Cuando
era más joven -“…, so much younger than today”, como cantaban los Beatles, en
“Help”-, estaba convencido de que la vida, encarrilada por la rutina, carecía
de sentido después de cumplir cuarenta años.
Como
casi toda mi generación, estaba equivocado; pues, es al filo de esos años cuando
realmente empieza la vida adulta. Justo en los años de “la crisis de los 40” es
cuando se produce un replanteamiento general de la trayectoria vital, que suele
suponer una especie de renacimiento a la vida desde otra perspectiva, más
modesta, que no es la ofrecida por la sensación de inmortalidad proporcionada
por el vigor de la juventud, sino por admitir dolorosamente que la vida es
corta, demasiado corta, y que, en el mejor de los casos, se ha consumido ya, y
sin sentir, la mitad del tiempo concedido para estar en este mundo. Lo cual
obliga a reformular, consciente o inconscientemente, “el programa” para
adaptarlo al tiempo restante.
Un
pequeño problema de “ajuste técnico” para cambiar de categoría y pasar del
absoluto, la vida percibida sin límite temporal, noción propia de la juventud,
a lo relativo, al tiempo tasado y cada vez más breve de la madurez y la
senectud.
Con
algunas diferencias, pertenezco, como miles de jóvenes, a una generación
pionera, que no conoció ni la guerra civil, en España, ni la II Guerra Mundial;
la generación que, frisando los veinte años, apareció tumultuosamente en varios
escenarios mundiales, en los años sesenta, impulsada por varios factores.
El
primero fue la cantidad: la masa de jóvenes de aproximadamente la misma edad
que aparecieron a la vez; cantidad proporcionada por las altas tasas de
natalidad de la posguerra, conocida luego como generación del “baby boom”.
El
segundo fue que se trataba de una generación que había recibido enseñanza de
segundo grado, y, en no pocos casos, educación superior, y que, en general,
estaba informada sobre lo que ocurría en el mundo, lo que explica su posición
reactiva frente a él como producto de la generación anterior, aunando la
rebelión contra “el padre” y contra el mundo construido por los adultos.
Esa
generación apareció criticando agriamente el legado recibido, en muchos casos
la sociedad opulenta, proclamando airadamente sus necesidades, sus aspiraciones
y sus gustos, y queriendo cambiar el mundo de arriba a abajo, con prisa y sin pausa.
Lo queremos todo y lo queremos ya. Esa fue, más o menos, la intención de
aquellos justicieros mozalbetes, recién llegados al viejo mundo con la
pretensión de reemplazarlo por uno nuevo y distinto; un mundo mejor, en eso
eran -éramos- generosos. Y las facciones más radicales lo intentaron; el viejo
mundo se resistió, pero no pudo evitar las consecuencias de aquel empeño y
quedó, en parte, deslegitimado por la crítica recibida y, en parte, impregnado
por las ideas y los modos de sus jóvenes detractores.
El
tercer factor es el culto de los jóvenes a la propia juventud, resumido en el
dicho que corría por los campus universitarios de Estados Unidos en los años
rebeldes -“no te fíes de quien tenga más de 30 años”- y adoptado como una
divisa internacional por los jóvenes de otras latitudes.
Cualquier
persona mayor de 30 años era sospechosa de ser conservadora, como si tuviera
que aceptar el inexorable destino que, en Guerra
y paz, el viejo Bolkonsky señala a su hijo Andrei: Para un hombre de treinta años la vida es triste, sin sentido y sin
esperanza. Y, al contrario, por solidaridad generacional cualquier persona
menor de esa edad era un afín; la brecha entre generaciones fue decisiva en la
percepción de la realidad.
El
mito de Aquiles, que eligió tener una vida corta y gloriosa antes que otra
larga y anodina, se renovaba en la frase vive
deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver, atribuida a James Dean, el
desilusionado héroe de Rebelde sin causa.
En realidad, la frase la pronuncia John Derek en la película Llamad a cualquier puerta, también de
Nicholas Ray. En todo caso, resume bien la idea de que es preferible una vida
breve, disfrutada con vigor y plenitud, a una existencia rutinaria y a una
larga decadencia; antes la muerte que la vejez.
“Espero
morir antes de llegar a viejo”, dice una estrofa de My generation, la canción de The Who. “Quiero vivir deprisa, amar
intensamente, morir joven y dejar un bonito recuerdo”, cantaba el country singer Faron Young.
Antiguos
héroes mitológicos como Héctor, Aquiles o Sigfrido, de existencia efímera, se
reencarnaban en guerreros modernos como Lumumba, Malcolm X o Ché Guevara, que
hallaron pronto la muerte. Incluso el hombre, entonces, más poderoso del mundo,
John F. Kennedy, tuvo una muerte inesperada en alguien de su condición.
Pero
dejando el mundo de la política, en el ámbito de la cultura había sobrados ejemplos
de personas que seguían una vida que parecía destinada a acabar pronto, como lo
atestigua la extensa nómina de difuntos prematuros.
James
Dean, Marilyn Monroe, Buddy Holly, Ritchie Valens, Eddie Cochran, Janis Joplin,
Mama Cass, Patsy Cline, Lee Morgan, Brian Jones, Jimmy Hendrix, Jim Morrison,
Phil Ochs, Gram Parsons, Sam Cook, Marvin Gaye, Otis Redding, Denis Wilson,
Lenny Bruce, muchos de ellos muertos en accidentes de coche o de avión, otros
víctimas de la adicción al alcohol o las drogas, o asesinados (Sal Mineo, Sam
Cook, Marvin Gaye, John Lennon, Peter Tosh) entre otros, forman parte de una
cohorte de ídolos populares que cayeron víctimas de un autodestructivo estilo
de vida, que, años más tarde, seguirían Sid Vicious, Kurt Cobain o Amy
Winehouse. Nacidos para la muerte, diría Heidegger.
La
generación pionera, una generación política o muy politizada, cedió el testigo
a las siguientes generaciones, que ya no lo fueron, o no lo fueron tanto, pero
“los jóvenes” -"The young ones" como cantaba Cliff Richard- quedaron como una nueva categoría sociológica; como un sujeto
colectivo que no envejecía, desplazaba sin piedad a las personas maduras y a
los viejos y marcaba con sus gustos la vida cotidiana en la sociedad moderna, o
mejor, postmoderna.
Había
surgido un nuevo sujeto social con intención de convertirse en modelo y,
apoyado por la publicidad y la propaganda, no dejaba más salida que aceptarlo,
so pena de ser motejado de estar “out”, pasado de moda o ser viejuno: había que
ser joven o parecerlo, he ahí el reto y el patrón de vida para quienes
quisieran pertenecer a la sociedad de su tiempo.
La
edad había pasado a ser más importante que la ideología; lo cual explica el fenómeno
de grupos radicales sin ideología o con una ideología muy confusa, instalados
en una permanente adolescencia, frente al ignorado viejo mundo, cada día recién
descubierto.
Claro,
que todo eso lo descubrí después, y ayer me cayeron encima 75 años. O sea, que el descubrimiento tiene poco mérito.