Con
el canto de “Els segadores” con voz triste y el semblante serio culminaba,
ayer, la proclamación de la nueva república catalana.
El
acto tenía lugar en la escalera del Parlament, donde concluyó la ceremonia de
la confusión que presidió una jornada que, para sus protagonistas, debería haber
sido festiva, valiente, arrogante, con el convencimiento propio de quienes han
planteado un desafío y desean llevarlo hasta sus últimas consecuencias,
convencidos de obtener la victoria. Pero faltó moral de triunfo.
La
ceremonia respondió plenamente a los chapuceros estándares -atropello, prisa,
improvisación y vulneración de las propias normas- a los que nos tiene
acostumbrados la Generalitat. Se presentó una resolución, leída, que finalmente
se recortó, es decir, que se votó una parte y otra, no. No se dejó intervenir a
los portavoces de los partidos de la oposición, se alteró la forma del voto y
se optó por el voto secreto, lo cual era inconcebible en el momento fundacional
de un nuevo país, en que se debería conocer la identidad de los padres
fundadores. ¿Se imaginan la fundación de Estados Unidos sin conocer los nombres
de Adams, Franklin, Jefferson, Jay, Washington, Madison, Hamilton, Henry y
otros? ¿O, en la Revolución francesa, se podría ignorar a Mounier, Robespierre,
La Fayette, Sieyés, Brissot o Danton?
En
el caso de la república catalana, lo que podrán escribir los historiadores, si
es que escriben algo, es que fue proclamada por 70 diputados, escondidos en el
anonimato.
Sin
embargo lo más relevante es que el President de la Generalitat no habló, no
intervino en el pleno en que formalmente se decidía la independencia de
Cataluña, que se aprobó por 70 votos a favor, 10 en contra y 2 en blanco, el
resto de diputados se abstuvo y abandonó la cámara. Así que la república se
proclamó con el hemiciclo semivacío y con las caras largas de los diputados
presentes. Después Puigdemont, Forcadell y Junqueras se reunieron con los suyos
en la escalera, pronunciaron las arengas propias del momento y cantaron
rutinariamente “Els segadors”.
Era
el colofón de una aventura insensata, que puso en marcha un señor que llevó,
impunemente, un banco a la ruina mientras se alzaba como estandarte de la moral
pública, y defendía la patria catalana mientras depositaba en un banco
andorrano una ingente cantidad de dinero de dudosa procedencia, y que han
llevado hasta las últimas consecuencias un partido anegado en casos de
corrupción, con sus sedes intervenidas judicialmente, y un gobierno que ha
dilapidado dinero público para poner en marcha el proceso independentista, ha privatizado
bienes públicos y ha recortado con saña derechos de los asalariados.
Llegar
hasta aquí ha sido posible, porque, sin hallar resistencia o con muy poca, los
nacionalistas han podido difundir a lo largo de años una fábula, que no por
increíble para espíritus críticos, ha dejado de surtir efecto en la hasta hace
poco adormecida población catalana, despertada con sobresalto por el toque a
rebato para salvar a la patria de un inminente peligro.
Sobre
la base de una historia de Cataluña groseramente falseada, impartida como asignatura
en los centros educativos, se ha divulgado machaconamente por los bien
engrasados medios de propaganda un repertorio de mensajes simples y categóricos
-"Madrid es la causa de nuestros problemas", "España nos roba", "Somos un solo pueblo", "Somos una nación", "No nos dejan votar", "Cataluña independiente será más próspera", "Cataluña tendrá
reconocimiento internacional y estará en la Unión Europea", "Cataluña será como
Dinamarca" (¿quién no quiere ser danés después de haber visto “Borgen”?)-, atribuyendo
a la independencia la mágica solución de todos los males reales e imaginarios
que padece Cataluña.
Con estas fábulas, los dirigentes
del “procés” han logrado aglutinar una apreciable masa de maniobra y ser seguidos,
además de por el núcleo de incondicionales e interesados nacionalistas, por personas adultas
crédulas y poco informadas, por masas de alegres escolares, con la bandera
estelada a la espalda, y por una multitud de chicos y chicas, contentos de haber
recibido a edad temprana su bautismo político para participar en el proyecto
colectivo de fundar una nación. Pobrecillos; han creído ser protagonistas de
una festiva epopeya cuando en realidad han sido víctimas una estafa colosal.