Cuatro de julio, ¿ya? Pues, ha llegado por
sorpresa; bueno, por sorpresa no; mi hija, la “americana”, me avisó: Papá, el “finde”
hay que comprar hamburguesas, que es Cuatro de Julio.
Y gastronómicamente
hemos cumplido, pero no literariamente; “imperdoneibol”. Sorry.
Me coge la fecha bastante cabreado con lo
que ocurre en las Américas. En las de arriba, en las del centro y en las de abajo.
Podría decir ¡me duele América!, pero sería bastante demagógico en boca de un hispánico “mindundi”, porque la ampulosa frase -referida a España es de José Antonio- parece propia de un gobernante populista. Pero
hablemos de Estados Unidos, que es lo propio del día.
Me tiene frito, contrito, cabreado y a la vez me
deja helado, el atrabiliario presidente del país; un hombre ignorante y voluble, que parece
un niño malcriado y caprichoso, incapaz de mantener la coherencia sobre algo durante
al menos un par de días, y me enfurece la respuesta que está dando a la pandemia de
coronavirus, al alentar con sus sandeces a insensatos ciudadanos que niegan la
existencia del virus o reducen su capacidad mortífera, contribuyendo con su
actitud a expandir la infección. Curiosa muestra de patriotismo y curiosa
manera de hacer que Estados Unidos vuelva a “ser grande” con menos gente.
El mismo estupor me provoca que el
primer mandatario del país se coloque del lado de los supremacistas blancos, en
el recrudecido problema racial surgido a raíz del homicidio de George Floyd,
otra persona negra muerta por un agente de policía. ¿Y van cuántas...?
Cuando han transcurrido 244 años de la
Declaración de Independencia, 233 de la aprobación de la Constitución, 156 años
de la abolición de la esclavitud, 57 años del discurso de Martin Luther King -“I
have a dream”- en el Memorial Lincoln de Washington y 56 años de la aprobación
de la Ley de Derechos Civiles, es una vergüenza no sólo que siga habiendo casos
como este, que el racismo aún sea una actitud tolerable para buena parte de la
población blanca y que, después de haber tenido un presidente negro, que no
actuó como una persona negra, como muchos esperaban, el inquilino de la Casa
Blanca esté alineado incondicionalmente con los racistas blancos.
Como una de las consecuencias de la masiva
reacción popular a la muerte de George Floyd, se ha recrudecido el sentimiento
antiespañol, al que se atribuye, en origen, el racismo estadounidense, que
tiene, desde luego, otra procedencia geográfica y otra motivación política y, singularmente,
económica, y muchedumbres ignorantes solicitan que se eliminen los monumentos
dedicados a Cristóbal Colón o a fray Junípero Serra, como autores o inductores
de la esclavitud y de las matanzas que condujeron a la práctica desaparición de
la población aborigen.
No se puede afirmar que los
colonizadores españoles fueran hermanas de la caridad, que llegaran ofreciendo
regalos a los territorios que luego formaron parte de Méjico y de Estados
Unidos, pero el vasto Virreinato de Nueva España estableció tratados con
pueblos indígenas del suroeste, como los taos, los pueblos, los navajos, incluso,
con grupos de los feroces apaches -jicarillas, chiricahuas, mezcaleros, mimbreños-,
que les respetaban sus costumbres y mantuvieron, si no la paz, al menos la
tranquilidad y, en muchos casos, les dieron amparo ante las correrías de otros pueblos llegados
a la zona.
Tratados que fueron abolidos cuando esos
territorios se convirtieron en la república del Méjico independiente y, sobre todo, cuando, en función del Tratado de Guadalupe-Hidalgo de 1848, pasaron a ser territorio de Estados Unidos. Como fueron abolidos, violados o dejados en desuso los
sucesivos tratados que las diferentes tribus indias del norte, de las llanuras y del este del país,
fueron firmando con las autoridades de la naciente República, a medida que los
colonos blancos ocupaban sus ancestrales territorios en su marcha hacia el
Oeste, para lograr la unificación continental bajo hegemonía blanca, anglosajona y protestante.
Los estadounidenses, a través de la
enseñanza escolar, de la literatura y, sobre todo, del cine, han recibido una
información bastante sesgada sobre su historia, y lo que deberían
revisar, más que derribar monumentos, es el papel jugado por muchos de sus
personajes históricos en el problema racial.
Por ejemplo, el general y presidente
Andrew Jackson, cuya efigie aparece en los billetes de 20 dólares; héroe de la
Independencia, de la guerra de 1812 con Inglaterra en la batalla de Nueva
Orleans, luchador contra los indios semínolas en Florida y autor de la Ley de
Traslado forzoso de los indios choctaws y cheroquis al otro lado del Misisipi,
al territorio de Oklahoma en 1837 y 1838. Una deportación forzosa conocida como
“la senda de las lágrimas”, de 2.200 millas de longitud, que dejó en el camino los
cadáveres de 4.000 indios de todas las edades.
Deberían revisar el papel del general George
Crook, perseguidor de los apaches o del nefasto general Nelson Miles, que le sucedió
en esa guerra y autor, además, de la masacre de indios siuox en Wounded Knee, en 1890.
Ambos militares no
perseguían la integración de los apaches, que habían intentado los españoles
-muchos apaches eran católicos y bastantes de sus jefes, entre ellos Gerónimo,
hablaban español-, sino su rendición incondicional y su reclusión en reservas.
También merece revisarse la figura del
presuntuoso general George Custer -llevada al cine por un simpático y romántico Errol
Flynn-, derrotado por Toro Sentado y Caballo Loco en Little Big Horn, o la del “gran”
Sheridan, autor de la frase “el único indio bueno es el indio muerto”, y la del no menos famoso y legendario William Frederick Cody, Búfalo Bill, exterminador
de indios y de bisontes, y luego empresario circense, que mostraba un “Salvaje Oeste”
edulcorado a los habitantes de las ciudades del este.
Sin embargo, son estos y otros atrayentes
personajes, cuyas vidas, adecuadamente adaptadas a los guiones de las películas
de aventuras, que han hecho pasar distraídas tardes de cine a varias
generaciones de espectadores dentro y fuera de Estados Unidos (entre los
que me hallo), son quienes han configurado la visión de muchos norteamericanos
sobre la historia de su propio país. Y esa equivocada percepción sobre “el
problema indio” o “el problema negro” no se corrige derribando estatuas de
Colón o vetando la proyección de películas como “Lo que el viento se llevó”.