sábado, 21 de septiembre de 2019

Seguimos en bucle


No salimos del bucle o del círculo vicioso de la interinidad, pues, ante la imposibilidad de formar gobierno, ya tenemos elecciones legislativas a la vista.
Se veían venir, dados los resultados del 28 de abril y el tenso clima de opinión imperante entre los partidos políticos, cuyos dirigentes, encastillados en sus respectivas posiciones, han sido poco propensos al diálogo, al entendimiento y a la colaboración y, por qué no decirlo, a la lealtad y a la generosidad, que son actitudes imprescindibles en la actividad política aunque aquí estén desterradas.
En este fracaso las culpas están repartidas, pues nadie o casi nadie ha colocado el interés general del país por delante de sus expectativas como partido. Y resulta una disculpa pueril culpar a Pedro Sánchez del fracaso en formar gobierno, acusándole de no haberlo intentado con suficiente interés o de tener la secreta intención de precipitar, para algunos desde la fracasada investidura de julio y para otros desde el mes de abril, otras elecciones como objetivo prioritario, cuando lo cierto es que entre partidos que podrían haber facilitado el gobierno -PP, Cs, UP- nadie ha estado dispuesto a echar una mano para que empezase la legislatura, porque todos esperan mejorar sus resultados en unas elecciones convocadas casi de inmediato o después de un inestable y breve gobierno. Es más, a izquierda y derecha, en el centro y en la periferia, existía un consenso espurio para que no gobernara el PSOE.
Pero la responsabilidad del fracaso no se ciñe sólo a los partidos políticos y, en particular, a sus dirigentes, como se desprende de un discurso muy difundido, que afirma que, una vez que los ciudadanos han expresado su voluntad en las urnas, lo que deben hacer los partidos es recoger ese mandato y negociar para formar gobierno. Si el intento fracasa es porque los partidos no han sabido o no han querido negociar y, en consecuencia, porque no han entendido el mandato popular o lo han desatendido o traicionado, como si los mandatos salidos de las urnas fueran coincidentes, complementarios o tuvieran una única y razonable aplicación.
Tal conclusión es falsa, porque lo que se intenta decir es que los partidos no han querido un acuerdo que entre los votantes estaba manifiestamente claro. Lo cual presume que entre los votantes existe una disposición favorable al diálogo, que en la sociedad española no se percibe. 
Si los votantes apoyan a los partidos es porque asumen, y en buena parte refuerzan, el clima de opinión imperante y comparten lo que han hecho y dicho sus dirigentes, lo cual no va dirigido únicamente a los dirigentes de los otros partidos, sino también a sus votantes, porque serán ellos, con sus votos, los que harán difícil o imposible que triunfen las posiciones propias de cada partido, que son las que verdaderamente importan.
Lo que estamos viendo y padeciendo en España desde hace tiempo es que el principio fundamental de la política, tal y como ahora está concebida y aplicada, es obtener la aplastante victoria del partido favorito de cada cual y, por tanto, el correspondiente gobierno en solitario. Es decir, cada votante quiere que ganen los suyos por encima de cualquier otra consideración, y que los intereses generales del país se supediten que los intereses particulares de su partido o, incluso, a los intereses particulares de tal o cual dirigente.   
Por eso, no parece mala solución -y además no hay otra- volver preguntar a la ciudadanía para que conteste en las urnas, aunque a algunos les moleste y a otros no les venga bien.
Es la salida más justa para todas las fuerzas políticas, porque les ofrece la ocasión de recapacitar, ajustar sus programas, perfilar sus mensajes y, en suma, de rectificar, en la forma y en el contenido, para tratar de mejorar sus resultados. Pero no existe garantía de que lo vayan a hacer.
También, para que los votantes realicen el mismo ejercicio de introspección y acaso de rectificación de sus preferencias. De lo cual tampoco hay garantías.

18/9/2019


martes, 3 de septiembre de 2019

La playa


Volver de las vacaciones es, en mi caso, y a lo largo de casi toda mi vida, volver de la playa, de una playa. He tenido esa suerte, quizá inmerecida, pero el destino es caprichoso.
“La playa” era una canción de los años sesenta, de la francesa Marie Lafôret -pelo largo, voz melosa y ojos azules-; un slow-fox, una baladita lenta, muy apropiada para bailar en una verbena o en un guateque veraniego, cuando por la misma época sonaban “Sapore di sale, sapore di mare”, de Gino Paoli, “Legata a un granello si sabbia”, de Nico Fidenco, “Abbronzatissima, sotto i raggi di sole”, de Edoardo Vianello o “Cuando calienta el sol, aquí en la playa”, de los hermanos Rigual.
Canciones bailables, cantables y tarareables, tras las cuales se puede adivinar la destinataria de tales reflexiones o la musa que las inspiraba: una atractiva chica joven (de jóvenes todas lo son), en traje de baño o en bikini, tendida sobre la arena, recibiendo la caricia del sol mediterráneo, en el caso de las italianas, y del Caribe, en el otro, pues los Rigual brothers eran cubanos, o saliendo del agua, como Úrsula Andress, con un bikini blanco y una caracola en la mano, en la playa de la isla del maléfico Dr. No, en la primera aventura cinematográfica de James Bond.
Pero la más antigua alusión musical al mar y a la playa de la que guardo memoria es anterior. Y, aunque mi mente infantil no entendía lo que quería decir la relamida frase “bajo el palio sonrosado de la luz crepuscular”, sí me llegaba el mensaje del estribillo de Jorge Sepúlveda -“Mirando al mar soñeeeé”-, porque yo también miraba al mar, que era el Mediterráneo del Maresme, y como todos los niños, soñaba con las playas y los mares con que los tebeos, las novelas y, sobre todo, las películas encandilaban la imaginación infantil con las andanzas de audaces aventureros. 
Recuerdo piratas mal encarados que llegaban a islas de nombre exótico -Caimán, Tortuga, Trinidad, Jamaica, Martinica- buscando tesoros de capitanes difuntos y se entretenían, entre grandes risotadas, con mujeres alegres en las tabernas de puertos como Maracaibo, La Ceiba o Port Royal, donde, animados por excesivas libaciones de ron, hacían planes para abordar galeones españoles y procurarse un buen botín, que, años más tarde, supe que era nombre de banquero.
En una playa del Caribe, el pirata Ballow (Burt Lancaster) y su colega “Ojo” (Nick Cravat), como ya lo habían hecho en “El halcón y la flecha”, exhibían sus cualidades circenses para burlar a los guardias del gobernador (español), en una isla que preparaba una revolución. Algo así ocurría en ”Queimada”, pero el marmóreo Walker (Marlon Brando) no le llegaba a Ballow ni a la suela del zapato. Recuerdo, también, las playas de “La isla del tesoro” y, claro está, de la solitaria isla de Robinson Crusoe.
Buenas tardes de cine proporcionaban aventureros en los mares del sur, en el océano Índico y, sobre todo, en el Pacífico -“South Pacific”-, como el capitán O’Keefe (Burt Lancaster), arrojado por las olas a una playa, tras ser abandonado en un bote por la tripulación de su barco amotinada, antes de convertirse en “Su majestad de los mares del Sur”.
También Ulises (Kirk Douglas) era un náufrago, al principio de la película del mismo nombre, arrojado por el mar a la isla de los feacios, donde Nausicaa (Rossana Podestá) le hallaba desvanecido en la playa. La abandonaba por Silvana Mangano (Penélope). Yo no sé qué hubiera hecho de estar en su lugar.
Digna de mención es la secuencia en que el sargento Allison (Robert Mitchum), superviviente de un buque hundido por un ataque japonés, llega, con las botas colgando del cuello y un cuchillo en la mano, a la playa de una isla en apariencia abandonada. Luego comprueba que allí queda sor Ángela, una monja católica (Deborah Kerr) y que los japoneses volverán. Lo que sucedió entre el sargento y la monja, no se lo cuento, “Sólo Dios lo sabe”.
Guerra, playa y Pacífico son tres factores que unen “Arenas sangrientas”, “Guadalcanal” y “Playa roja”, entre otras muchas, con las más actuales “La delgada línea roja”, “Banderas de nuestros padres” y “Cartas de Iwo Jima”, y con la serie “The Pacific”.
También en el escenario de la guerra en Asia, hay una escena memorable en la orilla no del mar sino de un río -el río Kwai, en Birmania-, entre el británico coronel Nicholson (Alec Guiness) y el americano mayor Shears (William Holden), que cruza nadando el río dispuesto a matarle. ¿Usted? ¡Usted!, son las últimas palabras de ambos antes de morir.    
Hablando de playas no puede quedar al margen la de “Omaha”, en Normandía, cementerio de “marines” el día D, según se puede apreciar en “El día más largo” y, sobre todo, en la primera media hora de “Salvar al soldado Ryan”, que resultó ser un jovencísimo Matt Damon, antes de convertirse en un desmemoriado agente secreto en la trilogía del caso Bourne.  
No lejos de allí, tuvo lugar la operación inversa que precedió al desembarco en Normandía; fue el embarque en las playas de Dunkerque, en junio de 1940, de tropas inglesas y francesas, que huían de los soldados de la Wehrmacht. Episodio relatado con poco entusiasmo en la reciente “Dunkerque” y mucho mejor en “Fin de semana en Dunkerque”, centrada peripecias de Jean Paul Belmondo para salir de allí.
Hay otra película de guerra, de otra hipotética guerra, que lleva por título original “On the beach” (“En la playa”), estrenada en España como “La hora final”. Es una película de 1959, típica de los años de la guerra fría, que relata los últimos días de vida humana en el planeta a causa de la contaminación nuclear producida por una guerra atómica. Es, en cierto modo, un antecedente de la secuencia final de “El planeta de los simios”, que muestra la playa de Nueva York, con la estatua de la Libertad destruida sobre la arena (¡Malditos!).
Pero dejemos la guerra y el hipotético fin del mundo, volvamos a escenas más gratificantes y quédense con tres bonitos recuerdos.
El primero es el beso de Burt Lancaster y Deborah Kerr, en una playa de Pearl Harbor, justo donde rompen las olas. El triunfo del amor, por encima de galones militares y barreras sociales, un morreo de antología y la apología de un adulterio, que iba a durar poco tiempo, en “De aquí a la eternidad”.
El segundo es la llegada de una barca grande a una playa de Florida para ser transportada hasta el lago Okeechobee, con el fin de cruzarlo de noche, en una arriesgada operación militar (“un plan estúpido, improvisado por un borracho”). “Tambores lejanos” es una rara película del Oeste que empieza en una playa y acaba en otra, en un duelo singular entre el capitán Wyatt (Gary Cooper) y Oscala, el jefe de los indios semínolas.
El tercero, una aventura juvenil, tiene la playa como escenario de una carrera de niños y jóvenes montando una cebra, un burro, un avestruz, un elefante y un mono sobre un perro, ante los atónitos ojos de una partida de atolondrados piratas capitaneados por Sessue Hayakawa (el coronel Saito, en “El puente sobre el río Kwai”), que son valientemente rechazados por una familia de “Robinsones de los mares del sur”, comandada por John Mills y Dorothy McGuire.
¡Ah! Las playas; el mar, el sol… y las chicas. ¡Y qué lejos la juventud!