Tiempos salvajes nº 3. Otoño, 2004.
El
pasado 5 de junio falleció Ronald Reagan, cuadragésimo presidente de los EE.UU.
La clase política norteamericana le despidió con un funeral de estado y la
derecha occidental recordó con alabanzas su mandato. Se le recuerda por su
intención de desregular el mercado, reducir la función asistencial del Estado,
instaurar desde la Casa
Blanca una etapa de decisiones unilaterales, reavivar el
furor armamentista, aplicar una política exterior muy agresiva y elevar la
tensión con la URSS que condujo a su ocaso. Fue él quien anunció el final de la
guerra fría y estableció las bases de un nuevo orden mundial bajo la
indiscutible hegemonía de EE UU.
El balance de la gestión
de Ronald Reagan
Desde
un punto de vista medianamente progresista, el balance de su gestión merece
calificarse de catastrófico para los estratos más débiles de la sociedad
norteamericana y de otras a las que su poder alcanzó. Reagan, queriendo
aumentar la riqueza y la seguridad de las clases altas de EE.UU., contribuyó a
hacer un mundo más inseguro y más injusto, y como un aprendiz de brujo
desencadenó unas fuerzas que más tarde han puesto en jaque a su propio país,
además de a otros. El paso de los años ha desvelado todo el potencial
socialmente destructivo que contenía su programa, el cual, pese a todo, sigue
inspirando la acción de muchos gobiernos.
La
llamada por sus partidarios <revolución conservadora> fue una enérgica
reacción a la oleada progresista de los años sesenta, impulsada por el ala más
derechista del Partido Republicano, apoyada en fuerzas sociales tradicionales
que Reagan supo aglutinar. Esta es la clave para comprender la época que
comienza con él y que llega hasta nuestros días bajo la confusa etiqueta de
globalización, que no es un inevitable efecto económico, sino el resultado de
aplicar políticas neoliberales durante veinticinco años.
Ideas e ideólogos de la nueva derecha
El
neoliberalismo se ofrece como la explicación más razonable sobre los seres
humanos y la sociedad, y como el único programa político capaz de percibir la
realidad del mundo y de gobernarlo con algún sentido. Pretende contemplar al
ser humano como es realmente -un ser calculador y egoísta, que se mueve por el
interés- y se ofrece como el único discurso verosímil, que, sin embargo, ha
alterado el panorama general del pensamiento político, económico y moral de
occidente, e invertido los términos en los que la izquierda planteaba el debate
con su principal oponente.
El
programa neoconservador es consecuencia de la conjunción de corrientes
individualistas y antisocialistas, que, desde el campo académico y religioso,
reforzaron las opciones más extremas del programa republicano: liberal en
economía, tradicional en lo moral y conservador en lo social (familia, sexo,
aborto, pena de muerte),
segregacionista, partidario de la seguridad interior e intervencionista
en el exterior, confederal, anticomunista y nacionalista.
En
lo que respecta al origen académico, es difícil resumir en pocas líneas la
magnitud de la ofensiva intelectual conservadora elaborada por el conjunto de
universidades, clubes, fundaciones e institutos de EE.UU. que forman el think
tank del neoliberalismo, propagada por el aparato mediático norteamericano,
impulsada, en ocasiones manu militari, por los gobiernos de dos grandes
potencias (EE.UU. y Reino Unido) y aplicada por los organismos económicos
internacionales bajo su dependencia. Tal como señala Susan George, la
labor ideológica y propagandística de la derecha ha sido excepcional. Han
invertido cientos de millones de dólares, pero ha merecido la pena cada uno de
los centavos invertidos, ya que han logrado que hoy el neoliberalismo se llegue
a percibir como el curso normal y natural de la humanidad (...) De modo que, de
una reducida y desprestigiada secta, el neoliberalismo ha logrado convertirse
en la principal religión del mundo, con su doctrina dogmática, sus vicarías,
sus instituciones legislativas y, seguramente, su infierno para los paganos y
pecadores que osen criticar la revelación de la verdad.
La base teórica del pensamiento conservador procede de la
reinterpretación de textos de la economía clásica efectuada por los discípulos
de Hayek y Von Mises, Milton Friedman y sus compañeros de la universidad de
Chicago, para criticar la intervención económica del Estado y, explícitamente,
las propuestas socialistas (el mercado lleva a la democracia, pero la
planificación conduce a la dictadura). Las ideas que el piadoso Smith o el
cínico Mandeville esbozaron cuando el capitalismo mercantil se topaba con las
envejecidas estructuras del Antiguo Régimen se han tomado al pié de la letra
para atacar la planificación económica y la política redistributiva cuando el
capitalismo se ha convertido en el sistema económico dominante y sus nocivos
efectos sociales son difíciles de negar. El declive de las economías
planificadas -bien por implosión (URSS), bien por transubstanciación (China)-
ha proporcionado verosimilitud a este discurso.
Junto
a la glorificación del mercado como regidor absoluto -la mano invisible-, la
defensa del individualismo, basada en Mill o Bentham, y la tradición, tomada de
viejos conservadores como Burke, inspiró a modernos conservadores como
Podoretz, Bell, Kristol, Nozick, Novak o Popper, seguidos por una legión de
profesores, editores, escritores y periodistas que recibió fuerte apoyo
financiero de una red de fundaciones, universidades, asociaciones e institutos,
como la Hoover
Institution on War, la Heritage Foundation,
Revolution and Peace, el Instituto Americano de Empresa, Cato Institute,
Manhattan Institute for Policy Research, Freedom House, el Comité por un Mundo
Libre, el Comité por la Supervivencia de un Congreso Libre, American Institute
for Free Development, entre otras, y de periódicos como Commentary, New
America, Public Interest y los vinculados al American Enterprise
Institute for Public Research, Public Opinion, Regulation, The
AEI Economist y AEI Policy and Defense Review.
Otro aporte importante al programa de Reagan vino del ámbito
religioso más retrógrado representado por La voz cristiana, la Mesa Redonda Religiosa,
la
Iglesia Cristiana Fundamentalista, la Iglesia Metodista Unida
y especialmente la
poderosa Mayoría Moral, del reverendo Falwell, y del
Instituto sobre Religión y Democracia. En muchos casos, estas iglesias y
asociaciones religiosas tenían vínculos orgánicos con las mencionadas
organizaciones civiles.
Los años sesenta: la revolución innovadora
En
el marco de una serie de conflictos internacionales, en los años sesenta y
parte de los setenta se produce en EE.UU. una rápida transformación, que si
bien no merece el calificativo de revolución política sí supone una revolución
social, porque los cambios que venían gestándose aparecen tumultuosamente por
la actividad de jóvenes, estudiantes, mujeres, intelectuales, gentes de la
cultura o pertenecientes a minorías raciales, sociales o sexuales, que
responden de manera pública y colectiva a problemas económicos y políticos y
demandan cambios en la forma de gobernar, de trabajar, de educar y de vivir.
Con la impaciencia propia de las nuevas generaciones y la urgencia de los
colectivos excluidos del estilo de vida americano o de sus críticos, se
reclaman cambios inmediatos.
Como
todo movimiento social extenso y diverso, la movilización de esos años tuvo su
obligada cuota de excesos y desviaciones. A mitad de la década del 70, los
mejores y los peores efectos de la explosión social se percibían claramente. El
movimiento se agotaba y quedó en formas petrificadas de vida alternativa, de
existencias extremas: guetos, marginación y residuos del gran movimiento. Y
tanto como los éxitos, los cambios positivos y las reformas legales, también
eran visibles los excesos, los fracasos y las víctimas, que servirían de
pretexto inicial a la reacción conservadora.
Los
años sesenta y setenta significan ruptura de normas, hedonismo, elección de
formas de vida; pacifismo; comunidad y solidaridad: en definitiva, liberación
individual y colectiva y acceso a nuevos derechos. El llamado <neoliberalismo>
de Reagan no traerá más libertad sino menos; más marginación y represión; menos
solidaridad y más individualismo y competitividad; más contención y más
religión y, por supuesto, más pobreza y más desigualdad, que se convierte en el
leit motiv de la restauración conservadora. Porque la tan proclamada
libertad, para los conservadores no es más que un pretexto para acentuar la
desigualdad, que es la eterna meta de los estratos sociales privilegiados.
Los años ochenta: la revolución "conservadora"
La
sociedad norteamericana sobre la que va a actuar el discurso conservador está
sometida a rápidas mutaciones -la América inestable, de la que habla
Bell-sumida en una crisis económica y en la desorientación política. Los
titubeos de Carter supusieron, para muchos norteamericanos, un mandato
decepcionante.
En
el ámbito político, además del desconcierto por la oleada de asesinatos
políticos (hermanos Kennedy, Luther King y otros dirigentes negros o blancos
integracionistas) de los años 60, está afectada por el caso Watergate, que
provoca la renuncia de Nixon (1974), por la derrota en Vietnam (1975), por el
avance de la URSS en África y Asia (Afganistán) y por la reciente caída de
regímenes aliados en Irán y Nicaragua (1979), que amenaza el equilibrio de zonas estratégicas como Oriente Medio y América
Central, donde el gobierno de Panamá reclama la devolución del canal y la
guerrilla acosa a la junta militar de El Salvador. La impresión popular sobre
la pérdida de vigor de los EE.UU. se confirma con la restricción del consumo y
la subida del precio de la gasolina a consecuencia del embargo del crudo árabe,
y por las consecuencias de la recesión de los años 1973 a 1975 y de 1980 a 1982.
Ya
en el ámbito económico, dichas recesiones están lejos de ser coyunturales o
causadas por agentes externos (subida del precio del petróleo y de diversas
materias primas), pues fenómenos como la inflación, el desempleo, la caída de
las bolsas y la inestabilidad monetaria señalan la entrada de las economías
occidentales (salvo Japón) en un largo período de incertidumbre que pone fin al
modelo productivo surgido después de la II guerra mundial, regulado por las
instituciones de Bretton Woods. Dicho en otros términos, y aunque entonces no
se percibía así, había concluido la larga fase de expansión capitalista
iniciada en 1945 y se entraba en una
etapa de recesión que iba a afectar a la estructura y funciones del modelo de
acumulación de capital.
Durante
el mandato de Carter, pese a
recuperaciones pasajeras, la economía había evolucionado mal, y por causas
diversas como la crisis fiscal y el recorte de servicios, la vida se hacía cada
día más difícil en las grandes ciudades, azotadas además por el aumento de la
delincuencia.
Carter, que ya había adoptado algunas medidas de corte
neoliberal que luego Reagan ampliaría, había percibido el estado de ánimo de la
nación y señalado el peligro de que los EE.UU. pudieran convertirse en un país
de pesimistas, pero sería Reagan quien se presentase como el hombre capaz de
devolver a la nación la confianza en sí misma y retornar a la América feliz,
para lo cual había que privar de funciones asistenciales al Estado, demasiado
poderoso y poco capaz, restaurar los valores tradicionales -moral, familia,
nación, religión-, dejar actuar al mercado y aumentar el presupuesto de
defensa. Se trataba de acometer un gran rearme militar además de ideológico.
Con
respecto al rearme militar, la Iniciativa de Defensa Estratégica, o guerra de
las galaxias según la jerga de la prensa, fue el proyecto de más envergadura de
la
Administración Reagan, que apoyó programas del gobierno
anterior (los misiles MX o el bombardero BI) y puso en marcha otros (el misil Midget, la bomba de neutrones, el
submarino atómico Trident y los
misiles de alcance medio Pershing 2).
Todo ello con la intención de superar la etapa de disuasión nuclear, basada en
una situación de equilibrio armado con la URSS, que había llevado al
convencimiento de que no habría claramente un ganador en el caso hipotético de declararse
una guerra.
Pues
bien, Reagan trasladó a los norteamericanos la idea de que era preciso acabar
con la incertidumbre de un resultado desfavorable y convencer a la URSS y al
mundo de que sólo podía haber un ganador: los Estados Unidos. Para lo cual
había que romper de manera unilateral la situación de empate armamentístico
llevando el rearme a cotas imposibles de alcanzar por la URSS. Con referencia
al rearme ideológico, hay dos asuntos en materia moral que tuvieron mucha
importancia para los conservadores: las drogas y la sexualidad. A finales de
los setenta se había extendido el consumo de marihuana, también el de heroína y
el de cocaína, ésta entre la clase media blanca, y saltado a las páginas de los
periódicos, al cine y a la
música. Y de ahí pasó a convertirse en uno de los argumentos
centrales del discurso conservador. Y lo
mismo ocurrió con la sexualidad, que, como una
verdadera revolución, había roto con las normas tradicionales y presentaba,
sin hipocresía, un gran abanico de opciones personales (parejas abiertas, amor
libre, comunas), actividades (encuentros, terapias, talleres, publicaciones,
asociaciones) e iniciativas (campañas de orientación y prevención, control de
natalidad, educación sexual temprana), que alarmaban a los conservadores, para
quienes todo era calificado de pornografía y considerado una de las causas de
la decadencia de los EE.UU.
De
entre los muchos moralistas que arengaban al público desde la televisión y
apoyaron a Reagan, hay que destacar al predicador Jerry Falwell, dirigente de la poderosa Mayoría Moral,
que emprendió una campaña por la regeneración espiritual -América debe
volver a Dios-, contra el derecho al aborto y contra la pornografía.
Kenneth Starr, el fiscal que años después encabezaría el ataque republicano
contra Clinton utilizando sus relaciones con Mónica Lewinsky, también figuraba
entre los moralistas más intransigentes.
En
1984, Reagan encargó al Fiscal General otra investigación sobre los efectos de
la pornografía en los consumidores de este tipo de productos (revistas, libros,
cine, video). En 1986, Edwin Meese, a la vista del informe, señaló que
probablemente la pornografía era perjudicial, pero ahí acabó todo. No parece
casual que dos revistas tan diferentes como Time y Cosmopolitan
señalaran, cada una por su lado, que la revolución sexual había terminado en
1980. Pero lo que modificó la conducta sexual de los norteamericanos fue la
aparición, en 1982, de una misteriosa enfermedad que recibió el nombre de
síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA), que en 1986 ya había producido
la muerte de 16.000 personas y afectado a más 36.000. El SIDA proporcionó
nuevos argumentos a los moralistas, que lo consideraron un castigo divino.
La
preocupación por el declive de la moralidad se reflejó en el crecimiento del
sentido religioso de la vida, en la proliferación de iglesias fundamentalistas
y en la reorientación conservadora de otras de talante más liberal. Según
escribe P. Jenkins, entre finales de la
década de 1960 y principios de la de 1980, denominaciones liberales como los
episcopalianos, metodistas y presbiterianos sufrieron un cataclísmico descenso
en el número de seguidores, perdiendo en algunos casos el 20 ó 30% de sus
fieles. Entretanto, iglesias conservadoras como los Baptistas del Sur y las
Asambleas de Dios registraban crecimientos del 50% en el mismo período. Durante
los años ochenta, los sondeos de opinión solían indicar que cerca de la mitad
de la población creía firmemente en la explicación de la Creación que figura en
el Génesis y rechazaba la evolución como
una moda secularizadora; asimismo, la mayoría quería que su postura se enseñase
en las escuelas.
El objetivo teórico de la regeneración conservadora era
restaurar la moral de los pioneros invocando los viejos valores que habían
hecho grande al país. Sin embargo, la moral del pionero correspondía a la
austera etapa de la fundación, felizmente superada por una etapa de abundancia
y comodidad que poco tenía que ver con el siglo XIX. La frugalidad, la
disciplina, el trabajo y la piedad podían ser invocados como principios, pero
el conjunto de la doctrina, así como sus fines habían cambiado. Señala Bell que
el puritanismo como práctica social sufrió una transformación a lo largo de
200 años, pasando de la rigurosa predestinación calvinista (...) a justificar
el darwinismo social del individualismo desenfrenado y el lucro (como ha
observado Edmund Morgan, Benjamín Franklin se ganaba su dinero, pero John D.
Rockefeller pensaba que el suyo venía de Dios).
La restauración conservadora pretendía volver a unir la nación
y la religión, el patriotismo y la piedad y erradicar la laxa moral de los años
sesenta, cuando el sentido crítico y el hedonismo habían favorecido ciertas
formas de agnos-ticismo y desviado el sentido religioso cristiano hacia la
naturaleza (animismo ecológico), hacia creencias sincréticas más o menos
formales (hinduismo, budismo, hippismo) o hacia credos consagrados, como el
Islam para una parte importante de la población afroamericana. Empero, el
discurso moral de los conservadores y su práctica política tenían fines
distintos: el primero pretendía unir moralmente a la nación; la segunda,
disgregarla socialmente. El primero era igualitario en el ámbito espiritual, la
segunda era desigualitaria en el ámbito económico, pero tal contradicción
quedaba justificada por el individualismo que late en el calvinismo, en el
cual, el éxito personal en los asuntos terrenos se considera una prueba de
estar entre los elegidos del Cielo. Desde su origen, el calvinismo es una
doctrina selectiva -no todos los creyentes se salvarán-, que en el caso de
EE.UU. refuerza el credo nacional de ser un pueblo elegido. De este modo, los
conservadores cuentan con un discurso de indudable potencia para justificar los
resultados de su manera de gobernar, porque el triunfo o el fracaso de los
individuos no depende de la acción política ni de la estructura económica sino
de sus propios méritos. Reducida la intervención asistencial del Estado sobre
la sociedad, sólo queda la libre competencia entre individuos que miran para sí
mismos, y, en consecuencia, el triunfo de los mejores, que serán los elegidos
de un pueblo elegido. ¿Cabe imaginar mayor justificación moral para los mejor
situados? Así se puede ser rico sin complejos; sin complejo de culpa ni responsabilidad
social.
Desde este punto de vista, no cabe sorprenderse de las
ideas de Rockefeller y de otros tantos afortunados acerca del origen de sus
fortunas. Ni tampoco cabe hacerlo sobre la superioridad que muestran las clases
altas en sus relaciones sociales, puesto que se consideran los mejores entre
los mejores y esperan ser tratados como corresponde. Igualmente, esta noción
económico-religiosa les es de suma utilidad, pues supone una vacuna ante la
visión de la injusticia y la desigualdad, frente a las cuales no les cabe
responsabilidad alguna: a causa de la desigualdad natural, los pobres son los
únicos causantes de su situación. Así, las víctimas son culpables de su propia
desgracia.
Muchos
de los vagabundos lo son por propia elección, señaló Reagan en una ocasión, pero algo tuvieron que ver
sus decisiones políticas, porque el número de vagabundos creció en tres
millones durante su mandato.
La
ofensiva ideológica conservadora, en aras de alcanzar las luminosas metas
imperiales, planteaba en términos muy confusos y engañosos un nuevo trato entre
los ciudadanos norteamericanos que sustituyera al viejo trato derivado del New
Deal rooseveltiano, de los programas asistenciales de la gran sociedad de
Johnson y prescindiera del humanitarismo de Carter. El eje principal del nuevo
trato era acentuar la desigualdad social que los programas asistenciales
públicos, tímidos y tardíos, habían podido mitigar pero no erradicar, con
lo cual, el coste de volver a hacer grande América (America is back)
se cargaba sobre las clases sociales más modestas mientras que los beneficios
irían a parar a los mejor situados.
El
discurso desigualitario
suscitaba la desconfianza en las clases humildes, en particular en los estratos
más pobres, y promovía la confianza en los ricos, en los empresarios,
considerados como los exclusivos creadores de riqueza.
Los
pobres tienen demasiado y los ricos demasiado poco fue uno de los lemas que utilizó Reagan
para justificar una política antisocial, que invertía el sentido de la acción
asistencial del Estado y lo pervertía al encaminarlo a proteger los intereses
de las clases altas.
Una
intensa campaña de propaganda sustituyó la consigna de Johnson de hacer la
guerra a la pobreza por la
de Reagan de declarar la guerra a los pobres. Todos aquellos
que percibían ayudas del Estado -parados, mendigos, gente sin hogar, enfermos,
niños, ancianos, emigrantes, madres solteras- eran calificados de improductivos
y convertidos en sospechosos de querer vivir a expensas de los contribuyentes,
con lo cual, para terminar con el pretendido parasitismo de los estratos
sociales más bajos, se modificó la política fiscal. Quedaban, así, justificadas las rebajas de
impuestos, que afectaron en especial a
las rentas más altas, y las ayudas del Gobierno al sector productivo, en particular
a las grandes empresas. Señala Birnbaum que el
gran servicio de Reagan al capital consistió en dirigir el enfado de la clase
obrera blanca y de la clase media trabajadora hacia abajo. El estancamiento se
debía a quienes no eran bastante inteligentes, o eran muy vagos para adaptarse
al mercado, que estaban desangrando los recursos nacionales.
Esa
política, amparada en un discurso demagógico que defendía los valores de la moral del pionero y la ética del
trabajo, permitió, junto con las reformas laborales desreguladoras, disciplinar
a la población trabajadora y, por otro lado, presentar el aumento de los
beneficios del capital como una remuneración legítima de los ricos, porque eran
los más productivos, además de los más patriotas.
Habitualmente,
los intereses particulares de la clase capitalista de EE. UU. han sido
presentados como los intereses generales de la sociedad norteamericana -lo
que es bueno para la
General Motors es bueno para EE.UU.-, curiosamente
definida, por una sociología más interesada en justificar el orden social que
en describirlo objetivamente, como una sociedad de clases medias. Pero han
sido, históricamente, los intereses y necesidades de las clases altas las que
han orientado, de un modo u otro y con más o menos intensidad, el llamado
interés nacional.
No
obstante, como señala Vicens Navarro, la
clase capitalista más poderosa de la tierra parece inexistente; es una clase
“silenciosa”. Sólo en contadas ocasiones se presenta, discute, aplaude o
denuncia a quienes están “en la cumbre” como clase capitalista (...) La clase
capitalista estadounidense es, sin embargo, la que tiene mayor conciencia de
clase de todas las clases existentes en EE.UU., y los actuales dirigentes del
Partido Republicano representan el estrato con mayor conciencia de esa clase.
En la desenfrenada persecución de sus objetivos han mostrado el comportamiento
más agresivo empleado por clase alguna desde principios de siglo en EE.UU.
(...) El liderazgo de Reagan y la administración
republicana han mostrado una agresividad sin precedentes en sus comportamientos
de clase.
Por
ello, es lógico que el Partido Republicano utilizara el poder del Gobierno
federal, que tanto había criticado, para defender prioritariamente los
intereses de la clase social que presuntamente representaba el interés nacional
en detrimento de los del resto de la población, que era sólo la suma de
intereses particulares, como señala Chomsky: En
la derecha se percibe que la democracia se ve amenazada por los esfuerzos de
organización de los que se conocen como “intereses especiales”, un concepto de
retórica política actual que hace referencia a los trabajadores, los
agricultores, las mujeres, los ancianos, los jóvenes, los minusválidos, las
minorías, etc -en breve, la población en general-. En las campañas
presidenciales de la década de los 80, se acusó a los demócratas de ser el
instrumento de estos intereses especiales, minando así el “interés nacional”,
que se asumía tácitamente estar representado por el sector destacadamente omitido
de la lista de intereses especiales: las grandes empresas, las instituciones
financieras y otras élites de los negocios.
Por otra parte, los intereses de las clases
alta y media alta están vinculados, a través del aparato productivo y de los
grandes negocios, con los intereses de la defensa de la patria (el complejo
militar industrial) y con la proyección nacional en el exterior, el
imperialismo norteamericano (ahora globalización), amparado ideológicamente en
la doctrina del destino manifiesto, que atribuye a EE.UU. la misión de defender
la libertad en el mundo y propagar la democracia.
Los
vínculos señalados por Wright Mills
entre los círculos civiles y militares de la clase alta norteamericana se
habían estrechado hasta formar un nudo de intereses, denunciado por Eisenhower
en su discurso de despedida como el complejo militar e industrial, que se hizo
evidente con Reagan y ha alcanzado niveles de escándalo con Bush II. De modo
que el discurso neoliberal contra el Estado keynesiano no tenía como verdadero
fin disminuir el papel del Estado sino pasar de un keynesianismo social a un
keynesianismo militar, como señala Navarro: La estimulación de la economía
mediante el gasto público, el recorte de impuestos y los déficits constituye la
práctica básica del keynesianismo (...) Reagan está siguiendo unas políticas
intervencionistas más activas que las de cualquier presidente posterior a la II Guerra mundial. Su
administración ha ido más allá del mero keynesianismo. A través de los gastos
militares, Reagan está rediseñando y guiando la naturaleza de la economía
estadounidense.
La
intervención del Gobierno Reagan sobre la economía ha sido considerada por
algunos autores norteamericanos la mayor planificación económica mundial
después de la Unión
Soviética (Navarro, Ibíd.).
Un renegado Robín Hood
Reagan
fue un hombre que no procedía de las élites -económica, financiera, política o
cultural- de los EE.UU., sino de una familia empobrecida por la gran depresión
y ayudada por el New Deal, que utilizó el Gobierno federal para
desmontar las estructuras solidarias que habían mitigado la desigualdad entre
ricos y pobres. Políticamente, fue una especie de renegado Robin Hood que
entregaba a los ricos lo que arrebataba a los pobres. La falaz metáfora de que
primero había que aumentar el tamaño de la tarta para luego repartirla
ocultaba los inicuos criterios del
reparto. En realidad, el programa de Reagan quedaba mejor explicado con la
parábola evangélica del rico Epulón y el pobre Lázaro, pues durante ocho años la Casa Blanca se dedicó
a llenar de jugosas viandas la mesa del rico Epulón con la esperanza de que las
migas que pudieran caer alimentasen a los pobres lázaros.
La consigna América primero, que
sirvió de cobertura ideológica para recortar ayudas a emigrantes, infancia,
población negra, madres solteras,
ancianos y enseñanza en español para facilitar la integración de emigrantes
latinos (que quedó en asimilación sin condiciones), significaba que la América
de Reagan se refería a la población blanca bien situada económicamente.
Durante su mandato las subvenciones a las grandes ciudades
disminuyeron entre un 60% y un 70%, lo que fue una causa, entre otras, de la
proliferación de mendigos y gente que vivía en cajas de cartón. Un nuevo
término sociológico surgió para definir
al colectivo que vivía al raso: homeless, personas sin hogar o sin
techo.
Mientras los gastos militares pasaban del 8% al 12% del
PIB, entre 1981 y 1985, las prestaciones sociales descendieron del 11,2% al
10,4% del PIB en las mismas fechas. Los gastos en infraestructuras y recursos
naturales pasaron del 1,6% a 1,2% del PIB y los fondos destinados a ayudas a
gobiernos locales pasaron del 3,3% al 2,7% del PIB, según el artículo de
Navarro ya citado, quien señala también que el ingreso familiar medio, valorado
en dólares constantes de 1981, fue en ese año un 11% inferior al de 1973.
Como resumen podríamos decir que el mandato de Reagan tuvo
como uno de sus ejes centrales acentuar el darwinismo social en una sociedad
fuertemente competitiva y reintroducir un componente tradicional y autoritario
como factor de gobierno. El Estado se hizo menos preventivo y más punitivo, más
militar y vigilante. Y la sociedad, menos liberal y más religiosa pero más
despiadada, fue sometida a la cura de un círculo vicioso: había que aumentar
los gastos de defensa y había que reducir impuestos para fomentar la inversión,
luego había que reducir los gastos sociales, que fomentaban la descomposición
social al dejar de actuar sobre los estratos más débiles, lo cual tenía como
resultado el aumento de la marginalidad y la delincuencia, que a su vez
incrementaba la inseguridad, que tenía como paliativo el aumento de la represión. De modo
que el interesado debate sobre aumentar el papel del mercado y disminuir el
del Estado, en realidad encubría otro de
diferente calado: decidir el sentido de la intervención del Estado. Expresada
de manera descarnada y sin la habitual hojarasca ideológica, la fórmula
propuesta por el Gobierno de Reagan fue: menos Estado social y más Estado imperial.
Los demócratas instituyeron el Medicare, asistencia médica pública para
personas mayores, y el Medicaid, para los más desfavorecidos, pero aún quedaban
más de 40 millones de personas sin protección pública por enfermedad.