El 13 de agosto de 1521, heroicamente
defendido por Cuauhtemoc, cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue ni
triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el
México de hoy.
Placa en la
plaza de las Tres Culturas (México, D.F.)
La carta de Méjico
Como
si no tuviéramos el palenque bastante revuelto ante la inminente sucesión de citas
electorales, ha llegado, para acabar de acentuar los enconos, la inoportuna
solicitud del Presidente mejicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) al Rey de
España, instándole a pedir perdón a los pueblos originarios, por los excesos
cometidos por los españoles durante la conquista y colonización de los territorios
que hoy forman parte de aquella república.
La
solicitud del presidente mejicano no se debe entender sólo como una posible
reacción sentimental ni como un ingenuo y retórico llamamiento a restablecer los
lazos entre ambos países -profundos desde hace décadas-, sino como una petición
formal, oficial, que viene acompañada por cierta presión política y de una
condena por adelantado, que ha suscitado, entre las fuerzas políticas, respuestas que eran de prever, como ya
veremos.
Entre
otros gestos simbólicos con los que inaugura su mandato, López Obrador, que
debe buena parte de su éxito electoral al voto de comunidades indígenas,
pretende abrir una reflexión sobre la conquista de Méjico, que concluya en un
relato que facilite la reconciliación de España con su antigua colonia. Como
“hay heridas abiertas -afirma en un vídeo- es mejor reconocer que hubo abusos y
se cometieron errores”, en tierras que fueron tomadas “por la espada y por la
cruz”. A participar en esta reflexión, en la que él mismo se incluye, invita
también al Papa Francisco, al que ha enviado una carta similar. “Hagamos juntos
un relato de lo sucedido desde el inicio de la ocupación, de la invasión, de
los tres siglos de colonia y también de los 200 años de México independiente“.
Pero
el propósito no parece tanto llegar a elaborar un relato compartido sobre lo
ocurrido en una etapa tan dilatada de tiempo, con la dificultad que eso
conlleve, y que sería más propio de un foro de historiadores, como conseguir que
España y el Vaticano asuman el veredicto de culpabilidad previamente enunciado
y pidan perdón; lo que, de hacerse, implicaría asumir tal dictamen sin más
discusión y considerarse culpables de antemano y a tanta distancia de los
hechos. De no aceptar la solicitud, el presidente de Méjico anuncia que no asistirá
a los actos de conmemoración de la fundación de Veracruz, hace 500 años, ni a
los de la independencia, en 2021.
La
petición soslaya que la independencia significó la derrota militar de España y
la expulsión de los colonizadores, y que con eso debería quedar saldada la
deuda, si es que hubo alguna que debiera saldarse de ese modo. Carece, pues, de
sentido que la nación vencedora, o mejor dicho la clase criolla de la nación vencedora,
pues fue la que realmente obtuvo provecho de la victoria, exija, 200 años
después, un desagravio al gobierno de la nación vencida, que ya fue castigada
con la expulsión del país y la pérdida de la colonia. Pero, como se ha visto
después, con la independencia los indígenas ganaron poco, y por ello hay que volver
a culpar a la antigua metrópoli, en vez de buscar las razones en la gestión de quienes
han gobernado Méjico desde 1821.
Sorprende
que López Obrador, un hombre blanco -un gachupín-, nieto de un exiliado español
que llegó a Méjico desde el municipio santanderino de Ampuero, poseedor de un
título universitario y con una larga carrera política a su espalda, quiera empezar
su mandato -tomó posesión del cargo en diciembre de 2018- indisponiéndose con
dos estados -España y el Vaticano- con los que su país, por cultura y por religión,
está estrechamente emparentado, a no ser que persiga otra cosa.
AMLO,
que desde el PRI ha pasado por varias formaciones políticas hasta llegar a la
jefatura del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), fue elegido
presidente de la República en las elecciones federales de 2018, por la
coalición “Juntos Haremos Historia”, formada por MORENA, el Partido del Trabajo
y el Partido Encuentro Social. Candidatura que recibió el apoyo de varios políticos
suramericanos, como Rafael Correa, Cristina Fernández y Ernesto Samper, y de algunos
de la izquierda francesa (Melenchon) y española, como Miguel Ángel Revilla o
Pablo Iglesias.
El
Presidente, que ha impulsado una comisión para investigar la desaparición y presunta
incineración de 43 estudiantes, ocurrida en el estado de Guerrero en 2014,
parece que quiere señalar su mandato como diferente a los anteriores, iniciando
una etapa justiciera, tanto sobre hechos del presente, que no se agotan en los
crímenes en Guerrero, pues ahí están las atrocidades perpetradas por los traficantes
de drogas y de personas (los coyotes), las luchas entre cárteles y la
desaparición y asesinato de mujeres en Ciudad Juárez, como del pasado más
remoto, inspirado en un indigenismo más retórico que práctico, con el que se
suma a la ola revisionista sobre la historia de América, que muestra la llegada
de los españoles al continente como un desastre, a Colón como un déspota y
reduce la colonización al expolio de riqueza y al exterminio de nativos, y
trata de reducir la importancia del descubrimiento y colonización de América
quitando valor histórico al Nuevo Mundo, no sólo por el hecho de topar con un
continente insospechado, sino porque su descubrimiento y exploración, junto con
la circunnavegación del globo alteraron la percepción del mundo mantenida hasta
entonces. El Nuevo Mundo arrumbaba al mundo viejo y daba paso realmente a un
mundo nuevo, que abría las mentes más inquietas a nuevos descubrimientos en
todos los órdenes del saber.
Así,
el lema electoral “hacer historia”, ante las dificultades para cambiar en
profundidad el estado de las cosas en un país que lleva camino de ser un Estado
fallido, quizá se reduzca a reescribir la historia que ya está escrita, pero
mirando a un pasado idealizado que absuelva de responsabilidad a la clase
gobernante. Doctrina que cuenta con seguidores en otros países del hemisferio y,
por supuesto, en Estados Unidos, donde el Día de Colón -Columbus Day- ha dejado
de celebrarse en medio centenar de ciudades. En España también padecemos esta
“fiebre revisionista”, como luego veremos.
Puede
que la adscripción a esa ola sea la última razón para aludir a sucesos de hace
500 años como si fueran hechos insólitos en la historia de América y aún de la
humanidad, y sorprende más que se haga en un mundo que ha avanzado mucho y bien
en no pocos aspectos, pero que no ha logrado desterrar la guerra, la violencia y
la crueldad de las relaciones entre sus habitantes, como lo prueban el gulag
ruso, Auschwitz y Dachau, Hirosima y Nagasaki, dos guerras mundiales en el
último siglo, en las que España, por cierto, no participó, y las que aún se
libran en varios escenarios del planeta por motivos económicos, religiosos,
raciales o tribales, por no hablar de las hambrunas, las migraciones masivas y
otras catástrofes no naturales.
Cuando
los españoles llegaron a América, la violencia ya estaba allí en forma de
antropofagia, esclavitud y rituales sacrificios humanos, como muestra el Códice de Tudela,
y sus habitantes vivían en un estado de conflicto permanente entre comunidades indígenas y unos despóticos imperios
que las enfeudaban. Y allí la dejaron cuando se marcharon, porque, en el caso
de Méjico, como en el de otras repúblicas de Hispanoamérica, la historia ha
sido pródiga en violencia política, conflictos
armados, revoluciones y restauraciones, desde la independencia en 1821 hasta
bien entrado el siglo XX. Y no ha cesado en el XXI, aunque provocada por otros motivos.
No
es que durante la conquista y la colonización de América, los españoles fueran
pacíficos, que no lo fueron, pero, aparte de emplear la diplomacia para ganarse
a unos aliados que eran absolutamente necesarios, dada la escasa tropa con que
contaban para enfrentarse a fuerzas muy superiores en número, utilizaron medios
y tácticas de guerra que eran habituales en Europa en aquella época. Nada de lo
que haya que sentirse orgulloso, claro está, pero también hay que desterrar no
pocas leyendas que desde muy pronto circularon sobre el Nuevo Mundo. Una tierra
extraña y misteriosa, de fabulosa riqueza y ocultos tesoros, que se decía
habitada por seres monstruosos, mitad hombres mitad bestias, y recorrida por
espíritus malignos, que fue sometida a costa de matanzas de seres humanos, unas
ciertas y otras no, atribuidas tanto al deseo de quienes abogaban por proteger
a los indios, exagerando su sufrimiento para obtener de la Corona leyes
favorables a su protección, como a los relatos de los propios conquistadores abultando
sus hazañas en espera de obtener mejor recompensa. Aun así, no se puede negar que
hubo violencia, pero tampoco se debe olvidar que no se trataba sólo de luchas con
tribus aisladas, sino de guerras entre imperios; el imperio español, inferior
en tropas pero mejor armado y dotado de tácticas superiores, enfrentado a otros
imperios (el azteca, el maya o el incaico), cuyos guerreros superaban con mucha
diferencia el número de soldados españoles. Luchas que no distaban mucho en
crueldad de las que entonces asolaban Europa, escindida en guerras de religión.
Es
difícil negar que hubo mortandad entre los aborígenes, menos por las armas y
por la escueta tropa que las manejaba que por las enfermedades transmitidas por
los españoles y por los animales que llevaban con ellos, ante las cuales la
población nativa carecía de anticuerpos. Pero sin negar el daño causado, es
curioso que esos relatos sobre la brutalidad española, que forman la interesada
leyenda negra, surgieran en los países de cultura anglosajona que colonizaron
América del Norte exterminando a los nativos y recluyendo a los supervivientes en
reservas, a los que negaron derechos civiles hasta mediado el siglo XX.
La
compartida opinión del general norteamericano Philip Sheridan (1831-1888) sobre
el trato a dar a los nativos -“El único indio bueno es el indio muerto”-,
obtenía su contraste en Méjico, donde, un indio contemporáneo suyo, el abogado
de origen zapoteca Benito Juárez (1806-1872), alcanzaba la Presidencia de la
República en 1858, antes de que el general yanqui se hiciera famoso por sus
tácticas de tierra quemada en la guerra de Secesión y aplicara después su
draconiana doctrina en las guerras indias, durante la conquista del Oeste.
Con
excesiva frecuencia, los críticos resumen la conquista y colonización española de
América en un par de palabras terribles -expolio y genocidio-, pero dejan de
lado otras consideraciones.
Cierto
es que durante decenios la minería fue la actividad primordial del Nuevo Mundo,
que hubo exportación de oro, plata y otros metales, que enriquecieron a muchos
desaprensivos, pero sirvieron para allegar fondos al imperio español y mantener
el estandarte católico en las guerras de religión, entre otros destinos no
siempre nobles, y también es cierto que existió el llamado asiento de negros,
el vil comercio de esclavos, y que se mantuvo hasta finales del siglo XIX un
fructífero comercio de metales, piedras preciosas, materias primas y productos
obtenidos en haciendas y encomiendas, mediante el trabajo forzoso e incluso
esclavizado con africanos arrancados de su tierra, aunque tales usos se suavizaron
con el paso del tiempo y no fueron generales, pues hubo zonas donde los indios
dispusieron de tierras. Méjico fue uno de los lugares donde antes se impuso el
trabajo mediante salario y también donde los indios fueron expulsados de sus
tierras y forzados a convertirse en peones, después de la independencia, como
sucedió en tiempos de Porfirio Díaz, lo que fue una de las causas del
movimiento campesino que sustentó el zapatismo en los años de la revolución. Pero
tales conductas no fueron privativas de los españoles, pues ingleses,
holandeses, portugueses, franceses, alemanes o italianos hicieron otro tanto en
sus colonias, con efectos que han sido más persistentes, como en África, donde
se han mantenido regímenes políticos racistas hasta casi las postrimerías del
siglo XX, como un signo aciago de los tiempos. Pero ningún imperio es, en
principio, humanitario y generoso. Es difícil imaginar al imperio británico siendo
dadivoso en vez de rapaz y cuesta creer que Napoleón hubiera conquistado media
Europa regalando a manos llenas. Sin hablar del terror sembrado por el rey
Leopoldo II de Bélgica, para recoger el caucho en su finca del Congo, no en los
albores del Renacimiento sino a finales del siglo XIX, tal como fue narrado por
Joseph Conrad en su novela “El corazón de las tinieblas”.
Poderes “blandos”
Hasta
aquí hemos aludido a vuela pluma a lo que se podría calificar de presión
autoritaria de España sobre América -la conquista, la violencia, la guerra, el
expolio, el trabajo forzado, etc-, es decir, a los aspectos más reprobables del
ejercicio del poder; al “poder duro”, dicho en los términos que emplea Joseph
Nye para referirse a la
hegemonía de Estados Unidos: El poder
militar y el poder económico son ejemplos de poder duro, del poder de mando que
se puede emplear para inducir a terceros a cambiar de postura. El poder duro
puede basarse en incentivos (zanahorias) o en amenazas (palos). Pero también
hay una forma indirecta de ejercer el poder.
Un país puede obtener los
resultados que desea en política mundial porque otros países quieran seguir su
estela, admirando sus valores, emulando su ejemplo, aspirando a sus niveles de
prosperidad y apertura. En este sentido, es tan importante tener la vista
puesta en la política mundial y atraer a terceros, como obligar a otros a
cambiar mediante amenazas o el uso de armas militares o económicas. Este
aspecto del poder -lograr que otros ambicionen lo que uno ambiciona- es lo que
yo llamo poder blando. Más que coaccionar, absorbe a terceros.
Hablemos,
pues, brevemente, del poder o de los poderes “blandos” empleados por los
españoles en América.
La
innegable apetencia por la riqueza no impidió la preocupación por conocer la
realidad de las Indias y la suerte de sus moradores. Pronto se empezó a hablar
de los derechos de los otros, de los distintos, de los “salvajes”, y a admitir
su existencia en condiciones de igualdad. Bartolomé de las Casas, Jerónimo de
Mendieta, Diego Durán, Francisco de Vitoria, Juan de Torquemada y Bernardino de
Sahagún fueron algunas de las figuras proclives a reconocer y garantizar los
derechos de los nativos en sus personas y propiedades.
En
la Junta de Valladolid, celebrada entre 1550 y 1551, tuvo lugar la “Polémica de los naturales” acerca del
trato a dar a los aborígenes, que mostró el debate entre dos opiniones enfrentadas.
De un lado, Bartolomé de las Casas, estimado después como pionero en los
derechos humanos, estuvo entre los protectores de los indios, y del otro, el sacerdote
el antierasmista, Juan Ginés de Sepúlveda, que justificó el dominio de los
españoles sobre los nativos, invocando el derecho de los pueblos civilizados a
someter a los pueblos que no lo eran, a imponerles su civilización y educarles
en su religión para situarlos al mismo nivel.
Desde
la perspectiva de hoy, laica y racional, la evangelización se percibe como un ejercicio
de autoridad, complementario a la dominación política, para someter
ideológicamente a la población de las colonias, pero, entonces, en la Europa azotada
por la lucha entre católicos y protestantes, por un lado, y con el Islam, por
otro, donde la religión aún conservaba una influencia fundamental sobre el
pensamiento político y filosófico, sobre la moral y el derecho, sobre la
producción y administración de la riqueza y también sobre guerra, la
evangelización resumía en gran parte la noción de civilización propia del
occidente europeo. A pesar de ello, antiguas creencias se mantuvieron, y otras
se mezclaron con la religión católica y con otras procedentes de Europa y de
África, dando lugar a un curioso fenómeno de cultos sincréticos, que persisten
en la actualidad.
No
hay que olvidar que el descubrimiento y colonización de América tiene lugar
mientras se asiste en Europa a la conflictiva transición de la noción
teocéntrica del mundo a la visión antropocéntrica, a la afirmación de lo humano
frente a lo divino, que era dominante en el pensamiento medieval. Con el
Renacimiento empieza la gran ruptura ideológica con el viejo orden estamental y
emerge la reclamación de la autonomía del sujeto, primero en el campo de la fe
religiosa, luego en el de la ciencia, la política y la economía, que tendría su
continuación en la Ilustración y el liberalismo, hasta cuajar en la figura del
ciudadano. Pero la mentalidad del viejo orden, que socialmente se erigía sobre
la figura del súbdito, se negaba a desaparecer y halló reductos desde donde
resistir la presión de la Modernidad, y esa dualidad, esa contradicción entre
lo viejo y lo nuevo, acentuada por la revolución industrial y la progresiva
extensión del mercado, estuvo presente tanto en España, en la metrópoli, como
en las colonias cuando se emanciparon, y explica en buena medida su evolución y
las dificultades de su adaptación al mundo contemporáneo.
Entre
las expresiones del “poder blando” de España en América debe figurar en primer
lugar la lengua castellana, con diversos acentos, necesaria para gobernar el
continente, que no impidió el aprendizaje de algunas de las lenguas principales
que allí se hablaban, varios centenares hoy día, para entenderse con los
nativos. Pero la lengua castellana, superior como medio de comunicación a los
sistemas de glifos y pictogramas de las lenguas autóctonas, fue minoritaria
durante decenios; era la lengua de los españoles, de la administración, de la
política; la lengua militar y del comercio con la Península, que se hizo
dominante después de la independencia.
Al producirse las
independencias -escribe Grijelmo-, la hablaban tres millones de personas, de los 13 millones que habitaban
entonces Hispanoamérica. La verdadera implantación del español fue obra de las
nuevas repúblicas, que lo eligieron en detrimento de otras lenguas autóctonas
que seguían (y siguen) vivas.
La
lengua unificó el continente; se habla español desde California hasta el Cabo
de Hornos, y Méjico, con más de 120 millones habitantes, es el país que más
contribuye a la expansión de español en el mundo. Le sigue Estados Unidos, como
lengua no oficial, donde lo hablan 40 millones de personas, como lengua nativa,
y otros 12 millones como lengua de segunda y tercera generación. Le siguen
Colombia, con 48 millones, y Argentina con 42 millones. En Brasil es lengua
obligatoria en la enseñanza y la gran semejanza con el portugués ha generado el
“portuñol”, un híbrido de ambas surgido espontáneamente en zonas de contacto
con países hispanohablantes. Según el Instituto Cervantes, en el año 2017,
hablaban español 572 millones de personas en todo el mundo, con una proyección
de 754 millones a mediados de este siglo. Pero la lengua no es sólo un
importante vehículo político y cultural, sino un poderoso factor de desarrollo
económico en el mercado internacional y una poderosa herramienta en la sociedad
de la información.
Es
preciso recordar, que, en su obra de difusión cultural, España, durante su
estancia en América como potencia colonial, fundó más de treinta universidades
a lo largo de todo el continente, y al menos seis en Méjico -dos en la ciudad
de Méjico (en 1551 y 1645), en Mérida (en 1622), en Puebla (1578), en
Guadalajara (1792) y en Celaya (1726). Y entre los resultados de esa obra hay
que señalar la delimitación territorial y la identidad del continente ante el
resto del mundo, cuya historia moderna no se comprende sin la presencia política
y económica de América. Aunque la unidad continental, conseguida por el imperio
español y anhelada también por algunos caudillos independentistas, se
fragmentase tras las luchas por la independencia, dando lugar a una
balcanización política y territorial, que, desde 1823, al amparo de la doctrina
Monroe, fue aprovechada por Estados Unidos para intervenir estratégicamente en
el subcontinente, no para cooperar en la emancipación de las jóvenes
repúblicas, ayudando a superar las diferencias sociales y raciales del pasado
colonial, proteger su patrimonio cultural y sus fuentes de riqueza, sino para
aprovecharlas, en su propio interés, contando con la anuencia de las
oligarquías de cada país, en una colaboración que llega hasta hoy. De ahí que
la nueva perspectiva de la unidad continental se obtenga desde la Casa Blanca a
través de organismos como la Organización de Estados Americanos (OEA), el Banco
Interamericano de Desarrollo (BID), la Junta Interamericana de Defensa, planes de
desarrollo y acuerdos comerciales, que
aseguran la dependencia económica, amparada en la protección política y militar
dispensada por el nuevo imperio.
Poniéndonos
un poco cursis, podemos hablar del “poder amoroso”, como otra expresión del
“poder blando”, cuya consecuencia es la mezcla racial, el mestizaje que recorre
de arriba abajo Iberoamérica. La relación sexual entre razas aparece pronto con
doña Marina, la Malinche, prisionera maya de los aztecas y amante de Hernán Cortés,
así como con otras jóvenes indígenas que se emparejaron con españoles.
Sobre
este asunto conviene recodar la Real Cédula de Carlos I, de diciembre de 1533,
dirigida a las autoridades de Tenochtitlán recabando información sobre las
Indias y sus habitantes, que, entre otras
instrucciones, solicita: Y asimismo, de
las calidades y extrañezas que en ella hay, particularmente las de cada pueblo
por sí, y qué población de gentes hay en ella de los naturales, poniendo sus
ritos y costumbres particularmente. Y asimismo qué vecinos y moradores de
españoles hay en ella, y dónde vive cada uno y cuántos de ellos son casados con
españoles y con indias, y cuántos por casar.
Hoy,
los descendientes de aquellas belicosas comunidades con que se toparon los
soldados españoles forman parte importante de la población de América, y en
algunos países son la población mayoritaria. Es más, los descendientes de
aquellos indios están o han estado en
fecha reciente al frente de varios gobiernos iberoamericanos.
También
los descendientes de aquellos aborígenes que se opusieron o aliaron con Hernán
Cortés, son pobladores de Méjico, pero no han sido visibles para la estrecha oligarquía que rige desde hace
décadas los destinos del país, porque forman parte de las clases subalternas,
de la parte más pobre, desatendida y miserable de las clases subalternas, lo
cual explica, en parte, la pacífica rebelión de los mayas en Chiapas,
encabezada por el subcomandante Marcos, y la deriva violenta de los jóvenes más
pobres, atrapados en las redes de la delincuencia por falta de oportunidades
legales para sobrevivir dignamente.
Así,
que por ahí debería empezar el señor López Obrador, no exigiendo que los
españoles pidan perdón por hechos ocurridos hace 500 años y a lo largo de
trescientos, petición que se puede aceptar como gesto diplomático con todos los
matices que se quieran añadir, sino pidiéndolo él por las iniquidades que
padecen hoy muchos de sus compatriotas.
Debería
solicitar perdón como miembro de la clase gobernante por los hechos ocurridos
en octubre de 1968, durante la presidencia de Díaz Ordaz, cuando la policía
disparó contra una concentración de estudiantes en la plaza de Tlatelolco,
provocando una cifra aún desconocida de víctimas, que diversas fuentes sitúan
entre 300 y 400 personas muertas, sin que el caso se haya esclarecido hasta la
fecha.
También
debería hacerlo por las mujeres secuestradas, torturadas, asesinadas o desaparecidas
en la fronteriza Ciudad Juárez y por los asesinatos de maestros, estudiantes, activistas
sociales y periodistas que investigan el narcotráfico y la corrupción política,
porque tiene en su tierra una violencia que es cotidiana y se ejerce sobre
ciudadanos mejicanos, sean o no descendientes de los aztecas, de los mayas o de
cualquiera de las otras etnias.
Y
ya puestos a recordar el ayer, también debería pedir disculpas al Gobierno español
y al Rey de España, por no haber sabido conservar el legado recibido en 1821, ya
que, en 1836, Méjico perdió Tejas, en los célebres episodios de El Álamo y San
Jacinto, y en 1848, en virtud del Tratado de Guadalupe-Hidalgo, perdió más de
la mitad de su territorio en favor de Estados Unidos, lo que dio paso a los
estados norteamericanos de California, Nevada, Nuevo Méjico, Utah, Tejas, y
parte de los de Arizona, Colorado, Oklahoma, Kansas y Wyoming.
Una
gran pérdida para el país, atribuible a la clase política de entonces, que no parece
alcanzar a la clase política de hoy cuando intenta obtener réditos políticos removiendo
el pasado.
Madrid,
abril, 2019.
J. S
Nye: La paradoja del poder norteamericano,
Madrid, Taurus, 2003, p. 30.