lunes, 27 de noviembre de 2017

Fuero de Guipúzcoa

El Fuero de Guipúzcoa (1697) dice: "Titulo II, Capítulo I. De la grande antigüedad de Guypuzcoa. Del principio de la población de España, después del universal diluvio, y de la parte en que la primera vez formaron su habitación y domicilio, los descendientes del Patriarcha Noé, no se halla noticia cierta en las sagradas letras, pero las hay muy particulares y muy grandemente fundadas en la autoridad común, de que Túbal, quinto hijo de Japhet, y nieto del segundo padre del género humano, fue el primero que desde la Armenia passó a esta región con su familia y compañías, después de la confusión de las lenguas en Babilonia, y de que su primer descenso y mansión huviese sido en las tierras situadas del Río Ebro al mar Océano Cantábrico; lo asseguran antiguos y modernos, con la consideración de la comodidad, que provida la naturaleza, por disposición divina, previno en estas partes de todo lo necesario para la vida humana en la segunda edad del mundo".
Visto lo cual, Ibarretxe, cuando hablaba de mil años, se quedaba corto.


Carlos Blasco de Imaz: Los fueros. Apuntes guipuzcoanos, Irún, Ethos, 1966.

Privilegios vascos

A fines del siglo XVI había en Castilla 133.000 familias a quienes la ley reconocía los privilegios de la hidalguía. En la Corona de Aragón eran menos numerosos; en cambio, la mayoría de los habitantes de Guipúzcoa y la totalidad de los vizcaínos eran legalmente nobles. En realidad, la nobleza universal de los vizcaínos era producto de un equívoco del que ellos supieron sacar partido; más próximo a la realidad hubiera sido decir que entre los vascos existía un régimen de indiferenciación social en el que el estado plebeyo o pechero no existía. El gobierno aceptó la teoría de que puesto que no eran plebeyos tenían que ser hidalgos, ya que no se concebía otra forma de organizar la sociedad. Por lo tanto, bastó acreditar haber nacido en Vizcaya para gozar de todos los privilegios del estado noble, y una sala especial de la Chancillería de Valladolid tuvo la única misión de entender de estos casos.
Tal situación de privilegio acarreó a los vascos en general consideraciones y ventajas materiales, pero tuvo también una consecuencia desagradable: al darse cuenta de que el mantenimiento de dicho privilegio exigía evitar la contaminación con razas reputadas legalmente de inferiores, tomaron medidas muy exclusivistas; fueron ellos los primeros en prohibir la estancia de cristianos nuevos, ya desde fines del siglo XV; y a los habitantes de otras provincias que no podían probar nobleza de sangre los dejaban en la condición de meros residentes, sin derechos cívicos. De esta forma, lo que empezó siendo un sano movimiento defensivo contra los excesos de una sociedad demasiado jerárquica y una salvaguarda de su antiquísima y peculiar democracia vino a teñirse de un colorido racista que desde entonces ha influido profundamente la mentalidad de aquellas provincias.
El caso de los vascos es también singular por el hecho de que, a pesar de su hidalguía, no vivían noblemente, según el concepto general. No sólo labraban la tierra, lo que en último término se concedía que no era incompatible con la nobleza, sino que ejercían toda clase de oficios, incluso los denominados viles y mecánicos. No era desdoro servir a un señor en calidad de escudero, ni entrar al servicio del rey o de un particular en calidad de secretario, profesión en la que los vizcaínos llegaron a hacerse una especialidad; pero era un escándalo a los ojos de los celosos del prestigio nobiliario ver hidalgos, montañeses y asturianos, ejercer en Madrid o en Sevilla oficios mucho más humildes, incluso los de lacayo y cochero.


Domínguez Ortiz, A. (1986): “El sistema jerárquico”, en El Antiguo Régimen: Los Reyes Católicos y los Austrias, Madrid, Historia de España Alfaguara (III).     

Revoluciones exóticas (4). Notas

Respuestas a comentarios a los artículos del epígrafe colgados en FB.

En principio, Monroe hizo una declaración de intenciones para defender no la democracia sino la independencia de los países de América, ante la posible iniciativa de las potencias europeas de recuperar como colonias o impedir la independencia de otras con el impulso de la ola conservadora del Congreso de Viena. Los EE.UU. miraban con prevención a las viejas monarquías europeas, pero sólo podían oponer declaraciones al poderío de los imperios europeos. Inglaterra y Francia, e incluso España, eran potencias marítimas, pero EE.UU., no. La declaración de Monroe se convirtió en doctrina política cuando, tras la victoria sobre Méjico y el tratado de Guadalupe Hidalgo, los EE.UU. fueron más conscientes de su fuerza y pudieron respaldar sus palabras con tropas. Se preparaban para ser un imperio, pero aún no lo eran.

Sí, la guerra del 98 con España es una de las muestras del creciente poder económico y naval norteamericano en el Caribe, lo mismo que en el Pacífico la conquista de Hawai y las Filipinas y la llegada a China. El almirante Mahan había cambiado la estrategia gubernamental de defender las costas por la de conquistar los mares por medio de una potente flota para arrebatar la hegemonía a los británicos.

Se puede hablar de todo eso, naturalmente, pero lo que yo intento en el artículo, aunque creo que no lo he conseguido, es aludir a la época fundacional de los EE.UU. al momento revolucionario, a los primeros documentos, que podrían haber sido de utilidad a la izquierda revolucionaria española en un momento en que esta recurría a experiencias de otros países cuya historia, tradiciones, dimensiones, cultura y situación estaban más lejos de la nuestras que las de EE.UU. En un momento de cambios, hablo de buscar enseñanzas en un país cuando este hizo cambios, no después. De la misma manera, que para muchos jóvenes la revolución de Octubre era sugerente, pero no la época de Breznev o de Chernenko.

Claro, la Ilustración era Europea, pero políticamente prendió en EE.UU. antes que en Europa, mejor dicho que en Francia, porque en otros lugares como en España tardó más. Pero además de, en los franceses, la revolución americana se inspiró en ingleses como Locke o en Tom Paine, entre otros propagandistas. Pero lo importante es que allí se dio primero, lo que en su momento tuvo importancia, pero después, con la evolución de los EE.UU como potencia mundial, para mucha gente, y sobre todo para la izquierda, el momento fundacional quedó oscurecido y declarado políticamente nulo como fuente de conocimiento.

Quizá yo tenga esa idea oficialista de la historia, que tú adviertes; puede ser, y espero que con tus aportaciones me ofrezcas una idea mejor.

Vale. Conocido y estupendo, pero es del medievo, de la sociedad estamental, la sociedad de los siervos de lo que tú hablas. Y sigues en la vía oficialista de la historia, pero desde más atrás. Avísame cuando todo eso que tú citas llegue a la emergencia de la figura del ciudadano moderno y a la proclamación de la república en España antes que en Estados Unidos, pues de eso hablo, no de otra cosa.

Revoluciones exóticas (y 3)

¿Y por qué no mirar a Estados Unidos, cuyos fundadores habían librado una guerra (de guerrillas, como en España) contra la monarquía británica y habían instaurado la primera república moderna? ¿No existían, entonces, semejanzas con nuestra Guerra de la Independencia contra la Francia napoleónica y con los primeros intentos de instaurar un régimen político antiabsolutista sobre una base constitucional? ¿Acaso no merecía España ser incluida en la misma oleada de revoluciones atlánticas, iniciada en Inglaterra en el siglo XVII y concluida con la más temprana independencia de sus propias colonias? ¿Y, acaso, no habían sido los norteamericanos los primeros en garantizar los derechos del ciudadano moderno, a pesar de la flagrante contradicción de privar de ellos a los aborígenes y esclavizar a los afroamericanos?
Pero en los años sesenta y setenta, la izquierda española mantenía una relación muy contradictoria con Estados Unidos. Por un lado, era, como el resto de la sociedad, ávida consumidora de tecnología, de información general y de cultura norteamericana (moda, literatura, arte, cine, música, deporte), pero, por otro, guardaba un gran recelo sobre sus instituciones, pues el gobierno yanqui era uno de los principales valedores de la dictadura de Franco. Además, Estados Unidos era el paradigma del capitalismo coetáneo y mostraba su cara más hosca con el imperialismo, resumido entonces en unos pocos conceptos que lo querían decir todo (expolio de otros países, empresas multinacionales, gobiernos títeres y represión popular, auspiciados por el Departamento de Estado, el Pentágono y la CIA).
Definitivamente, lo aprovechable de Estados Unidos estaba en sus calles, que en aquellos años hervían de protestas; estaba en la rebeldía y organización de la gente, en la lucha por los derechos civiles y la liberación de las mujeres y los homosexuales, en los Panteras Negras, en la contracultura, en los movimientos de estudiantes por la libertad de expresión, en la lucha sindical de los “chicanos”, en la ecología, en el pacifismo y en la oposición a la guerra de Vietnam, no en las instituciones.
Así, podíamos discutir con vehemencia sobre las tesis de abril, la revolución de febrero y la insurrección de octubre en la Rusia de 1917, sobre la Larga marcha, el Gran salto adelante y la Revolución cultural en China, sobre los “barbudos” en la sierra y los comunistas en la ciudad, en Cuba, sobre el papel del FLN y los fellahas en Argelia o sobre la ruta “Hochimin” y la ofensiva del Tet en Vietnam, sin saber mucho más acerca de esos países, pero no debatíamos sobre la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia, sobre la Declaración de Independencia, sobre el federalismo, impulsado por Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, tan oportuno hoy como en los años de la Transición, y sobre la Constitución federal de 1787, con su inteligente adición de Enmiendas.
Nos perdimos, en un momento muy propicio, un buen debate sobre eventos políticos de un país más semejante al nuestro, y al que en ciertos aspectos tratábamos de imitar aunque no lo reconociéramos, cuyo origen se debía a otra de las revoluciones exóticas o a la primera de ellas en el Nuevo Mundo.
Por ello, hay que reconocer las razones de Hanna Arendt cuando escribe: Lo realmente importante fue que la tradición revolucionaria europea del siglo XIX no mostró más que un interés pasajero por la Revolución americana o por el progreso de la República americana. En abierto contraste con el siglo XVIII, cuando mucho de la Revolución americana, el pensamiento político de los “philosophes” se amoldó a los acontecimientos e instituciones del Nuevo Mundo, el pensamiento revolucionario de los siglos XIX y XX se ha comportado como si nunca se hubiera producido una revolución en el Nuevo Mundo, como si nunca hubieran existido ideas y experiencias americanas en la esfera institucional y política sobre las que mereciera la pena meditar (…) Este fenómeno adquiere tintes especialmente desagradables cuando hasta las revoluciones que se producen en el continente americano se expresan y actúan como si se supieran de memoria los textos revolucionarios de Francia, Rusia y China, pero no hubieran oído hablar nunca de la Revolución americana (Sobre la revolución, Alianza, 1988, p. 223).
Algo semejante ocurría en España, en los años sesenta y setenta, en las filas de la izquierda revolucionaria. La revolución americana fue una gran desconocida.


Madrid, 9 de octubre de 2017, 50º aniversario de la muerte del Ché.

Publicado en El viejo topo nº 358, noviembre, 2017.

Revoluciones exóticas (2)

Otros jóvenes españoles y europeos, sobre todo franceses, de la misma generación se inclinaron por la versión china de la versión rusa, que era la muy prolongada en el tiempo Revolución Popular, Democrática y antiimperialista, de Mao Zedong en el legendario Celeste Imperio, sabiendo, salvo algunos episodios aislados (Temujín, Kublai Kan, Pu-Yi), aún menos cosas de un país gigantesco, misterioso y hermético, poblado por varias etnias, con una cultura milenaria y una filosofía de la vida completamente alejadas de Occidente y de una España todavía bastante cañí.
También Argelia (Fanon, Ben Bella) y Vietnam (Ho Chi Min) como revoluciones lejanas ejercieron su influjo sobre las jóvenes y jovencísimos antifranquistas  españoles. Y desde luego, la revolución cubana, bien contada y bien cantada, con su aura guerrillera, su épica casi evangélica -Fidel Castro con doce de los suyos- y su música pegadiza fue la que suscitó una adhesión más romántica, no sólo por la cercanía temporal y la proximidad cultural, y por la aportación de Ché Guevara sobre el foco insurreccional, que teorizó Regis Debray en su opúsculo “¿Revolución en la Revolución?” y que le vino muy bien a ETA, sino también por la muerte de su promotor (de la que se ha cumplido en octubre medio siglo), que comprobó en carne propia el fracaso de su teoría en las selvas de Bolivia, dejando a muchos de sus seguidores en una terrible orfandad. Pero, ¿cuáles eran las razones que empujaban a los jóvenes izquierdistas españoles hacia las revoluciones exóticas?
Por un lado, la atracción por lo que llegaba de fuera de nuestras fronteras con el aura del éxito y la ausencia de revoluciones españolas en las que inspirarse, pues, en España, tierra de insurrecciones, motines populares, pronunciamientos militares y guerras civiles, los intentos revolucionarios rara vez concluyen con éxito o su duración es efímera. Ya lo advirtió Marx en uno de sus artículos para el New York Daily Tribune: España no ha adoptado nunca la moderna moda francesa, tan al uso en 1848, de empezar y terminar una revolución en tres días. Sus esfuerzos en este terreno son complejos y más prolongados. De tres años parece ser el plazo más breve a que se constriñe, si bien el ciclo revolucionario abarca a veces hasta nueve años (…) Ni el político más agudo puede predecir cuánto durará el actual ni cuál será su desenlace (…) A pesar de estas repetidas insurrecciones (1808, 1820, 1834, 1854) no ha habido en España hasta el presente siglo revoluciones serias.
En Francia las cosas han sido distintas, más drásticas y eficaces, y, desde luego más duraderas, pero, para los jóvenes revolucionarios españoles, la Revolución de 1789, más conocida pero entendida como prototipo de revolución burguesa, aunque ofrecía aprovechables enseñanzas sobre las clases subalternas -el tercer estado de Sieyés y la actividad de los sans-culottes-, representaba, al fin y al cabo, el triunfo del enemigo de clase por muchos derechos del hombre y del ciudadano que proclamara, de modo que sus conquistas debían ser superadas por una auténtica revolución proletaria. De Olimpia de Gouges y los derechos de las mujeres, la mayoría de los varones no habíamos oído hablar. La Revolución seguía siendo cosa de hombres, como cierta marca de coñac, según rezaba el anuncio de un célebre brandy jerezano de la época.
También nos empujaba la carencia de información fiable sobre países tan lejos del nuestro en todos los aspectos, como los arriba citados, y la ausencia de una investigación rigurosa y prolongada que nos acercara a la realidad de sus sociedades por encima de las deformaciones de la propaganda, que tanto a favor como en contra nos alcanzaba, de modo que, teniendo encima la persistente cantinela del régimen franquista contra el perverso comunismo financiado por Moscú, dimos más crédito a la propaganda que coincidía con nuestras ingenuas y juveniles pretensiones.
No faltaban en aquella izquierda grandes dosis de improvisación y dogmatismo, y de reverencia por las acciones de otros (por muy gloriosas que hubieran sido), impelidas por las ganas de acabar con la dictadura y por una fe ciega, o bastante cegata, en la teoría, o mejor doctrina, sobre la Revolución, entendida como un elástico traje para todas las tallas, que precisaba sólo ajustes en las sisas y en el dobladillo de mangas y perneras para sentar como un guante; un modelo prêt a porter adaptado a las necesidades del consumidor revolucionario para vestir apresurados cambios de régimen.
El resultado solía ser la copia, la imitación, la falta de originalidad de “soluciones” construidas sobre la plantilla de revoluciones, un día triunfantes y ya un tanto ajadas, en países lejanos, económicamente dependientes o en desarrollo, en sociedades agrarias o poco industrializadas, con tradiciones políticas, religiosas y culturales que se hallaban a gran distancia de las nuestras.
El modelo que podía satisfacer la búsqueda de las contradicciones antagónicas de la lucha de clases que habían desaparecido en Europa estaba en el Tercer Mundo, en la lucha anticolonial, que reposaba en gran medida en dos supuestos no del todo ciertos: en la roussoniana teoría del buen salvaje y en la maldad de los hombres blancos occidentales; en la pureza y la inocencia de las poblaciones autóctonas, que luchaban por su tierra, su cultura y su riqueza, por un lado, y en la demostrada avaricia y crueldad de los colonizadores, cuando aún no se habían percibido del todo los excesos, carencias y deformidades de regímenes socialistas, socializantes, nacionalistas o populares, producto de tantas heroicas guerras de liberación con resultados tan parcos. Aunque ya había indicios de su degeneración, pero se atribuían a las insidias de los gobiernos occidentales, a la subversiva acción de las empresas multinacionales y los servicios secretos (la CIA, el MI6 o la Sureté, que tampoco era manca) y a la incansable propaganda del enemigo imperialista en el mundo bipolar de la guerra fría y, por otra parte, se esperaba que más pronto que tarde dichos excesos pudieran corregirse a medida que tales revoluciones madurasen. No fue así.

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Publicado en El viejo topo nº 358, noviembre, 2017.

domingo, 26 de noviembre de 2017

Revoluciones exóticas (1)

Se cumple este otoño el primer centenario de la Revolución de Octubre en Rusia, la gran convulsión política del recién iniciado y conflictivo siglo XX, cuyas consecuencias se habrían de notar el resto de la centuria e incluso marcarla profundamente, como señala Hobsbawm en su “Historia del siglo XX. 1914-1991”, cuyo final, como siglo corto, hace coincidir con el ocaso de la era soviética.
En Rusia, en medio de la Gran Guerra europea, se había constituido por la fuerza pero inicialmente con escasa violencia, el primer sistema productivo alternativo al capitalismo; una sociedad de trabajadores, gobernada por trabajadores, instituida, en principio, sobre supuestos políticos distintos no sólo a la economía capitalista sino a la sociedad burguesa. Era una teoría llevada a la práctica; una utopía con visos de ser realizada, que inauguraba la oposición ideológica, política y militar entre dos sistemas -capitalista y socialista-, que habría de afectar en el futuro a la vida de millones de personas.
El mundo capitalista y la sociedad burguesa vieron ese alumbramiento con estupor. Del temor a que el ejemplo se extendiera y pusiera en peligro el orden dominante vino el envío de tropas de catorce países en apoyo del ejército de los guardias blancos para acabar con el poder soviético. Fueron derrotadas, pero después de intervenir durante tres años en el conflicto mundial, la guerra civil, aún victoriosa, dejó humana y económicamente exhausta a la nueva Rusia y supuso el primer gran obstáculo a la Revolución, que en buena medida quedaría afectada en su evolución por ese acontecimiento.
En España, para los jóvenes de mi generación, que en los años sesenta estaban en la veintena y vivían empeñados en acabar con la dictadura franquista, la Revolución de octubre de 1917, Revolución Bolchevique o simplemente Octubre, era un ejemplo, lejano pero aún lleno de vigor, sobre lo que se podía hacer para cambiar el mundo y, sobre todo, para cambiar de régimen político; un modelo de revolución proletaria, y el Consejo de Comisarios del Pueblo presidido por Lenin, el primer gobierno obrero de la historia, después del efímero ensayo de la Comuna parisina.
A pesar de la deriva burocrática y de los excesos del período estaliniano, malformaciones presuntamente subsanables, que no tenían por qué repetirse en otras latitudes, Octubre era un ejemplo a imitar, porque era la prueba fehaciente que verificaba la teoría (y la profecía) sobre la Revolución, así con mayúscula, que ya no era una simple palabra, una consigna o una nebulosa posibilidad de cambio, sino el fatal destino de una ley histórica; el modo de cambiar un régimen político de modo favorable a las clases subalternas, plasmado en la toma del poder por los trabajadores y sus aliados; era un cambio drástico que implicaba una ruptura con el sistema político anterior y colocaba las bases para emprender un proceso de profundas reformas que condujera hacia un sistema colectivista, indudablemente mejor, más justo y más igualitario que el capitalismo movido por el ansia de satisfacer el interés material de los individuos y, en particular, de los poseedores de capital.
Las ganas de acabar con la dictadura de Franco y la prisa juvenil por cambiar el mundo abonaban la impaciencia y hacían creer en la posibilidad, más aún, en la necesidad, de promover un cambio político que instaurase, con el gobierno de las clases subalternas, la justicia, la libertad, la fraternidad y un equitativo reparto de la riqueza, y tal cambio sólo podía venir de una revolución triunfante.
Así que los jóvenes izquierdistas de entonces, animados por los sucesos de los tumultuosos años sesenta, buscaron inspiración en las revoluciones triunfantes y Octubre fue una de ellas. Y sin saber mucho sobre Rusia, esa es la verdad, o mejor dicho, desconociendo su larga historia, salvo lo concerniente a los sucesos de 1917, pero convencida por las leyendas que la rodeaban más que por los áridos y polémicos escritos de Lenin y otros bolcheviques, mucha gente joven tomó la otoñal insurrección bolchevique como un modelo, a veces puro, de revolución socialista, y otras veces mezclado con algún aporte más actual.

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Publicado en la revista El viejo topo nº 358, noviembre, 2017.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Flores D'Arcais. Diferencias

Y entretanto, la voluntad de prepotencia del <nosotros> recorre el mundo y coloniza la cultura, a través del pensamiento único de un individualismo consumista y teledependiente, masificado, que anula a los individuos en su constitutiva irreductibilidad. O a través de la bandera de las identidades colectivas fuertes, las que cultivan el orgullo de la propia e impermeable diferencia de grupo, desde la raza a la fe, al sexo, a la patria, hasta la banda de barrio y los hinchas organizados. Aquel <nosotros> que inevitablemente se opone a los otros, en los que ve al extraño, al enemigo, a la amenaza, y finalmente, para exorcizar la obsesión del asedio, al material humano disponible, al que hay que someter y dominar (...) Este es el espíritu de los tiempos, que, exaltando ideologicamente la diferencia, la identifica con la verdad de una raza, de una etnia, de un sexo, de una creencia, y con ello la aniquila en su forma auténtica e intratable, que es la del individuo irrepetible.

Flores D’Arcais, P. (2001): El individuo libertario, Barcelona, Seix Barral.

De Maistre. Razón nacional.

Todos los pueblos conocidos han sido dichosos y poderosos siempre que han obedecido con mayor fidelidad la razón nacional, que no es otra cosa que la aniquilación de los dogmas individuales y el reino absoluto y general de los dogmas nacionales, o sea de los prejuicios útiles.
De Maistre: Oeuvres, I, p. 376

jueves, 16 de noviembre de 2017

Azaña. Catalanismo

Good morning, Spain, que es different. Bon matí.

Sobre la utilización política del nacionalismo, (Companys) me digo algo muy singular: Había que exaltar el ideal patriótico de Cataluña, como fuerza unificadora de los catalanes, para contrarrestar la escisión de las clases. Pudiera creerse que Companys se hallaba en las menguadas posiciones de quienes se imaginan que un problema de carácter general, permanente, cambia de carácter y de valor con estrechar los límites geográficos dentro de los que se plantea. Sobre todo, si en el área así marcada vive un pueblo a quien se le hace creer en su condición privilegiada, excepcional. Por ese camino parecía echar Companys.
Lo mismo de su país piensan los nacionalistas vascos. De creerlos, allí no hay lucha de clases; ni existe motivo para que la haya, de tan <patriarcales> que son. Naturalmente, los empresarios salen ganando. No podía ser esa la intención de Companys, que, personalmente y por su partido, ha procurado dejar siempre muy borrosas las fronteras políticas con el proletariado. Es preciso estar habituado al ejercicio de traducir, al lenguaje común y claro, las tergiversaciones y sobreentendidos de la política barcelonesa. Detrás de aquella exaltación del patriotismo catalán, para contener las escisiones de clase, había la necesidad y la dificultad de imbuir el catalanismo en la porción más numerosa del proletariado de Cataluña. Otros han dicho más claramente: <Hay que catalanizar el campo>. Es decir, que tanto el campesino como el obrero industrial fuesen, antes que marxistas o sindicalistas, nacionalistas. Antes que Marx o Sorel o Bakunin, Ramón Berenguer IV o Maciá…


Manuel Azaña: “Cuaderno de La Pobleta (1937)”, Memorias políticas y de guerra (II), Barcelona, Crítica, 1978, p. 132.

martes, 14 de noviembre de 2017

El precursor

A leer que la emisión mundial de dióxido de carbono ha crecido un 2% en 2017, acabo de darme cuenta de cuál es la verdadera estrategia de Puigdemont y los “indepes”, que un servidor, obnubilado por el ondear de las banderas y por la involuntaria exposición a altas dosis de centralismo español, no había sabido percibir hasta ahora, cuando estaba clarísima.
Puigdemont, al fomentar la salida de grandes empresas del suelo catalán, está suscitando, por la vía de los hechos, que son los que valen y no las rimbombantes declaraciones sobre el cambio climático, un cambio de modelo productivo y proponiendo un sistema alternativo al contaminante capitalismo industrial. El ex president es un incomprendido, un adelantado a su tiempo, un precursor del postcapitalismo, un mártir del clima, un Prometeo de la Tierra, un adalid del conservacionismo ambiental, un audaz visionario que, en la práctica, deja atrás a los “verdes” más conspicuos.   

Su plan oculto es facilitar el retorno a la sociedad preindustrial, a la idealizada arcadia rural, con la masía como unidad de producción y el mercado local como unidad de consumo, para restaurar la tranquila vida de aldea, asentada en la familia, el municipio (con ediles independentistas), el casino, la parroquia (con cura separatista) y la sardana después de misa. El catalán independentista como portador de valores eternos es el modelo humano del futuro. ¡Qué callado se lo tenía! Y nosotros, pobres ignorantes, pensando que era un insensato.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Discurso blindado

El discurso de los nacionalistas catalanes es un discurso refractario a la duda y blindado ante la crítica, porque se funda en la fe, en la creencia y obediencia de los seguidores. Está construido a base de acumular mitos que explican los avatares de un pueblo elegido, idéntico a sí mismo a lo largo de la historia y consciente de sus objetivos desde la noche de los tiempos (antes de que España existiera e incluso antes de Roma, como sostienen algunos).
Como afirma Cassirer en "El mito del Estado", destruir los mitos políticos rebasa el poder de la filosofía; los mitos son, en cierto modo, invulnerables, son impermeables a los argumentos racionales, no pueden refutarse con silogismos.

sábado, 11 de noviembre de 2017

Forcadell

Esta señora, que lleva años arengando a la gente con discursos inflamables, denunciando al "enemigo" de Cataluña, manipulando al Parlament desde su cargo de Presidenta de la Mesa para hacer tragar a la oposición las carretas de unas leyes que son ilegales desde su misma tramitación, que ha inducido a miles de personas a salir a la calle a saltarse la ley, ahora va y dice que la meta de un proceso de 5 años de movilización callejera y desafío institucional (y 30 años de incubación), que era proclamar la independencia de Cataluña, es una declaración simbólica sin efectos jurídicos. 
¿No se daba cuenta en todo este tiempo de lo que hacía? ¿No se lo habían advertido los mismos abogados del Parlament? ¿No ha leído nada más, aparte de la panfletaria literatura de su partido? ¿No ha visto ni oído algo más que TV3? ¿No se ha enterado de los reiterados mensajes de la Unión Europea contrarios a la secesión? 
Y ahora ¿qué? ¿Le parece suficiente disculpa decir que acepta el artículo 155 para evitar ir a la cárcel? 
¿Y las consecuencias económicas y sociales de todo este desastre, quién las pagará? ¿Ella? ¿Ella, que se escabulle?

Robados pero contentos

En Cataluña, la insólita operación conocida como el “procés” ha generado un hecho muy insólito, en una cadena de sucesos ya insólitos: Mas, Puigdemont, Junqueras, Forcadell y compañía, que representan a la derecha nacional catalana, han robado a las izquierdas en general y a Podemos y En Común, en particular, su bien más preciado, que era el movimiento de protesta social surgido del 15-M, pues han frenado la indignación popular, dirigida al principio contra los recortes, la austeridad, la privatización de bienes públicos y la corrupción del Govern, y han logrado reorientarla como protesta nacional y conducirla contra el Gobierno central, identificado falazmente con el Estado español y aun con España.
Pero no acaba ahí el mérito de los nacionalistas, pues han conseguido algo más difícil todavía, como es implicar en sus maniobras para lograr la independencia a los partidos a los que han desposeído de su capital político.
Debería mover a reflexión, la (presunta) utilidad de unas izquierdas a las que les roban la cartera y se solidarizan, encima, con los ladrones.     

viernes, 10 de noviembre de 2017

Preocupante derecha

8. Una derecha incompetente pero exultante
La desorientación y la incompetencia harto probadas no impiden mostrar el alto grado de huera satisfacción hacía sí mismos, que exhiben los miembros del Gobierno y otros fatuos responsables del Partido Popular. Están encantados porque gobiernan, pues ese era el objetivo de la desleal oposición efectuada a Zapatero, pero están cegados por el poder y perdidos en la crisis.
La derecha de siempre ha recuperado la hegemonía. La perdió en favor de la derecha reformista aglutinada por UCD, que al pactar con la izquierda permitió efectuar la transición, pero con el Gobierno de Aznar empezó a recuperarla. Aznar atizó la tensión política para recuperar la iniciativa y restaurar valores, conductas y mitos de la antigua derecha franquista recubiertos por una pátina neoliberal, tomada de los republicanos de EE.UU. y amparada por el auge de la revolución conservadora y el rearme integrista de la Iglesia católica.
La derecha española es neoliberal pero autoritaria y centralista; defiende el mercado libre pero es proteccionista; es patriótica pero renuncia gustosamente a defender la soberanía nacional; se dice popular pero odia a la gente que no es rica; se dice católica pero es beata e inmisericorde, y sigue aferrada a abusos políticos del siglo XIX; las alcaldadas, el caciquismo y la corrupción son actitudes habituales allí donde gobierna. La derecha española se resiste con firmeza a ser democrática, civilizada y laica, o al menos profesar un catolicismo íntimo e indulgente.
Las décadas de hegemonía conservadora en todo el mundo, a las que España no ha escapado, han despojado a los gobiernos, y están despojando a las sociedades, de principios provistos de cooperación, humanismo y solidaridad y los han sustituido por conductas y valores propios del neoliberalismo, como son el egoísmo y la desigualdad, el individualismo patológico, el culto a los fuertes y a los triunfadores, el desprecio hacia los débiles, la competencia feroz y desleal; la condena de lo común y compartido y de lo público y gratuito, y el elogio de lo privado, pagado y exclusivo; la ostentación de la riqueza, la búsqueda del dinero fácil y el triunfo personal en el marco de un capitalismo salvaje, donde el Mercado se vuelve máximo, el Estado social se hace mínimo y el poder político se hace despótico, distante y opaco. Todo ello empapuzado por una moral religiosa hipócrita, intolerante y pacata, impulsada en España por un catolicismo rancio.

Fragmento del artículo "Érase un país desorientado", Trasversales nº 27, octubre, 2012. 


Desencanto

7. Una ciudadanía desencantada
Diversos estudios coinciden en señalar la desafección ciudadana respecto a la clase política -la tercera preocupación de la gente después de la crisis y el paro, según el CIS-, inquietante fenómeno que debería formularse al revés: la desafección de la clase política respecto a la ciudadanía, pues es la primera, con su conducta, la que se ha ido alejando de la segunda.
Los ciudadanos han comprobado que los partidos políticos, y en particular los dos mayores, han actuado de modo similar ante la crisis. Ambos han apoyado el modelo de crecimiento, basado en el consumismo y la construcción, y han actuado luego de manera semejante. No han sido capaces de prever los efectos negativos del modelo implantado, ni de enfrentarse con decisión a la crisis cuando se declaró. No han sabido prevenir ni luego corregir el rumbo o detenerlo (pinchar la burbuja inmobiliaria), ni tampoco castigar a los culpables de unos excesos que son notorios y en demasiados casos delictivos. Ambos  han actuado con disimulo y abandono del programa electoral, que ha dejado de ser un mero compromiso formal con los electores.
Desligados de las necesidades de la gente corriente, parece que hacen el favor de sacarla de una crisis descomunal generada por haber gastado por encima de su renta, y que el justo castigo a su derroche sean las estrictas medidas de austeridad selectivamente aplicadas hacia abajo, pues se estima que los ricos han sido mejores administradores, por lo cual merecen la ayuda de fondos públicos para sanear algunos de sus negocios.
Todo ello ha aumentado la desconfianza ciudadana hacia unos gestores de lo público mediocres y manirrotos, cuando no corruptos, que, por otra parte, y con honrosas excepciones, tampoco están a la altura de lo que precisa la difícil situación del país ni de lo que la recesión económica exige a los ciudadanos.
Como en otros momentos de nuestra historia, parece que vamos hacia atrás. En poco tiempo, la derecha está deshaciendo conquistas populares -derechos y formas de vida- logradas con gran esfuerzo a lo largo de mucho tiempo. Con rápidos plumazos -gobierna con decretos- suprime derechos democráticos y garantías sociales, contribuyendo a separar el país, no ya por la ideología política o el credo religioso, que también, sino por la renta.
España se divide en menos ricos más ricos (algunas fortunas figuran entre las mayores del mundo) y más gente pobre -muchos mucho más pobres-, en tanto las clases medias merman en número y pierden poder adquisitivo. Se rompe también el hilo de continuidad entre el país del cercano ayer y el país del futuro, pues las medidas a corto plazo impedirán también la recuperación a largo plazo, que depende de la actividad de generaciones de jóvenes, que, como ciudadanos adultos y autónomos, carecen de presente y de inmediato porvenir. El informe de la OCDE “Panorama de la Educación 2012” coloca a España en la cabeza de la lista de los países europeos con mayor proporción de jóvenes -el 23,7%-, entre 15 y 29 años, que no estudian ni trabajan (ninis) (la media de la OCDE es el 15,8%), y el 29%, entre los que tienen 25 y 29 años. En total 1.900.000 personas. La cifra creció 7 puntos entre 2008 y 2010. En la última década, el abandono escolar fue del 30%, aunque en 2011 descendió al 26,5%.

Se está dibujando un país con un futuro preocupante -más centralista, más autoritario, más injusto y desigual- o se apunta incluso la configuración de otro país debido al aumento de las tendencias centrífugas. La solución de muchos ciudadanos para sobrevivir parece estar marcharse, solos o acompañados en forma de nación independiente, huyendo de la madre patria, que, como en otras ocasiones, vuelve ser una rencorosa madrastra.

Fragmento del artículo "Érase una país desorientado", Trasversales nº 27, octubre, 2012. 

Instituciones deslegitimadas

6. Unas instituciones deslegitimadas
En relación con lo anterior, asistimos a las exequias de lo que se llamó el espíritu de la transición, que se manifiesta, además de, en la poco ejemplar conducta de la llamada clase política, en las carencias y disfunciones de las instituciones democráticas. 
Es harto preocupante constatar la obsolescencia y la esclerosis de las instituciones surgidas tras el ocaso de la dictadura, cuyo funcionamiento es renqueante a los ojos de los ciudadanos, que han comprobado, en primer lugar, que, desde el punto de vista práctico, no sirven para defenderles como trabajadores, de las embestidas de la clase patronal, y como consumidores de los cotidianos abusos de los bancos, los oligopolios y grandes compañías de las que son rehenes, y que, en segundo lugar, están sometidas a mañas y deformidades derivadas de intereses corporativos, de la lucha partidista y de la corrupción. No sorprende, pues, la mala imagen pública del Tribunal Supremo, del Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial, del Congreso y del Senado, de la administración central y autonómica o las entidades encargadas de controlar el gasto público, que han sido un juguete en manos de los grandes partidos, en particular del Partido Popular, que las ha manipulado por simple oportunismo político. Si quienes deben más lealtad a las instituciones se han encargado de deslegitimarlas, la llamada desafección de los ciudadanos está plenamente explicada.

Si a eso añadimos la incapacidad, como poco, o la complicidad, del Banco de España, de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, del Ministerio de Hacienda y las consejerías autonómicas homólogas, así como de los llamados órganos reguladores, para controlar el desmesurado desarrollo del sector financiero, el arriesgado aumento del crédito y el crecimiento de la burbuja inmobiliaria, y si además sumamos el desprestigio de los partidos políticos, del parlamento, de la judicatura, de la Iglesia y de la monarquía, habrá que concluir que el régimen político surgido tras la dictadura está seriamente averiado, y que la transición está agotada en sus fuerzas pero inconclusa en sus metas, que eran instaurar una democracia avanzada y un Estado social y democrático de Derecho, que propugnase como valores superiores la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, como recoge la Constitución. Pero no se han cultivado las virtudes cívicas necesarias ni se han efectuado las reformas para avanzar en tal sentido, sino que hemos retrocedido respecto a aquellas metas y con un régimen “canovista” restaurado de hecho, se perciben alarmantes intentos de restaurar un pasado impresentable.

Fragmento del artículo "Érase un país desorientado", Trasversales nº 27, octubre, 2012. 

Gobierno mediocre

3. Un gobierno mediocre
El Gobierno español, que no duda del modelo que ha quebrado, lo fía todo a restringir los gastos para devolver una deuda que no cesa de crecer, pero sin gravar fiscalmente a quienes más tienen para aumentar los ingresos públicos. Las condiciones impuestas por Bruselas al segundo rescate financiero -unos 100.000 millones de euros, por ahora-, van a cargar los costes sobre quienes ya soportan, con merma de sus derechos y deterioro de sus condiciones de vida, las medidas adoptadas para hacer frente a una crisis a la que no se le ve fin ni solución. Las perspectivas inmediatas son sombrías: si algo no cambia pronto, a la inmensa de los españoles nos esperan más recortes; es decir, vivir aún peor, sin otro horizonte que volver a los años cincuenta del siglo pasado, arrastrando una deuda externa imposible de devolver.
El Gobierno del Partido Popular -sin líder ni liderazgo pero autoritario, opaco, mentiroso y protector de la evasión fiscal- muestra su tuétano conservador, su aversión a los trabajadores, su falta de visión ante el futuro y su egoísmo de clase al aprovechar la situación para restaurar el pasado. Su obsesión es conservar los privilegios de las clases altas y tratar de restablecer los antiguos, repartir de nuevo la riqueza, despojando de ella a las clases subalternas, y reducir la soberanía de la ciudadanía con un simulacro de democracia.
El PP no puede proponer una solución nacional a la crisis porque no la tiene ni la quiere: está sobrado de mentiras y titubeos, pero falto de un discurso general y de una clara proyección hacia el futuro que contemple los intereses de todo el país. Ausente de las cámaras, y con el Congreso reducido a ratificar decretos, los silencios y vacilaciones de Rajoy son alarmantes, pero sus oscilaciones en la Unión Europea son abochornantes, pues cambia de aliado según el día (acercamiento al dúo Merkozy, luego a Monti, a Hollande y de nuevo a Merkel), demora las decisiones y sus discursos son desmentidos por la realidad. Lejos de generar confianza en los inversores y en la “troika”, su manera de proceder suscita sospechas sobre lo que, voluntaria o involuntariamente, esconde, pues los datos sobre la economía española son regularmente desmentidos por los que ofrecen agencias, auditores y entidades internacionales, que son peores. El Gobierno está rendido ante la magnitud de la crisis y trata de ganar tiempo, pero, a pesar del disimulo, espera recibir instrucciones y socorro financiero de la Unión Europea.
Según el barómetro de Metroscopia del mes de septiembre, ningún ministro merece el aprobado por su trabajo. El mejor valorado es Morenés, cuya gestión sólo la desaprueba el 48% de los encuestados, el peor es Wert, que recibe un rechazo del 69%. El presidente del gobierno inspira poca o ninguna confianza al 84% de los votantes (el 59% lo son del PP) y el 89% desconfía de Rubalcaba, líder del principal partido de la oposición.
En el ínterin, su proyecto político, que recoge las viejas aspiraciones de la derecha autoritaria, se resume en: a) doblegar a los asalariados para satisfacer a una patronal perezosa, tramposa y proteccionista, que prospera con ayuda del BOE; b) desmontar el (ya modesto) Estado del bienestar; c) reducir la democracia; d) ajustar la sociedad a los dogmas de la moral católica; y e) hacer la vista gorda ante la corrupción y el fraude fiscal.

La solución que el PP da a la recesión sólo conviene a una minoría, a una casta intocable e innombrable; es una insolidaria solución de clase, de una élite ambiciosa y reducida, formada por los ricos, la Iglesia, altos cargos de la clase política y la oligarquía que dirige las instituciones, los latifundistas, los grandes empresarios y la banca, que, contra sus alardes de patriotismo, son quienes no confían en este país, porque tienen parte de sus intereses (y de su dinero) en el extranjero, a salvo de las vicisitudes de la maltrecha economía nacional. Todo eso lo sabe, pero aplica con satisfacción y rigor el programa de la “troika”, porque es el suyo; sabe también que perjudica a la inmensa mayoría, por eso intenta manipular la información que está a su alcance y dificultar las muestras del descontento ciudadano aumentando la represión.   

Fragmento del artículo "Érase un país desorientado", Trasversales nº 27, octubre, 2012.    

Un país desorientado

1. Un país desorientado, otra vez
Como si viviéramos en la máquina del tiempo que describiera H. G. Wells o en una incansable noria, que nos hiciera pasar una y otra vez por el mismo lugar, en España nos hallamos de nuevo en una encrucijada, que nos recuerda tiempos pasados.
En una coyuntura internacional muy adversa, en nuestro país crecen y se amontonan viejos problemas sin resolver, problemas recientes mal resueltos y problemas actuales de difícil solución; problemas económicos y financieros, pero también políticos, sociales y morales; problemas internos y externos; problemas institucionales y territoriales; problemas estructurales agravados por problemas coyunturales; problemas urgentes y problemas importantes, pero ahora todos se han vuelto urgentes e importantes.
El dictamen empeora si se añade que carecemos de suficientes recursos económicos y en particular financieros para capear la crisis, pero también de élites con la valía necesaria para salir del atolladero sin un quebranto hondo y duradero, pues, dado el desprestigio de las clases dirigentes y la mediocridad del equipo gobernante, el país parece condenado largo tiempo a la postración. La crisis económica ha sacado a la luz una crisis política latente, pero que ya es  innegable; España es hoy un país endeudado, desorientado y dependiente, sometido a crecientes tensiones internas que pierde importancia en el entorno internacional más cercano.
En un mundo en acelerada remodelación, con la Unión Europea atravesada por una severa crisis política, cuando la coyuntura es dramática para el país en su conjunto y angustiosa para millones de familias, volvemos a comprobar que no nos hemos librado de una tendencia, inexorable como una ley física, que ha marcado nuestro acceso a la Modernidad: que España va a contrapelo de la evolución política de Occidente pero se adapta pronto a sus involuciones; es de los últimos países en acometer procesos de reformas en sentido progresista, pero de los primeros en impulsar restauraciones y saltos atrás. Se diría que lo nuestro es la Contrarreforma con mayúsculas, no sólo en materia religiosa sino política y económica, y que ahora estamos ante otro retroceso histórico, pues la actual oleada contrarreformista nos puede llevar a desandar medio siglo.

2. Un modelo económico y financiero fracasado
La actual depresión económica no es un reajuste del sistema productivo como las crisis monetarias y financieras anteriores, sino una crisis general que ha puesto en solfa el modelo financiero y bancario vigente, pero también el modo de producir, de comerciar, de hacer negocios, de trabajar, de consumir y de gobernar; de entender la vida, en definitiva, incluyendo en el término la de los seres humanos, desde luego, pero también la del planeta. Estamos ante una honda crisis del modo de producción capitalista; una crisis de la civilización occidental.
Hasta fechas recientes, bajo la hegemonía de los países capitalistas más desarrollados, en particular de Estados Unidos, el sistema económico mundial había funcionado como una aspiradora que succionaba capital en los países de la periferia y lo depositaba en el corazón del sistema financiero, pero ahora el expolio ya no se limita a las empobrecidas masas del tercer mundo, sino que alcanza a los asalariados de los países del centro del sistema, que, debido a diversos sistemas de protección, se hallaban en mejor situación.
Los más ricos del planeta, y en particular los de los países desarrollados, se han cansado de repartir una mínima parte de la riqueza obtenida mediante el esfuerzo colectivo con quienes la han producido y con los menos favorecidos. Sin nadie que se lo impida, ni un enemigo a la vista que les infunda temor, han dicho basta y, aprovechando las medidas para salir de la crisis, han decidido que lo quieren todo y lo quieren ya. La salida de la crisis, según la receta neoliberal adoptada por la “troika” -el FMI, el BCE y la Comisión Europea-, está creando un circulo vicioso que concentra la riqueza y aumenta la pobreza al mismo tiempo que hace necesarios nuevos créditos, que son difíciles de saldar cuando se restringe el gasto público, se paraliza la inversión privada, se reduce el consumo y crece el desempleo. Tal solución genera una voluminosa deuda externa imposible de devolver, garantiza el retroceso económico y ensancha el abismo entre rentas.
En España, la crisis económica, a la que hemos aportado los desequilibrios de nuestro crecimiento y la particular burbuja inmobiliaria, que se cebó para dar aliento a un modelo productivo que ya se agotaba, se alarga y sus peores efectos se agravan. Los estudios más optimistas empeoran el pronóstico oficial con dos años más de depresión y una larga etapa de crecimiento lento, que pospone décadas recuperar los niveles de actividad previos al estallido de la crisis.
Además del desmedido tamaño del sector financiero, la crisis ha revelado las fallas estructurales del aparato productivo, no sólo del mercado laboral, que es la percha de todos los golpes, sino de la “cultura” empresarial, de la formación profesional y del sistema educativo, de la dependencia energética, del sector de servicios, excesivamente dependiente del monocultivo del turismo y de la hostelería, del tamaño de las empresas (los pequeños y medianos negocios forman el 85% del tejido empresarial), del raquitismo del sector industrial y de la escasa producción técnica y científica (del promedio de 5000 patentes anuales, sólo el 5% acaban en el mercado), de las distorsiones provocadas por varias fuentes normativas y estructuras administrativas superpuestas y con frecuencia enfrentadas -local, provincial, autonómica y nacional, además de la europea-, y por un sistema judicial digno del siglo XIX, con un aparato de administración de justicia lastrado por usos estamentales, por la politización de sus órganos rectores y por una notable falta de medios materiales y humanos. Y como efecto de todo ello, el impreciso lugar que España ocupa en la economía mundial.

Ignoramos si a pesar de nuestros desequilibrios interiores, somos realmente un país moderno, con un desarrollo económico consolidado y algunos sectores industriales y de servicios punteros (construcción de infraestructuras, sistemas de control aéreo, energías renovables, hemoderivados, medicina y alta cirugía, telecomunicaciones, aeronáutica) o si, como efecto de nuestra historia reciente, con una modernización tardía, apresurada, desigual e insuficiente, podemos devenir en pocos años en un país sumergente, con un modelo económico de tipo latinoamericano que fácilmente nos precipite a los últimos lugares de Unión Europea en casi todos campos. Durante unos años, nos hemos sentido como un gigante económico, pero éramos un coloso con pies de barro, o mejor dicho, de barro cocido: de ladrillo. 

Fragmento del artículo "Érase un país desorientado", Trasversales nº 27, octubre, 2012.

Europa aprieta

En esta profunda crisis económica y política, que es realmente una involución de la civilización continental, la pertenencia de España a la Unión Europea no sólo no ayuda a los ciudadanos a entender lo que ocurre, sino que contribuye a aumentar su confusión y su pesimismo, pues perciben que las directrices que llegan de la Comisión Europea, lejos de ayudarnos, aprietan hasta la asfixia.
En una época no tan lejana, la Europa democrática del Mercado Común era un referente positivo para los sufridos ciudadanos españoles, pues ofrecía un atractivo modelo económico, político y cultural, y un envidiable marco de libertades civiles a quienes vivían bajo la pacata dictadura franquista. Pero ya no es así; la Unión Europea va perdiendo de forma acelerada las que fueron sus señas de identidad más evidentes -libertad, democracia, integración, pleno empleo, consumo, Estado de bienestar, acogida social y un proyecto de progreso- y defiende el antisocial recetario de un programa neoliberal cada día más descarnado, aplicado por un ejército de bien remunerados burócratas[1].
La Unión Europea está sometida a un profundo proceso de reorganización, inducido en buena medida desde fuera de sus instituciones, tanto desde la perspectiva del Fondo Monetario Internacional como desde el Gobierno de Alemania, que aspira a ejercer una indiscutida hegemonía sobre el resto de los miembros. Ante esta Unión Europea políticamente desnortada, que pierde peso económico (ha pasado de generar el 29% del PIB mundial al 19%) e influencia política en el escenario internacional, desarboladas sus complejas estructuras y gobernada de hecho desde Frankfort y Berlín, cunde entre la ciudadanía española una profunda desconfianza hacia lo que llega desde Bruselas, con la impresión de que nos maltrata sin haberlo merecido.
Dictado por el FMI, el Banco Central Europeo y la Comisión Europea nos llega un mandato interesado en salvar a los bancos a costa de empeorar las condiciones de vida y trabajo de los asalariados y de los grupos sociales más débiles, sobre los que se cargan los peores costes de la recesión, mientras los máximos responsables del desastre económico eluden sus responsabilidades políticas, profesionales y fiscales, o incluso algunos de ellos escapan de la acción de la justicia y los especuladores, los grupos sociales más ricos, las grandes empresas y las mayores fortunas aumentan sus rentas en plena recesión, cumpliéndose una vez más el aserto de Marx, de que las crisis económicas son procesos de destrucción y reorganización de las fuerzas productivas pero también de concentración de capital.
De manera rápida y coactiva, con la coartada de la crisis se está construyendo una Unión Europea que está perdiendo dos rasgos característicos que servían de inspiración a otros países, que son el sistema representativo democrático y el Estado del Bienestar, ahora ambos en franco retroceso. Tal es el molde en que los ricos de Europa, y por supuesto los de España, han decidido encajar a las sociedades utilizando para ello el calzador de las medidas de austeridad. 
La opinión popular percibe que para la Comisión Europea (y para quienes están detrás de sus decisiones, especialmente el lobby bancario), antes están los bancos que los ciudadanos, y que no hay dudas en condenar a la gente corriente a vivir peor con tal de salvar el euro, poniendo antes el dinero que las necesidades de las personas, a las cuales el primero debe servir. La Europa de los mercaderes, surgida con la fundación del Mercado Común (Tratado de Roma, 1958), ha dado paso a la Europa de los financieros, impulsada por el Tratado de Maastrich (1992), dejando al margen, como una meta desdeñable, la Europa de los ciudadanos y de los trabajadores, que son los que están sufriendo, atónitos y crecientemente indignados, las medidas de austeridad para salir de la recesión, dictadas desde ignotos y egocéntricos cenáculos.
Con los “valores” neoliberales de la desigualdad y la insolidaridad que inspiran las medidas de austeridad selectiva -aplicadas sólo hacia abajo en la pirámide de rentas-, las derechas europeas y naturalmente la española han optado también por cambiar el carácter del Estado.
Las reformas económicas están alterando funciones esenciales del Estado, que, en España, escorado por la gestión autoritaria que efectúa el Gobierno del Partido Popular, tiende a la centralización, gana en adustez y opacidad, pierde contenido democrático, que ya era bastante escaso, y deja de ser, en particular en su versión autonómica, un moderado paladín de los desfavorecidos para ser abiertamente el campeón de los fuertes y el azote de los débiles; el valedor de la privilegiada casta que ha seguido ganando dinero con la crisis, de la banca y de los financieros y de los grandes empresarios, cuando no de los corruptos y de los defraudadores fiscales.
La reforma del Estado es el remate de una ofensiva política e ideológica iniciada hace años, arropada ahora por un esotérico discurso tecnocrático y por la urgencia de salir de la crisis cuanto antes. Expertos tecnócratas dicen verse obligados a dictar medidas urgentes, dolorosas y necesarias, pero siguen los viejos criterios políticos de la derecha, que ha optado de manera descarada -sin complejos- por tomar la iniciativa en la lucha de clases, emprendida desde un solo lado. Con el apoyo de serviles gobiernos nacionales, de las élites políticas, de organismos económicos internacionales y de la Unión Europea, la burguesía financiera está socavando de modo sistemático las condiciones de vida de la gran mayoría de los ciudadanos, pero en particular de los estratos medios y bajos de la clase media, de la población asalariada y de los sectores sociales económica y culturalmente más débiles, sin que estos colectivos, a pesar de su resistencia, hayan sido capaces hasta ahora de detener lo que debe calificarse de ofensiva general en toda regla. 

 Fragmento del artículo "Ërase un país desorientado", Trasversales nº 27, octubre, 2012.



[1] Entre 2005 y 2012, en la Comisión Europea el gasto en pagar los salarios de sus directivos y funcionarios subió un 18%. Si tenemos en cuenta que la crisis empezó en 2008, los miembros de la Comisión Europea han estado recomendando reducir los salarios de los trabajadores en tanto ellos se subían el sueldo. Los comisarios suelen ganar unos 25.000 euros al mes. El presidente Durao Barroso tiene un sueldo de 30.500 euros/mes, sin contar los complementos. Los vicepresidentes (por ejemplo Olli Rhen) ganan 27.300 euros/mes. 

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Educación o adiestramiento

Lee y compara:
Preámbulo de la LOE (2006): “Las sociedades actuales conceden gran importancia a la educación que reciben sus jóvenes, en la convicción de que de ella dependen tanto el bienestar individual como el colectivo. La educación es el medio más adecuado para construir su personalidad, desarrollar al máximo sus capacidades, conformar su propia identidad personal y configurar su comprensión de la realidad, integrando la dimensión cognoscitiva, la afectiva y la axiológica. Para la sociedad, la educación es el medio de transmitir y, al mismo tiempo, de renovar la cultura y el acervo de cono­cimientos y valores que la sustentan, de extraer las máxi­mas posibilidades de sus fuentes de riqueza, de fomentar la convivencia democrática y el respeto a las diferencias individuales, de promover la solidaridad y evitar la discri­minación, con el objetivo fundamental de lograr la nece­saria cohesión social. Además, la educación es el medio más adecuado para garantizar el ejercicio de la ciudada­nía democrática, responsable, libre y crítica, que resulta indispensable para la constitución de sociedades avanza­das, dinámicas y justas. Por ese motivo, una buena edu­cación es la mayor riqueza y el principal recurso de un país y de sus ciudadanos.”
Primer párrafo del Anteproyecto de la LOMCE (2012) (Ley Wert): “La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y las cotas de prosperidad de un país; su nivel educativo determina su capacidad de competir con éxito en la arena internacional y de afrontar los desafíos que se planteen en el futuro. Mejorar el nivel de los ciudadanos en el ámbito educativo supone abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por conseguir ventajas competitivas en el mercado global.”


Colocado en Face book, el 8 de noviembre de 2012.

martes, 7 de noviembre de 2017

La molesta realidad económica

El nacionalismo no es lo que parece; no es lo que los nacionalistas catalanes se esfuerzan en hacernos creer. En origen, el nacionalismo no indica un conflicto entre territorios, sino que delata un problema dentro del territorio irredento, pues expresa un conflicto por el poder como el que puede existir en otros territorios, pero exacerbado hasta el fanatismo, conflicto que los partidos nacionalistas tratan de resolver al proyectarlo hacia el exterior y convertirlo en un problema con el resto del país y particularmente con el Estado.
Para formar la nación imaginada como una nueva colectividad con intereses y aspiraciones comunes y específicas, el nacionalismo necesita un opositor, un enemigo externo cuyos intereses sean mostrados como opuestos a los de la nación imaginada. Surge así, con el enemigo siempre a la ofensiva (la España históricamente opresora), la idea de la patria en peligro, cuya defensa exige subordinar los intereses personales, laborales, profesionales y sociales a la sagrada causa común. Es decir, acabar con las diferencias ideológicas dentro de la “nación” o, lo que es lo mismo, subordinar todos los programas políticos al proyecto de los nacionalistas, so capa de ser tildado de fascista o de franquista.
El nacionalismo expresa un conflicto entre ideologías dentro del territorio reclamado como propio y, por tanto, la lucha por la hegemonía en su interior, por lo cual, para entender su verdadera raíz no basta con mirar las pequeñas diferencias con el resto del país, que con suma insistencia señalan los partidos nacionalistas, sino ver las continuidades y semejanzas con los demás territorios, así como las diferencias políticas y sociales dentro de cada uno de ellos, en particular las diferencias de clase, de poder, de renta, de oportunidades, y atender a las condiciones de vida y trabajo de sus ciudadanos, que expresan la correlación de fuerzas en el marco de un sistema económico capitalista no sólo nacional sino internacional, pues no existe una economía regional o territorial, vasca, catalana, gallega o de donde sea, que dependa sólo de la producción autóctona y que disponga de un marco independiente de relaciones económicas y laborales.
En el aspecto económico, España no es una confederación de comunidades autónomas que intercambian sus producciones autóctonas, sino un sistema económico integrado a escala nacional y a escala supranacional, en la Unión Europea, lo cual no quiere decir que sea armónico y equilibrado.
En España no existen autarquías regionales que luego puedan ser la base de economías nacionales de nuevos países independientes surgidos por secesión, sin que con ello se produzcan desgarros en toda la estructura y, naturalmente, dentro del territorio escindido (como ocurre con la fuga de empresas y capitales), pues ni el más pequeño de los negocios depende sólo de la producción local, comarcal o regional.
Gracias a la revolución en las comunicaciones, que precede y acompaña al desarrollo industrial, que sólo puede existir como un sistema (un conjunto de elementos diversos pero relacionados, que actúan con el mismo objetivo), y al comercio a cualquier escala, la economía es solo una, y por tanto, los marcos legales y fiscales disponen una forma dominante de producir, un modelo de crecimiento insertado en el sistema económico y financiero mundial, que condiciona la utilización de la energía, las aplicaciones científicas y tecnológicas, la red de suministros, las infraestructuras, la gestión empresarial, la organización laboral y profesional, las estrategias de rentabilidad del capital, la distribución y el abasto de mercancías, la disposición del mercado, el sistema financiero y de crédito y, claro está, el conjunto de instituciones políticas, jurídicas y culturales que facilitan el desigual reparto social del excedente obtenido y la disparidad de oportunidades. Por ello, la ubicación de los habitantes en el sistema económico, la percepción de rentas, en particular las salariales, que son las más numerosas, los hábitos laborales, de consumo, de ocio y el tipo de vida son similares en todo el país (perceptibles cuando se recorre España sin esquemas preconcebidos) y en casi toda Europa, que está regida por el mismo sistema económico. Y esto es parte de la molesta realidad, que los nacionalistas ignoran o desprecian en sus cálculos cuando proponen la “desconexión” de Cataluña respecto a España mediante una superestructural e indolora ruptura política.


domingo, 5 de noviembre de 2017

Las revoluciones exóticas

Se cumple este otoño el primer centenario de la Revolución de Octubre en Rusia, la gran convulsión política del recién iniciado y conflictivo siglo XX, cuyas consecuencias se habrían de notar el resto de la centuria.
En Rusia se había constituido, por la fuerza pero con escasa violencia, el primer sistema económico alternativo al capitalismo; una sociedad de trabajadores instituida, en principio, sobre supuestos contrarios a la sociedad burguesa. Era una teoría llevada a la práctica; una utopía con visos de ser realizada, que inauguraba la oposición ideológica y política entre dos sistemas -capitalista y socialista-, que habría de marcar en el futuro la vida de millones de personas.
El mundo capitalista y la sociedad burguesa vieron el experimento con estupor. Del temor a que el ejemplo se extendiera y pusiera en peligro el orden dominante vino el envío de tropas de catorce países en apoyo del ejército de los guardias blancos para acabar con el poder soviético. Fueron derrotadas, pero después de intervenir durante tres años en el conflicto mundial, la guerra civil, aún victoriosa, dejó humana y económicamente exhausta a la nueva Rusia y supuso el primer gran obstáculo a la Revolución, que en buena medida quedaría afectada en su evolución por este acontecimiento.
En España, para los jóvenes de mi generación, que en los años sesenta estaban en la veintena y vivían empeñados en acabar con la dictadura franquista, la Revolución de octubre de 1917, Revolución Bolchevique o simplemente Octubre, era un ejemplo, lejano pero aún lleno de vigor, sobre lo que se podía hacer, un modelo de revolución proletaria, y el Consejo de Comisarios del Pueblo presidido por Lenin, el primer gobierno obrero del mundo, después del efímero ensayo de  la Comuna parisina.
A pesar de la deriva burocrática y de los excesos del período estaliniano, malformaciones presuntamente subsanables, que no tenían por qué repetirse en otras latitudes, Octubre era un ejemplo a imitar, porque era la prueba fehaciente que verificaba la teoría (y la profecía) sobre la Revolución, así con mayúscula, que ya no era una simple palabra, una consigna o una nebulosa posibilidad de cambio, sino el fatal destino de una ley histórica; el modo de cambiar un régimen político de modo favorable a las clases subalternas plasmado en la toma del poder por los trabajadores y sus aliados; era un cambio drástico que implicaba una ruptura con el sistema político anterior y colocaba las bases para emprender un proceso de profundas reformas que condujera hacia un sistema colectivista, indudablemente mejor, más justo y más igualitario que el capitalismo movido por el ansia de satisfacer el interés material de los individuos y, en particular, de los poseedores de capital.
Las ganas de acabar con la dictadura de Franco y la prisa juvenil abonaban la impaciencia y hacían creer en la posibilidad, más aún, en la necesidad, de un  cambio político que instaurase, con el gobierno de las clases subalternas, la justicia, la libertad, la fraternidad y un equitativo reparto de la riqueza, y tal cambio sólo podía venir de una revolución triunfante.
Así que los jóvenes izquierdistas de entonces buscaron inspiración en las revoluciones triunfantes y Octubre fue una de ellas. Y sin saber mucho sobre Rusia, esa es la verdad, o mejor dicho, desconociendo su larga historia, salvando lo concerniente a los sucesos de 1917, pero convencida por las leyendas que la rodeaban más que por los áridos escritos de Lenin y otros bolcheviques, mucha gente tomó la insurrección rusa de 1917 como un modelo, a veces puro, de revolución socialista, y otras veces mezclado con algún aporte más actual.
Otras gentes de la misma generación se inclinaron por la versión china de la versión rusa, que era la Revolución popular, democrática y antiimperialista, de Mao Tse Tung en el legendario Celeste Imperio, sabiendo aún menos cosas de un país gigantesco, misterioso y hermético, poblado por varias etnias, con una cultura milenaria y una filosofía de la vida completamente alejadas de Occidente y de una España todavía bastante cañí.
También Argelia (con Fanon) y Vietnam (con Ho Chi Min) como revoluciones lejanas ejercieron su influjo sobre las jóvenes y jovencísimos antifranquistas  españoles. Y desde luego fue la revolución cubana, bien contada y bien cantada, con su aura guerrillera, su épica casi evangélica -Fidel Castro con doce de los suyos- y su música pegadiza- la que suscitó una adhesión más romántica, no sólo por la cercanía temporal y la proximidad cultural, y por la aportación de Ché Guevara sobre el foco insurreccional, que teorizó Regis Debray en su opúsculo “¿Revolución en la Revolución?”, sino también por la muerte de su promotor (de la que se cumplen ahora 50 años), que comprobó en carne propia el fracaso de su teoría en las selvas de Bolivia, dejando a muchos de sus seguidores en una terrible orfandad. Pero, ¿qué era lo que empujaba a los jóvenes izquierdistas españoles hacia las revoluciones exóticas?
Por un lado, la atracción por lo que llegaba de fuera de nuestras fronteras y la ausencia de revoluciones españolas en las que inspirarse, pues, en España, tierra de insurrecciones, motines populares y pronunciamientos militares, los intentos revolucionarios rara vez concluyen con éxito o su duración es efímera. Ya lo advirtió Marx en uno de sus artículos para el New York Daily Tribune: España no ha adoptado nunca la moderna moda francesa, tan al uso en 1848, de empezar y terminar una revolución en tres días. Sus esfuerzos en este terreno son complejos y más prolongados. De tres años parece ser el plazo más breve a que se constriñe, si bien el ciclo revolucionario abarca a veces hasta nueve años (…) Ni el político más agudo puede predecir cuánto durará el actual ni cuál será su desenlace (…) A pesar de estas repetidas insurrecciones (1808, 1820, 1834, 1854) no ha habido en España hasta el presente siglo revoluciones serias.
En Francia las cosas han sido distintas, más drásticas y eficaces, pero para los jóvenes revolucionarios, la Revolución de 1789, más conocida pero entendida como revolución burguesa, aunque ofrecía enseñanzas aprovechables sobre las clases subalternas -el tercer estado de Sieyés y la actividad de los sans-culottes-, representaba, al fin y al cabo, el triunfo del enemigo de clase, por muchos derechos del hombre y del ciudadano que proclamara, de modo que sus conquistas debían ser superadas por una auténtica revolución proletaria. De Olimpia de Gouges y los derechos de la mujer, la mayoría de los varones no habíamos oído hablar. La Revolución seguía siendo cosa de hombres, como el coñac, según rezaba un anuncio de la época.
También nos empujaba la carencia de información fiable sobre países tan lejos del nuestro en todos los aspectos, como los arriba citados, y la ausencia de una investigación rigurosa y prolongada que nos acercara a la realidad de sus sociedades por encima de las deformaciones de la propaganda, que tanto a favor como en contra nos alcanzaba, de modo que, teniendo encima la persistente cantinela del régimen franquista contra el perverso bolchevismo financiado por Moscú, dimos más crédito a la propaganda que coincidía con nuestras ingenuas y juveniles pretensiones.
No faltaban en aquella izquierda grandes dosis de improvisación y dogmatismo, y de reverencia por las acciones de otros (por muy gloriosas que hubieran sido), impelidas por las ganas de acabar con la dictadura y por una fe ciega, o bastante cegata, en la teoría, o mejor doctrina, sobre la Revolución, entendida como un elástico traje para todas las tallas, que precisaba sólo ajustes en las sisas y en el dobladillo de mangas y perneras para sentar como un guante; un modelo prêt a porter adaptado a las necesidades del consumidor revolucionario para vestir apresurados cambios de régimen.
El resultado solía ser la copia, la imitación, la falta de originalidad de “soluciones” construidas sobre la plantilla de revoluciones, un día triunfantes y ya un tanto ajadas, en países lejanos, dependientes o en desarrollo, en sociedades agrarias o poco industrializadas, con tradiciones políticas, religiosas y culturales que se hallaban a gran distancia de las nuestras.
El modelo que podía satisfacer la búsqueda de las contradicciones antagónicas que habían desaparecido en Europa estaba en el Tercer Mundo, en la lucha anticolonial, que reposaba en gran medida en dos supuestos no del todo ciertos: en la teoría del buen salvaje y en la maldad de los hombres blancos occidentales; en la pureza y la inocencia de las poblaciones autóctonas, que luchaban por su tierra, su cultura y su riqueza, por un lado, y en la demostrada avaricia y crueldad de los colonizadores, cuando aún no se habían percibido del todo los excesos, carencias y deformaciones de regímenes socialistas, socializantes, nacionalistas o populares, resultantes de tantas heroicas guerras de liberación con resultados tan parcos. Aunque indicios ya había, pero se atribuían a la incansable propaganda del enemigo imperialista en el mundo bipolar de la guerra fría y, por otra parte, se esperaba que más pronto que tarde dichos excesos pudieran corregirse a medida que madurasen tales revoluciones.
¿Y por qué no mirar a Estados Unidos, cuyos fundadores habían librado una guerra (de guerrillas, como en España) contra la monarquía británica y habían instaurado la primera república moderna? ¿Acaso no había semejanzas con nuestra Guerra de la Independencia y con los primeros intentos de instaurar un régimen político antiabsolutista sobre una base constitucional?
Pero en los años sesenta y setenta, la izquierda española mantenía una relación muy contradictoria con Estados Unidos. Por un lado, era, como el resto de la sociedad, ávida consumidora de tecnología y de cultura norteamericana (moda, literatura, arte, cine, música, deporte…), pero, por otro, mantenía un gran recelo sobre sus instituciones, pues el gobierno yanqui era uno de los principales valedores de la dictadura de Franco. Además, Estados Unidos era el paradigma del capitalismo coetáneo y mostraba su cara más hosca con el imperialismo, resumido entonces en unos pocos conceptos que lo querían decir todo (expolio, empresas multinacionales, gobiernos títeres y represión popular, auspiciados por el Departamento de Estado, el Pentágono y la CIA).
Definitivamente, lo aprovechable de Estados Unidos estaba en sus calles, que en aquellos años hervían de protestas; estaba en la rebeldía y organización de la gente, en la contracultura, en la lucha por los derechos civiles y la liberación de las mujeres, en los Panteras Negras, en los estudiantes, en la lucha sindical de los “chicanos”, en la ecología, en el pacifismo y en la oposición a la guerra de Vietnam, no en las instituciones.
Así, podíamos discutir con vehemencia sobre las tesis de abril, la revolución de febrero y la insurrección de octubre en la Rusia de 1917, sobre la Larga marcha, el Gran salto adelante y la Revolución cultural en China, sobre los “barbudos” en la sierra y los comunistas en la ciudad, en Cuba, sobre el papel del FLN y los fellahas en Argelia o sobre la ruta “Hochimin” y la ofensiva del Tet en Vietnam, sin saber mucho más acerca de esos países, pero no debatíamos sobre la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia, sobre la Declaración de Independencia, sobre el federalismo, impulsado por Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, tan oportuno hoy como en los años de la Transición, y sobre la Constitución federal de 1787, con su inteligente adición de Enmiendas.
Nos perdimos, en un momento muy propicio, un buen debate sobre eventos de un país más semejante al nuestro y al que en ciertos aspectos tratábamos de imitar, aunque no lo reconociéramos, cuyo origen se debía también a otra de las revoluciones exóticas o a la primera de ellas en el Nuevo Mundo.
Por ello, hay que dar la razón a Hanna Arendt cuando escribe: Lo realmente importante fue que la tradición revolucionaria europea del siglo XIX no mostró más que un interés pasajero por la Revolución americana o por el progreso de la República americana. En abierto contraste con el siglo XVIII, cuando mucho de la Revolución americana, el pensamiento político de los “philosophes” se amoldó a los acontecimientos e instituciones del Nuevo Mundo, el pensamiento revolucionario de los siglos XIX y XX se ha comportado como si nunca se hubiera producido una revolución en el Nuevo Mundo, como si nunca hubieran existido ideas y experiencias americanas en la esfera institucional y política sobre las que mereciera la pena meditar (…) Este fenómeno adquiere tintes especialmente desagradables cuando hasta las revoluciones que se producen en el continente americano se expresan y actúan como si se supieran de memoria los textos revolucionarios de Francia, Rusia y China, pero no hubieran oído hablar nunca de la Revolución americana (Sobre la revolución, Alianza, 1988, p. 223).
Algo semejante ocurría en España, en los años sesenta y setenta, en las filas de la izquierda revolucionaria.

Madrid, 9 de octubre de 2017, 50º aniversario de la muerte del Ché.
Publicado en la revista El viejo topo nº 358, noviembre 2017.