Los Beatles se habían disuelto y John Lennon había sido asesinado un par de meses antes, pero el título de su primera película sirve perfectamente para ilustrar lo ocurrido la noche del 23 de febrero de 1981.
Recuerdo aquella noche agitada, pasada
en gran parte en vela, escuchando la radio y viendo la televisión a la vez. Y recuerdo,
además de la del Rey, varias intervenciones de personas que eran importantes
entonces, pero, sobre todo, la de un pragmático Jordi Pujol, que, tras hablar
con el Rey -Jordi, tranquilo-, dio por zanjado el episodio y reclamó la
vuelta a la normalidad cuanto antes, así que nada de huelga general, como habían
pedido los sindicatos para responder a los golpistas (“demá es día de feina”),
todo el mundo a trabajar. Y así fue.
Rendidos los golpistas por la mañana,
tras pasar parte de la noche en el bar del Congreso (7.500 euros de
consumiciones a cargo del erario), el golpe fracasó no tanto porque fuera una abstracta
“democracia” la que lo detuvo, aunque los ciudadanos mostraron masivamente su repudio
en la manifestación del día 27 en Madrid, sino porque la “operación” fue una
chapuza y, sobre todo, porque hubo fuerzas actuantes, personas y grupos, con poder
e información que lo hicieron posible, tanto poderes institucionales coordinados
-el improvisado gabinete de crisis dirigido por Francisco Laina, la Junta de
jefes de Estado Mayor, el CESID (ahora CNI) y la Casa Real-, como la influencia
que pudieron ejercer el padre del Rey, la patronal bancaria, las asociaciones empresariales,
la Conferencia Episcopal, el Vaticano, los gobiernos europeos o quizá Bruselas,
Washington y la OTAN. Aquella noche hubo mucho intercambio de mensajes, que no
conocemos porque el asunto es todavía materia reservada.
Quien disponía de mayores potestades
para detener el golpe, como Jefe del Estado y del Ejército, era el Rey, y
parece que así lo hizo. Es una versión de los hechos más verosímil que la contraria,
que afirma la participación del Rey en la conjura y su posterior retractación. Pero
eso lleva a pensar en el improbable beneficio del Rey al participar en un golpe
que pretendía restaurar un régimen político que él mismo había contribuido a
desmontar. Con el agravante de que, en el “tejerazo”, hubiera sido un miembro
activo en la instauración de un gobierno militar posiblemente breve, mientras no
lo había sido de la dictadura franquista. Sin duda, el recuerdo del golpe de Primo
de Rivera en el deterioro de la monarquía alfonsina no fue ajeno a la decisión.
Y si no fue así, ¿quién paró el golpe?
No fue la izquierda; ni la moderada y
dividida izquierda del consenso (PSOE y PCE), ni tampoco la izquierda radical,
aún más dividida. Tampoco fue la derecha política, dividida, tanto en su
versión ultra, como en la parlamentaria, con AP empeñada en acabar con UCD para
alcanzar la mayoría natural postulada por Fraga. Ni tampoco fueron los partidos
nacionalistas vascos y catalanes, recién estrenados sus estatutos y gobiernos
autonómicos, cuya abolición era uno de los objetivos de los golpistas. Y mucho menos
ETA, que estuvo provocando a los militares con atentados para que dieran un
golpe que demostrara la verdad de su aserto de que nada había cambiado tras la
muerte de Franco. Además, el golpe facilitaba su intención de poner fin a un conflicto
bélico -“estamos en guerra con España”- mediante una negociación directa entre las
fuerzas armadas vascas (los etarras) y las españolas. Tal era su delirio.
El desenlace del 23-F revela la correlación
de fuerzas surgida de la Transición, la impotencia de la izquierda para parar socialmente
el golpe y la impotencia de la ultraderecha para ejecutarlo técnicamente. Y aunque,
en poco tiempo hubiera podido hacer mucho daño a la izquierda, a los partidos nacionalistas,
a los sindicatos y a los derechos civiles en general, de haber triunfado, el
golpe hubiera sido breve, porque su miope objetivo era sólo político, o más
bien policial -restaurar la ley y el orden (otra ley y otro orden, claro)-, dar
un golpe de timón, dijeron, para corregir el rumbo, pero no tenía en cuenta los
intereses económicos en juego, en particular los de los grandes capitales, cuya
meta, expresada ya en 1962, estaba en
integrarse en el Mercado Común, lo cual tenía como requisito indispensable
dotarse de un gobierno homologable con los que componían el selecto club mercantil
europeo. Un gobierno militar hubiera pospuesto largo tiempo esa aspiración.
Hay quien afirma que con el 23-F acabó
la Transición. Creo más bien que fue una precondición del final, que llegó en
1982, con la victoria electoral del PSOE, lo que supuso la verdadera prueba de
la consolidación del nuevo régimen al permitir, sin traumas, el acceso al Gobierno
de un partido con un ideario proscrito durante cuarenta años, que enlazaba con la
etapa anterior a la guerra civil y había permanecido en la clandestinidad hasta
la muerte de Franco.
Con la perspectiva del tiempo
transcurrido, se percibe que UCD fue un partido provisional que sirvió de base
a un gobierno provisional, que fue el de Suárez. Cumplida esta función, agotado,
se deshizo, como sucedió con otros partidos, que fueron heridos o devorados por
los intensos años del ocaso de la dictadura y el posfranquismo. En realidad,
además de los nacionalistas, el partido más beneficiado por el decurso de la
Transición fue el PSOE, por eso venció en las elecciones y pudo gobernar
durante casi tres lustros.
24/2/20141