Se cumple este otoño el primer centenario de la
Revolución de Octubre en Rusia, la gran convulsión política del recién iniciado
y conflictivo siglo XX, cuyas consecuencias se habrían de notar el resto de la
centuria.
En Rusia se había constituido, por la fuerza
pero con escasa violencia, el primer sistema económico alternativo al
capitalismo; una sociedad de trabajadores instituida, en principio, sobre
supuestos contrarios a la sociedad burguesa. Era una teoría llevada a la
práctica; una utopía con visos de ser realizada, que inauguraba la oposición
ideológica y política entre dos sistemas -capitalista y socialista-, que habría
de marcar en el futuro la vida de millones de personas.
El mundo capitalista y la sociedad burguesa vieron
el experimento con estupor. Del temor a que el ejemplo se extendiera y pusiera
en peligro el orden dominante vino el envío de tropas de catorce países en
apoyo del ejército de los guardias blancos para acabar con el poder soviético. Fueron
derrotadas, pero después de intervenir durante tres años en el conflicto
mundial, la guerra civil, aún victoriosa, dejó humana y económicamente exhausta
a la nueva Rusia y supuso el primer gran obstáculo a la Revolución, que en buena
medida quedaría afectada en su evolución por este acontecimiento.
En España, para los jóvenes de mi generación,
que en los años sesenta estaban en la veintena y vivían empeñados en acabar con
la dictadura franquista, la Revolución de octubre de 1917, Revolución
Bolchevique o simplemente Octubre,
era un ejemplo, lejano pero aún lleno de vigor, sobre lo que se podía hacer, un
modelo de revolución proletaria, y el Consejo de Comisarios del Pueblo presidido
por Lenin, el primer gobierno obrero del mundo, después del efímero ensayo de la Comuna parisina.
A pesar de la deriva burocrática y de los
excesos del período estaliniano, malformaciones presuntamente subsanables, que
no tenían por qué repetirse en otras latitudes, Octubre era un ejemplo a imitar, porque era la prueba fehaciente que
verificaba la teoría (y la profecía) sobre la Revolución, así con mayúscula, que
ya no era una simple palabra, una consigna o una nebulosa posibilidad de
cambio, sino el fatal destino de una ley histórica; el modo de cambiar un
régimen político de modo favorable a las clases subalternas plasmado en la toma
del poder por los trabajadores y sus aliados; era un cambio drástico que
implicaba una ruptura con el sistema político anterior y colocaba las bases
para emprender un proceso de profundas reformas que condujera hacia un sistema colectivista,
indudablemente mejor, más justo y más igualitario que el capitalismo movido por
el ansia de satisfacer el interés material de los individuos y, en particular,
de los poseedores de capital.
Las ganas de acabar con la dictadura de Franco y
la prisa juvenil abonaban la impaciencia y hacían creer en la posibilidad, más
aún, en la necesidad, de un cambio
político que instaurase, con el gobierno de las clases subalternas, la
justicia, la libertad, la fraternidad y un equitativo reparto de la riqueza, y
tal cambio sólo podía venir de una revolución triunfante.
Así que los jóvenes izquierdistas de entonces buscaron
inspiración en las revoluciones triunfantes y Octubre fue una de ellas. Y sin saber mucho sobre Rusia, esa es la
verdad, o mejor dicho, desconociendo su larga historia, salvando lo
concerniente a los sucesos de 1917, pero convencida por las leyendas que la
rodeaban más que por los áridos escritos de Lenin y otros bolcheviques, mucha
gente tomó la insurrección rusa de 1917 como un modelo, a veces puro, de
revolución socialista, y otras veces mezclado con algún aporte más actual.
Otras gentes de la misma generación se inclinaron
por la versión china de la versión rusa, que era la Revolución popular,
democrática y antiimperialista, de Mao Tse Tung en el legendario Celeste
Imperio, sabiendo aún menos cosas de un país gigantesco, misterioso y
hermético, poblado por varias etnias, con una cultura milenaria y una filosofía
de la vida completamente alejadas de Occidente y de una España todavía bastante
cañí.
También Argelia (con Fanon) y Vietnam (con Ho Chi
Min) como revoluciones lejanas ejercieron su influjo sobre las jóvenes y
jovencísimos antifranquistas españoles.
Y desde luego fue la revolución cubana, bien contada y bien cantada, con su aura
guerrillera, su épica casi evangélica -Fidel
Castro con doce de los suyos- y su música pegadiza- la que suscitó una
adhesión más romántica, no sólo por la cercanía temporal y la proximidad
cultural, y por la aportación de Ché Guevara sobre el foco insurreccional, que teorizó
Regis Debray en su opúsculo “¿Revolución en la Revolución?”, sino también por
la muerte de su promotor (de la que se cumplen ahora 50 años), que comprobó en
carne propia el fracaso de su teoría en las selvas de Bolivia, dejando a muchos
de sus seguidores en una terrible orfandad. Pero, ¿qué era lo que empujaba a
los jóvenes izquierdistas españoles hacia las revoluciones exóticas?
Por un lado, la atracción por lo que llegaba de
fuera de nuestras fronteras y la ausencia de revoluciones españolas en las que
inspirarse, pues, en España, tierra de insurrecciones, motines populares y
pronunciamientos militares, los intentos revolucionarios rara vez concluyen con
éxito o su duración es efímera. Ya lo advirtió Marx en uno de sus artículos
para el New York Daily Tribune: España no ha adoptado nunca la moderna moda
francesa, tan al uso en 1848, de empezar y terminar una revolución en tres días.
Sus esfuerzos en este terreno son complejos y más prolongados. De tres años
parece ser el plazo más breve a que se constriñe, si bien el ciclo
revolucionario abarca a veces hasta nueve años (…) Ni el político más agudo puede predecir cuánto durará el actual ni cuál
será su desenlace (…) A pesar de
estas repetidas insurrecciones (1808, 1820, 1834, 1854) no ha habido en España hasta el presente
siglo revoluciones serias.
En Francia las cosas han sido distintas, más
drásticas y eficaces, pero para los jóvenes revolucionarios, la Revolución de
1789, más conocida pero entendida como revolución burguesa, aunque ofrecía enseñanzas
aprovechables sobre las clases subalternas -el tercer estado de Sieyés y la
actividad de los sans-culottes-,
representaba, al fin y al cabo, el triunfo del enemigo de clase, por muchos
derechos del hombre y del ciudadano que proclamara, de modo que sus conquistas
debían ser superadas por una auténtica revolución proletaria. De Olimpia de
Gouges y los derechos de la mujer, la mayoría de los varones no habíamos oído
hablar. La Revolución seguía siendo cosa de hombres, como el coñac, según rezaba un anuncio de la época.
También nos empujaba la carencia de información
fiable sobre países tan lejos del nuestro en todos los aspectos, como los
arriba citados, y la ausencia de una investigación rigurosa y prolongada que
nos acercara a la realidad de sus sociedades por encima de las deformaciones de
la propaganda, que tanto a favor como en contra nos alcanzaba, de modo que,
teniendo encima la persistente cantinela del régimen franquista contra el
perverso bolchevismo financiado por Moscú, dimos más crédito a la propaganda
que coincidía con nuestras ingenuas y juveniles pretensiones.
No faltaban en aquella izquierda grandes dosis
de improvisación y dogmatismo, y de reverencia por las acciones de otros (por
muy gloriosas que hubieran sido), impelidas por las ganas de acabar con la
dictadura y por una fe ciega, o bastante cegata, en la teoría, o mejor doctrina,
sobre la Revolución, entendida como un elástico traje para todas las tallas,
que precisaba sólo ajustes en las sisas y en el dobladillo de mangas y perneras
para sentar como un guante; un modelo prêt
a porter adaptado a las necesidades del consumidor revolucionario para
vestir apresurados cambios de régimen.
El resultado solía ser la copia, la imitación,
la falta de originalidad de “soluciones” construidas sobre la plantilla de
revoluciones, un día triunfantes y ya un tanto ajadas, en países lejanos, dependientes
o en desarrollo, en sociedades agrarias o poco industrializadas, con
tradiciones políticas, religiosas y culturales que se hallaban a gran distancia
de las nuestras.
El modelo que podía satisfacer la búsqueda de
las contradicciones antagónicas que habían desaparecido en Europa estaba en el Tercer
Mundo, en la lucha anticolonial, que reposaba en gran medida en dos supuestos no
del todo ciertos: en la teoría del buen salvaje y en la maldad de los hombres blancos
occidentales; en la pureza y la inocencia de las poblaciones autóctonas, que
luchaban por su tierra, su cultura y su riqueza, por un lado, y en la
demostrada avaricia y crueldad de los colonizadores, cuando aún no se habían
percibido del todo los excesos, carencias y deformaciones de regímenes
socialistas, socializantes, nacionalistas o populares, resultantes de tantas
heroicas guerras de liberación con resultados tan parcos. Aunque indicios ya había,
pero se atribuían a la incansable propaganda del enemigo imperialista en el
mundo bipolar de la guerra fría y, por otra parte, se esperaba que más pronto
que tarde dichos excesos pudieran corregirse a medida que madurasen tales
revoluciones.
¿Y por qué no mirar a Estados Unidos, cuyos
fundadores habían librado una guerra (de guerrillas, como en España) contra la
monarquía británica y habían instaurado la primera república moderna? ¿Acaso no
había semejanzas con nuestra Guerra de la Independencia y con los primeros
intentos de instaurar un régimen político antiabsolutista sobre una base
constitucional?
Pero en los años sesenta y setenta, la
izquierda española mantenía una relación muy contradictoria con Estados Unidos.
Por un lado, era, como el resto de la sociedad, ávida consumidora de tecnología
y de cultura norteamericana (moda, literatura, arte, cine, música, deporte…),
pero, por otro, mantenía un gran recelo sobre sus instituciones, pues el
gobierno yanqui era uno de los principales valedores de la dictadura de Franco.
Además, Estados Unidos era el paradigma del capitalismo coetáneo y mostraba su
cara más hosca con el imperialismo, resumido entonces en unos pocos conceptos
que lo querían decir todo (expolio, empresas multinacionales, gobiernos títeres
y represión popular, auspiciados por el Departamento de Estado, el Pentágono y
la CIA).
Definitivamente, lo aprovechable de Estados
Unidos estaba en sus calles, que en aquellos años hervían de protestas; estaba en
la rebeldía y organización de la gente, en la contracultura, en la lucha por
los derechos civiles y la liberación de las mujeres, en los Panteras Negras, en
los estudiantes, en la lucha sindical de los “chicanos”, en la ecología, en el
pacifismo y en la oposición a la guerra de Vietnam, no en las instituciones.
Así, podíamos discutir con vehemencia sobre las
tesis de abril, la revolución de febrero y la insurrección de octubre en la
Rusia de 1917, sobre la Larga marcha, el Gran salto adelante y la Revolución cultural
en China, sobre los “barbudos” en la sierra y los comunistas en la ciudad, en
Cuba, sobre el papel del FLN y los fellahas
en Argelia o sobre la ruta “Hochimin” y la ofensiva del Tet en Vietnam, sin
saber mucho más acerca de esos países, pero no debatíamos sobre la Declaración
de Derechos del Buen Pueblo de Virginia, sobre la Declaración de Independencia,
sobre el federalismo, impulsado por Alexander Hamilton, James Madison y John
Jay, tan oportuno hoy como en los años de la Transición, y sobre la
Constitución federal de 1787, con su inteligente adición de Enmiendas.
Nos perdimos, en un momento muy propicio, un
buen debate sobre eventos de un país más semejante al nuestro y al que en
ciertos aspectos tratábamos de imitar, aunque no lo reconociéramos, cuyo origen
se debía también a otra de las revoluciones exóticas o a la primera de ellas en
el Nuevo Mundo.
Por ello, hay que dar la razón a Hanna Arendt
cuando escribe: Lo realmente importante
fue que la tradición revolucionaria europea del siglo XIX no mostró más que un
interés pasajero por la Revolución americana o por el progreso de la República
americana. En abierto contraste con el siglo XVIII, cuando mucho de la Revolución
americana, el pensamiento político de los “philosophes” se amoldó a los
acontecimientos e instituciones del Nuevo Mundo, el pensamiento revolucionario
de los siglos XIX y XX se ha comportado como si nunca se hubiera producido una
revolución en el Nuevo Mundo, como si nunca hubieran existido ideas y
experiencias americanas en la esfera institucional y política sobre las que
mereciera la pena meditar (…) Este
fenómeno adquiere tintes especialmente desagradables cuando hasta las revoluciones
que se producen en el continente americano se expresan y actúan como si se supieran
de memoria los textos revolucionarios de Francia, Rusia y China, pero no
hubieran oído hablar nunca de la Revolución americana (Sobre la revolución, Alianza, 1988, p. 223).
Algo
semejante ocurría en España, en los años sesenta y setenta, en las filas de la
izquierda revolucionaria.
Madrid,
9 de octubre de 2017, 50º aniversario de la muerte del Ché.
Publicado en la revista El viejo topo nº 358, noviembre 2017.