O mejor por defunción
La noticia en la prensa ha pasado sin pena ni
gloria, desapercibida entre otras del verano sobre el “tema catalán" y el otro “tema” de la negociación fallida de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias para formar
gobierno, pero tiene importancia porque cierra otra página sobre el declive de
la izquierda comunista en España.
El día 6 de julio, el consejo nacional de
Iniciativa per Catalunya-Verds, (ICV) decidió, por acuerdo unánime, solicitar
concurso de acreedores -la antigua suspensión de pagos-, ante la dificultad de
hacer frente a una deuda de 9,2 millones de euros.
Tras 32 años de existencia (1987-2019), la
organización política sucesora del Partit Socialista Unificat de Catalunya
(PSUC) (1936-1990), echaba el cierre por quiebra como si fuera un negocio, un
mal negocio político, dejando en la calle, con el consiguiente expediente de
regulación de empleo, a 16 trabajadores y en la orfandad política a sus
seguidores, si es que quedaban algunos.
Su disolución revela el imparable declive de
una opción política que había resistido los peores años de la postguerra y
aumentado su prestigio y sus efectivos en la lucha contra la dictadura, pero
que no encontró su lugar en el régimen político que con tanto esfuerzo contribuyó a instituir.
El PSUC
en la Transición
La historia reciente de Cataluña y, en
particular, las últimas siete décadas, esa historia desconocida por los jóvenes
que reclaman unos derechos civiles que desprecian y que a ellos les han llegado
de balde, no se entiende sin el PSUC, que fue uno de los principales actores
que lucharon para conseguirlos, aún a costa de sufrir, primero las brutales respuestas de la dictadura y, después, unas tensiones internas
que minaron su coherencia programática y su vitalidad.
El PSUC, poderosa y controvertida filial del
PCE, fue en Cataluña el alma y el cuerpo de la oposición al franquismo, no sólo
por la fuerza proporcionada por los estudiantes y los trabajadores movilizados por la CONC (Comisión Obrera
Nacional de Cataluña, filial de CC.OO.), y de las asociaciones populares que
tenía detrás, sino también por su potencia cultural y la labor de un estimable
núcleo de intelectuales orgánicos (aquello sí que era un “núcleo irradiador”).
Hubo, claro está, en Cataluña otros partidos de
izquierda de diversa tendencia doctrinal,
incluso procedentes del propio PSUC (el grupo Unidad, el PCEI, Bandera Roja), que aportaron
sus fuerzas para desgastar la dictadura y compitieron con él, pero sin lograr
arrebatarle la hegemonía sobre el movimiento antifranquista.
El PCE-PSUC sufrió las consecuencias de los
pactos de la Transición, pues, en un partido que defendía la lucha de clases, apostar
por la reforma de la dictadura -“ruptura pactada”- y la reconciliación nacional
por acuerdo con los reformistas del Régimen, estando vivo el recuerdo de la
guerra civil, tuvo elevados costes, entre ellos, aceptar la bandera nacional, la
monarquía, la continuidad de aparatos del Estado o el Concordato con el
Vaticano, que, por un lado, desvirtuaban sus históricas señas de identidad y,
por otro, no proporcionaron la recompensa esperada en las elecciones de junio de 1977
(9,2% de los votos), en las que fue superado por el PSOE, un partido recién
renovado y prácticamente recién llegado a la palestra política, ya en los años
finales de la dictadura.
No obstante, el PCE y el PSUC, siguiendo la declaración
sobre la reconciliación nacional, anunciada en junio de 1956, al hilo de la
“coexistencia pacífica” con Occidente, decidida en el XX Congreso del Partido
Comunista de la Unión Soviética (PCUS), tuvieron un papel destacado en el clima
de opinión con que en España se tejió la reforma -el consenso- y fue grande su
aportación política y jurídica en la fundación y en los primeros pasos del nuevo régimen democrático (amnistía,
derechos civiles, sistema autonómico, marco de relaciones laborales,
Constitución).
En medio de una profunda crisis económica, con
un desempleo creciente (4,7% diciembre 1976; 5,7% diciembre 1977) y una
inflación disparada (27% en 1977), el apoyo del PCE-PSUC al Pacto de la Moncloa
(octubre 1977) contribuyó a sanear la economía nacional, consolidar el naciente
régimen democrático y paliar el riesgo de una posible involución de extrema
derecha por un golpe militar, pero fue a costa de desestabilizar la economía de
las clases subalternas, en particular de los asalariados, que arreciaron en sus
protestas, lo que obligó tanto al PSOE y al PCE-PSUC, como a CC.OO. y UGT, a
emplearse a fondo para frenar las luchas de los trabajadores y lograr el cumplimiento del pacto.
El coste de ayudar a “estabilizar las
relaciones laborales” fue grande y se tradujo en críticas internas y en progresiva
pérdida de apoyo electoral, a medida que la salida de la crisis y la
remodelación del aparato productivo exigían sucesivos pactos sociales. Circunstancias
que se unieron a los efectos de lo que se podría calificar como cambio de
estatus, que provocaron la crisis que fue el principio del fin.
El
nuevo y complejo escenario
El advenimiento del régimen democrático, por
imperfecto que fuera, estableció diferencias sustanciales respecto a la
dictadura, las cuales afectaron al modo de intervenir en política, tanto del PCE-PSUC
como de otros partidos de la izquierda que habían operado hasta entonces desde
la clandestinidad.
El reconocimiento de los derechos civiles, la
libertad de informar, el régimen de opinión y el sistema representativo hacían
de la actividad política, de la lucha por el poder, del acceso a las
instituciones y la gestión del Estado un asunto público y participativo, que
obligaba a adaptarse al marco legal a quienes quisieran ser actores de la vida
política en un sistema liberal democrático. Lo cual chocaba con los usos y
estructuras de partidos enfrentados a la dictadura en las condiciones marcadas
por ésta y obligados, por tanto, a la actividad clandestina para actuar y sobrevivir.
La nueva situación obligaba a adaptarse con rapidez al nuevo marco político y jurídico, pero esa necesidad
chocaba con una larga tradición conspirativa y con unas estructuras de partido poco flexibles,
y además suponía acometer cambios estratégicos, tácticos y organizativos.
Sin revolución en el horizonte y habiéndose
resuelto la ruptura con la dictadura con un pacto por la reforma por mucho que
se lo adornara, lo que quedaba por delante era una larga etapa de intervención
reformista para limar los rasgos más hoscos del capitalismo, en la perspectiva
de llegar al socialismo por acumulación de fuerza popular y sucesión de reformas y transformar el Estado
burgués por vía parlamentaria.
Siempre y cuando se obtuviera el apoyo social
suficiente en un sistema electoral que no estaba pensado para favorecer a la
izquierda, y que la hipótesis se pudiera verificar, pues el último desmentido de esa vía había sido el golpe militar, que, en 1973, en Chile, había acabado de forma
bárbara con el intento de Salvador Allende de llegar, sin prisa y de forma
pacífica, al socialismo a través de las instituciones.
Lo que quedaba era marginarse o adaptarse, pero
no era fácil pasar del ámbito ilegal al
legal, de la actividad secreta a la pública, de la calle a las instituciones,
de la clandestinidad a la lucha abierta y de la subversión a la conservación
del sistema capitalista mediante su reforma. Todo ello obligaba a introducir
cambios en el proyecto, que escocían a una parte de la militancia, en
particular a la de más edad, y a efectuar giros tácticos o claramente
oportunistas, que se alejaban del objetivo estratégico, mantenido de forma retórica en el programa.
Por otro lado, los derechos civiles chocaban
con los estatutos y el estilo de vida militante, aún cortado por los principios del
centralismo democrático, apropiado para la actividad clandestina de partidos concebidos
como organizaciones de lucha que debían funcionar como ejércitos, pero
inadecuado para la nueva situación, que exigía un tipo de actividad menos
heroico y una adhesión al proyecto colectivo que fuera compatible con la atención a otros
aspectos de la vida privada.
Además del objetivo estratégico, este aspecto
separaba claramente a las nuevas generaciones, que exigían una organización flexible,
más discusión interna y rechazaban el esfuerzo militante entregado sin límite
de tiempo, de las viejas, que defendían un tipo de partido selectivo, jerárquico,
vertical, centralizado, monolítico y disciplinado, dirigido con mano firme por
un comité central poco menos que omnipotente y por un secretario general
indiscutible.
Otra modificación interna fue reemplazar las
células, los pequeños grupos de militantes de la etapa clandestina, por las
agrupaciones territoriales, más adecuadas a un partido de masas, abierto y
heterogéneo.
Todo esto, sumariamente enunciado, desató no
pocas contradicciones en el seno del PSUC y del PCE (y en otros partidos
comunistas), entre las nuevas y las viejas generaciones, entre los partidarios
del partido centralista y los que apostaban por la estructura federal, que era
más bien confederal, para adaptarse al modelo autonómico, entre los críticos y
los defensores de los pactos sociales, entre los que pretendían renovar las
señas de identidad del partido (por ejemplo, la denominación de leninista) y
los que se oponían, entre los críticos y los defensores de la URSS, entre los
cuadros profesionales de clase media y los militantes de extracción obrera, entre
los partidarios de las reformas ideológicas y programáticas y quienes se oponían
a ellas en nombre de la vieja identidad, entre, entre, entre …
Todo era motivo
de discusión, y tanto el PCE como el PSUC se sumieron (y consumieron) en
enfrentamientos internos, luchas intestinas no siempre por motivos claros, expulsiones, deserciones y escisiones.
A la altura de 1980, las tensiones internas
cristalizaban en el PSUC y se mostraron el Vº Congreso (enero 1981) -algo
después en el Xº Congreso del PCE (agosto 1981)-, en las divergencias entre
eurocomunistas, prosoviéticos y leninistas, apresuradas etiquetas que representaban,
grosso modo, a los seguidores del
equipo saliente (Antoni Gutiérrez) y a sus críticos de extracción obrera, que
rechazaban la política de pactos -el
eurocomunismo es acabar con las huelgas- y proponían reorientar el PSUC
hacia una política más de clase, aplicada a defender los derechos de los
trabajadores, antiimperialista y favorable a la política exterior de la URSS,
que entonces era muy activa en África y América, y cuyas tropas acababan de
entrar en Afganistán para apoyar al régimen de Babrak Karmal.
La posterior alianza de eurocomunistas y
leninistas acabó con la expulsión de los prosoviéticos, que formaron el Partido
de los Comunistas Catalanes (PCC), unido luego a la escisión homóloga del PCE
para formar el Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE), una especie
de fortín de la vieja ortodoxia, dirigido por Ignacio Gallego.
Lo que de manera apresurada se puede llamar crisis
del marxismo, junto a la potente ofensiva neoliberal-conservadora impulsada por Ronald Reagan y
Margaret Thatcher, la progresiva orfandad teórica de la izquierda y la búsqueda
de nuevos sujetos colectivos para impulsar la transformación de la sociedad
capitalista, así como la tendencia centrífuga de los movimientos nacionalistas
favorecida por el Estado autonómico, que
no fue instituido para facilitar la unidad y la eficacia de izquierda, sino
para crear un marco de negociación y reparto de poder entre diferentes facciones
del bloque dominante, aconsejaron congelar las actividades del PSUC y fundar
Iniciativa per Cataluña, una organización de programa ambiguo y estructura
abierta y flexible, más acorde con los nuevos tiempos, cuyo nombre ya indicaba
una posición proclive al nacionalismo.
Dependiendo de las cambiantes alianzas, IC,
luego ICV e ICV-EUiA (Esquerra Unida I
Alternativa), se fue perfilando como una formación de izquierdas, no
revolucionaria sino transformadora, alternativa y reformista, institucional y a
la vez antisistema, socialista, ecologista, feminista y pacifista, y cada vez
más cercana a los postulados nacionalistas.
Después de unos años de declive, conducida,
paradójicamente, por dos dirigentes verdes, Joan
Herrera y Raúl Romeva, ICV caminó alegremente hacia su inmolación en beneficio
del pujante soberanismo pujolista, en una trayectoria semejante a la sufrida
por los comunistas de Galicia y el País Vasco, lugares donde fue engullido por
los movimientos nacionalistas locales.
En la búsqueda de otros sujetos que hagan de
agentes de transformación social junto a los trabajadores, ICV creyó hallarlo en las filas de
la burguesía nacionalista periférica y en las clases medias movilizadas con un discurso identitario, las cuales, a pesar de su radicalidad y de lo que afirme
su propaganda, siempre anteponen la ejecución del componente nacional al componente social de sus programas.
Con la
desaparición de ICV, una vez más, la experiencia vuelve a mostrar que, al menos en España, el
nacionalismo es letal para la izquierda, pues ha contaminado a los socialistas
(basta observar los titubeos del PSOE sobre la
configuración territorial del Estado y las tensiones entre sus baronías) y ha llevado a la tumba a las viejas izquierdas
comunistas moderadas o radicales. Y seguramente hará lo mismo con la nueva izquierda social
populista, si no rectifica a tiempo.
22/11/2019
https://elobrero.es/opinion/37255-icv-cerrado-por-quiebra-o-mejor-por-defuncion.html