lunes, 27 de julio de 2020

Mi pequeña Ítaca



Confieso que he huido. Hice mutis por el foro, en una salida discreta, como los actores secundarios, dejando a parientes, amigos y colegas de la red con la palabra en la boca. 
Soy un descastado; lo sé, pero huí, en cuanto pude, del calor mesetario, de la insulsa y cansina bulla política y de los meses de asedio contra el infame y microscópico invasor, y me dirigí hacia el mar. ¿A dónde, si no?
La llamada del agua me ha conducido hasta mi particular Ítaca, acompañado de Penélope y de mis Telémacas, buscando solaz y reposo. Sólo me falta el fiel Argos, al que renuncio gustoso para no tener que sacarlo a pasear, mañana y tarde, con la bolsa de plástico en la mano, para que no ensucie con sus deposiciones las islas del Egeo o incluso el Peloponeso. No sé si los perros mitológicos ensuciaban tanto como los reales, pues tal circunstancia no figura en el relato de Ulises, pero los últimos son un incordio.
No hallé en el camino amenazas de cíclopes ni cantos de sirenas, ni Calipsos ni Circes, que me entretuvieran en sus islas con sus encantos y sus intrigas. Vine derecho a Ítaca, buscando tranquilidad, un poco de sol, brisa del mar, el reencuentro con amigos, largos paseos y ratos de lecturas y escrituras, de las que daré debida cuenta, cuando haya logrado transformar el caos mental en un cosmos escrito medianamente coherente.
Por lo demás, ratos de playa -On the beach- y paseos por la orilla –Stranger on the shore-, por decirlo con un par de canciones de los años sesenta, leer el periódico bajo la sombrilla, mirar las olas y seguir con la vista a las sirenas, que haberlas, haylas, y a las numerosas Circes que entran y salen de un mar tranquilo mostrando las nalgas. Esos bañadores deben de ser incomodísimos, aunque quizá la finalidad no sea proporcionar comodidad a quienes los llevan, sino encandilar las miradas de los Ulises barrigones, liberados temporalmente de sus deberes laborales.
¡Ah, el mar…!

La foto es de una de mis Telémacas, siempre atenta a la "noticia", muestra al rey de Ítaca, soñando quizá con lejanas batallas de su particular guerra de Troya, pero con el cetro en la mano.
No somos nadie, como el astuto Ulises le decía a Polifemo, que era un cíclope bastante simple.




martes, 7 de julio de 2020

Gerónimo. Vida y leyenda


O Gerónimo y sus circunstancias cinematográficas, que diría Ortega.
¡Gerónimo! Es la palabra clave con que el jefe de un comando de los SEALS, desplazado a Abottabad (Pakistán) en una misión secreta, comunica a sus superiores que se ha alcanzado con éxito el objetivo de la operación. Es la secuencia culminante de la película “La noche más oscura” de Kathryn Bigelow (2012).
Gerónimo, un guerrero apache tan temido como odiado y respetado por algunos de sus enemigos, que los tuvo, y muy encarnizados, aparece, ya viejo, en esta fotografía de 1905.
La fotografía del otro día -en “Cuatro de julio”- era de uno de los Gerónimos de ficción, en concreto de Wess Studi (en realidad, indio cheroqui, no apache), como Gerónimo, y de Jason Patric, como el teniente Gatewood, en la película “Gerónimo. Una leyenda americana” (Walter Hill, 1993).
A Studi le recordarán como un cruel pawnee, en “Bailando con lobos” (Kevin Kostner, 1990) y como el malvado Magua en “El último mohicano” (Michael Mann, 1992).
A Jason Patric le hemos visto en “El Álamo. La leyenda” (J. Lee Hankcok, 2004). Una revisión del mito tejano y ligera corrección de “atrezzo” de la superproducción “El Álamo” (John Wayne, 1960), pero con menos “glamour” y sin la banda sonora de Dimitri Tiomkin. Patric interpretaba el papel de James Bowie, que en la versión de Wayne ocupaba a Richard Widmark, a Alan Ladd, en “La novia de acero” y a Sterling Hayden en “La última orden” (Frank Lloyd, 1955). Bowie y su típico cuchillo, forjado, dice la leyenda, con material de un aerolito, es un personaje muy apropiado para relatos de aventuras.
Las hazañas de Gerónimo y de su grupo ya habían sido llevadas al cine varias veces. Desde “Gerónimo’s last raid” (Gilber Hamilton, 1912), pasando por “Venganza india” (Paul Sloan, 1939) y otras varias, hasta el “Gerónimo” de ojos azules de Arnold Laven (1962), encarnado por Chuck Connors, que era Buck, el mayor y más peligroso de los hermanos Hanassey en “Horizontes de grandeza” (William Wyler, 1958).
Gerónimo es el indio que no se rinde, el pertinaz guerrero que rechaza los acuerdos que acepta Cochise, presentado, en general, como un jefe más razonable.
Jay Silverheels (indio mohawk canadiense) era el Gerónimo irreductible frente al justo Cochise, interpretado por Jeff Chandler, en “Flecha rota” (Delmer Daves, 1950). Cochise pacta una tregua con el capitán Tom Jeffors y se muestra comprensivo con el idilio surgido entre la apache Sunsirre (Debra Paget) y el capitán (James Stewart). Curiosamente, el único hombre blanco amigo de Gerónimo fue Tom Jeffors.
En “Raza de violencia” (1954), un joven Rock Hudson asumía el papel de Taza hijo de Cochise. Y Rod Redwing encarnaba al hijo de Gerónimo en “Son of Gerónimo” (Gordon Bennett, 1952), mientras que el papel de Gerónimo lo asumía el jefe Youlachie.
En “Tierra de orgullo” (Jesse Hibbs, 1956), hallamos otra vez a Gerónimo encarnado por Silverheels, pero esta vez en la reserva de San Carlos (cerca de Tucson, Arizona), pero cediendo el protagonismo a Audie Murphy, que encarna a John Clum, el director de la reserva que protege a los apaches del trato humillante que les dan los militares.
En la película, la interesantísima Ann Bancroft (mistres Robinson, en “El graduado”) hace el papel de Tianay, india apache enamorada del insulso Audie (el amor es ciego, aunque sea apache).    
En 1883, perseguido por su viejo adversario George Crook y localizado en Méjico por el teniente Gatewood, Gerónimo se rindió con condiciones, pero el mando relevó a Crook y rompió el acuerdo, lo que provocó su huida de la reserva con un pequeño grupo de incondicionales.
El Gobierno encargó al general Nelson Miles la captura o la ejecución de Gerónimo, que, con un grupo de 25 guerreros, resistió durante varios meses a un ejército de 6.000 hombres.
En septiembre de 1886, se rindió a Miles, a quien los apaches despreciaban. El general fue tan cicatero que arregló las cosas para que el teniente Gatewood no recibiera reconocimiento alguno por haber localizado al jefe apache.
Las tierras de los chiricahuas fueron vendidas y Gerónimo fue deportado a Florida, a Alabama y después a Oklahoma, donde accedió a contar a S. M. Barret la historia de su vida.
Falleció en Fort Sill (Oklahoma) el 17 de febrero de 1909, de una pulmonía.
Su biografía está dedicada al presidente Teodoro Roosevelt, el hombre, que, por encima del mando militar que lo impedía, le autorizó a que contara su vida.



domingo, 5 de julio de 2020

Cuatro de julio, 2020

Cuatro de julio, ¿ya? Pues, ha llegado por sorpresa; bueno, por sorpresa no; mi hija, la “americana”, me avisó: Papá, el “finde” hay que comprar hamburguesas, que es Cuatro de Julio. 
Y gastronómicamente hemos cumplido, pero no literariamente; “imperdoneibol”. Sorry.
Me coge la fecha bastante cabreado con lo que ocurre en las Américas. En las de arriba, en las del centro y en las de abajo. Podría decir ¡me duele América!, pero sería bastante demagógico en boca de un hispánico “mindundi”, porque la ampulosa frase -referida a España es de José Antonio- parece propia de un gobernante populista. Pero hablemos de Estados Unidos, que es lo propio del día.
Me tiene frito, contrito, cabreado y a la vez me deja helado, el atrabiliario presidente del país; un hombre ignorante y voluble, que parece un niño malcriado y caprichoso, incapaz de mantener la coherencia sobre algo durante al menos un par de días, y me enfurece la respuesta que está dando a la pandemia de coronavirus, al alentar con sus sandeces a insensatos ciudadanos que niegan la existencia del virus o reducen su capacidad mortífera, contribuyendo con su actitud a expandir la infección. Curiosa muestra de patriotismo y curiosa manera de hacer que Estados Unidos vuelva a “ser grande” con menos gente.
El mismo estupor me provoca que el primer mandatario del país se coloque del lado de los supremacistas blancos, en el recrudecido problema racial surgido a raíz del homicidio de George Floyd, otra persona negra muerta por un agente de policía. ¿Y van cuántas...?
Cuando han transcurrido 244 años de la Declaración de Independencia, 233 de la aprobación de la Constitución, 156 años de la abolición de la esclavitud, 57 años del discurso de Martin Luther King -“I have a dream”- en el Memorial Lincoln de Washington y 56 años de la aprobación de la Ley de Derechos Civiles, es una vergüenza no sólo que siga habiendo casos como este, que el racismo aún sea una actitud tolerable para buena parte de la población blanca y que, después de haber tenido un presidente negro, que no actuó como una persona negra, como muchos esperaban, el inquilino de la Casa Blanca esté alineado incondicionalmente con los racistas blancos.
Como una de las consecuencias de la masiva reacción popular a la muerte de George Floyd, se ha recrudecido el sentimiento antiespañol, al que se atribuye, en origen, el racismo estadounidense, que tiene, desde luego, otra procedencia geográfica y otra motivación política y, singularmente, económica, y muchedumbres ignorantes solicitan que se eliminen los monumentos dedicados a Cristóbal Colón o a fray Junípero Serra, como autores o inductores de la esclavitud y de las matanzas que condujeron a la práctica desaparición de la población aborigen.
No se puede afirmar que los colonizadores españoles fueran hermanas de la caridad, que llegaran ofreciendo regalos a los territorios que luego formaron parte de Méjico y de Estados Unidos, pero el vasto Virreinato de Nueva España estableció tratados con pueblos indígenas del suroeste, como los taos, los pueblos, los navajos, incluso, con grupos de los feroces apaches -jicarillas, chiricahuas, mezcaleros, mimbreños-, que les respetaban sus costumbres y mantuvieron, si no la paz, al menos la tranquilidad y, en muchos casos, les dieron amparo ante las correrías de otros pueblos llegados a la zona.
Tratados que fueron abolidos cuando esos territorios se convirtieron en la república del Méjico independiente y, sobre todo, cuando, en función del Tratado de Guadalupe-Hidalgo de 1848, pasaron a ser territorio de Estados Unidos. Como fueron abolidos, violados o dejados en desuso los sucesivos tratados que las diferentes tribus indias del norte, de las llanuras y del este del país, fueron firmando con las autoridades de la naciente República, a medida que los colonos blancos ocupaban sus ancestrales territorios en su marcha hacia el Oeste, para lograr la unificación continental bajo hegemonía blanca, anglosajona y protestante.
Los estadounidenses, a través de la enseñanza escolar, de la literatura y, sobre todo, del cine, han recibido una información bastante sesgada sobre su historia, y lo que deberían revisar, más que derribar monumentos, es el papel jugado por muchos de sus personajes históricos en el problema racial.
Por ejemplo, el general y presidente Andrew Jackson, cuya efigie aparece en los billetes de 20 dólares; héroe de la Independencia, de la guerra de 1812 con Inglaterra en la batalla de Nueva Orleans, luchador contra los indios semínolas en Florida y autor de la Ley de Traslado forzoso de los indios choctaws y cheroquis al otro lado del Misisipi, al territorio de Oklahoma en 1837 y 1838. Una deportación forzosa conocida como “la senda de las lágrimas”, de 2.200 millas de longitud, que dejó en el camino los cadáveres de 4.000 indios de todas las edades.
Deberían revisar el papel del general George Crook, perseguidor de los apaches o del nefasto general Nelson Miles, que le sucedió en esa guerra y autor, además, de la masacre de indios siuox en Wounded Knee, en 1890. 
Ambos militares no perseguían la integración de los apaches, que habían intentado los españoles -muchos apaches eran católicos y bastantes de sus jefes, entre ellos Gerónimo, hablaban español-, sino su rendición incondicional y su reclusión en reservas.  
También merece revisarse la figura del presuntuoso general George Custer -llevada al cine por un simpático y romántico Errol Flynn-, derrotado por Toro Sentado y Caballo Loco en Little Big Horn, o la del “gran” Sheridan, autor de la frase “el único indio bueno es el indio muerto”, y la del no menos famoso y legendario William Frederick Cody, Búfalo Bill, exterminador de indios y de bisontes, y luego empresario circense, que mostraba un “Salvaje Oeste” edulcorado a los habitantes de las ciudades del este.
Sin embargo, son estos y otros atrayentes personajes, cuyas vidas, adecuadamente adaptadas a los guiones de las películas de aventuras, que han hecho pasar distraídas tardes de cine a varias generaciones de espectadores dentro y fuera de Estados Unidos (entre los que me hallo), son quienes han configurado la visión de muchos norteamericanos sobre la historia de su propio país. Y esa equivocada percepción sobre “el problema indio” o “el problema negro” no se corrige derribando estatuas de Colón o vetando la proyección de películas como “Lo que el viento se llevó”.