En los años cuarenta del
siglo pasado, el economista liberal Ludwig von Mises, en su defensa del
mercado, señalaba que una nueva superstición se había adueñado de las mentes:
la adoración del Estado. Eran años en los que la acción de estados muy desarrollados
había penetrado en el ámbito de la economía, en algunos países de la mano de
gobiernos democráticos, como en EE.UU. o Inglaterra, y en otros impulsado por
el puño de hierro de gobiernos autoritarios como la Alemania de Hitler, la
Italia de Mussolini, el Japón de Hiroito o la URSS de Stalin. Las necesidades
de la Segunda Guerra mundial habían acentuado esta tendencia, que Mises
lamentaba en su obra de 1944, La omnipotencia gubernamental.
Con la llamada revolución conservadora, que comienza en los años ochenta y se mantiene en nuestros días con innegable vigor, hemos asistido al proceso contrario: a adorar el mercado, y en particular al mercado bursátil, el mercado de valores (¡de valores! polisémica palabra). El mercado financiero ya es simplemente "El Mercado", pues el mercado de capitales ha subsumido todos los demás mercados, que comenzaron siendo mercados de mercancías.
Con la llamada revolución conservadora, que comienza en los años ochenta y se mantiene en nuestros días con innegable vigor, hemos asistido al proceso contrario: a adorar el mercado, y en particular al mercado bursátil, el mercado de valores (¡de valores! polisémica palabra). El mercado financiero ya es simplemente "El Mercado", pues el mercado de capitales ha subsumido todos los demás mercados, que comenzaron siendo mercados de mercancías.
Esta
nueva idolatría se ha apoderado de empresarios y gobernantes, y de muchos,
muchísimos ciudadanos, para rendir pleitesía a una institución que tiene todas
las características de un dios: carece de forma humana, de expresión, de
rostro; su voluntad es imperiosa pero se desconoce, sólo la pueden descifrar
unos privilegiados mediadores -agencias de evaluación, Fondo Monetario
Internacional, OCDE, Banco Mundial-, que como nuevos sacerdotes pueden detectar la medida exacta de
sus deseos y recomendar las medidas para satisfacerlos. A los demás mortales,
los designios del nuevo dios nos resultan impenetrables y despóticos.
El
Mercado es omnipotente, pues no reconoce límites morales ni jurídicos, ni
fronteras ni gobiernos, y a la vez es implacable, pero generoso con los mejor
situados. Produce beneficios para unos pocos y escogidos mortales y depara al
resto inseguridad y crisis cíclicas, que señalan las evoluciones de su
caprichosa voluntad. Como un nuevo Moloch exige grandes sacrificios humanos, y
todos los años millones de personas sin distinción de sexo, edad, nación o
religión, pero preferentemente pobres, encuentran la muerte en el altar del
beneficio.
El Mercado se expresa
mundialmente a través de la economía. La moderna religión, cuyas dogmáticas
verdades, rodeadas por un lenguaje hermético, sólo son accesibles a los
expertos, dando lugar a una dramática paradoja. La economía, que nace en la
antigua Grecia para designar el gobierno y administración de la casa -oikós
nomoi-, el ámbito privado y la hacienda particular, ha ocupado el lugar de
la política, que es (o era) el gobierno de lo general, de lo común y
compartido. Pero hoy, la economía gobierna el mundo, o quizá sería mejor decir
que unos cuantos privilegiados, a través del Mercado, gobiernan el mundo como
si fuera su casa, en cuyo caso, todos los demás no somos más que sus modestos
sirvientes. Y eso con suerte, porque no ser sirviente significa no ser ni
merecer existir, aunque sea malamente. Es decir, estar de sobra en el mundo.
Nueva
Tribuna, 3 de mayo, 2010.
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