Con la escenografía de
costumbre -las banderas a los lados de la mesa y el cartel con el hacha y la
serpiente al fondo-, tres encapuchad@s (que no falte la cuota de fanatismo
femenino) tocados con una boina -¡qué redundancia!- han anunciado, en nombre de
ETA, el cese definitivo de las acciones armadas. Sea en buena hora; se esperaba
pero llega tarde, muy tarde.
La escena, por conocida, no
deja de ser chocante. Los uniformes negros y las capuchas blancas confieren a
los portavoces de ETA un aire fantasmal propio de estas fechas -estamos en Halloween-, que expresa, hoy más que
nunca, la correspondencia entre el fondo y la forma. ETA ha dejado de ser un
fantasma en la vida vasca, una sombra amenazante para sus enemigos y
adversarios y también para sus seguidores, pero seguirá comportándose como tal
mientras no se disuelva y entregue las armas. También lo sigue siendo en el popular sentido
metafórico de alardear, al tratar de vendernos la fantasmada de que, por fin, ha logrado vencer -se supone que a
tiros- la resistencia del gobierno español y del francés, que, inducidos por
los acuerdos de una Conferencia Internacional, se ven obligados a negociar la
cesión de una parte de sus respectivos territorios para reconocer Euskal
Herría.
El comunicado de ETA,
redactado en los términos habituales, está escrito para ser divulgado a la
opinión pública, pero está dirigido a su entorno, a la gente que vive
políticamente inmersa en la burbuja abertzale, refractaria a cualquier
información del exterior que pudiera hacer dudar de la verdad revelada. Esa comunidad de creyentes dentro de la
sociedad vasca ha sido alimentada intelectualmente durante décadas por una
intensa propaganda que no dudaba del triunfo de su causa ni del camino marcado
por la vanguardia armada.
Hoy, esa vanguardia ha sido
reducida a la impotencia por la acción combinada de dos estados, cuya
existencia, en un documento de 1963, se estimaba en veinte años más, ante la
emergencia de la Europa de las etnias. Han pasado casi cincuenta años desde entonces y
los resultados perceptibles para cualquier persona ajena a ese cerrado mundo no
son los señalados por ETA. A no ser que piensen que el desmantelamiento de la
Organización hasta llegar a la parálisis, los 700 militante encarcelados, los
exiliados y los casi 900 muertos, entre las víctimas de los atentados y los
propios muertos de la banda, y el rechazo casi general de la sociedad vasca al
terrorismo, tuvieran como objetivo hacer de Bildu la segunda opción electoral
de Euskadi, porque eso ya lo era Herri Batasuna hace 30 años.
El resultado de las
actividades de ETA durante su medio siglo de existencia sólo puede calificarse
de desastre. Lo que en principio se concibió como lucha de liberación nacional
contra España y Francia, se convirtió en un conflicto civil en Euskadi, donde
se ha producido el mayor número de muertos, y en concreto en Guipúzcoa, la
provincia más abertzale. Así que ha sido un desastre para Euskadi, un desastre
para España, un desastre para sus partidarios y para la propia Organización,
que hoy agoniza entre proclamas de triunfo.
Pero en el comunicado, ETA
esconde su responsabilidad, no ya ante los familiares y las víctimas de su
criminal actividad, lo cual era de esperar, sino ante sus propios seguidores. Aunque
nunca lo han hecho, trabajo tienen sus dirigentes para explicar en qué se
equivocaron para alcanzar, con un altísimo coste en daño humano (y económico),
tan parcos resultados en cincuenta años de activismo y admitir que no fue la crudeza de la lucha la que se llevó a muchas compañeras y
compañeros para siempre y a otros a la cárcel o al exilio, sino el pertinaz fanatismo
de una actividad política insensata, en sus medios y en sus fines.
21 de octubre de 2011
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