La
coincidencia de la crisis económica, devenida en una profunda recesión, combinada
con una grave crisis de dirección política, tanto de dirigentes como de
instituciones, ha hecho aflorar todo lo que había debajo. Volvemos atrás.
Los
elevados beneficios de las grandes empresas, el aumento de ingresos de las
mayores fortunas, que gozan de un privilegiado régimen fiscal, el aumento en la
desigualdad de las rentas y el desproporcionado reparto de las cargas para
salir de la recesión, revelan el poder de una clase social intocable, que exige
pasar por esta etapa sin ser molestada ni renunciar a su nivel de vida,
mientras la inmensa mayoría de la población debe renunciar obligatoriamente al
suyo.
El proceso de degeneración de las élites políticas y económicas y la
erosión de la confianza en las más altas instancias del Estado, el poco cuidado
en la gestión de los fondos públicos, cuando no su rapiña a favor de espurios
intereses privados, y el extendido fenómeno de la corrupción a las más altas
instancias de gobiernos locales, autonómicos y ahora del Gobierno central, que
alcanza también a la cúpula patronal (CEOE), a las grandes empresas, al nivel
más alto de la administración de justicia y a la Casa Real, nos retrotraen a otro
tiempo. Volvemos a la grotesca España denunciada por Valle Inclán, al Ruedo
Ibérico, al esperpento.
Lo
que sucede revela con mucha claridad que, pese a las promesas sobre el luminoso
porvenir que nos aguardaba tras la muerte del dictador, no podíamos llegar muy
lejos con aquellas alforjas que alojaban tanto lastre del franquismo. Aquel
pesado fardo nos ha dejado clavados y exhaustos, a mitad de camino hacia la
sociedad democrática avanzada, con un orden económico y social justo, que tenía
como valores superiores la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo
político, como figuran en la Constitución, cuyo Preámbulo y primeros artículos
se parecen cada día más al cuento de Caperucita antes de que se la comiera el
lobo (noble animal, al que le ha tocado un mal papel en el reparto).
La
sombra de Franco, pesada, pegajosa y alargada, nos asfixia. España sigue
marcada por la cargante herencia del general, administrada por sus herederos.
Franco representaba la España de la Restauración, que tanto arrastraba del Antiguo Régimen, concebida por la derecha y
por la Iglesia; la vieja España de curas, caciques y oligarcas; de obispos y
señoritos, por un lado, y por otro de obreros y jornaleros; de braceros parados
y de nobles absentistas; la España escindida, que repartía riqueza para pocos y
miseria para muchos; la España de gobernantes despóticos y de súbditos. Y a eso
volvemos con rapidez, a la España dual de las grandes diferencias de renta, de
distinciones sociales muy marcadas; de arriba y abajo; de minorías intocables y
de ciudadanos tratados como súbditos por gobernantes que se comportan como
mayorales de un cortijo.
Casi cuarenta años después
de la muerte de Franco, seguimos marcados por el franquismo, ahora adobado con
un neoliberalismo de tipo autoritario. Los herederos políticos de quienes, tras
el golpe militar del 18 de julio y la guerra civil, restablecieron un poder
político sin límites representado en la dictadura del Estado, defienden hoy el
ilimitado poder del capital financiero plasmado en la dictadura del Mercado.
Además del severo deterioro
del sistema económico, tanto ha sido el retroceso ideológico y político, que no
nos hallamos ya en la post-transición, sino en el umbral de un cambio de
régimen, que permite interpretar los últimos ochenta años de la historia de
España en estos términos: a la
larga etapa de franquismo, que fue la dictadura, atemperada por una reducida
cultura antifranquista, propia de la oposición clandestina, siguió una etapa de
moderado desfranquismo, que fueron
los años de la Transición y los primeros del régimen parlamentario.
El mandato de Aznar, que
supuso la revitalización simbólica del franquismo, señala el ocaso del impulso
más progresista de la Transición y el comienzo del regreso al pasado bajo la
aplastante hegemonía de la derecha, ayudada por el auge de los valores
conservadores a escala mundial. El Gobierno de Zapatero fue un efímero
paréntesis en este neofranquismo, y
la crisis económica, la oportunidad esperada por la derecha para recuperar el
terreno perdido.
El
programa del Partido Popular representa la tardía venganza del franquismo; el
expolio del Estado de Bienestar y su paso a manos privadas (y con mucha
frecuencia amigas) es la indemnización que las seculares clases propietarias
exigen a las clases subalternas por haber tenido que soportar el coste que les
supuso la Transición y las reformas posteriores. Y la congelación de salarios y
la reforma laboral son el castigo impuesto a los trabajadores por haber creído
que podían desafiar por algún tiempo el poder del capital.
Nueva Tribuna, 6 de febrero de 2013
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