En el quinto aniversario del comienzo de la guerra de Iraq, el presidente G. W. Bush se ha reafirmado en su decisión de invadir el país, pues se trata de una guerra noble, necesaria y justa. Y todavía confía en vencer: No aceptaremos más resultado que la victoria. Es lógico, pues cree que está ganando una guerra que concluyó oficialmente el 1 de mayo de 2003.
Los estrategas del Pentágono habían
previsto un largo período de acumulación y preparación de fuerzas para librar
una guerra corta, rápida y eficaz como un puñetazo, que acabase en muy poco
tiempo con el régimen de Sadam Husein y permitiera instaurar un simulacro de régimen
democrático con un gobierno manufacturado por la Casa Blanca.
El diseño de tal operación no contemplaba
que el régimen baaz tuviese apoyos y
que una parte de la población pudiera ofrecer resistencia, ni que la invasión
pudiera desatar la violencia entre facciones religiosas, y si lo había previsto,
no importó. Lo importante era acabar con un régimen como el de Hitler, según la
propaganda de aquellos días, para devolver la libertad a los iraquíes e
instaurar la democracia en el cercano Oriente. Pero el motivo no era altruista.
La invasión, decidida de antemano -en época
de Reagan, los halcones ya querían aumentar
la presencia militar en el Golfo Pérsico (ver antecedentes en “Elecciones en
EE.UU.” Iniciativa Socialista nº
74)- y puesta en marcha tras una intensa campaña de propaganda con alusiones a
la Biblia (Dios me pidió que acabara con
la tiranía de Sadam, confesó Bush en una visita al Sinaí, influido sin duda
por las leyendas del lugar), pretendía conseguir rápidamente un país dócil,
dispuesto a aceptar el papel que EE.UU. le adjudicara en la zona y a poner sus bienes
a disposición de empresas transnacionales, por medio de uno de esos tramposos
programas de ayuda para reconstruir los desastres provocados por la guerra a
cambio de aceptar medidas neoliberales que enajenan la riqueza nacional.
La invasión preparaba una guerra,
teóricamente rápida, quirúrgica, pero no por ello menos injusta, ilegítima,
ilegal y agresiva, que contó con la oposición de numerosos gobiernos y llevó la
división a organizaciones internacionales, como la UE, la OEA y la ONU, pero
todo ello importaba poco ante la magnitud y la urgencia del proyecto diseñado
por los neoconservadores, que, llevados de su mesiánica fe, pretendían no sólo
aumentar las reservas de petróleo, poniendo los pozos iraquíes bajo custodia
del ejército norteamericano, sino proteger a Israel, asegurar su presencia en
la zona y afirmar la hegemonía de EE.UU. por medio de un acto de fuerza, como
Richard Perle, director de la Junta de Programas del Pentágono, aseguraba días
después de comenzar la invasión: El reino del terror de Sadam Hussein está a
punto de terminar. El líder iraquí desaparecerá pronto, pero no se hundirá
solo: en una despedida irónica, arrastrará consigo a la ONU. Bueno, no a toda
la ONU (...) Lo que morirá será la fantasía de que la ONU es la base del nuevo
orden mundial. (El Mundo,
22-III-2003). Ese era el quid del asunto: dilucidar quien era el indiscutible
amo del mundo.
Siguiendo los planes, las operaciones
militares se desarrollaron bien, es decir mal, porque se alcanzaron los
objetivos militares previstos pero sólo eso. Las tropas entraron muy pronto en
las zonas petrolíferas y en las grandes ciudades, pero no pudieron controlar
todo el territorio ni el interior de las ciudades, donde aún hay barrios en poder de unas u otras
facciones resistentes, que actúan siguiendo intereses muy distintos, unos
religiosos y otros no tanto. Y ni siquiera en los barrios bajo custodia occidental
-la zona verde de Bagdad- el control es total, y los atentados son frecuentes.
Pero en el orden civil, la cosa no
marcha mejor. Gran parte de la culpa reside en cómo se instaló la primera
administración.
Paul Bremer, hijo del presidente de
Christian Dior, educado en las mejores universidades de EE.UU. y Europa, que
ostentó cargos en varias embajadas, fue el encargado de dirigir la primera
administración del Iraq ocupado, sin tener experiencia de haber hecho algo
parecido (y si la tenía no se notó) ni tener idea de los problemas de la zona.
Aquí se muestra la mesiánica ideología
que ha guiado la invasión, pues sus estrategas, más que como líderes políticos,
han actuado como profetas de la religión formada por los tres preceptos -la
Biblia, el mercado y el imperio- que configuran el destino americano y, por
tanto, el del resto del mundo. En ella, más que el conocimiento preciso de las
situaciones, lo que parecer importar es tener el respaldo de una gran fuerza
militar y una voluntad resuelta. Fuimos a
la guerra sin entender a la sociedad iraquí, admite el ex coronel Tim
Collins, exjefe de las tropas británicas en Iraq.
Así, no bastaba sacar a Sadam Hussein
del poder y deshacer su Gobierno sino que había que desmantelar todos los
resortes del Estado, incluyendo fuerzas armadas y funcionarios, para crear un
país nuevo a imagen y semejanza de los ideologizados asesores de la Casa Blanca, en el que
no quedaran rastros del régimen baazista. El resultado fue provocar la
paralización y el caos en el país, que afecta incluso a las zonas teóricamente
controladas.
Hubo arrogancia e incompetencia, ha
señalado Collins, refiriéndose al mandato de Bremer, y en particular a la
desmovilización del ejército y cuerpos de policía iraquíes, que dejaron el país
en manos de facciones religiosas y de bandas armadas en los lugares a los que
no llegaba la protección de las tropas invasoras, cuya misión no era esa y que
debían además ocuparse de una larga e irregular guerra que no estaba prevista.
Cinco años después de la invasión, el
país está destrozado, no sólo porque está virtualmente dividido entre kurdos
(20% de la población), árabes sunnies (15%), arabes chiíes (60%) y cristianos
(3%), sino por la lucha entre facciones armadas, pues junto a las fuerzas
regulares invasoras combaten los empleados de las empresas de seguridad (la
privatización de la guerra) y el nuevo ejército iraquí, dirigido por el primer
ministro (chiíta) Nuri al Maliki, que se enfrentan a restos dispersos del
ejército y de la policía baazistas organizados en bandas, a los kurdos (que a
su vez se enfrentan a los turcos), a facciones religiosas que luchan entre sí (chiíes
contra sunníes) y dentro del mismo credo (las milicias de Al Sader luchan
contra las fuerzas de Al Maliki), a bandas de delincuentes y a terroristas de
Al Qaeda, que han acudido al conflicto como moscas a la miel, pues el sufrido
país les procura un excelente campo de entrenamiento.
La población no combatiente sobrevive
como puede, pues además de sufrir los llamados efectos colaterales de la
invasión, es blanco del terrorismos sectario, y hablar de vida cotidiana es una
broma macabra, pues no funcionan los servicios públicos, colegios, sanidad (la
falta de camas y equipos hospitalarios es espantosa), el suministro eléctrico,
el telefónico y el agua corriente. A muchos de los que por suerte tienen empleo
(el paro alcanza al 60% de la población activa), la tercera parte del sueldo se
les va en comprar agua, ¡en Mesopotamia!, la tierra donde nació el regadío.
La mitad de la población sobrevive (¿)
con menos de un dólar al día, aunque algunos tienen la suerte de recibir raciones
gratuitas de comida proporcionadas por el Gobierno, que el Banco Mundial ya ha
propuesto suprimir.
A pesar de lo que afirma Bush -Ahora hay que consolidar la victoria y
sellar la derrota de los extremistas-, los signos de tal victoria no se
perciben. Esta guerra, o lo que sea, no tiene por ahora un claro ganador,
aunque el premio Nobel Joseph Stiglitz afirma que hay dos vencedores: las
empresas privadas de defensa y las compañías petrolíferas. Por cierto, al
empezar la guerra, el barril de brent costaba 30 dólares, ahora ha superado los
103 $. Lo cual ha tenido repercusión directa en la economía de todo el mundo y
de modo indirecto en la subida del precio de las materias primas empleadas en
la fabricación de biocombustibles.
En estos días, las bajas
norteamericanas han alcanzado la cifra de 4.000 muertos, 30.000 heridos físicos
y no se sabe cuántos heridos síquicos, las bajas de la población iraquí pueden
llegar a 300.000, unas 90.000 víctimas están identificadas. Se estima en
2.600.000 las personas refugiadas en países vecinos y en otras 2.400.000, las
desplazadas en el interior del país.
A los EE.UU., la invasión les ha
costado un notable deterioro político, acentuado por el descubrimiento de
abusos, corrupción y torturas, hasta
ahora 500.000 millones de $, unos 320.000 millones de euros, pero en el
presupuesto federal para 2008, los gastos de defensa han aumentado un 12%, por
lo que el Pentágono recibirá la cantidad de 622.000 millones de dólares, que
supondrán una merma en los gastos sociales, especialmente de los destinados a
sanidad.
En la sociedad norteamericana y, por
supuesto, en su clase política se alzan voces pidiendo el regreso de las
tropas, pero sin menoscabo del prestigio de EE.UU. Lo cual es bastante difícil
de conseguir, pues salir precipitadamente del avispero como exigen algunos
parece tan contraproducente como quedarse sin fecha de retorno, que es lo que acordaron
el pasado noviembre Bush y Al Maliki, que perder el Gobierno si la falta la
protección del imperio.
Mientras, Bush dice que llora: Los iraquíes me observan. Las tropas me
observan. La gente me observa. Aún así, lloro. Tengo el hombro de Dios para
llorar. Y lloro mucho. Por su causa, otros lloran también sin tanta
ceremonia.
Y Paul Bremer ha montado una empresa
de seguridad e imparte conferencias sobre su experiencia en Iraq. ¡Y se las
pagan!
Revista Trasversales nº 10, primavera 2008.
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