En un día como hoy, mientras se debate
en el Congreso la moción de censura que tiene el propósito de desalojar del
Gobierno al corrompido partido de Rajoy, sólo me atrevo a exponer una desusada
noción de la política.
La
humana actividad de la política es necesaria porque no somos ni ángeles ni
bestias; porque, a nuestro pesar, tenemos mucho de bestias pero nos creemos
ángeles, y sobre todo, porque estamos solos, arrojados a un mundo sin dioses y
excluidos del mundo de las bestias, y, por tanto, el orden humano es de nuestra
exclusiva incumbencia.
La política es la actividad -¿la
ciencia, el arte?- empeñada en intentar fundar un orden terrenal -no celestial-,
inestable y cambiante a pesar de los esfuerzos por dotarlo de homogeneidad y
permanencia, en el que los humanos, seres con grandes limitaciones, desmedidos
deseos y tremendas ambiciones, puedan cooperar de la forma que sea -por acuerdo
o coerción, o por una combinación de ambas- para sobrevivir.
Los humanos, como los primates
más evolucionados que somos, nos hemos apartado de la naturaleza, en donde
tenemos nuestro origen como individuos y como especie y, en parte, de nuestro
hábitat, pero no nos hemos apartado lo suficiente como para ser sólo entes
culturales.
Nos hemos adaptado y apartado, a la vez,
de la naturaleza transformándola, en lugar de sólo adaptarnos a ella como hacen
los demás animales, y nos hemos transformado nosotros a medida que hemos
transformado el entorno. Hemos cambiado el medio -los medios, pues somos la
única especie que puede habitar en medios naturales tan dispares-, pero en ese
proceso hemos mutado y nos hemos convertido en seres culturales, determinados
por la naturaleza, claro, pero también por nuestras propias creaciones para
alejarnos de ella.
Con esto, pretendo señalar que compartimos
con los animales el inexorable mandato de la naturaleza, que es asegurar la
continuidad de las especies mediante los instintos de supervivencia y de reproducción
de cada individuo, y segundo, que no compartimos, al menos plenamente, el modo
asumido por los animales para cumplir esos imperativos mandatos.
Los humanos -los humanes, como
escribe Mosterín, cuando nos considera una especie- hemos escapado, aunque no
del todo, a esas determinaciones de la naturaleza, y si descartamos por
inverosímil la hipótesis religiosa que asegura -sin pruebas- que existe una
sublime y eterna inteligencia que gobierna el orden celeste, del cual el orden
terrestre es sólo una emanación imperfecta, entonces podemos referirnos a la necesaria
función de la política.
Y si no somos plenamente ni bestias ni
ángeles, sino que compartimos porciones de ambos, que somos pasión y razón a la
vez, nuestro orden social es precario; por eso es necesaria la política: el arte
o la ciencia de gobernar, de gobernarnos, y de afrontar los asuntos comunes.
Hablar sobre la política obliga a referirse
al origen urbano del término griego, pues, en la cultura europea occidental, es
en la Grecia clásica donde surgen las primeras reflexiones sobre los obstáculos
que encuentra la convivencia entre personas desconocidas, es decir, el trato
permanente entre gentes que no son ni lejanamente parientes. Y es en la polis -la ciudad/Estado-, en el limitado
territorio donde se agrupan de manera estable personas extrañas, donde
inicialmente se medita acerca de las dificultades que entraña esa permanente y
forzada convivencia.
La ciudad, no sólo entendida como diseño
urbano, sino como espacio para convivir y como metáfora del Estado, es el
ámbito específicamente humano, artificial, logrado por miles de años de
civilización que nos ha alejado del ámbito propio de los animales, que es la
naturaleza. En ese ámbito exclusivamente humano se entrecruzan cada día miles
de trayectorias vitales y de proyectos particulares, que no son coincidentes ni
en sus medios ni en sus fines, de ahí viene la necesidad de organizar, limitar
y encauzar, tales proyectos para evitar que choquen y que se destruyan
recíprocamente en su aspiración a realizarse. La ciudad (el Estado moderno) es,
así, además de un ámbito artificial, un territorio conflictivo en precario
equilibrio, amenazado por las contradictorias apetencias de grupos e
individuos.
Aristóteles, que consideraba que el orden
social depende de la voluntad de muchos, veía, ya en el siglo IV antes de
Cristo y en una civilización bien distinta a la nuestra, las tensiones que
podían acabar con la ciudad y proponía una ética eminentemente práctica que las
contuviera y condujera, y que tuviera, por demás, su continuación en la
política como gestión de los asuntos comunes, pues, si cada ciudadano o cada
grupo asumía que sus aspiraciones debían contemplar como obligado límite las
aspiraciones de otros, era posible garantizar la permanencia de ese ámbito, que
él consideraba natural -tan natural como la agrupación de las abejas, señala-,
en el que dichas aspiraciones pudieran realizarse.
Pero no somos abejas, aunque estemos en un
avispero. Lo que espero, aunque quizá ya sea tarde, es que en el Congreso
predomine la razón antes que la pasión, las razones antes que las pasiones; la
candidez de los ángeles antes que los instintos de las bestias. Pero no estoy
seguro de que así ocurra.