No salimos del bucle o del círculo vicioso de
la interinidad, pues, ante la imposibilidad de formar gobierno, ya tenemos elecciones
legislativas a la vista.
Se veían venir, dados los resultados del 28 de
abril y el tenso clima de opinión imperante entre los partidos políticos, cuyos
dirigentes, encastillados en sus respectivas posiciones, han sido poco
propensos al diálogo, al entendimiento y a la colaboración y, por qué no
decirlo, a la lealtad y a la generosidad, que son actitudes imprescindibles en
la actividad política aunque aquí estén desterradas.
En este fracaso las culpas están repartidas,
pues nadie o casi nadie ha colocado el interés general del país por delante de
sus expectativas como partido. Y resulta una disculpa pueril culpar a Pedro
Sánchez del fracaso en formar gobierno, acusándole de no haberlo intentado con
suficiente interés o de tener la secreta intención de precipitar, para algunos
desde la fracasada investidura de julio y para otros desde el mes de abril,
otras elecciones como objetivo prioritario, cuando lo cierto es que entre
partidos que podrían haber facilitado el gobierno -PP, Cs, UP- nadie ha estado
dispuesto a echar una mano para que empezase la legislatura, porque todos
esperan mejorar sus resultados en unas elecciones convocadas casi de inmediato
o después de un inestable y breve gobierno. Es más, a izquierda y derecha, en
el centro y en la periferia, existía un consenso espurio para que no gobernara
el PSOE.
Pero la responsabilidad del fracaso no se ciñe
sólo a los partidos políticos y, en particular, a sus dirigentes, como se
desprende de un discurso muy difundido, que afirma que, una vez que los
ciudadanos han expresado su voluntad en las urnas, lo que deben hacer los
partidos es recoger ese mandato y negociar para formar gobierno. Si el intento
fracasa es porque los partidos no han sabido o no han querido negociar y, en
consecuencia, porque no han entendido el mandato popular o lo han desatendido o
traicionado, como si los mandatos salidos de las urnas fueran coincidentes,
complementarios o tuvieran una única y razonable aplicación.
Tal conclusión es falsa, porque lo que se
intenta decir es que los partidos no han querido un acuerdo que entre los
votantes estaba manifiestamente claro. Lo cual presume que entre los votantes existe
una disposición favorable al diálogo, que en la sociedad española no se
percibe.
Si los votantes apoyan a los partidos es porque
asumen, y en buena parte refuerzan, el clima de opinión imperante y comparten
lo que han hecho y dicho sus dirigentes, lo cual no va dirigido únicamente a
los dirigentes de los otros partidos, sino también a sus votantes, porque serán
ellos, con sus votos, los que harán difícil o imposible que triunfen las
posiciones propias de cada partido, que son las que verdaderamente importan.
Lo que estamos viendo y padeciendo en España desde
hace tiempo es que el principio fundamental de la política, tal y como ahora
está concebida y aplicada, es obtener la aplastante victoria del partido
favorito de cada cual y, por tanto, el correspondiente gobierno en solitario.
Es decir, cada votante quiere que ganen los suyos por encima de cualquier otra
consideración, y que los intereses generales del país se supediten que los
intereses particulares de su partido o, incluso, a los intereses particulares
de tal o cual dirigente.
Por eso, no parece mala solución -y además no
hay otra- volver preguntar a la ciudadanía para que conteste en las urnas,
aunque a algunos les moleste y a otros no les venga bien.
Es la salida más justa para todas las fuerzas
políticas, porque les ofrece la ocasión de recapacitar, ajustar sus programas,
perfilar sus mensajes y, en suma, de rectificar, en la forma y en el contenido,
para tratar de mejorar sus resultados. Pero no existe garantía de que lo vayan
a hacer.
También, para que los votantes realicen el
mismo ejercicio de introspección y acaso de rectificación de sus preferencias.
De lo cual tampoco hay garantías.
18/9/2019