jueves, 21 de septiembre de 2023

Hablar, escuchar y “hacer el canelo”

El martes 19 de septiembre de 2023, quede la fecha escrita con letras de oro para la posteridad, tuvo lugar en el Congreso una sesión que puede calificarse de histórica, porque fue la primera vez que, en 45 años de régimen democrático, los oradores utilizaron lenguas distintas del habitual castellano, como la catalana, la gallega y la vasca, para dirigirse al resto de la cámara, en la que se aprobó, por mayoría de 179 votos (PP y Vox quedaron fuera), iniciar los trámites para reformar el Reglamento del Congreso que permita el uso de lenguas que son cooficiales en sus respectivas comunidades autónomas.

El hecho de ser una jornada histórica no privó a la sesión de uno de los rasgos peculiares de las sesiones no históricas, es decir normales, entendiendo como “normal” el que tuviera su correspondiente ración de esperpento, pues mientras algunos diputados y diputadas hablaban en su lengua, otros (y otras) se empeñaban en no escuchar otra lengua que no fuera la suya, renunciando a colocarse el artilugio que transmite la traducción o saliendo del hemiciclo, en un par de disciplinados paseíllos, como si estuvieran molestos “por el ruido” que percibían, que podía ser el de la España que se rompe, según un catastrófico pronóstico que la derecha repite desde hace años.

Por sorpresa, el portavoz del PP, Borja Semper, nacido en Irún, comenzó su alocución utilizando el vascuence, lo cual dejó descolocados a sus compañeros, que habían rechazado los auriculares de la traducción simultánea en señal de protesta.

No se sabe si lo hizo para alardear de bilingüismo o como un guiño hacia otros oradores, pero se salió del guion, lo cual vino muy bien en una sesión un tanto hierática, pues, a veces, desdecirse y “hacer el canelo” es una muestra de ingenio.  

Unos y otros ejercían sus respectivos derechos, claro está, pero parecía que había más “parlamento” que “escuchamento”; que el derecho a hablar primaba sobre el deseo de hacerse entender y viceversa, el negarse a escuchar equivalía a negar los derechos de quienes hablaban, por lo cual es de esperar que, pasado el sarampión de las primeras jornadas, la reforma del Reglamento facilite ambas funciones y que en la cámara se asuma con normalidad la nueva polifonía.  

Para los partidos nacionalistas, la jornada fue un triunfo sobre el centralismo que brindó la oportunidad de reivindicar su condición de naciones y aludir a la grandeza de sus respectivas lenguas, efectuadas desde la perspectiva bilateral que dicta sus actos, que es la tensión entre el centro y las diversas periferias. Tensión que en el uso de la lengua es la tensión existente entre el catalán y el castellano, el vascuence y el castellano y el gallego y el castellano, con olvido de la paradójica relación de las lenguas cooficiales entre sí, pues el vínculo lingüístico que une a los nacionalistas en sus divergentes fines frente al Estado es el castellano, la lengua franca que todos conocen y rechazan; y no hay otro modo de entenderse: o el castellano o el “pinganillo” en la oreja. O el inglés, esa lengua franca que utilizamos con bastante torpeza cuando queremos que nos entiendan en el extranjero.

Desde esta perspectiva, la jornada fue un triunfo de la diversidad, de la periferia, que anticipaba el logro de objetivos más ambiciosos en fecha cercana, pues en algunos portavoces no faltó el anuncio de obtener nuevas concesiones por parte de Pedro Sánchez, al que, además, se acusó, de forma desabrida, de actuar impulsado por sus necesidades políticas, como si los partidos nacionalistas no actuaran movidos por las suyas.

La prisa con que se inician los trámites para reformar el Reglamento ratifica esa impresión, que se presenta como necesaria para mejorar la vida democrática. Por esa razón es de esperar que exista la misma reciprocidad en los parlamentos autonómicos en atención no sólo a los diputados y diputadas que se expresan en castellano, sino a la ciudadanía de sus territorios, pues no conviene olvidar que España también es diversa y plural en las comunidades autónomas.

Es cierto que las lenguas no agotan su función social como vehículos de la comunicación porque tienen un valor simbólico, pero es, precisamente, la dimensión, a veces desmesurada, de ese valor simbólico lo que dificulta, y en ocasiones impide, la comunicación, que es la función esencial de las lenguas, que son herramientas a disposición de quienes las usan, que pueden hacerlo con distintos propósitos. Y en la sesión parlamentaria del día 19 pareció que se agitaban banderas. 

21 de septiembre, 2023. El obrero


miércoles, 20 de septiembre de 2023

Esperpentos

 

Dejémoslo claro: “Esperpento. Género teatral creado por Valle Inclán, en que se deforma sistemáticamente la realidad, exagerando sus rasgos grotescos y absurdos.” (Diccionario de uso del español, de María Moliner).

“España es una representación grotesca de la civilización europea”, dice Max Estrella, el personaje de Valle Inclán en “Luces de bohemia”. “Los ricos y los pobres, la barbarie ibérica es unánime”, señala el mismo personaje, cuando da con sus huesos en el calabozo de una institución tan española como el “Ministerio de la Desgobernación”.

La frase de Max, que trasluce abatimiento y rezuma un pesimismo que llega al tuétano, recuerda otra de Antonio Machado en “Proverbios y cantares”: “Españolito que vienes al mundo te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. 

Cada día vienen al mundo menos españolitos (y españolitas) porque España es un país disuasorio para tener descendencia, pero los que llegan lo tienen aún más difícil, porque, no una, sino las dos Españas les van a helar el corazón: la de arriba y la de abajo, la de los ricos y la de los pobres, la de derechas y la de izquierdas. “La barbarie ibérica es unánime”, sentenciaba Valle en 1924 -de esa fecha es “Luces de bohemia”- y se podría añadir que la estupidez está bien repartida por toda la piel de toro, o quizá de vaca, porque falta bravura para afrontar viejos problemas con valentía. Lo decía un catalán, Salvador Espriu en “La pell de brau” (“La piel de toro”), cuando advertía que, “a veces, es necesario que un hombre muera por un pueblo, pero nunca que todo un pueblo muera por un solo hombre”.

No hay que llegar a la tragedia ni al drama, bástenos con el esperpento, pues no es preciso que muera alguien, basta con ignorarle. Pero ahora ni eso es posible, porque ese hombre se ha vuelto imprescindible.

En este corral de comedias en que se ha convertido el país, el resultado de las elecciones generales del 23 de julio ha dejado constancia del diabólico diseño de nuestro sistema de representación política.

El práctico empate entre los votos del PP y VOX y los del resto, deja dos grandes bloques ideológicos, el de la derecha, homogéneo, y otro heterogéneo e incluso contradictorio, unido sólo por oposición al otro. Son dos bloques formados por aversión hacia el contrario, que se disputan la formación del gobierno teóricamente, porque en la práctica, aunque la diferencia en escaños es pequeña, los números no dan para que gobierne el partido que ha obtenido más votos, que es el PP, porque cuenta con un socio insuficiente, que además suscita el rechazo de otros posibles aliados, mientras el segundo partido en votos, el PSOE, puede contar con más apoyos, condicionados, claro está, para formar gobierno.

Tanto Sánchez como Feijoo se han mostrado dispuestos a someterse a una sesión de investidura, de ahí viene el espectáculo vodevilesco de mucho trajín, con idas y venidas, citas discretas u ostentosas con representantes de otros partidos para tantear las condiciones del posible apoyo. Asunto en que Feijoo lo tiene más difícil, porque su repertorio de posibles “amigos” es muy limitado, pero, hasta hoy, ha tenido la intención de tener un encuentro con Junts, aunque no con el hombre imprescindible.

Aquí tenemos una muestra más del esperpento: el de un dirigente político que oscila, cambia de opinión y trata de hacer ver que se esfuerza por lograr unos apoyos que le están negados. Seguirán las opiniones y los matices sobre el “encaje de Cataluña”, pero, al final, Feijoo no será presidente del gobierno por falta de apoyos, de lo cual él era consciente cuando propuso a Sánchez que le permitiera gobernar un par de años. Entonces ya se rendía, pero le faltaban un par de cañonazos de fogueo para salvar el honor y presentarse ante su partido con los deberes hechos, aunque sin haber confirmado en julio el triunfo de mayo.

Pero lo más esperpéntico del momento es que el gobierno del país depende de los votos de los 7 diputados de Junts, residual partido de la Convergencia del 3%, del clan Pujol, de Prenafeta, de Alavedra, de Millet y Pallerols, que, desde Bélgica, dirige Puigdemont, huido de la justicia por su destacada participación en el “procés”.

El esperpento crece cuando se advierte la escasa representatividad política de Puigdemont, cuyo partido ha obtenido 392.634 votos, el 11% de los emitidos en Cataluña. Pongamos que puede estar respaldado por los 7 diputados de ERC, que representan a 462.883 votantes, más los 98.794 de la CUP, en total 954.311 votos en Cataluña, pero es que el censo general ha sido de casi 25 millones de electores (24.952.000) y España tiene más de 47 millones de habitantes. Ante esas cifras, el poder de Puigdemont parece desmesurado, tanto como sus condiciones, pues insatisfecho con el indulto a los encausados del “procés”, con la supresión de los delitos de malversación y sedición -que es un disparate-, con la puesta en marcha de la ley que permita, en breve, utilizar el catalán, el gallego y el vascuence en el Congreso, exige, ni contrito ni arrepentido, la aprobación de una amnistía antes de la investidura de Sánchez. Dada la discreción con que en el PSOE llevan las conversaciones, no se conoce la respuesta, pero se traslucen la satisfacción y el agradecimiento a Puigdemont por su predisposición al diálogo.

Sigue el esperpento cuando Yolanda Díaz, dirigente de Sumar y vicepresidenta del Gobierno, acude a Bruselas a entrevistarse con el “ausente”, en lo que parece una clara interferencia. Aunque también puede haber ido en una misión exploratoria haciendo de “submarino” de Sánchez.

La peregrinación a Waterloo recuerda la frase de Marx en “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”, cuando escribe que en Francia “las circunstancias permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”. No somos los únicos, pero no es un alivio.

José M. Roca, 7/9/2023.. El obrero

Allende. Chile (2). El escenario continental

En el contexto de la “guerra fría”, el triunfo de la revolución cubana, en 1959, introdujo una cuña en la zona de influencia norteamericana considerada por Washington como su “patio trasero”.

La victoria del ejército rebelde sobre las tropas de Batista, su títere cubano, fue recibida como una afrenta, pues era intolerable la existencia de un gobierno izquierdista a 90 millas de la costa de Florida. Por tanto, el régimen castrista no debía sobrevivir (en eso no faltaron intentos), ni, en aplicación de la doctrina de “contener el comunismo”, se debía repetir en el continente otro experimento como el de Cuba.

No obstante, tal doctrina no amparaba sólo la lucha política e ideológica contra el comunismo y el pulso geoestratégico con la URSS en los años más tensos de la “guerra fría”, sino la ambición imperial estadounidense sobre América Latina albergada desde principios de siglo, de tal manera que cualquier intento reformista de gobiernos nacionales que perjudicase los intereses de compañías norteamericanas era presentado ante la opinión pública como una amenaza comunista y tratado como un asunto de la seguridad nacional del propio país y de Estados Unidos, como garante continental del orden establecido.

Este fue el caso del gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala, cuyas reformas chocaron con los intereses de la United Fruit Company (hoy Chiquita Brand), que tenía fuertes lazos con el gobierno norteamericano (John Foster Dulles, secretario de Estado, era accionista de la compañía y hermano de Allen Dulles, director de la CIA).

En Estados Unidos transcurrían los histéricos años de la “caza de brujas” del fanático McCarthy, y para evitar que el país cayera posteriormente en manos del comunismo -las reformas las carga el diablo-, la CIA preparó el golpe de estado del coronel Castillo Armas, que, en 1954, derrocó a Arbenz y dejó el país sometido a una dictadura de décadas.

Washington también apoyó el dictatorial gobierno del general Pérez Jiménez en Venezuela -potencia petrolera-, derrocado en 1958 por un golpe de militares descontentos. Pareja suerte corrió el reformista Juan Bosch, en la República Dominicana, depuesto en septiembre de 1963 por un golpe militar dirigido por el coronel Caamaño.

El brasileño Joao Goulart, que inició reformas en el campo, en la educación y en la sanidad, y con el acercamiento a los países del Pacto de Varsovia quiso mantener un equilibrio entre Estados Unidos y la URSS, fue derrocado en 1964 por el golpe militar del general Castelo Branco, sucedido por el mariscal Costa e Silva, sucedido a su vez por el general Garrastazu Médici y éste por el general Ernesto Geisel, cortados todos por el mismo patrón. Garrastazu apoyó los intentos de Nixon de acabar con el régimen de Salvador Allende.

En Uruguay, el presidente Pacheco Areco (1967-1971) respondió a las protestas populares con el estado de excepción, la ilegalización de los partidos de la izquierda y la censura de prensa, y asistido, por la CIA, desató una feroz represión sobre el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros. Le sucedió Bordaberry, ultracatólico y ferozmente anticomunista, con un gobierno mixto, cívico-militar, entre 1975 y 1985.

Al otro lado de la frontera, el dictador Alfredo Stroessner, tras llegar al poder con un golpe de estado, gobernaba Paraguay con mano de hierro, en una dictadura que, desde 1954, habría de durar hasta 1989.

Debía quedar claro que ningún gobierno nacional podía atreverse a modificar un ápice la correlación de fuerzas decidida desde Washington. No había, pues, lugar para ensayar terceras vías, ni margen de maniobra para que gobiernos de la burguesía nacional pudieran acometer reformas dentro del capitalismo con un carácter de afirmación nacional y la pretensión de ejercer cierto control sobre una parte sustancial de la riqueza del país. La soberanía real estaba descartada y para las élites sólo quedaba el incondicional y bien remunerado vasallaje, bajo el manto de la seguridad nacional, que amparaba la propiedad privada, sobre todo, la gran propiedad y las inversiones extranjeras, frente a los intentos, que resultarían vanos, además de dolorosos, de repartir de forma más equitativa la riqueza producida.

De tal suerte, América Latina quedaba atrapada por el corsé de las dos vías diseñado por Washington. Una era la Alianza para el Progreso, anunciada por J. F. Kennedy en 1961, cuyo objetivo era hacer innecesario el comunismo, al elevar el nivel de vida de la población mediante el desarrollo económico, la cooperación y la ayuda técnica y financiera. Estaba destinada a los gobiernos amigos, es decir dóciles, pero no necesariamente democráticos. Podían ser hijos de puta, pero eran “sus hijos de puta”, como reconocía el Secretario de Estado, Cordell Hull, refiriéndose al nicaragüense Anastasio Somoza, que, efectivamente, lo era.  

La otra vía, revelada con precisión en informes desclasificados, era la llamada contrainsurgencia, destinada a disuadir a gobiernos tercamente reformistas y a quienes pusieran en duda la hegemonía norteamericana, pero, sobre todo, a combatir los movimientos populares de protesta y autoorganización, a los partidos y sindicatos izquierdistas y, en particular, a los grupos armados y a las guerrillas, mediante una variada gama de “servicios” prestada a los gobiernos para combatir “la subversión”, que iban desde la creación de opinión pública, la agitación, la propaganda, el sabotaje, el caos económico, el cierre patronal, el esquirolaje, los atentados, los secuestros, las violaciones, los asesinatos y las desapariciones, hasta los golpes de estado, si eran necesarios, o la invasión de tropas y mercenarios. 

Este era el escenario continental en el que Salvador Allende pretendió llevar a cabo su ideal experimento, al emprender un camino distinto, democrático y pacífico, hacia el socialismo que rompiera el círculo vicioso acotado por el vasallaje o la dictadura.     

El golpe militar en Argentina, en marzo de 1976, y la instauración del cruento gobierno de la Junta Militar presidida por el general Videla, corroboraron, tras la muerte de Allende, la vigencia de ese círculo infernal. 

Madrid, 12 de septiembre de 2023. El obrero.


 

Allende. Chile (1). El “golpe militar”.

Hace 50 años, una insubordinación del ejército regular derrocó violentamente el gobierno legal y democrático de Chile, presidido por el socialista Salvador Allende.

El golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 culminó la estrategia de oposición puesta en marcha por las fuerzas reaccionarias, con apoyo privado y gubernamental norteamericano, aún antes de la llegada de Allende al gobierno de Chile en octubre de 1970.

El “cuartelazo”, dirigido por un triunvirato -el vicealmirante José Toribio Merino, el comandante Gustavo Leigh y el general Augusto Pinochet, que lo presidía-, fue muy violento. El palacio presidencial de La Moneda, en Santiago de Chile, fue atacado con aviones mientras los defensores sólo disponían de armas ligeras; allí falleció Allende, junto a otros de sus colaboradores, asesinados por las tropas que conquistaron el edificio. No hubo compasión para los vencidos, ni la habría para sus seguidores a lo largo de muchos años.

La represión militar y policial, ideológicamente justificada por la propaganda anticomunista y la defensa de la patria, y técnicamente bien organizada por la asistencia de la CIA, se dirigió de inmediato contra los seguidores de la Unidad Popular -partidos, sindicatos, asociaciones y movimientos populares-, y contra los lugares desde donde podían hacer frente a los golpistas -universidades, fábricas y barrios obreros-, pero, en poco más de una semana, la sistemática y brutal actuación del ejército sembrando el terror acabó con la resistencia de los trabajadores y de las clases populares rurales y urbanas, que fueron tratadas como enemigos.

Desde entonces, la disidencia al autoritario y restaurador programa de los privilegios de las clases altas chilenas y de los intereses extranjeros, aplicado por la Junta Militar, fue perseguida de forma implacable y, bajo un toque de queda que duró casi diez años, la izquierda, diezmada y, en buena parte, confundida, se vio obligada a realizar su oposición desde la clandestinidad. Hasta el año 1990, en que Pinochet dejó el poder, Chile padeció una cruel dictadura, cuyos efectos políticos y económicos aún se perciben en un país profundamente dividido. 

El ”golpe” de Pinochet no fue el primero ni el último en América Latina, donde los violentos cambios de gobierno han sido frecuentes -la vecina Bolivia ha soportado más de 150 “cuartelazos”-, pero sí tuvo rasgos peculiares, no sólo porque las fuerzas armadas rompieron una tradición que era de las menos intervencionistas de América, aunque su neutralidad y el respeto al régimen democrático era más bien hipotética, sino por la estructura del país y el grado de desarrollo, que era de los más altos de América Latina, y, sobre todo, por el intento del gobierno de izquierda de afirmar la soberanía nacional recuperando fuentes de la riqueza nacional en manos de empresas extranjeras, en particular, inglesas y norteamericanas, para formar parte del sector económico del Estado, en un camino nuevo, democrático y pacífico hacia el socialismo, construido con sucesivas reformas y alejado de la vía armada, que había recibido un respaldo importante en parte de las fuerzas de la izquierda mundial.

El golpe militar en Chile no fue un acontecimiento aislado, sino que formó parte de un proceso que había empezado antes como estrategia de Washington hacia América Latina; confirmó la tendencia imperialista del poderoso vecino del norte y significó el final de un proyecto político alternativo a la vía armada; un experimento violentamente abortado, en definitiva, que aportó también algo nuevo, pero no bueno, que fue la aplicación manu militari del catecismo económico neoliberal, salido de un laboratorio universitario de Chicago y aplicado por diligentes pupilos del profesor Milton Friedman para demostrar a los inversores las ventajas del mercado sin reglas, que era el envoltorio académico con que se hacía presentable el capitalismo salvaje, aplicado con todo rigor sobre la aterrorizada población de un país sometido a un estado de excepción permanente.  

El “tancazo” confirmó la importancia de decisiones estratégicas adoptadas lejos de Chile, en el contexto de la “guerra fría”, y, a la vez, atizó el debate teórico en las izquierdas americanas y europeas sobre las vías posibles para llegar al socialismo; un tema hoy desaparecido de las agendas.

Para entender mejor las circunstancias que rodearon el ascenso y fracaso del programa de la Unidad Popular y los efectos del cuartelazo que acabó con él, es preciso retroceder en el tiempo, porque su historia empieza más atrás, mucho antes del triunfo electoral de la Unidad Popular, y en otro escenario. Lo veremos en la siguiente entrega.

9/9/2023. Para El obrero