jueves, 31 de mayo de 2018

La política necesaria


En un día como hoy, mientras se debate en el Congreso la moción de censura que tiene el propósito de desalojar del Gobierno al corrompido partido de Rajoy, sólo me atrevo a exponer una desusada noción de la política.
La humana actividad de la política es necesaria porque no somos ni ángeles ni bestias; porque, a nuestro pesar, tenemos mucho de bestias pero nos creemos ángeles, y sobre todo, porque estamos solos, arrojados a un mundo sin dioses y excluidos del mundo de las bestias, y, por tanto, el orden humano es de nuestra exclusiva incumbencia.
La política es la actividad -¿la ciencia, el arte?- empeñada en intentar fundar un orden terrenal -no celestial-, inestable y cambiante a pesar de los esfuerzos por dotarlo de homogeneidad y permanencia, en el que los humanos, seres con grandes limitaciones, desmedidos deseos y tremendas ambiciones, puedan cooperar de la forma que sea -por acuerdo o coerción, o por una combinación de ambas- para sobrevivir.
Los humanos, como los primates más evolucionados que somos, nos hemos apartado de la naturaleza, en donde tenemos nuestro origen como individuos y como especie y, en parte, de nuestro hábitat, pero no nos hemos apartado lo suficiente como para ser sólo entes culturales.
Nos hemos adaptado y apartado, a la vez, de la naturaleza transformándola, en lugar de sólo adaptarnos a ella como hacen los demás animales, y nos hemos transformado nosotros a medida que hemos transformado el entorno. Hemos cambiado el medio -los medios, pues somos la única especie que puede habitar en medios naturales tan dispares-, pero en ese proceso hemos mutado y nos hemos convertido en seres culturales, determinados por la naturaleza, claro, pero también por nuestras propias creaciones para alejarnos de ella.
Con esto, pretendo señalar que compartimos con los animales el inexorable mandato de la naturaleza, que es asegurar la continuidad de las especies mediante los instintos de supervivencia y de reproducción de cada individuo, y segundo, que no compartimos, al menos plenamente, el modo asumido por los animales para cumplir esos imperativos mandatos.  
Los humanos -los humanes, como escribe Mosterín, cuando nos considera una especie- hemos escapado, aunque no del todo, a esas determinaciones de la naturaleza, y si descartamos por inverosímil la hipótesis religiosa que asegura -sin pruebas- que existe una sublime y eterna inteligencia que gobierna el orden celeste, del cual el orden terrestre es sólo una emanación imperfecta, entonces podemos referirnos a la necesaria función de la política.
Y si no somos plenamente ni bestias ni ángeles, sino que compartimos porciones de ambos, que somos pasión y razón a la vez, nuestro orden social es precario; por eso es necesaria la política: el arte o la ciencia de gobernar, de gobernarnos, y de afrontar los asuntos comunes.
Hablar sobre la política obliga a referirse al origen urbano del término griego, pues, en la cultura europea occidental, es en la Grecia clásica donde surgen las primeras reflexiones sobre los obstáculos que encuentra la convivencia entre personas desconocidas, es decir, el trato permanente entre gentes que no son ni lejanamente parientes. Y es en la polis -la ciudad/Estado-, en el limitado territorio donde se agrupan de manera estable personas extrañas, donde inicialmente se medita acerca de las dificultades que entraña esa permanente y forzada convivencia.
La ciudad, no sólo entendida como diseño urbano, sino como espacio para convivir y como metáfora del Estado, es el ámbito específicamente humano, artificial, logrado por miles de años de civilización que nos ha alejado del ámbito propio de los animales, que es la naturaleza. En ese ámbito exclusivamente humano se entrecruzan cada día miles de trayectorias vitales y de proyectos particulares, que no son coincidentes ni en sus medios ni en sus fines, de ahí viene la necesidad de organizar, limitar y encauzar, tales proyectos para evitar que choquen y que se destruyan recíprocamente en su aspiración a realizarse. La ciudad (el Estado moderno) es, así, además de un ámbito artificial, un territorio conflictivo en precario equilibrio, amenazado por las contradictorias apetencias de grupos e individuos.
Aristóteles, que consideraba que el orden social depende de la voluntad de muchos, veía, ya en el siglo IV antes de Cristo y en una civilización bien distinta a la nuestra, las tensiones que podían acabar con la ciudad y proponía una ética eminentemente práctica que las contuviera y condujera, y que tuviera, por demás, su continuación en la política como gestión de los asuntos comunes, pues, si cada ciudadano o cada grupo asumía que sus aspiraciones debían contemplar como obligado límite las aspiraciones de otros, era posible garantizar la permanencia de ese ámbito, que él consideraba natural -tan natural como la agrupación de las abejas, señala-, en el que dichas aspiraciones pudieran realizarse.
Pero no somos abejas, aunque estemos en un avispero. Lo que espero, aunque quizá ya sea tarde, es que en el Congreso predomine la razón antes que la pasión, las razones antes que las pasiones; la candidez de los ángeles antes que los instintos de las bestias. Pero no estoy seguro de que así ocurra.

viernes, 25 de mayo de 2018

Del ciudadano ácrítico: el retorno del idiota


Observo que el tema de esta sesión de las “Jornadas”[1] viene definido por tres sugerentes voces -conciencia, crítica y ciudadanos-, así que, a tenor de lo que me suscita la unión de estas tres palabras, antes de responder al interrogante  que señala el título en cuestión, voy a plantear otras preguntas que vienen al hilo del asunto: ¿Podemos imaginar una ciudadanía que no sea crítica? ¿No es el espíritu crítico y vigilante lo que caracteriza a la ciudadanía?
En el Antiguo Régimen, el discurso crítico que brotaba desde los estamentos subalternos contra el ilimitado poder regio, que reservaba la función gubernativa a los altos estamentos -nobleza y clero- e imponía deberes y obediencia al estado llano, es lo que acabó con la figura del súbdito e hizo aparecer la figura del ciudadano burgués, que, más tarde, y debido a las demandas políticas del movimiento obrero, dio lugar al ciudadano moderno, que es un sujeto reclamante de derechos, razonante y crítico, vigilante del poder político, activo y revolucionario, pues introduce una nueva forma de concebir la política, es decir, de acceder y ejercer el poder, para atender a unos asuntos que se van a considerar públicos (comunes, abiertos y opinables) y no reservados a la ocupación privada y permanente de una casta.  
La figura del ciudadano, con tiempo y esfuerzo, y en medio de notables tensiones sociales y de saltos atrás, muy frecuentes y graves en el caso de España[2], ha ido creciendo en derechos nominales y reales, pero desde el punto de vista de la praxis política, hoy, en las postrimerías del siglo XX, en Occidente, el vigoroso trazo que perfilaba al ciudadano se ha ido debilitando, erosionado por los cambios jurídico-políticos, que, desde la década de los años setenta, han dado lugar a los regímenes de democracia dura o fuerte, que ya anticipaba Agnoli[3], como autoritaria respuesta a la crisis de legitimación, que, según Habermas, sufre, desde entonces, el Estado democrático.
En este orden de cosas, uno de los cambios políticos más importantes ha sido sentar las condiciones para que surja un discurso que equipara la figura del ciudadano a la del contribuyente, a la del consumidor o a la del modélico votante. Este programado ciudadano se muestra cuando vota -lo que le ponen delante-, cuando paga los impuestos -que le ponen delante-, cuando consume -los artículos a los precios que le ponen delante- y cuando trabaja en las condiciones laborales, que también le ponen delante.
Este paradigmático sujeto es un ser obediente, aceptante del (des)orden vigente, que no cuestiona, pero en el cual él mismo es cuestionado por ignotos poderes para hacerle volver, cada día un poco más, a la condición propia de un súbdito que acepta su voluntaria sumisión[4] como una condición básica para mantener vigente el orden político y económico. Surge la pasividad (o la resignación) como necesaria condición para mantener el régimen político liberal/democrático y el sistema económico de mercado -la producción capitalista-, como ya señalara Marx (1974, p. 255): la teoría económica liberal /burguesa sólo funciona cuando los trabajadores aceptan someterse a la producción en las condiciones que marca el capital, pues en cuanto brota la lucha de clases, es decir, cuando no se acepta mansamente lo que el capital prescribe, entonces la teoría no se cumple[5].
El sujeto así considerado estaría más cercano al idiota, el ciudadano libre de la Atenas clásica, que, en principio, no ostentaba cargos públicos y que luego fue desentendiéndose de los asuntos comunes (de la gestión de la polis) y acabó viviendo aislado, inmerso en su vida privada y renunciando de hecho a los derechos que le confería su ciudadanía. Por decirlo de otra manera, abusando de la definición de Aristóteles -zoon politikon- del hombre como animal político, el idiota sería el zoon apolitikon, el hombre apolítico. A tenor de esta idea, el individuo apolítico es un hombre (o ya, en nuestros días, una mujer) incompleto, porque está mutilado de un aspecto esencial de su vida humana, es decir, transnatural, que se ocupa de hacerle partícipe de los fines y afanes comunes, el que le brinda la percepción de que su propia existencia sólo tiene sentido en relación con la existencia de otros semejantes, dentro de un proyecto común de cuya gestión también debe de ocuparse[6].
Hoy, en gran medida, el sistema político democrático -o mejor dicho, democrático burgués, pues sigue conformado por la hegemonía burguesa y respondiendo de manera principal, aunque no exclusiva, al logro de los intereses de esta clase- se esfuerza por producir ingentes cantidades de idiotas. Lo peor del asunto es que también los llamados partidos de izquierda (y los sindicatos) han invertido no pocos de sus esfuerzos en alimentar esta contagiosa epidemia de idiotez.
Así, pues, la respuesta a la pregunta que señala el objeto de esta sesión estaría en hacer revivir esa incómoda figura para el gobernante, porque es crítica, activa, acreedora, participativa, interpeladora del poder político (y del económico), que debiera ser el ciudadano moderno: en hacer revivir, adaptado a las necesidades de nuestra época, el zoon politikon aristotélico, pues para el filósofo de Estagira, la política es un instrumento para formar y articular la parte social de cada individuo, el ámbito para alcanzar la socialización suprema, que es convertirse en ciudadano; es decir, sentirse miembro de una colectividad y asumir los deberes y derechos que implica vivir en comunidad, porque vivir es convivir y compartir tiempo y espacio (territorio).
El quid de la cuestión está en que hacer revivir a este paradigmático sujeto no es tarea fácil, porque llegar a ser un ciudadano crítico y exigente precisa, entre otros requisitos, entender bien lo que ocurre alrededor, y eso -llegar a entender, a comprender- es hoy algo bastante difícil de conseguir.

MIRAR Y NO ENTENDER
Hoy, cuando recibimos cada día más cantidad de información sobre la situación del mundo que la que han recibido nunca las generaciones precedentes, no podemos asegurar que prestando atención a las noticias que nos suministran los medios -la prensa- entendemos bien lo que acontece en el planeta.
De la lectura de los periódicos, la audición de la radio y el visionado de los programas informativos de televisión no obtenemos la impresión de entender lo que ocurre. Es más, personalmente siento que la representación del mundo que costosamente me había ido elaborando a lo largo de muchos años se ha ido desbaratando en poco tiempo, y que ni uniendo los trozos dispersos de la vieja imagen con las novedades cotidianas consigo formalizar una nueva visión coherente que reemplace a la antigua, lo cual me llena de perplejidad.
Por fortuna, existen personas que ofrecen unas reflexiones que van por delante de las nuestras y nos procuran el alivio de hallarnos en buena compañía en este mundo que se nos ha vuelto tan extraño.
Anthony Giddens (1993, p.16) señala: la opinión de que no es posible obtener un conocimiento sistemático de la organización social resulta, en primer lugar, de la sensación que muchos de nosotros tenemos de haber sido atrapados en un universo de acontecimientos que no logramos entender del todo y que en gran medida parecen escapar a nuestro control.
Otro autor, un periodista y estudioso de los procesos de la comunicación, I. Ramonet (1997, p.87), comparte esta desazón cuando escribe: Nos enfrentamos a una crisis de inteligibilidad: aumenta la distancia entre lo que sería necesario comprender y las herramientas conceptuales necesarias para tal comprensión. Con la desaparición de las certezas y la ausencia de proyecto colectivo, ¿habrá que resignarse a vivir lo que Max Weber llamaba <<el desencanto del mundo>>?
Opinión compartida por J. Mª Ripalda (1999, p.105) que señala que las clásicas distinciones de frentes se difuminan; los viejos esquemas políticos, oficiales o revolucionarios, no funcionan; el discernimiento es más necesario y difícil que nunca. Y Marc Ferro[7] escribe: somos conscientes de vivir en unas sociedades sin brújula, que han perdido sus puntos de referencia y ya no saben unir el futuro y el pasado. Lo mismo se puede decir de las ideologías, porque ya no sirven de referencia, se trate de socialismo o de liberalismo, puesto que las prácticas que pretendían encarnarlos han resultado equivocadas. Parece, pues, que habitamos en un mundo sin rumbo, como lo califica Ramonet (1997), o desbocado, como lo hace Giddens (2000), o que, de repente, haya explotado el desorden, como afirma Fernández Durán (1993).
En los años 60 y 70, entre la “gente maja”, progresista o comprometida en la lucha contra la dictadura, se puso de moda un término -tomar conciencia-, que era una aberración semántica (tomar conciencia es gramaticalmente similar a tomar horchata), pero señalaba la necesidad de entender, de ser conscientes de lo que pasaba. Eran un par de palabrejas de separaban el mundo de los alienados del mundo de los iniciados, de los seres conscientes, de los que estaban orientados, sabían lo que pasaba y lo que había que hacer.
La conciencia solía tomarse, como un bebedizo, en uno o varios seminarios, en los cuales un iniciado abría los arcanos de la concepción materialista de la historia a los catecúmenos.
Después de varios seminarios bien cargados de conciencia, ya se tenían las claves de cómo funcionaba el mundo y de por qué lo hacía, y ya se podía pensar en cambiarlo. Con tan ligero equipaje teórico, los que en los años sesenta teníamos alrededor de veinte años nos aprestamos a transformar el mundo de manera radical (desde la raíz) y no de otra forma, pues la fuerza de nuestro empeño no residía tanto en un real conocimiento del mundo como en la creencia de que poseíamos ese saber. Nuestra titánica tarea de pretender cambiar el mundo de manera revolucionaria no era tanto una consecuencia de la ciencia como de la fe; de haber tomado conciencia. Sin embargo, el proceso de conocer el mundo -no digamos ya el de transformarlo- es una tarea algo más compleja y requiere un poco más de tiempo. 
Los griegos de la época clásica llamaban contemplación -mirar detenidamente- a la labor de meditar, reservada a los hombres libres que disponían del tiempo suficiente como para poder entregarse a interpretar el mundo después de haberlo contemplado largamente -eso es lo que significa en griego théorein, <ver>, <contemplar>, señala Victoria Camps[8]-, y de ahí ha quedado el sentido posterior del término teoría como resultado de la reflexión, de la contemplación, de la actividad de mirar y de pensar. La theoría era un reflejo que se construía en el aire de la mente y que se levantaba con la dúctil materia de las palabras. Por ello, la theoría -lo visto, en suma-, se reconstruía abstractamente, sin la grávida realidad e indiferente a la asunción que de ellas habían hecho nuestros ojos, señala Emilio Lledó en la obra citada (1994, p.12), pero hoy, la afanosa escrutación del mundo por una mirada anhelante sólo parece hallar el caos como resultado de su esfuerzo y, en consecuencia, en vez de encontrar conocimiento, tropieza no sólo con la duda, sino con la confusión.
Comprender es hoy la apuesta capital, sentencia Ramonet (1997, p. 191), luego de señalar que estamos saliendo de un universo de simples determinismos y entramos en un mundo de complejidad, en el que la incertidumbre, la estrategia y la innovación aparecen fuertemente ligadas. Pero su imbricación nos aparece como un enigma.
Así, pues, tal y como prescribía Hegel a sus coetáneos, los humanos de hoy volvemos a estar condenados por Dios a ser filósofos; condenados a tener como tarea prioritaria la interpretación de un mundo que en sus evoluciones nos deja perplejos.
Javier Muguerza (1990, p. 46) considera interesante este estado de tensión que para él es la perplejidad, ya que es la antesala de la búsqueda -la filosofía apenas es más que un conjunto de cuestiones incesantemente planteadas y vueltas a replantear, de problemas siempre abiertos, de perplejidades que nos asaltan una y otra vez. De tal manera, indica este autor, que, si para la inmensa mayoría de los mortales, incluida la inmensa mayoría de los filósofos (y, por supuesto, el que esto escribe), la perduración de un estado de irresuelta perplejidad tendría bastante más de pesadilla, y hasta de maldición, que de dádiva o de regalo de los cielos, algunos escasos filósofos pueden disfrutar con el don de la perplejidad, puesto que es el único padecimiento filosófico capaz de inmunizarnos contra el escepticismo propio de la ignorancia y la certeza del dogmatismo.
Pero no debemos renunciar a entender este presente confuso haciendo de la perplejidad una razón de vida o la base de una postura estética, si es que aspiramos a actuar de alguna manera sobre la realidad. Muy al contrario, el dinamismo del mundo actual no respeta la automarginación para dedicarse a contemplar los afanes humanos (demasiados de ellos trágicos) desde un hipotético Olimpo resguardado de dudas y tensiones. Al final, hay que actuar y para hacerlo hay que tratar de comprender; es decir, no renunciar, cuanto menos, a utilizar la razón, como indica Muguerza (1990, p. 662) -Cualquiera que sea el grado de perplejidad teórica en que uno esté sumido, hay ocasiones en la vida en que no queda más remedio que optar por una u otra alternativa. La opción por la razón frente a la sinrazón es una de ellas. Es, sin lugar a dudas, la opción fundamental. Y la necesidad de optar por la razón es de índole eminentemente práctica.
Así, pues, en nuestros confusos días y como previo requisito a la intención de actuar sobre el mundo -tarea propia de cíclopes, si se trata de transformarlo- o al menos de no abandonarlo del todo a su controvertido rumbo, habría que plantearse (o replantearse) la imperiosa necesidad de volver a interpretarlo; de comprenderlo en su acelerado dinamismo y en su creciente complejidad, tarea, a mi parecer, no menos ciclópea.

Mayo, 2000.



[1] Jornadas sobre medios de comunicación: presente y futuro. Barcelona, 3-4 de junio de 2000, organizadas por el Consell d’Edicions del Centre d’Estudis y Debats de l’Esquerra Socialista de Catalunya. Se publicó parcialmente como artículo en la revista Escrits nº 21, hivern, 2006.
[2] Tema que he abordado en El lienzo de Penélope. España y la desazón constituyente (1812-1978), Madrid, Los libros de la catarata, 1999.
[3] Agnoli, J. & Brückner, P. (1971) (primera edición alemana en 1968): La transformación de la democracia, Méjico, Siglo XXI.
[4] Sobre este asunto, ya, en el siglo XVI, reflexionó Etienne de La Böetie en El discurso de la servidumbre voluntaria.
[5] Los economistas quieren que los obreros sigan en la sociedad tal como está establecida y tal como la han consignado y sellado en sus manuales. Marx, C. (1974): Miseria de la filosofía.
[6] Este tema lo he abordado con más extensión en el capítulo “Gobierno y convivencia. Apunte sobre el origen urbano de la política”, en la obra colectiva: Política y comunicación. Conciencia cívica, espacio público y nacionalismo, Madrid, Los libros de la catarata, 1999.
[7] M. Ferro “Medios y comprensión del mundo”, en Le Monde diplomatique (1998): Pensamiento crítico vs. Pensamiento único, Madrid, Debate.
[8] Camps, V., "El sentido olvidado de la ética", reseña del libro de E. Lledó Memoria de la ética, (El País, "Babelia", 12-XI-1994, p.13).

martes, 22 de mayo de 2018

El chalé


Al perro flaco nunca le faltan pulgas y a la izquierda desnortada le sobran los problemas. Y ahora viene, para su formación más nueva, un asunto doméstico devenido en problema político; quizá en crisis de partido.
Resulta que la pareja Iglesias-Montero, o viceversa, se ha comprado un chalé, valorado en 600.000 euros, en un pueblo cercano a la sierra del Guadarrama. Para quienes no conozcan la morfología social de Madrid, la zona del norte y el oeste, por encima de la Casa de Campo y del monte del Pardo y más cercan a la sierra del Guadarrama, es verde y oxigenada; la zona del sur y del sureste, es industrial, contaminada y seca.
El norte y el oeste son tradicionales zonas de residencia de la población con mayor poder adquisitivo, bien dotadas de servicios públicos, zonas verdes y campos de golf, donde abundan las urbanizaciones de chalets, las reservas exclusivas de ricos y famosos y los edificios de poca altura; zonas con predominio del voto a partidos de centro y de derecha (y con abundantes casos de corrupción en sus ayuntamientos).
En el este, el corredor del Henares, y en el sur, están las grandes conurbaciones de lo que fueron los antiguos barrios dormitorio, que albergaban al proletariado que precisaba el desarrollo industrial; con construcción en altura y alta densidad de población asalariada, que con su voto a partidos de izquierda han formado durante mucho tiempo el llamado cinturón rojo de Madrid, ya perdido.  
Como padres, la decisión de Iglesias y Montero está bien razonada, pues desean para sus futuros retoños (gemelos en embrión, ya famosos) un lugar sano donde crecer y educarse, pues se dice que la cercanía de cierto colegio ha influido en la elección de la zona.  
Los 600.000 euros no son una tontería, pero invertidos en una parcela de 2.000 metros cuadrados, con una vivienda de 250 metros cuadrados, piscina y casa de invitados, no parece mala compra. Tampoco es una minucia el préstamo de 540.000 euros, a devolver en 30 años, si se ajusta a las condiciones habituales del mercado. Cada cual tiene derecho a entramparse como le dé la gana, pero el tema tiene otras implicaciones que dejo para más adelante.
Por ese precio -600.000 euros- en un barrio céntrico de Madrid, como Chamberí, Arguelles, Retiro o algo más lejos, Chamartín, y no en las zonas más caras, se encuentran pisos de 130 o 140 metros cuadrados, con 3 dormitorios, comedor, cocina, 2 baños y poco más; la mayoría sin plaza de aparcamiento ni trastero. Vivir dentro del perímetro formado por la vía de circunvalación M-30 es muy caro. Pero se puede adquirir en propiedad un piso más barato y en barrios más populares, aunque más lejos del centro.
La compra de esa finca expresa el sueño de dos empleados bien remunerados de clase media o, quizá, la posibilidad de contar con una residencia adecuada a las necesidades de dos personas que precisan un espacio al que dar un uso político. Algo así como la famosa “bodeguilla”, para recibir amigos y allegados y celebrar reuniones no muy numerosas. En definitiva, una vivienda apropiada para unos políticos con futuro y quizá para un vicepresidente del gobierno.    
Hasta aquí, y con lo que se sabe del asunto, nada hay en la decisión que deba provocar escándalo. Sí lo provoca que sean dos personas como Iglesias y Montero, que se han cansado de dar lecciones de moralidad y de austeridad, y de atacar a la casta en nombre de los de abajo. En este caso, la incoherencia es notable, porque la forma de vivir que la pareja ha previsto para el futuro se aleja de lo predicado y se acerca al estilo de vida de los que han criticado
Pero hay elementos que quizá sean más preocupantes: uno es la hipótesis de que ambos van a seguir contando con los mismos ingresos a lo largo de 30 años para hacer frente a la devolución del crédito. ¿Van a seguir renovando sus actas de diputados para mantener ese nivel de vida? ¿Se van a convertir en políticos profesionales formando parte de la denostada casta? El otro es el vínculo hipotecario de dos políticos, que van de alternativos, con un prestamista. Lo cual choca con el propósito de Podemos de autofinanciarse para no depender, precisamente, de la banca.
En este fregado, hay otro elemento de tipo simbólico, que es el papel de pareja modélica que ambos ejercen en Podemos, que ha servido de guía y unión en un partido donde el programa político es bastante impreciso y malamente cumple esta función aglutinante. La fluida relación de la dirección con la estructura es importante en todos los partidos, pero en una organización tan magmática y en permanente ebullición como Podemos, que rinde, además, un culto poco meditado a la pareja y en particular a Pablo Iglesias, el liderazgo fuerte y el vínculo personal aportan elementos aglutinantes que faltan en una línea política poco definida.
La decisión personal, privada, de la pareja se ha convertido en un problema colectivo y ha generado una crisis política, que se pretende resolver mediante una consulta, y aquí surge una pregunta oportuna. Los demás dirigentes, cuadros, militantes, afiliados o inscritos de Podemos, ¿someten también sus decisiones personales a la opinión colectiva? ¿Existe en los estatutos de Podemos algún artículo en tal sentido o es este un caso excepcional?
Estas preguntas no son ociosas, porque la aseveración de que lo personal es político, utilizada para criticar a la derecha, se puede aplicar también a los partidos de izquierda, en los cuales, antaño, se ejercían severos controles sobre los breves espacios de vida privada que les quedaban a los militantes. La práctica cayó en desuso, pero ignoro si queda algún resto de tal vigilancia en las organizaciones políticas postmodernas.
El modo de resolver el problema por parte de Iglesias -amenazar con dimitir- no es buena solución, porque revela el órdago de quien se cree imprescindible y recuerda al desafío de Felipe González ante un asunto de más envergadura, como era la renuncia del PSOE al marxismo en el célebre XXVII Congreso. 
Tampoco abunda en coherencia la solución de Monedero, que propone que el partido ratifique la decisión de la pareja; es decir, que apruebe una anomalía o que sancione un privilegio de sus máximos dirigentes. 
Conviene aclarar que gran parte de la crítica a la compra del chalé se funda en un supuesto que no está probado: que Podemos es un partido de trabajadores, aunque pueda recoger votos de asalariados y aun de estratos sociales muy golpeados por la crisis.
Podemos no es un partido obrero, ni proletario, pues se ha definido más bien como el partido de la gente, transversal, de los de abajo contra los de arriba, contra la casta, pero es que entre la gente hay situaciones muy disparejas y estratos sociales con origen, perspectivas y renta desiguales; es un partido, o mejor, una confederación de partidos, que representa a grupos sociales con necesidades y aspiraciones políticas muy diferentes. Por su composición social, no es un partido de trabajadores, sino de jóvenes empleados urbanos, de estudiantes, de titulados precarizados y de activistas de clase media. De ahí vienen esta y otras incoherencias.

domingo, 20 de mayo de 2018

President


Por fin Cataluña tiene President. A los nacionalistas les ha costado cinco meses encontrar una persona que pueda ejercer el cargo. Dado el tiempo transcurrido desde las elecciones y los ardides seudolegales empleados para intentar colocar en la Generalitat a un presidente huido de la justicia y que además reside en el extranjero, Joaquim Torra parece el candidato más presentable que tienen a mano, pues ha concitado también el apoyo, indirecto y calculado pero eficaz para el objetivo perseguido, de la CUP; esa extravagante fuerza de ultraizquierda, que desde que comenzó el “Procés” apoya sin desmayo a la derecha radical, racista y clerical catalana.
En la toma de posesión, los nacionalistas han desestimado el protocolo habitual para seguir el guion vodevilesco con el que intentan demostrar a cada paso que son diferentes y que Cataluña no es España.
Han renunciado al salón de plenos, a los discursos de rigor y al ritual traspaso de poderes, pues la ceremonia ha tenido lugar en una sala presidida por una imagen de la Virgen de Montserrat, con la asistencia de una docena de personas de las más allegadas. No asistieron los anteriores presidentes, ni los grupos parlamentarios, ni hubo periodistas independientes o no afines, ni tampoco representantes del Gobierno central, ya que Torra exigió la presencia de una persona con rango inferior al de ministro. Condición que fue rechazada.
Así, pues, desprovisto de cualquier solemnidad, en aras de la “sencillez”, de la brevedad -apenas cinco minutos- y de la eficacia -no hay que perder un minuto en bobadas, mientras espera la República-, Torra tomó posesión del cargo de presidente autonómico sin acatar la Constitución y prometiendo fidelidad al pueblo de Cataluña, cualquiera que sea éste, en cantidad y en cualidad, en el imaginario del “molt Honorable”, porque el partido más votado fue Ciudadanos, dirigido por una txarnega y además guapa, aunque sus ancestros procedan de la degradada raza semítica del sur de la península. Lo cual representa una afrenta a la supremacía catalana, que es uno de los ejes del furibundo ideario del nuevo President. 
Concluido el acto, lejos de la ansiada normalidad que tantos ciudadanos desean, en Cataluña sigue reinando el esperpento con un nuevo presidente calificado de provisional por el anterior, que es quien lo ha designado, y degradado por él mismo cuando considera a Puigdemont el “legítimo President”, con lo cual sólo cabe concluir que Torra se considera un presidente “ilegítimo” en este régimen bicéfalo, que establece un mando en Germania y otro en la Marca Hispánica, subordinado al primero, como en tiempos de Carlomagno. Puede que esté ahí la explicación de la brevedad y el tono de trámite burocrático que tuvo la ceremonia.
De este modo, Torra da por bueno el argumento de Puigdemont de no reconocer el resultado de las elecciones de diciembre de 2017, efectuadas al amparo del artículo 155 de la Constitución. Pero, desde el momento en que Puigdemont y su partido concurrieron a los comicios, legitimaron la convocatoria electoral y recibieron su legitimidad política del resultado de las urnas.
Puigdemont no está perseguido por la ley por concurrir a unas elecciones, ni por haber defendido la independencia ni por opinar a favor de la secesión de Cataluña, sino por haber preparado concienzudamente el camino sin tener competencias para ello y por intentar llevarla a cabo, desoyendo de manera reiterada los llamamientos del Tribunal Constitucional para que no lo hiciera, que es en lo que disienten los nacionalistas y algunos juristas, que parecen inclinarse por la indulgencia: lo intentó pero no lo consiguió, así que no ha pasado nada.
Quim Torra, President provisional designado por el Ausente, ha afirmado que gobernará para todos los catalanes. No es mal deseo, pero teniendo en cuenta su labor en Omnium Cultural y como comisario del Born, y conociendo cómo piensa y cómo siente, es de temer que la supremacía racial, proclamada en decenas de sus artículos, se convierta en la doctrina de Estado que guíe su mandato y configure el armazón ideológico y político de la futura República.
La verdad es que da un poco de vértigo, pero no hay que desesperar, sino esperar y ver. Torras más altas han caído.

miércoles, 16 de mayo de 2018

La cabeza de la serpiente


El día claro es el que hace salir a la víbora, y eso requiere andar con cuidado (…) Así pues, hay que considerarle como un huevo de serpiente, que, si se incuba, será tan dañino como todos los de su especie, por eso hay que matarle en el cascarón.
(Shakespeare: Bruto, en Julio César, acto II).

En Cataluña, uno tras otro, los tópicos nacionalistas van cayendo, desmentidos por la realidad. Uno de ellos, básico, ha sido afirmar que el nacionalismo catalán, a diferencia del vasco, no es un nacionalismo étnico sino cívico, pues no tiene una base biológica sino política y cultural. Una formulación más del repertorio de tópicos de la mitología catalanista, basada en la sublimación del “seny”, de la cordura y la sensatez, como filosofía de la vida y como un rasgo del buen talante de gente democrática y laboriosa, predispuesta al comercio y al diálogo fructífero antes que al enfrentamiento. Palabras.
Retórica, que, para mucha gente de dentro y de fuera de Cataluña, se pudo mantener mientras crecía el embrión de la serpiente.
En 1977, el cineasta sueco Ingmar Bergman dirigió la película “El huevo de la serpiente”, título seguramente sugerido por la tragedia de Shakespeare, el cual quizá tomó la idea de Plinio el Viejo, quién como cónsul o procónsul romano en Germania pudo tener contacto con los mitos bárbaros de la región, entre los cuales la serpiente jugaba, al parecer, un papel importante. Quizá fuese así, y no sería extraño que ETA, que siempre quiso legitimarse como heredera de un pueblo milenario, fuera partícipe de una idea similar al adoptar como emblema el hacha y la culebra.  
El caso es que en la película de Bergman, situada en Alemania, en los años de gestación del movimiento nacional socialista, uno de los personajes indica que la fina membrana del huevo permite ver como dentro se agita, vivo, el reptil.
Desde entonces, el huevo de la serpiente se ha usado como una metáfora del fascismo en ascenso, del fascismo embrionario, con el cual hay que acabar antes de que se desarrolle y acabe mordiendo. Ese es el sentido en que Bruto, en la tragedia de Shakespeare, utiliza la metáfora para justificar el asesinato de Julio César antes de que llegue a ser rey, pues una vez que lo sea habrá acabado con la República, a la que Bruto y los otros conjurados en el crimen defienden.
En Cataluña, el huevo de la serpiente se ha incubado durante décadas a base de quejas y de victimismo, de continuas exigencias al gobierno central, de sugerir la idea de que la Generalitat es una institución propia y no una parte del Estado español; de adoctrinar en las aulas, de tergiversar los hechos y de amañar la historia para hacerla coincidir con el relato de que existe una ofensiva de España contra Cataluña, un conflicto de siglos que debe ser resuelto aceptando el plan de los nacionalistas. Y resultado, también, de grandes dosis de propaganda, de trampas semánticas y de frases simples que encierran aparentes e incontrovertibles verdades para soliviantar a una parte de la población poco informada u educada desde hace tiempo en las verdades del barquero del nacionalismo, y dirigirla contra sus propios vecinos, con el fin de extraer de tal división de Cataluña la ciudadanía combativa que precisa el proyecto independentista.
La membrana de la retórica nacionalista no era totalmente opaca, pues permitía ver que el bicho que había en su interior estaba vivo. Había quien lo negaba, quien no miraba y quien miraba y no lo veía, pero allí estaba el reptil, se movía y crecía.
Bien, ya ha sacado la cabeza. El peor pronóstico se ha cumplido y ha llegado al Govern de Cataluña un digno representante de tales ideas.
Dejando aparte sus comentarios en las redes -los “tuits”- que, por su brevedad y la prisa con que pueden haber sido escritos no se deben considerar una fiel expresión de sus ideas, los artículos de Quim Torra, que se suponen meditados antes de redactarse, dejan pocas dudas respecto a su ideología.
Torra es un admirador de Estat Catalá, una organización separatista y fascista de los años treinta del siglo pasado, que tenía sus propias milicias armadas, y de los hermanos Badía. Uno de ellos, Miquel, participó en un atentado frustrado contra Alfonso XIII, fue Secretario de Orden Público de la Generalitat, organizó a los escamots, un grupo paramilitar, y obtuvo (mala) fama como perseguidor de los anarquistas, en particular de la FAI, que finalmente acabó con su vida y la de su hermano, en abril de 1936.
Pero Torra no es sólo un admirador de personajes y sucesos del pasado, sino que es un doctrinario de los peores componentes del nacionalismo coetáneo. En uno de sus artículos escritos durante el “procés”, calificaba de bestias, de hienas, de víboras y carroñeros a los españoles y, claro, a los catalanes que rechazan su excluyente proyecto político, a los que atribuye un odio a Cataluña insertado en el ADN.
Se supone que Puigdemont, que es quien ha designado a Torra como candidato a presidir el gobierno catalán, que quienes han aceptado tal designación y lo han propuesto en el Parlament y quienes le han votado comparten el supuesto de que es la persona más adecuada para representar el programa independentista y el unilateral camino para hacerlo realidad, y que, además, es quien mejor expresa los valores y los mitos que lo animan, aunque hagan de él un gobernante que puede estar más cerca de un “duce” o un “conducator”, que de un presidente democrático.
Así, pues, los nacionalistas han decidido ahora dar a conocer sus intenciones con toda claridad. Se acabaron las metáforas y los eufemismos con que han venido disfrazando sus pretensiones durante décadas.
Torra ha dejado meridianamente claro que la supremacía catalana no es una opción política, no responde al deseo de dividir a la ciudadanía de Cataluña, ni de menospreciar a los llegados de fuera; que no es fruto de la caprichosa voluntad de los nacionalistas, sino una consecuencia de las desigualdades que la naturaleza establece entre los seres humanos, una cuestión de raza, de ADN, de morfología, de complexión anatómica -franca o danesa, según convenga, pero siempre nórdica, no sureña (semítica)-; un efecto de la excelente capacidad cerebral y de la fortaleza espiritual catalana. 
Simplemente, hay que admitir que los catalanes son superiores al resto de los españoles, porque la naturaleza, y Dios para algunos, así lo han querido. Son, entonces, una raza de señores, que han nacido para mandar sobre los españoles, miembros de una raza inferior, que han nacido para obedecer. Es lo que hay.
Joaquim Torra ha venido a respaldar lo que ya estaba anunciado por forjadores del catalanismo como Pompeu Gener, el doctor Robert, Bosch-Gimpera, Martí i Juliá o Prat de la Riba. Es decir, a poner de actualidad viejas ideas antropológicas, organicistas y raciales, propias de la mentalidad colonial del siglo XIX, para que sirvan de fuente de inspiración en el proceso de alumbrar un país nuevo en el siglo XXI.
Este es el proyecto que Puigdemont, a través de un servicial funcionario que actúa como presidente provisional, ha propuesto a los catalanes para un futuro más bien oscuro.    



lunes, 14 de mayo de 2018

Los “sesentaiochos” (2).


Rebeldes con causa
A veces son los poetas, los filósofos o los escritores, casi nunca los economistas, quienes anticipan los cambios de época. Y en los años sesenta, fueron los cantantes populares los que mejor intuyeron el agotamiento de un tiempo y el advenimiento de otro.  
“Los tiempos están cambiando”, es una canción de Bob Dylan del año 1964, “La respuesta está en el viento”, otra balada, es del año anterior, “Satisfaction” -No puedo lograr satisfacción y lo intento, lo intento-, de los Rolling Stones, es de 1965; de ese año es “My generation”, de The Who, donde una de las estrofas de la repetitiva letra dice “Espero morir antes de hacerme viejo”. Otros cantantes muestran similares inquietudes pero no objetivos claros: I keep moving on, but I never found out why (Sigo moviéndome, pero nunca sé por qué), canta Janis Joplin.
Fue una época, indica Roszak (El País, 26/11/1987), en la que más gente aprendió su política del rock y de profetas beat que de cualquier manifiesto.
Unos años antes, Cliff Richard, en The Young ones (1961), invitaba a vivir el momento, porque el mañana a veces no llega -Tomorrow sometimes never comes-. Más adelante, el mañana desaparece, el futuro se disipa y la esperanza de cambiar el mundo se pierde. El mensaje juvenil será imperioso, más huraño, airado, irreverente y ruidoso con el punk; crítico, idealista y político con The Clash, y nihilista y desesperado con Sex Pistols -“No future”-, como reacción a la derrota, a los sueños frustrados de los años sesenta y a los pavorosos efectos sociales de la pujante reacción conservadora.
La desordenada emergencia de nuevos comportamientos sociales señala los cambios que se habían ido produciendo de manera soterrada en las sociedades neocapitalistas después de la II Guerra mundial, y que, a la altura de los años sesenta, hallaron un ambiente propicio para que los jóvenes, los sujetos que mejor los representaban, pudieran expresarlos de manera pública y tumultuosa. Para la población adulta, que vivía en la sociedad de consumo, llamada por J. K. Galbraith, sociedad opulenta, esos años mostraron la súbita aparición de sujetos y actitudes desconocidos, con los que la sociedad perdía su perfil tradicional y se volvía irreconocible. 
Una parte de la numerosa cohorte generacional de la postguerra -del llamado baby boom- reaccionó contra el mundo que se le ofrecía, porque presentía que en la sociedad tal como estaba constituida no podía hallar satisfacción a sus necesidades radicales, en el sentido que Agnes Heller (“Por una filosofía radical”) da a este término: Llamamos necesidades radicales a las necesidades que nacen en la sociedad basada en relaciones de subordinación pero que no pueden ser satisfechas en una sociedad semejante.
Efectivamente, los sueños libertarios, el disfrute de la naturaleza, la liberación del trabajo alienante y del consumo compulsivo y la realización personal no en competencia sino en colaboración no podían alcanzarse, ni tampoco el acceso a lo que la sociedad ofrecía por medio de la publicidad y la propaganda, porque tenía un coste demasiado alto, que los jóvenes, en principio, rechazaban.
La productiva sociedad legada por los adultos, consumista, rutinaria y aburrida, en la cual había que integrarse resignadamente, suponía renunciar a los sueños juveniles. Por tanto la respuesta estaba en hacer lo contrario: no en adaptarse al mundo de los adultos, tan ingrato, tan injusto, tan cerrado y tan condicionado, sino en adaptar el mundo a la medida de los sueños. Escapar. La sociedad opulenta prometía, pero sometía.
De ahí viene la protesta y el intento de cambiar un mundo que parece permeable, susceptible de transformación; sólo hay que creer y empujar, no se sabe muy bien hacia dónde o en varias direcciones distintas; hacia donde sea, lo que importa es moverse, empujar, contestar, cuestionar, discrepar de los adultos, de los mayores, de los políticos que han hecho el mundo así, tan determinado. Y hay que hacerlo con prisa, porque el tiempo pasa rápidamente. Hay que disfrutar siendo joven.
Una de las características del momento es el culto de los jóvenes a la propia juventud, el desprecio de la madurez y aversión a la vejez. Cualquier persona mayor de 30 años es sospechosa y, por el contrario, cualquiera menor de esa edad es afín. I wanna live fast love hard die young and leave a beautiful memory, recita el “country singer” Faron Young.
El mito de Aquiles, que eligió tener una vida corta y gloriosa antes que otra larga y anodina, se renueva en la frase “vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver”, que se atribuye a James Dean. En realidad, la frase la pronuncia John Derek en la película “Llamad a cualquier puerta”, de Nicholas Ray, pero como la película es de 1949, en los años sesenta la frase sería de sobras conocida y se adjudicó a quién mejor la podía representar con su muerte prematura. En todo caso, resume bien la idea de que es preferible una vida breve, disfrutada con vigor y plenitud, antes que una existencia rutinaria y una larga decadencia; antes la muerte que la vejez

domingo, 13 de mayo de 2018

Estrategia de CiU y ERC

Cargar las culpas del auge del nacionalismo sobre el PSOE y el PSC me parece osado; tienen su responsabilidad, claro, pero el mérito del ascenso del nacionalismo en Cataluña corresponde sobre todo a los nacionalistas, a CiU y a ERC, que son los que han llevado la voz cantante y dirigen el proceso. Y antes que Maragall y que Zapatero hay que acordarse de la Declaración de Barcelona, en julio de 1998, que rompía con el modelo autonómico. Fue firmada por Jordi Pujol (CiU), Xose Manuel Beiras (BNG) y Xabier Arzalluz (PNV), en la que proponían abordar, mediante el diálogo, la articulación plurinacional del Estado español, en una Europa que apuntaba a vertebrarse respetando los derechos de los pueblos y culturas que la integran. Y hay que acordarse del pacto secreto del PNV con ETA, en agosto de ese año, que es el precedente del Pacto de Estella, en septiembre de 1998, que culminará en el Plan Ibarretxe (2003-2005). Vista así, la cosa tiene otro aspecto y es la ofensiva concertada de los nacionalistas, con el apoyo de ETA, entonces en tregua, para empezar a terminar con el estado autonómico

Élites y capitalismo

Respuestas a Norberto Martín, a propósito de un texto de Monse AC

Es la mundialización de las élites, una superclase social con proyección internacional. Es la prolongación de la élite norteamericana de la que hablaba Wright Mills, en los años cincuenta -"La élite del poder"- o las 400 grandes familias de Nueva York, entrelazadas por relaciones personales, familiares, financieras, clubes, universidades y círculos exclusivos. Un supercentro de poder, no elegido por la ciudadanía, pero con una inmensa capacidad para influir en los destinos del país.

Norberto, la noción de pueblo es una noción confusa para abordar problemas de representación política en las sociedades desarrolladas. Puede servir desde el punto de vista antropológico para analizar sociedades tribales o poco desarrolladas del tercer mundo, donde todavía estén muy presentes en la organización política y religiosa las relaciones de parentesco, de raza y de género.

No defiendo que haya que resignarse ante enemigos felices (felices ellos, claro), sólo apunto que el uso de determinados conceptos no ayuda a identificarlos. Dices que todo el mundo pertenece a un pueblo, una nación y una clase social. Digo que, además, a una familia, a un grupo de parentesco y amistad, y en el caso que nos ocupa, a una asociación o corporación, a un grupo financiero y a un grupo de presión internacional. El capital está organizado a diversos niveles dentro y fuera de los países. El problema viene al tratar de detectar cuál es la lealtad prioritaria de cada persona en general y de esas élites en particular: ¿está en la familia o en la nación? ¿en la clase social o en el pueblo? ¿en el grupo de presión o en la llamada patria? Y me voy a algo más concreto: los miembros de esos selectos grupos que mueven el mundo -el Club Bilderberg, la Trilateral, o los directivos del Banco Mundial, del BCE o del FMI- están unidos por intereses que están por encima de los de sus compatriotas, cuyos salarios, empleos, pensiones y condiciones de vida y trabajo importan muy poco ante la posibilidad de obtener el máximo rendimiento a sus inversiones. Las necesidades del pueblo o de la nación sometidas a los intereses de una clase o, peor aún, de un grupo. Deduzco, entonces, que tales sujetos dejan de pertenecer al pueblo, a su nación, si es que alguna vez lo hicieron salvo por lugar de nacimiento. Por otro lado, esas élites "offshore", cuyas inversiones y empresas recorren el planeta buscando el máximo rendimiento -golondrinas, las llama Naomi Klein-, están vinculadas a las élites locales, a las oligarquías nacionales -¿que forman parte del pueblo o no?-, que han unido a ellos sus intereses facilitando legal o ilegalmente, de modo democrático o dictatorial, la penetración de capital extranjero en las economías nacionales. Pensemos, como ejemplo, en cómo los fondos internacionales de inversión se están haciendo con una parte importante del parque de viviendas públicas y privadas de España. Por eso digo que la nación es un concepto poco adecuado para describir las relaciones sociales en las sociedades modernas, porque se utiliza como una comunidad de intereses que es una ficción. Y lo mismo digo de pueblo.

Encantado de debatir. No, el capitalismo no ha abolido las clases sociales, las ha disfrazado u ocultado, empezando por la propia burguesía, en especial su segmento más alto, que es la clase dominante más oculta de la historia. En primer lugar porque sus intereses particulares están disfrazados como intereses generales, intereses de todos, intereses de la nación, uniendo patriotismo y negocio, mientras que las necesidades de los trabajadores, de las mujeres, de los niños, de los emigrantes, de las minorías raciales, sexuales, de los jóvenes de los parados, etc, etc, los presentan públicamente como intereses particulares, que siempre se deben supeditar a los intereses generales del país, que la burguesía -el capital privado- representa. En segundo lugar, por la despersonalización de la dominación del capital, que cada día es más anónimo y está más alejado de la mirada y del posible control de las clase subalternas. Y en tercer lugar porque las élites habitan, actúan y se mueven en mundos propios, en ámbitos reservados, en círculos selectos, nacionales e internacionales; en burbujas, en definitiva, de ahí que sea tan difícil investigar sus ingresos, sus gastos, sus propiedades, su modo de vida, sus relaciones, sus conexiones con el poder político, su endogamia, su reproducción social como clase, etc, etc, mientras las clases subalternas están abiertas a todo todo de prospecciones sociológicas. Y acabo: el imperialismo es una forma extendida de nacionalismo; en el caso de EE.UU. está claro, por el mandato de su "destino manifiesto" y por las necesidades del capital, y en caso del bloque contrario, ya agotado, por la imposición del modelo soviético sobre las países del entorno y por su subordinación a los intereses de la URSS. Hay otro tipo de imperialismo, que es el árabe, transmitido a través del islamismo, que ha sometido a las sociedades donde es hegemónico.

Los “sesentaiochos” (1)


Se cumple este año el quincuagésimo aniversario de los fenómenos de agitación juvenil y movilización social que, en 1968, emergieron de forma espectacular en varios continentes, con la particularidad de que, en Occidente y en Japón, se produjeron en países desarrollados, con regímenes políticos estables y sistemas económicos boyantes.
Con el telón de fondo de la guerra de Vietnam, la revolución cultural en China, la “desestalinización” en el bloque socialista, los ecos de la revolución cubana, las guerrillas y los golpes militares en América Latina, las guerras de liberación en África, la tensión entre Estados Unidos y la URSS y, en Occidente, instalado en el neocapitalismo y la sociedad de consumo, con la banda sonora de la música pop, el rock, el folk, de los Beatles, Dylan y la canción protesta…“sesentaiochos” hay muchos.
El año 1968 es un año rico en acontecimientos mundiales en una década que también lo es, pero referido a los movimientos de protesta están el 68 francés, estudiantil, libertario y parisino; el checoslovaco, en sentido contrario, por el final manu militari de la primavera de Praga, o el dramático y mejicano, por la matanza de estudiantes perpetrada también manu militari en la plaza de Tlatelolco, y también el español, el japonés y, claro, el norteamericano, que es el mayor, por la magnitud y el dramatismo de los sucesos ocurridos ese año.
Acontecimientos que llegan precedidos de otros, que han quedado a la sombra del 68, como “la noche de los bastones largos” en Argentina y la actividad de los “krakers” y los “provos” en Amsterdam, en 1966, o la comuna de Berlín o la pujante emergencia del movimiento obrero en España, en 1967, a los que seguirán de modo inmediato, el “cordobazo” argentino y el otoño caliente italiano en 1969, que anuncian la radicalidad del movimiento obrero y las respuestas violentas y desesperadas de las izquierdas más extremas.
Actos, libros y otras publicaciones celebran el cincuentenario, como así ha ocurrido casi en cada año terminado en ocho. Recuerdo la primera efeméride, a los veinte años de los hechos, en un curso de cinco días en la Universidad de Verano de El Escorial, que, por los ponentes, algunos franceses, y por el entusiasmo y curiosidad de los participantes, dio para mucho. Desde entonces, creo yo, se ha abusado de la visión nostálgica y de las memorias sobre los hechos de los principales protagonistas, pero el tiempo ha pasado de manera inexorable y de poco vale añorar los años de juventud, en los que todo ofrece un aspecto nuevo, que, luego, dolorosamente, se va perdiendo a medida que este viejo mundo va mostrando su edad y que, en el orden humano (o inhumano) que construimos como podemos, hay pocas cosas realmente nuevas bajo el mismo sol. Así, que vamos a mirar aquellos sucesos teniendo en cuenta el tiempo transcurrido y desde el punto de vista de las tendencias generales, pues, al fin y al cabo, no podemos librarnos de la dimensión temporal ni dejar de estar influidos por la perspectiva global.    

De la protesta juvenil, de la insubordinación ciudadana, del afán por cambiar las cosas tanto en países del área capitalista como del área socialista, la primera idea a destacar es la ruptura del orden internacional, erigido sobre dos bloques ideológicos y dos modelos económicos opuestos, establecido después de la II Guerra mundial; el orden político, militar, económico y financiero, acordado en las conferencias de Bretton Woods (julio, 1944), Yalta (febrero, 1945), Postdam (julio, 1945) y San Francisco (abril-octubre, 1945), y las organizaciones que lo habrían de mantener (ONU, Banco Mundial, FMI) y, en 1949, la OTAN.
Los sucesos del 68, tomando ese año como modelo, expresan, en el occidente capitalista, el malestar de las generaciones de postguerra ante la sociedad en que les ha tocado vivir y el papel que les aguarda en ella -vivir para trabajar, trabajar para consumir-, de ahí viene el gran rechazo al mundo adulto, al mundo recibido, del que habla Marcuse en “El hombre unidimensional” y en “El final de la utopía”.
Y en los países socialistas, el rechazo al modelo de gestión burocrática, a la uniformidad ideológica señalada por el partido único, a la subordinación a los intereses de la URSS y a la falta de libertades. Para unos y para otros, el mundo debe cambiar, aunque nadie sabe muy bien hacia dónde ni cómo hacerlo, pero lo importante es intentarlo.
Continuará.

jueves, 10 de mayo de 2018

Civilización

A propósito de las respuestas a un texto de Montse AC sobre las élites mundiales.

No veo que esa élite de privilegiados del mundo se haya puesto como contrapunto del nacionalismo sectario. Ambas cosas coinciden y el nacionalismo puede ser una reacción a lo otro. Pero pocas cosas entenderemos si no tenemos en cuenta que ambos fenómenos pertenecen a la misma civilización. Vivimos en una determinada civilización de corte occidental que tiende a expandirse, en una etapa histórica caracterizada por sus valores morales y religiosos y sus principios políticos, por su modo de entender la vida y la muerte, el pasado y el futuro, por la forma de producir, de distribuir, de consumir y de repartir la riqueza producida; por sus metas y sus recompensas, por sus costumbres y formas de vida y trabajo, por su modo de hacer negocios y hasta de divertirse, que por primera vez, gracias al gran desarrollo de la tecnología y de la información, ha logrado transmitir a millones de personas la importancia de derechos para toda la humanidad y detectado problemas que afectan a millones de seres con independencia de la parte del globo en la que vivan, aunque de esto todavía ni los mejor informados somos conscientes del todo. Es decir, que se plantea resolver problemas a escala planetaria. Y esta civilización fundada sobre valores políticos como la democracia, la representación política, el respeto a los derechos individuales, etc, etc, está, paradójicamente, gobernada, o mejor, instrumentalizada, por una selecta minoría multinacional, multirracial y multiconfesional, que podríamos decir es la auténtica y verdaderamente soberana. Y ante eso, problemas, problemillas, como los que se plantean los independentistas catalanes, parecen cosas salidas de un barrio de Gerona, nimiedades, paleterías, que llevan, sean conscientes de ello o no sus dirigentes, a deshacer una labor milenaria emprendida por algunas partes de la humanidad para salir de la tribu y construir grandes naciones y estados sólidos; es decir, instituciones, formas políticas estables (de ahí viene el nombre lo stato), por encima de los avatares de quienes gobiernan.

miércoles, 9 de mayo de 2018

De buscón, en Recoletos


En Madrid, el Día del libro no tiene la relevancia que tiene el día de Sant Jordi en Barcelona, pues no se acerca ni de lejos al ambiente de fiesta popular que tiene en la ciudad condal, capital del mundo editorial durante decenios, pero respecto a libros, Madrid tiene otras cosas, que no están mal. Y con esto, tal y como está el patio de revuelto, no quiero comparar ni colocar una ciudad sobre la otra, pues en cuestión de lecturas y culturas, prefiero sumar; añadir ocasiones, antes de oponer y restar.  
Una de estas madrileñas ocasiones es la Feria del libro, una anual cita para los amantes de la lectura; ubicada en el paseo de Coches del Retiro en los días de la primavera tardía, cuando se alternan el calor y las tormentas. Otra es la feria permanente de libros antiguos, situada en la cuesta dedicada a Claudio Moyano (1809-1890), el que siendo ministro en el Gobierno de Narváez hizo aprobar la Ley de Instrucción Pública, que definió la organización de la enseñanza en España desde 1857 hasta la ley de Villar Palasí en 1970.
Dichosos tiempos, aquellos, en que el sistema de enseñanza duraba decenios, en cambio ahora, cada ministro del ramo quiere tener su ley, a su gusto y manera, para confusión de alumnos, padres y profesores y para perjuicio del país, que en materia de educación o de enseñanza e instrucción anda, también, desnortado y predispuesto a acoger sin reservas las teorías pedagógicas de cualquier charlatán postmoderno. Pero volvamos a los libros que no son sólo de texto.
Además de las casetas de la Cuesta de Moyano, los lectores (y lectoras, no se me enfaden las empoderadas, que, suelen ser las que más leen), cuentan con dos ferias del libro antiguo y de ocasión, que en otoño y primavera levantan sus casetas en el Paseo de Recoletos. La feria es un gozo, no sólo por los libros para bibliófilos y amantes de las páginas con ácaros, sino por la diversidad de láminas, carteles, cromos, tebeos y libros infantiles y juveniles, que llenan las casetas de color con su portadas.
No se debe acudir a Recoletos con la idea de encontrar un título preciso, pero dedicando algo de tiempo a mirar lomos y portadas de cientos de ejemplares, un buscador pertinaz se puede tropezar con cosas curiosas y títulos de interés. Por ejemplo, en la última feria de otoño, sin buscarlas, me vinieron, casi a la mano, una historia gráfica en la Comuna parisina, editada en francés e ilustrada con preciosos dibujos, que no pude dejar allí. También “Ochrana”, de A. Vasiliev, memorias del último director de la policía zarista, editado por Espasa Calpe en 1930, “The West”, una antología de la Harper’s Magazine sobre el Oeste americano, que tampoco pude abandonar a la suerte de otro lector, y finalmente, en otro orden de cosas, me topé con las “Obras Completas” de José Antonio Primo de Rivera, en un solo volumen editado en 1945 y a un precio razonable, que, no es que sea el santo preferido de mis devociones, pero leído a ratos y picando aquí y allá entre sus páginas, se obtiene una idea de lo que, en las filas de la derecha española, españolísima, se pensaba en los años treinta. Es decir, un singular aporte para conocer algo mejor este condenado país, obtenido directamente de una de sus fuentes. Aunque ya conocía al personaje por una antología.
Ayer, en una agradable mañana, acudí, como otras veces con una de mis hijas, al Paseo de Recoletos, que, para los forasteros, es el paseo comprendido entre las plazas de Cibeles y de Colón. La estatua de la diosa, en el carro con sus leones y surtidores de agua, fija; la del marino, itinerante, pues, sucesivos alcaldes madrileños le han ido marcando singladuras en la plaza, moviendo al pobre Cristóbal y a su pedestal de un lado a otro, como prueba del acierto con que la población de la villa ha calificado estos y otros caprichos de sus regidores llamándolos alcaldadas.
El Paseo de Recoletos es un tramo de una de las calles más largas y más notables de Madrid, desde el punto de vista monumental y como eje de la vida política, económica, financiera y cultural de la ciudad. Es el primordial eje viario que va desde el sur, el río Manzanares, hasta el norte, donde acaba, en ese otro río, pero de coches, que es el cierre de la M-30. Lo que sucede es que, en una manía o costumbre, a mi juicio muy mala del lugar, la misma calle, el mismo paseo en este caso, tiene varios nombres: Paseo de las Delicias, Paseo del Prado, Paseo de Recoletos y Paseo de la Castellana. Antes tenía, además, el de Avenida del Generalísimo, oportunamente apeado.
No puede decirse que la importancia de esta larga y bella vía urbana, que conecta el camino hacia los secarrales de la Mancha, por el sur, con la ruta hacia las zonas verdes de la Sierra por el norte, haya merecido, por parte de alguna de las tres administraciones -la central, la autonómica y la local- que tratan de gobernar la vida de los madrileños, la atención de dotarla de una línea de Metro, que la recorra entera, de arriba a abajo, o de construir alguna estación más en el ferrocarril subterráneo de Cercanías para que pueda suplir esa carencia. Descuidos de gente que se mueve por la urbe en coche oficial.  
Bien, como decía, en la soleada mañana de ayer, la feria estaba animada y era un gusto pasear y recorrer las casetas. Mejor dicho, hubiera sido un gusto hacerlo si los visitantes no hubieran visto interrumpida su labor de ojeadores por la intempestiva presencia de patinadores y ciclistas, que recorrían el paseo a velocidades impropias y sin respetar el espacio de los peatones, en el que ellos eran invasores. La de los ciclistas es la última plaga que ha caído sobre los peatones de Madrid, que se ven obligados a compartir sus aceras con todo tipo de transportes privados dotados de ruedas.
Para concluir, la búsqueda, o casi mejor, la “busca” barojiana, me deparó la suerte de encontrar un librote, en formato grande, “Marx et son époque”, de Arthur Conte, de quien no tenía noticia, pero consultada la wiki, ha resultado ser un diputado socialista, luego centrista, periodista y escritor especializado en historia, y director de la televisión pública, ORTF, fallecido en 2013.
Es una biografía de Marx, abundantemente ilustrada con fotografías y dibujos de la época, acompañada por un apéndice de cuadros cronológicos, que sólo por eso y por los dibujos merece comprarse. Además, estamos en el año y en el mes del bicentenario del nacimiento de Marx. Y también, pero eso es lo de menos, por el precio: 5 euros. Una bicoca.
Compré también una antología de la revista “Leviatán”, desde el nº 1, mayo de 1934, al nº 25, junio de 1936, aunque faltan números. Lleva un prólogo de Paul Preston, está editada por Turner en 1976 (9 euritos).
Vi “Estudios sobre la revolución”, de E. H. Carr, de Alianza, en buen estado, edición de 1970. ¿Y quién no lo compra en este mes de mayo por 5 euros?
También fue al saco “La teoría de la historia de Karl Marx”, de Gerald Cohen, que se me escapó en su día (edición española de 1986). Este me dolió más: 20 euros, a pesar de mi intento de regatear, en el que estoy poco ducho.
Encontré otra alhaja dado el momento, “Las nacionalidades” de Pi y Margall, encuadernado en pliegos y con las páginas aún sin abrir: 5 euros. Y ya de retirada, apareció una novela de un  viejo conocido, P. G. Wodehouse: “Un par de solteros”, editada en 1944, por Al monigote de papel, en buen uso; 6 euros.
Esa fue la cosecha de la mañana.