y en los primeros lugares en paro, trabajo precario, accidentes laborales, fraude fiscal, endeudamiento familiar, economía sumergida, precio de la vivienda y de la electricidad doméstica, en el número de pobres y lleva camino de ponerse en cabeza en número de delitos. Por otra parte, España es el país de la UE que más incumple los acuerdos del protocolo de Kioto sobre protección del medio ambiente.
Desde este punto de vista, el balance de la etapa Aznar es desastroso, porque de poco sirve que los grandes números de la economía indiquen que España va bien si las condiciones de vida de un número creciente de sus ciudadan@s van mal, incluso a peor.

Y llega Zapatero
Contra la opinión de los medios afines al PP, que muestran una derecha con  mal perder, el recuerdo de la gestión del PP ha influído en la decisión de los votantes que han dado la mayoría a Rodríguez Zapatero.
Es cierto que el bárbaro atentado del 11 de marzo, tres días antes de las elecciones, ha conmovido a la población y ha suscitado el clima emocional con que la gente ha acudido a las urnas. Pero también es cierto que, por lo general, en situaciones de emergencia nacional los ciudadanos suelen respaldar a los gobiernos, como así ocurrió al día siguiente del atentado, cuando millones de personas, siguiendo la convocatoria de las autoridades, se manifestaron en toda España contra el terrorismo, cuando aún creían que era ETA la autora de la matanza. Y hay que recordar que, a diferencia de la concentración contra ETA, celebrada en Barcelona el 27 de febrero, en la que el PP rehusó participar, en esta ocasión a Aznar y a la plana mayor del PP les faltó tiempo para ponerse detrás de una pancarta, cosa que habían reprochado a Zapatero durante las jornadas de protesta contra la invasión de Iraq.
Varios ministros del gabinete han acusado a las izquierdas de hacer un uso partidista de los atentados para ganar las elecciones, pero la realidad es la contraria, pues, ocultando a la opinión pública a los verdaderos autores del crimen y difundiendo la idea de que había sido ETA, el PP había encontrado un inesperado elemento dotado de una gran carga emocional para utilizarlo como refuerzo del eje central de su campaña -el terrorismo de ETA y la unidad de España-, en un momento en que las encuestas daban como resultado de las elecciones un empate técnico. Lo que ocurrió es que la maniobra fue tan burda y las mentiras tan evidentes que quedó una vez más de manifiesto, para quien no lo tuviera claro, que el Partido Popular era capaz de mentir y sacar ventaja hasta en el último minuto. El partido que había mentido nada más llegar al Gobierno, recuérdese la acusación nunca probada de que Solbes había concedido una amnistía fiscal a sus amigos, y había seguido mintiendo después (Gescartera, Ercross, Prestige, Yakolev, Iraq) en asuntos decisivos de la política nacional, se marchaba de la misma manera. 
Esta actitud poco noble, junto con los malos modales de Aznar, un hombre de la caverna con estilo de taberna, y los resultados de la política antisocial aplicada sin tregua durante ocho años han permitido que el PSOE haya podido recoger, además de sus votos fieles, los votos de dos millones de jóvenes y el de un millón y medio de abstencionistas, consiguiendo algo nuevo en la historia reciente: un vuelco electoral que ha desalojado del Gobierno a un partido que ha disfrutado sólo de una legislatura de mayoría absoluta.
El Partido Popular debería revisar críticamente su actuación en los últimos ocho años y especialmente la labor del hombre que lo ha conducido con mano férrea hacia el desastre.

Caballo loco