Es
harto sintomático que en el primer encuentro con jóvenes católicos en Madrid,
Benedicto XVI haya arremetido contra quienes, creyéndose dioses y sin más
raíces que ellos mismos, desearían decidir lo que es verdad o no, lo que es
bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es digno de vivir o quién
puede ser sacrificado en aras de otras preferencias, sin rumbo fijo, al azar,
dejándose llevar por el impulso de cada momento.
El
asunto no es baladí, pues, siguiendo una vieja tradición muy bien expresada en
el Decálogo del Sinaí, el ex prefecto de la Congregación para la Doctrina de la
Fe ha tratado antes que nada de reafirmar un principio fundamental de la religión católica, que es la autoridad de la
fe y la fe en la autoridad eclesiástica.
Como
recordaremos, los tres primeros preceptos de la ley mosaica se refieren al
Creador (amar a Dios; no usar su nombre en vano; santificar sus fiestas), pues,
sin su autoridad, los restantes mandamientos no dejan de ser normas civiles de
convivencia, humanas cuestiones de derecho que corresponden al orden mundano,
a las que la invocación a Dios otorga un sentido trascendente al situarlas en
el terreno de la salvación o la condenación del alma. Ya no son asuntos del
orden de este mundo, de esta vida, que puedan ser decididos por personas
corrientes, sino del otro mundo, de la otra vida, más plena y perfecta en la eterna
presencia de Dios, que la efímera y, según la Iglesia, miserable vida terrenal,
que sólo encuentra sentido -el rumbo, el camino- en la adoración y obediencia
de Dios, fuera de las cuales sólo existen tinieblas y extravío.
En
su alocución, B-16 ha reafirmado, sin citarlo, el principio que inspiró, en el
año 2000, la declaración Dominus Iesus firmada por Juan Pablo II, donde
se reafirmaba la vieja doctrina de que fuera de la Iglesia no hay salvación, al
señalar a la Iglesia católica como la portadora de la única religión verdadera.
El
diálogo con otras religiones, aun con las monoteístas surgidas de la misma
fuente (el Antiguo Testamento), y desde luego con los no creyentes, quedaría
sometido a aceptar esa condición fundamental de no hablar en términos de
igualdad, al oponer, por un lado, simples opiniones por muy fundadas que
estuvieren en creencias religiosas sinceras o en valores y ciencias humanas, y
por otro, la de quienes son, por propia definición, los únicos depositarios de
la palabra y de la voluntad de Dios. En este contexto cobran plena vigencia
las, citadas por Benedicto, como otras preferencias, a las que adjudica falta
de raíces y califica de volubles y de actuar por impulsos.
Al
afirmar que no hay más preferencias legítimas que las que reconoce la Iglesia,
Ratzinger inculca intransigencia en la actitud de los jóvenes católicos, al llevarles
la idea de que son portadores de una norma superior, de la única verdad sobre
el mundo, sobre la vida, y, por tanto, de que la buena o mala marcha del mundo
depende de la propagación de esta idea.
El teólogo Benedicto XVI ha
llamado a los jóvenes a hacer oídos sordos a discursos que la Iglesia entiende
como competencia desleal y a rechazar el relativismo reafirmando su fe y obedeciendo
a la jerarquía, y, sobre todo, al Papa, que es la máxima autoridad.
Cuenta a su
favor con la remota posibilidad de que, en estos días, Dios se manifieste de
modo solemne para llevarle públicamente la contraria, pues es sabido que el
Creador atiende a otras cosas desde hace siglos.
Trasversales, 19 agosto 2011
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