martes, 29 de septiembre de 2020

“Tiquis miquis”

Por razones que no son fáciles de determinar, junto con la epidemia del virus, se ha extendido la pulsión identitaria.

La dolencia, bastante general, es particularmente perceptible entre los miembros de la clase política, gobiernen o estén en la oposición, que han adoptado la mala costumbre de definirse ante cada declaración, gesto o decisión de un adversario que les moleste, que son todas o casi todas. Con lo cual, aparecen ante la ciudadanía como políticos de piel muy fina, aunque algunos de verbo grueso, o como una gavilla de “tiquis miquis”, que, por un quítame allá esas pajas, sacan a relucir la palabra que creen que mejor define su programa político o su identidad. Dichosa identidad.

Piensan muchos, que, en estos tiempos de confusión, hay que distinguirse de los demás; definirse continuamente para no ser confundidos con los otros. Por encima de lo que digan, lo que proponen y hacen es separarse, distanciarse, cuando lo que hace falta ahora, respetando todas las identidades, claro está, eso lo primero, es lo contrario: acercarse, hablar, acordar, para tratar de resolver lo que tenemos encima, que es muy gordo, aunque muchos de ellos no lo ven.

Imaginemos, por un momento, que lo que sucede entre la clase política, ocurriera en la calle, entre la gente, en las actividades de cada día. Por ejemplo, al ir a comprar.

Buenos días. Soy español, muy español, mucho español. Quiero un kilo de filetes de lomo.

Buenas tardes. Soy de Madrid, España dentro de España; deme un kilo de melocotones.

Buenos días. España es un gran país (505.990 km2). Deme una pechuga de pollo.

Buenas tardes. Viva el Rey. Deme cien gramos de choped en lonchas finas.

Ante todo, soy republicano, pero póngame un kilo de boquerones.

Hola. Soy antimonárquico; así que deme una docena de huevos.

Soy independentista, póngame tres butifarras.

Buenas tardes. Deme una caja de aspirinas, pero soy antivacunas.

Quiero una barra de pan, y que conste que Elvis vive.

Y así sucesivamente.

Señoras y señores ¡Qué cansancio!

sábado, 26 de septiembre de 2020

El chorrito

Muchos años después de que unos bueyes araran por sí mismos el labrantío de Juan de Vargas, mientras Isidro -dicen que de Merlo- rezaba, o que una cabeza de carnero sirviera para descubrir al asesino de un sacerdote al transmutarse en la cabeza de su víctima, la Villa y Corte sigue siendo tierra de portentos y personas milagreras.

Corte de los milagros llamó Valle Inclán a la etapa isabelina, y de los milagros siguen siendo la Corte y la administración de la Villa y de la Comunidad, mal gestionadas por personas de fe, de mucha fe, de insensata e inaudita fe en los milagros.

Con tales gestores públicos, pero acérrimos partidarios de lo privado, volvemos con frecuencia a un Madrid de Berlanga o, quizá más atrás, de Valle Inclán, dado el grotesco mandato de doña Ayuso y sus mariachis, que, desde un valleinclanesco Ministerio de la Desgobernación, se esfuerzan cada día en resucitar el esperpento. Ahora con un chorrito, pero ni siquiera la idea es suya.   

En “Bienvenido míster Marshall”, don Emiliano, el médico de Villar del Río, para agasajar a los americanos y estimular sus presuntas dádivas, propone construir en el pueblo una fuente luminosa con un chorrito, y recalca la importancia del chorrito. Finalmente se opta por algo más folclórico para incitar a los yanquis -“americanos, os recibimos con alegría”- a que satisfagan los sueños de los vecinos, como si fueran los Reyes Magos o, mejor, Santa Claus.

Dos altos cargos, no de Villar del Río sino el vicepresidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio Aguado, y el consejero de Transportes, Ángel Garrido, han anunciado la instalación de dispensadores de hidrogel para desinfectar las manos en el metro madrileño.

El acto tuvo lugar el pasado día 22, en la estación de Avenida de América, y con la solemnidad que el momento requería, en vez de cortar la cinta de rigor, se apretó el resorte y salió el chorrito. Bieeeeen. Una fotografía dejó constancia del evento para los siglos venideros.

De momento, los dispensadores sólo estarán en 50 de las más de 300 estaciones; en las próximas semanas se instalarán en el resto. Ya veremos.

La afición de los políticos a inaugurar lo que sea, si les reporta un titular de prensa, fue satirizada en la película “Qué noche la del aquel día” por uno de aquellos cuatro mozalbetes de Liverpool, que le cortaba la corbata a un preboste mientras le decía “queda inaugurado este puente”.

La solemne inauguración del “chorrito” es un gesto más en una ampulosa política de exhibición de gestos, fotos -con lágrimas o sin ellas, con mantón o sin mantón, con avión o sin avión- y titulares de prensa para encubrir una gestión pública nefasta, pero muy provechosa para el sector privado, cuyos intereses merecen la atención prioritaria de la Presidenta, que en esto sigue los pasos de su antecesora, la condesa de Bornos, pero con el deje de una choni de clase media.

Con centros de salud cerrados o carentes del personal necesario para atender a la gente en sus barrios, se construye a trompicones, es decir con un presupuesto elaborado a ojo de buen cubero y obras adjudicadas a toda prisa, un hospital para pandemias, del que tendremos, en su día y si la suerte lo permite, noticia de su coste real, el inicial es de 50 millones de euros.

En una curva de afectados por el virus, que asciende casi en vertical, Madrid va en cabeza en contagios, ocupación de camas en UCI y en fallecidos, con una tasa que triplica la media nacional, pero Ayuso va parcheando el confinamiento por barrios, parece que siguiendo criterios de renta más que sanitarios, mientras las terrazas, restaurantes y tiendas del centro siguen abiertas, la gente se desplaza en Metro, donde la escasez de trenes fuerza el contacto entre viajeros, y faltan médicos y personal sanitario, maestros, profesores, rastreadores, telefonistas, ambulancias, tests, bomberos, conductores de metro y de autobús. Pero ha inaugurado el chorrito.

Quizá sea un gesto para concurrir con ventaja a los actos del “Año de Berlanga”, promovido por la Comunidad Valenciana para celebrar, en 2021, el centenario del nacimiento del director valenciano.


martes, 22 de septiembre de 2020

¿Felicidad, infelicidad?

 Escribe, hoy, Luis Roca Jusmet: 

"¿Es la felicidad un concepto que debe entrar en la política? ¿ Debe servir la política para favorecer la felicidad de los ciudadanos ? Si es así: ¿ Debe entenderse felicidad como algo público que conseguimos al participar en la vida pública, constituir una comunidad política y formar parte de la voluntad general ? ¿ O debe servir la política para facilitar que cada cual busque su camino privado para la felicidad? La primera opción es la de Rousseau : algunos la llaman republicana, otros comunitarista. La segunda es la de Mill y suele llamarse liberal. Estoy de acuerdo con esta última y no me sonroja llamarme liberal. Pero la diferencia entre el liberalismo de derechas y de izquierdas es que el primero considera que es el mercado, protegido por el Estado, el que debe garantizar el juego. El liberalismo de izquierdas considera que, aún aceptando el mercado, es el Estado el que debe garantizar al máximo este camino, garantizando la igualdad de derechos y facilitando la igualdad de oportunidades. Esta es mi opción política".

Le respondo:

Desconfío de la felicidad como objetivo político, aunque ha habido constituciones donde figuraba como propósito general. En primer lugar porque no existe un estado o situación de beatitud alcanzable de modo prolongado, y menos aún permanente -en el futuro no lo sé si será posible-; a lo más que hemos llegado es a reducir las cuotas de infelicidad y a crear situaciones donde alcanzar una felicidad momentánea. Y en segundo, porque la felicidad es subjetiva, y lo que puede ser felicidad para unos pueden ser un tormento para otros. Políticamente, para mí el rasero está mucho más abajo: en lograr de modo general unas condiciones de vida dignas de la especie humana, y a partir de ahí, que cada cual busque o encuentre sus momentos de felicidad, sin provocar la desgracia o la infelicidad de los demás.

martes, 15 de septiembre de 2020

1968. Una dictadura “de verdad”

 La gran diferencia con las protestas antiautoritarias de otros “sesentaiochos” es que en España, en 1968, había una dictadura de verdad; no una dictadura simbólica o retórica, utilizada como una metáfora o fruto del exceso de un lenguaje cargado de ideología, sino una dictadura real, ostentosamente tangible; omnipresente, perceptible por su olor -a cuartel y a sacristía-, color -gris, caqui y púrpura- y amargo sabor.

Había una dictadura dirigida por un general, como resultado de la victoria en una guerra civil, que es la expresión más aguda de la lucha de clases[1].

Dictadura erigida sobre la derrota de la parte del Ejército que permaneció leal al régimen legal de la II República y de un improvisado contingente de milicias populares, que, mal dirigidas, hicieron fracasar el cuartelazo y frenaron durante tres años el avance del ejército faccioso, formado en buena parte por oficiales adiestrados en la guerra colonial de Marruecos, apoyado por tropas italianas y por el ejército más potente de Europa, que era el del III Reich, mientras la II República era abandonada por los gobiernos de las democracias occidentales.

La dictadura franquista nada tenía que ver con la ausencia de libertad cómoda, suave, razonable y democrática, señal del progreso técnico, en la civilización industrial avanzada, de la que hablaba Marcuse en El hombre unidimensional, contra la que protestaban los jóvenes norteamericanos, porque España no era una nación industrial y técnicamente avanzada, ni nada en la dictadura era cómodo, suave, razonable y mucho menos democrático.

Los extraordinarios poderes de Franco excedían los del gobierno de Estados Unidos o del general De Gaulle, increpado por los estudiantes franceses, y las Cortes no tenían parangón con el sistema parlamentario de la República Federal Alemana, pese a los residuos nazis presentes en las instituciones, que denunciaban los grupos de la oposición extraparlamentaria. La clerical dictadura de Franco también quedaba lejos de la Italia con resabios fascistas, gobernada por la democracia cristiana, que mostraba el persistente poder de la burguesía católica, contra el que protestaban los jóvenes radicales italianos. España era different.



[1] Roca, J. M. “Franco y la lucha de clases”, El viejo topo nº 388, mayo, 2020.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Héctor, Aquiles, Guevara y un servidor

Con retraso, deseo agradecer a quienes en público y en privado me han felicitado por estar vivo, pues no otra cosa es cumplir años. Gracias, colegas. Ahí van unas cavilaciones sobre la edad sin ánimo lucro ni de causar molestia.

Cuando era más joven -“…, so much younger than today”, como cantaban los Beatles, en “Help”-, estaba convencido de que la vida, encarrilada por la rutina, carecía de sentido después de cumplir cuarenta años.
Como casi toda mi generación, estaba equivocado; pues, es al filo de esos años cuando realmente empieza la vida adulta. Justo en los años de “la crisis de los 40” es cuando se produce un replanteamiento general de la trayectoria vital, que suele suponer una especie de renacimiento a la vida desde otra perspectiva, más modesta, que no es la ofrecida por la sensación de inmortalidad proporcionada por el vigor de la juventud, sino por admitir dolorosamente que la vida es corta, demasiado corta, y que, en el mejor de los casos, se ha consumido ya, y sin sentir, la mitad del tiempo concedido para estar en este mundo. Lo cual obliga a reformular, consciente o inconscientemente, “el programa” para adaptarlo al tiempo restante.
Un pequeño problema de “ajuste técnico” para cambiar de categoría y pasar del absoluto, la vida percibida sin límite temporal, noción propia de la juventud, a lo relativo, al tiempo tasado y cada vez más breve de la madurez y la senectud.
Con algunas diferencias, pertenezco, como miles de jóvenes, a una generación pionera, que no conoció ni la guerra civil, en España, ni la II Guerra Mundial; la generación que, frisando los veinte años, apareció tumultuosamente en varios escenarios mundiales, en los años sesenta, impulsada por varios factores.
El primero fue la cantidad: la masa de jóvenes de aproximadamente la misma edad que aparecieron a la vez; cantidad proporcionada por las altas tasas de natalidad de la posguerra, conocida luego como generación del “baby boom”.
El segundo fue que se trataba de una generación que había recibido enseñanza de segundo grado, y, en no pocos casos, educación superior, y que, en general, estaba informada sobre lo que ocurría en el mundo, lo que explica su posición reactiva frente a él como producto de la generación anterior, aunando la rebelión contra “el padre” y contra el mundo construido por los adultos.
Esa generación apareció criticando agriamente el legado recibido, en muchos casos la sociedad opulenta, proclamando airadamente sus necesidades, sus aspiraciones y sus gustos, y queriendo cambiar el mundo de arriba a abajo, con prisa y sin pausa. 
Lo queremos todo y lo queremos ya. Esa fue, más o menos, la intención de aquellos justicieros mozalbetes, recién llegados al viejo mundo con la pretensión de reemplazarlo por uno nuevo y distinto; un mundo mejor, en eso eran -éramos- generosos. Y las facciones más radicales lo intentaron; el viejo mundo se resistió, pero no pudo evitar las consecuencias de aquel empeño y quedó, en parte, deslegitimado por la crítica recibida y, en parte, impregnado por las ideas y los modos de sus jóvenes detractores.
El tercer factor es el culto de los jóvenes a la propia juventud, resumido en el dicho que corría por los campus universitarios de Estados Unidos en los años rebeldes -“no te fíes de quien tenga más de 30 años”- y adoptado como una divisa internacional por los jóvenes de otras latitudes.
Cualquier persona mayor de 30 años era sospechosa de ser conservadora, como si tuviera que aceptar el inexorable destino que, en Guerra y paz, el viejo Bolkonsky señala a su hijo Andrei: Para un hombre de treinta años la vida es triste, sin sentido y sin esperanza. Y, al contrario, por solidaridad generacional cualquier persona menor de esa edad era un afín; la brecha entre generaciones fue decisiva en la percepción de la realidad.
El mito de Aquiles, que eligió tener una vida corta y gloriosa antes que otra larga y anodina, se renovaba en la frase vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver, atribuida a James Dean, el desilusionado héroe de Rebelde sin causa. En realidad, la frase la pronuncia John Derek en la película Llamad a cualquier puerta, también de Nicholas Ray. En todo caso, resume bien la idea de que es preferible una vida breve, disfrutada con vigor y plenitud, a una existencia rutinaria y a una larga decadencia; antes la muerte que la vejez.
“Espero morir antes de llegar a viejo”, dice una estrofa de My generation, la canción de The Who. “Quiero vivir deprisa, amar intensamente, morir joven y dejar un bonito recuerdo”, cantaba el country singer Faron Young.
Antiguos héroes mitológicos como Héctor, Aquiles o Sigfrido, de existencia efímera, se reencarnaban en guerreros modernos como Lumumba, Malcolm X o Ché Guevara, que hallaron pronto la muerte. Incluso el hombre, entonces, más poderoso del mundo, John F. Kennedy, tuvo una muerte inesperada en alguien de su condición.
Pero dejando el mundo de la política, en el ámbito de la cultura había sobrados ejemplos de personas que seguían una vida que parecía destinada a acabar pronto, como lo atestigua la extensa nómina de difuntos prematuros.
James Dean, Marilyn Monroe, Buddy Holly, Ritchie Valens, Eddie Cochran, Janis Joplin, Mama Cass, Patsy Cline, Lee Morgan, Brian Jones, Jimmy Hendrix, Jim Morrison, Phil Ochs, Gram Parsons, Sam Cook, Marvin Gaye, Otis Redding, Denis Wilson, Lenny Bruce, muchos de ellos muertos en accidentes de coche o de avión, otros víctimas de la adicción al alcohol o las drogas, o asesinados (Sal Mineo, Sam Cook, Marvin Gaye, John Lennon, Peter Tosh) entre otros, forman parte de una cohorte de ídolos populares que cayeron víctimas de un autodestructivo estilo de vida, que, años más tarde, seguirían Sid Vicious, Kurt Cobain o Amy Winehouse. Nacidos para la muerte, diría Heidegger.
La generación pionera, una generación política o muy politizada, cedió el testigo a las siguientes generaciones, que ya no lo fueron, o no lo fueron tanto, pero “los jóvenes” -"The young ones" como cantaba Cliff Richard- quedaron como una nueva categoría sociológica; como un sujeto colectivo que no envejecía, desplazaba sin piedad a las personas maduras y a los viejos y marcaba con sus gustos la vida cotidiana en la sociedad moderna, o mejor, postmoderna.
Había surgido un nuevo sujeto social con intención de convertirse en modelo y, apoyado por la publicidad y la propaganda, no dejaba más salida que aceptarlo, so pena de ser motejado de estar “out”, pasado de moda o ser viejuno: había que ser joven o parecerlo, he ahí el reto y el patrón de vida para quienes quisieran pertenecer a la sociedad de su tiempo.
La edad había pasado a ser más importante que la ideología; lo cual explica el fenómeno de grupos radicales sin ideología o con una ideología muy confusa, instalados en una permanente adolescencia, frente al ignorado viejo mundo, cada día recién descubierto.
Claro, que todo eso lo descubrí después, y ayer me cayeron encima 75 años. O sea, que el descubrimiento tiene poco mérito.