sábado, 30 de diciembre de 2017

Castellers


“La falta de preparación de Cataluña para la independencia, admitida por Artur Mas, la oposición de plano de la mitad de los votantes catalanes, la espantada de más de 2.000 empresas en un mes, la existencia de una vía de reforma constitucional en las Cortes o la falta manifiesta de apoyos internacionales no son más que minúsculos obstáculos a los ojos de estos políticos nacionalistas catalanes, por mucho que cualquiera de ellos, por sí solo, baste para socavar el edificio que están construyendo. No menos ilusorio resulta el proyecto de la CUP, aliado del gobierno Puigdemont, de unificar los “países catalanes”, colocando bajo la égida catalana a Valencia y las Islas Baleares y arrebatando porciones de Aragón (“la franja”) y de Francia (el Rosellón).
En conclusión, a causa de toda esta mística, idealismo e irrealidad, podemos afirmar que los políticos nacionalistas catalanes se vienen comportando como verdaderos “castellers”, esto es, constructores de castillos, pero no sólo en el aire, sino como “castellers” celestiales, lo que no deja de ser, por mucho que cueste admitirlo y contra la tesis de Almirall, un rasgo irrenunciablemente español”.    
Rafael Bustos, Gª de Castro, “Castellers celestiales y mística nacionalista en Cataluña”, Claves nº 256, enero/febrero 2018.

domingo, 24 de diciembre de 2017

Pequeña producción

Los indepes aún no han llegado al siglo XX en su evolución. Les cuesta remontar el antiguo régimen, desprenderse de la presión gremial, y corporativa, desbordar la perspectiva provincial, el modo de vida tradicional, sustraerse a la influencia clerical y superar la noción local del capitalismo embrionario. Su concepción económica no rebasa el mercado local y la pequeña producción, el colmado de barrio, la mercería, la panadería y la botiga de enfrente y la carnicería de la esquina. Piensan en términos de autarquía; lo que producimos en Cataluña lo consumimos en Cataluña y no dependemos de nadie, por eso podemos ser independientes. Creen que los coches que fabrica la SEAT sólo se venden en Cataluña, que se pueden comer todas las peras y las manzanas de Lérida y todo el arroz del delta del Ebro; que el mercado doméstico puede absorber todos los productos del cerdo y que se pueden beber ellos solitos todo el cava o el vino de Alella o del Priorato que producen y así sucesivamente. Para ellos no existen ni el mercado nacional -¡qué horror, España!-, ni el internacional, ni la globalización, porque su concepción del mundo es provinciana. Por eso se imaginan que la Caixa o el Sabadell han crecido tanto abriendo libretas de ahorros por las masías del interior y que la pujante industria textil, que durante décadas ha fabricado las sábanas, las camisas y camisetas, calcetines y jerseis de toda España, pudo venderse sin hablar castellano, que ha sido y es la lengua de los negocios.
No se han parado a pensar en los efectos económicos de la independencia, porque aún carecen de los instrumentos intelectuales para percibirlos; simplemente no existen; sólo existe lo que les dicta su fe.

viernes, 22 de diciembre de 2017

De susto

Dos años de vértigo han transcurrido en Cataluña, y en buena medida en el resto de España, desde las elecciones “plebiscitarias” de septiembre de 2015 hasta las elecciones de ayer, autonómicas “normales”, dicho con prevención, porque la situación de Cataluña dista de ser “normal”.
La celebración de unas elecciones autonómicas convocadas por el Gobierno central al amparo de la aplicación del artículo 155 de la Constitución es una anomalía que trataba de restaurar el orden constitucional alterado por la confusa declaración de independencia del Govern de Puigdemont, pero no era lógico esperar que, en tan poco tiempo, produjera un cambio notable en la correlación de fuerzas entre independentistas y no independentistas o unionistas.    
Con una participación muy alta (82%), en lo que se refiere a los dos grandes bloques de opinión formados en torno a la cuestión nacional, las elecciones han dejado una situación muy semejante a la de los días previos a la convocatoria: los independentistas han obtenido el 48% de los votos válidos y los no independentistas el 52%, el mismo porcentaje que hace dos años. Lérida y Gerona son provincias con una mayoría partidaria de la secesión y Barcelona y Tarragona, provincias donde triunfa la tendencia contraria. Si el Gobierno de Rajoy pensaba -y hay declaraciones que así lo indican- que con la aplicación del artículo 155 el independentismo estaba derrotado o seriamente afectado, estaba en un error. Quizá sus partidos pudieran quedar descabezados, como aseguraba la vicepresidenta en unas imprudentes declaraciones, pero no por eso el movimiento que los apoya iba a renunciar a su objetivo. Y los resultados lo confirman.
JuntsxCat ha recibido el 21,65% de los votos y 34 diputados y ERC, el 21,39% y 32, diputados. Los independentistas han premiado más “la fuga” de Puigdemont -para ellos President en el exilio- antes que la cárcel de Junqueras, mostrando su preferencia por la picaresca antes que por el martirio.
En conjunto, el bloque soberanista se mantiene estable, por lo que no es descartable la tentación de continuar “el procés” desde la Generalitat, aunque de otra manera o de rentabilizar la victoria en una hipotética negociación. En cualquier caso, la gobernación no será fácil, pues van a tener enfrente a una oposición muy peleona, encabezada por Ciudadanos, y además van percibir las consecuencias del deterioro económico provocado por “el procés”, que seguramente irá a más.
La victoria indiscutible ha sido para Ciudadanos, que ha recibido más de un millón de votos, el 25,37% de los válidos, y 37 escaños, consecuencia de un discurso contra el nacionalismo, firme y coherente de Inés Arrimadas, mantenido a lo largo del tiempo. Como derecha neoliberal no se le puede pedir programa social, pero en la defensa de la unidad territorial del país ha sido eficaz y coherente. Pero con 37 diputados y lo que tiene alrededor no puede formar gobierno, aunque sí encabezar una oposición que puede ser muy dura.
Justo lo contrario le ha sucedido al Partido Popular, que ha sufrido una derrota estrepitosa, que puede deberse a una campaña electoral desastrosa, llena de provocaciones y meteduras de pata, y sobre todo a su morosidad a la hora de hacer frente al desafío de los soberanistas. Los votantes la han castigado tanto por dejar que la situación llegara hasta el extremo de tener que aplicar el artículo 135 y por años de silencio sobre el problema. Su posición como Gobierno ha sido suicida: no hablar con los independentistas pero tampoco combatir sus argumentos. El “premio” a esta parálisis son los 3 diputados obtenidos (pierde 8), que le conducen al grupo mixto. En Génova deben estar asustados por el ascenso de Ciudadanos.
A pesar de los intentos de Iceta, los resultados han dejado frustración en el PSC, que con 17 escaños, aguanta y gana uno, no recibe el voto esperado a su espíritu conciliador y aglutinante. Su postura ha sido a ratos ambigua y a ratos conciliadora y constructiva, pero en un clima muy polarizado su opción por la tibieza, por quedarse en un lugar intermedio no ha recibido el apoyo que esperaba.  
En la CUP, la catástrofe que representa perder 6 votos de 10 que tenía, no les priva de seguir teniendo en sus manos -Dempeus!- la llave del futuro gobierno de la Generalitat, pues los 4 escaños que conservan serán necesarios para formar la mayoría nacionalista de 70 escaños en el Parlament. 
Preocupación en la casa común de la izquierda CatComún-Podem, que pierde 3 escaños respecto a las de 2015 como CatSqPot. Los divisiones internas de Podemos no han favorecido, pero tampoco la equidistancia entre la crítica al artículo 155 y la declaración unilateral de los independentistas, ni la falta de claridad respecto al problema nacional y a los partidos independentistas. La alianza de la preocupante ambigüedad de Podemos con el oportunismo sin principios de Colau ha obtenido 8 escaños (3 menos que en 2015), que les colocan en una difícil situación ante la polarización de un casi seguro gobierno independentista y una oposición capitaneada por Arrimadas.
Si el Parlament refleja la opinión de la sociedad catalana, entonces hay que admitir que Cataluña es una sociedad de derechas, variadas (derechas independentistas y unionistas; del siglo XIX y del siglo XXI; tradicionales y neoliberales; laicas y confesionales; corruptas y honradas) pero derechas al fin y al cabo.
La suma, improbable como gobierno pero real como ideología dominante, de los diputados de JunstxCat (34), de ERC (32), de Ciudadanos (37) y del PP (3) da 106 diputados sobre el total de 135, mientras que la suma de los diputados de las izquierdas (también variadas y de alianza improbable) ofrece sólo 29escaños: 17 del PSC, 8 de CatComún-Podem y 4 de la CUP. Pocos y mal avenidos.

Para las izquierdas, los resultados son de susto, por lo cual, deberían abandonar cualquier intento de buscar consuelo en un moderado pragmatismo -seguimos siendo necesarios- y en las particularidades de la situación -muy adversa para los valores de izquierda- y buscarse una vacuna contra la picadura del virus mortal del nacionalismo, que por ahora parece no tener cura. 

jueves, 21 de diciembre de 2017

Un paso importante, pero sólo un paso.

Dos años largos han transcurrido entre dos elecciones del mismo rango, pero de significado diferente, desde las elecciones “plebiscitarias” (septiembre de 2015) hasta hoy, en que se celebran elecciones autonómicas, digamos, “normales”, aunque, en realidad no lo son del todo, porque la situación de Cataluña dista de ser “normal”.
Las primeras fueron convocadas por el Govern catalán, con la promesa de lograr la independencia de Cataluña en 18 meses. Éstas, convocadas por el Gobierno central, han sido descalificadas por los partidos independentistas desde el primer día, por la convocatoria -“al amparo de un golpe de Estado”-, que es como califican la aplicación del artículo 155 de la Constitución, y por las dudas sobre los resultados, que el expresident Puigdemont ha expresado al preguntar si el Gobierno central los respetará, en caso de que ganen los partidos soberanistas.  
Es paradójico que quien desdeñó los resultados de las elecciones de 2015 (“plebiscitarias”), que dieron a los “indepes” sólo el 48% de los votos válidos y 72 diputados, para actuar como si hubieran recibido un respaldo electoral superior, quiera dar, por anticipado, lecciones de limpieza sobre los resultados de las elecciones de hoy.
Se debe recordar que, en aquellos días, el miembro de la CUP Antonio Baños dijo que el plebiscito se había perdido. Debe ser el único de la CUP y de los soberanistas que sabe algo de democracia y además sabe de cuentas. La CUP ha anunciado que si ahora no sale el resultado que les gustaría, boicotearán el Parlament; es decir, que cobrarán sin trabajar. Con demócratas así, los “indepes” no irán muy lejos. Porque este es el gran problema del “procés”: lo que sus promotores entienden por democracia.
Los independentistas se presentan públicamente como la voz de Cataluña, como la verdadera, la única voz legítima de Cataluña, entendida como un “solo pueblo” (los demás son fascistas), y han creído que con esa proclamación todo les está permitido. Pero no hay tal, porque ese pueblo, dividido en dos grandes grupos tiene por lo menos dos voces, y hoy, en el momento de votar, hasta siete voces distintas, tantas como partidos se presentan y compiten, en este caso, todos contra todos, rotos los dos grandes bloques que agrupan a independentistas y a unionistas o constitucionales.
Frente a la “tiranía de España” y al autoritario Gobierno central, los promotores del “procés” han sabido presentarse como los únicos demócratas, que sólo quieren que se oiga la voz de ese pueblo en marcha expresada en las urnas. “Votar es democracia”, “Queremos votar”, “President pon las urnas”, “No nos dejan votar”, “Libertad de expresión”, estas y otras consignas similares han aparecido en pancartas, carteles y manifestaciones a favor del referéndum, pero ese apoyo popular no puede suplir la representación electoral recibida por Puigdemont y los suyos, que en 2015 no fue la esperada, ni tampoco dotar, de modo unilateral, a la Generalitat de mayores competencias de las que legalmente dispone, de ahí el recurso a la movilización callejera, a la prisa y a la chapuza legislativa para dotar al Govern de las leyes (ad hoc) que precisaba para celebrar un referéndum, para el cual carecía de la mayoría necesaria (90 escaños) y de las debidas competencias, y declarar, luego, de modo unilateral la independencia de Cataluña, que está fuera de cualquier marco legal.  
El vigente sistema democrático tiene defectos, es cierto; es mejorable, también cierto, pero es el que hay; señala unas reglas del juego que no se deben cambiar sobre la marcha para ajustarlas al propósito de quienes quieren dividir el país con la facilidad con que se divide una tarta. Y ahí han chocado con la legalidad vigente.
Cierto es que desde el Partido del Gobierno, después de haber de haber incentivado el sentimiento de agravio de los nacionalistas para desgastar al Gobierno tripartido en Cataluña y el Gobierno de Zapatero, a la vez, poco esfuerzo se ha hecho para disuadir a los independentistas de su insensata aventura, salvo apelar a la ley, que finalmente se ha impuesto, pero hubiera sido necesario aportar argumentos en positivo destinados a las bases del soberanismo para mostrar las ventajas que tiene permanecer en España y las desventajas, que ya se están viendo, de optar por una hipotética separación, que legalmente hoy no es posible. Pero en el PP se han conformado con advertir a los “indepes” de que se iban a topar con la ley, que finalmente se ha aplicado, y ahí se ha visto la sorpresa en las filas soberanistas, convencidas por sus jefes de lo bien que iban las cosas sólo con pasearse.     
Otra cosa hubiera sido que, en estos años, Puigdemont, Junqueras y la plana mayor del independentismo hubieran dicho algo diferente a sus seguidores. Y en vez de animarles salir a la calle, participar en actos festivos y engatusarles con el argumento de que con banderolas y camisetas se lograba la independencia de Cataluña mediante una higiénica, rápida e indolora “desconexión”, les tenían que haber advertido que les invitaban a participar en una revolución, que pretendía fundar un nuevo país a costa de quitar territorio a otro, y que en esa incierta aventura se iban a encontrar sin apoyos en el mundo e iban a topar con el resto de la sociedad catalana y con la resistencia del Gobierno español, que utilizaría sin vacilar (o quizá vacilando, pero es lo mismo) los resortes del Estado para impedirlo. Y entonces la gente se hubiera tentado la ropa antes de seguir.
En este aspecto, la actitud de los dirigentes de esta aventura ha sido, sobre todo, deshonesta desde el principio y cobarde al final.  

Las elecciones van a restaurar la normalidad institucional, que ya es bastante, pero sigue pendiente la tarea fundamental e ineludible de combatir el discurso de los nacionalistas.

viernes, 15 de diciembre de 2017

España, según H. Tecglen

"Viajo mucho, encuentro España bellísima, gente nobilísima, costumbres que tienden al bienestar y un deseo, sobre todo, de que lo suyo no sea ignorado: ni sus escritores o sus pintores ni la carne de olla, cocido o como se le llame. Encuentro una España una, aunque remede a Franco; y la misma incultura que él sembró y que sus seguidores acrecientan: aman la ignorancia. Con todo esto, me escandalizo de que el problema de España está artificialmente situado ahora en los "nacionalismos", que son un desarrollo político de las diferencias insignificantes. Porque lo que me parece significativo es el ser humano, su comida y su guarida, su desarrollo mental, su sexualidad (el amor, claro), sus relaciones entre edades y sexos: en fin, la persona.

La persistencia de las dos Españas, que leo por aquí, sólo la veo como artificial: hay cuarenta millones de Españas. Y en lo que creo es en que sean solidarios: no en que se dividan como enemigos en hombres y mujeres, viejos y niños, vascos y gallegos, del Madrid o del Barcelona, de piso principal o de ático. Igualdad con individualidad" (fragmento).

E. Haro Tecglen, El País, 23/2/2004.

jueves, 14 de diciembre de 2017

La noria nacional. Constituciones

Reflexiones de un borrico

La noria nacional sigue girando, porque, uando se vuelve a plantear la necesidad de reformar la Constitución, torna el Gobierno de Rajoy a poner pegas, entre ellas, que hace falta un consenso como el del proceso constituyente, que, si no recuerdo mal, sólo se consiguió al final. Y no del todo, pues cuando la Constitución se votó en el pleno del Congreso, el 31 de octubre de 1978, ocho de los dieciséis diputados del Partido Popular no dieron su aprobación, lo mismo que los diputados vascos.
El inmovilismo del Partido Popular también en este asunto le hace merecedor de figurar en las filas de los conservadores pertinaces y le aleja de la infundada pretensión de ser una derecha reformista. Derecha sin complejos, como dijo Aznar, pero inamovible.
No se puede decir que en España hayan faltado personas que se plantearon bien pronto la necesidad de dotar al país de un texto, que, a la luz de los principios de la Ilustración y del primer liberalismo, plasmara en un solemne documento lo que se llamaba la constitución social, la anatomía del país o la organización no escrita del cuerpo de la nación, como uno de los elementos fundamentales para salir políticamente del Antiguo Régimen y entrar en la Modernidad.
Tampoco se puede afirmar que haya faltado celo reformador, tanto en un sentido como en otro -para renovar y para conservar-, sino que lo destacable ha sido la inestabilidad política provocada por estos intentos, que han dado paso a lo que podría calificarse como desazón constituyente.
La Carta de Bayona de 1808, la Constitución de Cádiz de 1812, el Estatuto Real de 1834, la Constitución de 1837, la de 1845, la nonnata Constitución de 1856, los cambios constitucionales entre 1856 y 1868, la Constitución de 1869, el proyecto de Constitución federal de 1873, la Constitución de 1876, los proyectos de Primo de Rivera, la Constitución de 1931, las Leyes Fundamentales de Franco y, luego, la Constitución de 1978 son los hitos de una España necesitada de vertebración política -la orteguiana España invertebrada-, pero en la cual la organización del Estado y la articulación de las diversas corrientes ideológicas no ha podido durar mucho tiempo.
En la historia constitucional española, los sucesivos procesos constituyentes pueden ser contemplados como si fueran las crestas de las olas que indican el movimiento profundo de las aguas sociales y los cambios de gobierno y hasta de régimen político. Desde la limitada perspectiva que ofrecía el año 1836, la observación de esta azarosa existencia ya inspiró a Larra uno de sus ácidos epigramas: Aquí yace el Estatuto. Vivió y murió en un minuto.
Ahora, ante el desafío a la integridad territorial planteado por los nacionalistas catalanes, entre otras cuestiones que requieren atención, voces no precisamente extremistas solicitan de nuevo hacer cambios en la Constitución, pero el Gobierno demora la reforma cumpliendo una vez más el que parece designio inexorable de nuestra historia constitucional: que nuestras constituciones no se pueden reformar, sino que están condenadas a pudrirse y a ser reemplazadas por otras de signo político distinto.
En Estados Unidos, que para tantas cosas es el modelo predilecto de la derecha española, la Constitución de 1787 sigue vigente, pero reformada, claro está, por sucesivas enmiendas, doce de ellas en el siglo XX y la última aprobada en 1992. En España, en los 64 años que transcurren 1812 a 1876, sin contar el Estatuto de Bayona, el Estatuto Real de 1834, la non nata Constitución de 1856 y la abortada Constitución federal, tuvimos cinco constituciones con plena vigencia (1812, 1837, 1845, 1869 y 1876). Y en el siglo XX, hemos aprobado dos constituciones, la de 1931 y la de 1978, sin contar las leyes del Directorio militar de Primo de Rivera, que fueron breves, ni las Leyes Fundamentales de la dictadura franquista, de larga vigencia.
Observando cómo se suceden los auges y las crisis, las luces, más bien cortas, y las sombras, más bien largas, en la historia del constitucionalismo español y, por ende, los altibajos en la modernización del Estado y de la sociedad civil, se extrae la idea de un permanente retorno o la impresión de hallarnos, como si se tratase del inalterable volteo de una incansable y consecuente noria, en un país donde no acaban de encajar la democracia política y el desarrollo económico, ni la tradición con la modernización, por mucho que se intente.
Y ahí seguimos, como borricos, dando vueltas a la noria.



Autodeterminación

A vueltas con el derecho de autodeterminación
Es desolador comprobar que, pese al paso de los años, viejas ideas que parecían superadas vuelven a jugar un papel importante en la escena política.
Cuando parecía estar generalmente asumido que nos hallamos en una fase distinta e impredecible de un desarrollo económico que traspasa fronteras y en una coyuntura en que debemos hacer frente de forma ineludible a retos que se plantean a escala planetaria, aparece en España, un país desarrollado, integrado en una alianza continental europea y en otros acuerdos internacionales, la propuesta de fundar, por escisión del país, una nueva república independiente. Proyecto que va en contra de tales dinámicas y que utiliza figuras de ayer para hallar soluciones a problemas de hoy, pues se aduce un franquismo redivivo, que da forma a una opresión colonial sobre Cataluña, y se reclama el ejercicio del derecho a decidir, sucedáneo del derecho de autodeterminación de los pueblos, como remedio a tal opresión.
Hay que disculpar a los más jóvenes entre quienes mantienen tales asertos, fruto, sin duda, de su corta experiencia, pues no conocieron la dictadura, y fruto también de equivocadas lecturas sobre ambos asuntos.
Del franquismo, las nuevas generaciones conocen poco, y lo conocen mal. Sólo  han retenido lo más evidente, los rasgos propios de una dictadura -la represión, la censura, la falta de derechos civiles, la sumisión de la mujer, la policía política, el autoritarismo, la jerarquía, el ordenancismo, etc-, que eran la envoltura política del país, pero conocen poco más. Y del derecho de autodeterminación, a pesar de invocarlo, saben aún menos, pues repiten un tópico sobre la opinión de Lenin, pero desconocen el argumento completo. Les parece un derecho universal, aplicable “urbi et orbi” a gusto del consumidor, y no es así.
Lo primero que salta a la vista es que se trata de un derecho que, por su aparición histórica, tiene, en su formulación más conocida, cien años, y que en cien años el mundo ha cambiado mucho.
Fue enunciado durante la Iª Guerra Mundial, en una de las primeras decisiones del Gobierno soviético, que, en la Declaración de Derechos de los Pueblos de Rusia (15/11/1917), reconoció la independencia de Finlandia y las repúblicas bálticas (ocupadas por Rusia en el siglo XVIII), derecho ampliado a todas sus repúblicas en la Constitución de 1924.
Este derecho fue ratificado por los llamados “Catorce puntos” que el presidente norteamericano Woodrow Wilson expuso en el Congreso, el 8 de enero de 1918, para llegar a la paz, reconstruir un continente devastado por la guerra y servir de base para establecer un nuevo orden mundial. Los Estados Unidos emergían entonces como un gran actor en el escenario mundial y Wilson, que heredaba la vieja aversión de los norteamericanos a las monarquías europeas, apuntaba una salida a las tensiones nacionalistas que latían en cuatro de los grandes imperios que estaban en liza (el zarista, el alemán, el austro-húngaro y el otomano) y, a la vez, trataba de neutralizar la visión bolchevique de dicho principio y los efectos de la propuesta de Trotski de negociar una paz separada para detener el avance alemán en territorio ruso (Tratado de Brest Litovsk, marzo de 1918).
Además del derecho a la autodeterminación, los “Catorce Puntos” propugnaban la libre circulación marina, excepto en aguas jurisdiccionales, la desaparición de las barreras económicas, la creación de una asociación mundial de naciones y un reajuste de fronteras, que afectaba no sólo a los cuatro imperios en declive, sino también a Italia, Francia, Polonia, Bélgica y a los Balcanes. Su aplicación suscitó la aparición de muchas pequeñas naciones y exacerbó los sentimientos nacionalistas, que fueron una de las causas del estallido de la II Guerra Mundial, tras la cual, siguió el proceso de descolonización de los imperios que quedaban (inglés, francés, holandés y portugués), que generó en la izquierda occidental, en la izquierda de las metrópolis, un culto al tercermundismo, que reforzó la interpretación dogmática del pensamiento de Lenin.
Este abordó el tema en varias ocasiones, y lo expuso por primera vez de modo sistemático en las “Tesis sobre la cuestión nacional” (junio de 1913), en las que fijó no sólo el reconocimiento del derecho de autodeterminación (tesis 1 y 2), sino las condiciones y las circunstancias que debían tener en cuenta los partidos socialdemócratas (las izquierdas de entonces) para asumirlo y aplicarlo. Por ejemplo, en la cuarta tesis, advierte sobre la conveniencia de examinar “la separación estatal de una u otra nación en cada caso concreto” y añade: “Por el contrario, los socialdemócratas deben hacer precisamente una apreciación independiente, tomando en consideración tanto las condiciones del desarrollo del capitalismo y de la opresión de los proletarios de las distintas naciones por la burguesía unida de todas las nacionalidades, como las tareas generales de la democracia, en primer lugar, y ante todo, los intereses de la lucha de la clase del proletariado por el socialismo” (…) “Por eso la socialdemocracia debe poner en guardia con toda energía al proletariado y a las clases trabajadoras de todas las nacionalidades para que no se dejen engañar por las consignas nacionalistas de <su> burguesía, la cual, con discursos melifluos o fogosos acerca de la <patria> intenta dividir al proletariado y desviar su atención de los fraudes de la burguesía, que concluye una alianza económica y política con la burguesía de las demás naciones y con la monarquía zarista”.
Para no alargarme más, concluyo que España ya sufrió la liberación de sus colonias en el siglo XIX, cuyos promotores lo hicieron en nombre de otros principios. Por ejemplo, en la Declaración de independencia de Argentina, en 1816, se invoca “al Eterno que preside el universo” para asumir “la voluntad unánime de romper los violentos vínculos con los reyes de España” y en la de Méjico, en 1821, se alude al ejercicio de los derechos concedidos por “el Autor de la naturaleza” para separarse de España. Ambas imitan la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776), que invoca “derechos inalienables” dotados por “el Creador” a todos los hombres, creados iguales.
Naturalmente, Lenin y el gobierno soviético no podían invocar “al Eterno” ni apelar al “Creador” para defender una posición política, sino invocar el derecho de los oprimidos a rebelarse.
En cualquier caso, salvo el asunto de la República Saharaui, la descolonización del imperio español quedó concluida con la entrega del Sahara a Marruecos, en 1975, y, ni contando con la apoyatura de las tesis leninistas ni con la del otro Altísimo Patrocinio, el proyecto de trocear la metrópoli hasta convertir España en un remedo de la Alemania anterior a Bismarck, me parece una idea acertada.

27/10/2017

lunes, 11 de diciembre de 2017

La noria nacional (2). Constituciones

Reflexiones de un borrico

La noria nacional sigue girando, porque, cuando se vuelve a plantear la reforma de la Constitución, torna el Gobierno de Rajoy a poner pegas, entre ellas, que hace falta un consenso como el del proceso constituyente, que, si no recuerdo mal, sólo se consiguió al final. Y no del todo, pues cuando la Constitución se votó en el pleno del Congreso, el 31 de octubre de 1978, ocho de los dieciséis diputados del Partido Popular no dieron su aprobación, lo mismo que los diputados vascos.
El inmovilismo del Partido Popular también en este asunto le hace merecedor de figurar en las filas de los conservadores pertinaces y le aleja de la infundada pretensión de ser una derecha reformista. Derecha sin complejos, como dijo Aznar, pero inamovible.
No se puede decir que en España hayan faltado personas que se plantearon bien pronto la necesidad de dotar al país de un texto, que, a la luz de los principios de la Ilustración y del primer liberalismo, plasmara en un solemne documento lo que se llamaba la constitución social, la anatomía del país o la organización no escrita del cuerpo de la nación, como uno de los elementos fundamentales para salir políticamente del Antiguo Régimen y entrar en la Modernidad.
Tampoco se puede afirmar que haya faltado celo reformador, tanto en un sentido como en otro -para renovar y para conservar-, sino que lo destacable ha sido la inestabilidad política provocada por estos intentos, que han dado paso a lo que podría calificarse como desazón constituyente.
La Carta de Bayona de 1808, la Constitución de Cádiz de 1812, el Estatuto Real de 1834, la Constitución de 1837, la de 1845, la nonnata Constitución de 1856, los cambios constitucionales entre 1856 y 1868, la Constitución de 1869, el proyecto de Constitución federal de 1873, la Constitución de 1876, los proyectos de Primo de Rivera, la Constitución de 1931, las Leyes Fundamentales de Franco y, luego, la Constitución de 1978 son los hitos de una España necesitada de vertebración política -la orteguiana España invertebrada-, pero en la cual la organización del Estado y la articulación de las diversas corrientes ideológicas no ha podido durar mucho tiempo.
En la historia constitucional española, los sucesivos procesos constituyentes pueden ser contemplados como si fueran las crestas de las olas que indican el movimiento profundo de las aguas sociales y los cambios de gobierno y hasta de régimen político. Desde la limitada perspectiva que ofrecía el año 1836, la observación de esta azarosa existencia ya inspiró a Larra uno de sus ácidos epigramas: Aquí yace el Estatuto. Vivió y murió en un minuto.
Ahora, ante el desafío a la integridad territorial planteado por los nacionalistas catalanes, entre otras cuestiones que requieren atención, voces no precisamente extremistas solicitan de nuevo hacer cambios en la Constitución, pero el Gobierno demora la reforma cumpliendo una vez más el que parece designio inexorable de nuestra historia constitucional: que nuestras constituciones no se pueden reformar, sino que están condenadas a pudrirse y a ser reemplazadas por otras de signo político distinto.
En Estados Unidos, que para tantas cosas es el modelo predilecto de la derecha española, la Constitución de 1787 sigue vigente, pero reformada, claro está, por sucesivas enmiendas, doce de ellas en el siglo XX y la última aprobada en 1992. En España, en los 64 años que transcurren 1812 a 1876, sin contar el Estatuto de Bayona, el Estatuto Real de 1834, la non nata Constitución de 1856 y la abortada Constitución federal, tuvimos cinco constituciones con plena vigencia (1812, 1837, 1845, 1869 y 1876). Y en el siglo XX, hemos aprobado dos constituciones, la de 1931 y la de 1978, sin contar las leyes del Directorio militar de Primo de Rivera, que fueron breves, ni las Leyes Fundamentales de la dictadura franquista, de larga vigencia.
Observando cómo se suceden los auges y las crisis, las luces, más bien cortas, y las sombras, más bien largas, en la historia del constitucionalismo español y, por ende, los altibajos en la modernización del Estado y de la sociedad civil, se extrae la idea de un permanente retorno o la impresión de hallarnos, como si se tratase del inalterable volteo de una incansable y consecuente noria, en un país donde no acaban de encajar la democracia política y el desarrollo económico, ni la tradición con la modernización, por mucho que se intente.

Y ahí seguimos, como borricos, dando vueltas a la noria. 

domingo, 10 de diciembre de 2017

Trump imputable

Tendrían que ser los jueces, abriendo un proceso de "impeachment" como hicieron con Nixon, por muchísimo menos, que le obligó a dimitir. Trump, además de ser una bomba para el resto del mundo, es un tipo impresentable para los estadounidenses: mentiroso compulsivo, miente de manera habitual, el Washington Post hizo una estadística que daba un promedio de siete mentiras diarias durante los primeros 200 días de mandato (por muhco menos el fiscal Kenneth Starr le buscó las vueltas a Bill Clinton con el asunto de la becaria Mónica Lewinsky); más de una docena de mujeres han dicho que han sufrido acoso sexual por su parte; es un misógino ordinario que dice que le gusta coger a las mujeres por la entrepierna; ha bajado los impuestos a los ricos; ganó las elecciones con ayuda de los hackers rusos y prometiendo cosas que no ha cumplido, ni cumplirá; ha reactivado el consumo de energías fósiles; ha autorizado la construcción de un oleoducto, que Obama habia paralizado, que atraviesa zonas protegidas y territorios de los indios; se ha querido cargar varias veces el seguro sanitario de Obama (ya veremos si lo consigue); ha sacado EE.UU. de los compromisos mundiales sobre el clima y sobre los refugiados; quiere construir un muro en la frontera con Méjico; persigue a los inmigrantes, y la última ha sido atizar, en favor del reaccionario gobierno de Netanyahu, el conflicto entre israelíes y palestinos. Ese tipo no puede seguir gobernando.

viernes, 8 de diciembre de 2017

La noria nacional (1). Naciones

Reflexiones de un borrico.

A veces tengo la penosa sensación de que, como país, políticamente caminamos pero no avanzamos; andamos pero no nos movemos, como si, por una fuerza ajena, cruel y poderosa, estuviéramos uncidos a una noria, dando vueltas y más vueltas pero sin movernos de sitio, padeciendo un destino similar al de un pobre borrico, que saca agua para otros y camina y camina sin dirigirse a parte alguna.
No sacamos agua, qué más quisiéramos, sacamos temas, problemas y los debatimos una y otra vez, pero ni los resolvemos ni los enterramos ni los dejamos atrás, sino que una vez, tras otra, como cangilones de la noria nacional, vuelven a la palestra política reclamando atención.
Por la presión de los partidos nacionalistas, uno de estos temas recurrentes, que no ha dejado de estar presente en la agenda política desde la Transición (ya lo estaba antes, pero de otra manera), es el de la unidad de España, la unidad o la vinculación de sus regiones (o naciones dicen algunos), porque preguntas como ¿Qué es Cataluña? ¿Qué debe ser Cataluña? remiten a la cuestión de qué es España: ¿Es una nación o sólo un Estado? ¿Es una nación o varias naciones? En todo caso, ¿cuántas naciones? ¿Cuáles naciones?
Esta vieja pregunta se planteó en la Transición, y los partidos de la izquierda, primero casi todos, y después los de la izquierda radical dieron respuestas tan diversas que, realmente, la pregunta quedó sin contestar, y el problema quedó políticamente resuelto con el desarrollo del Estado de las autonomías.  
El resumen de tales posiciones fue, en aquellos días, el siguiente: España no existe, lo que existe es el Estado español; la nación española es una ficción, lo que existe son varias naciones en el territorio peninsular e insular. Pero a la hora de determinar cuántas y cuáles eran tales naciones no había acuerdo.
Tres naciones se admitían por todos como seguras -Cataluña, Euskadi y Galicia- a las que en algunos casos se añadía Castilla, que era la nación hegemónica y opresora de las otras, y el resto era España o el Estado español. En otros casos se admitía también Canarias, que para algunos grupos era claramente una colonia africana similar al Sahara español o a Ceuta y Melilla. Otras naciones probables eran Navarra, Andalucía, el País Valenciano y las Baleares.
En aquellas circunstancias, ningún partido negó la posibilidad de que pudieran surgir más naciones, si así lo decidían los habitantes de ciertas regiones. Ninguno de ellos previó que pudiera haber 17 naciones, tantas como comunidades autónomas hubo luego.
El Estado español era, por tanto, un Estado plurinacional, cuyas naciones eran oprimidas por un centralismo al que no le faltaron calificativos, entre ellos el de fascista o monárquico; era el resto del imperio, que debía seguir el mismo camino que los demás componentes del antiguo imperio español y descolonizarse del todo. Lo que quedase de España importaba poco, dada la extendida aversión de la izquierda a términos como patria y España, de los que había abusado tanto la propaganda de la dictadura.
Abandonada por la izquierda, la unidad de España sería asumida, en su versión más autoritaria y centralista, por Alianza Popular y luego Partido Popular, como uno de los principios más firmes de su programa, con lo cual la izquierda más radical, apostando por la independencia de los hipotéticos fragmentos, regalaba el país entero, e incluso el nombre, a la gestión de la derecha.
Cuarenta años después, se vuelven a plantear las mismas preguntas y volvemos a obtener similares respuestas: España es una nación indivisible, defienden en el partido de Rivera; idea compartida por el Partido Popular, pero con una noción del país más autoritaria, clerical, centralista y uniforme; “España es un Estado plurinacional”, afirma Pedro Sánchez, con una visión que no es compartida por todo su partido; “España es una nación de naciones”, riza el rizo Pablo Iglesias sin convencer a todos los suyos. En cualquier caso, ¿cuántas y cuáles naciones?
A lo mejor, ahora, con más y mejor información que antes, entre todos ofrecen una respuesta más precisa y paramos la noria.  

jueves, 7 de diciembre de 2017

Izquierdas atrapadas

El proceso político -“el procés”- que ha culminado en la fallida independencia de Cataluña, declarada de modo unilateral y vergonzante por la Generalitat, ha vuelto a colocar sobre la mesa dos preguntas -¿Qué es Cataluña? y ¿Qué es España?- e indirectamente otra, también importante y efecto de las otras dos: ¿Qué es la izquierda?
Damos por supuesta la existencia de la izquierda porque algunos partidos así se proclaman, pero ante la recurrente cuestión nacional, o mejor nacionalista, las izquierdas desaparecen, su perfil se disipa en una niebla de declaraciones ambiguas y conciliadoras o en el oportunismo más cortoplacista y garbancero, configurando, en unos casos, una interesada y mercantil colaboración con los partidos nacionalistas, basada en te doy para que me des, el culto “do ut des” o el castizo intercambio de cromos, y en otros, una especie de nacionalismo plebeyo, que se subordina al nacionalismo de rancio abolengo, burgués y pequeño burgués, ante el cual se sacrifican las demandas específicas de los programas de la izquierda.
El problema no es nuevo, pues se arrastra, al menos, desde la etapa tardía de la dictadura, cuando, ante el ocaso del franquismo, desde el PSOE, pasando por el PCE, hasta los grupos de la izquierda más radical defendieron, con alguna rara excepción, el derecho de autodeterminación de las nacionalidades y sostuvieron su vigencia para aplicarlo a España sesenta años después de cuando fue utilizado al concluir la I Guerra mundial, para aliviar las tensiones étnicas y culturales de los imperios derrotados. Parecía como si la alternativa apropiada al modelo de país propugnado por Franco, resumido en la consigna España Una, Grande y Libre, fuera una España troceada en varios países más pequeños, y que la vieja aspiración de la izquierda de conquistar el Estado para ponerlo al servicio de los trabajadores y las clases subalternas hubiera dejado su lugar a la tarea más modesta de disgregarlo en favor de las burguesías nacionalistas periféricas.
Si bien es cierto que los dos grandes partidos de la izquierda -el PSOE y el PCE- corrigieron pronto sus primeras declaraciones, el tema no quedó aclarado ni el problema resuelto para la izquierda con la fundación del Estado autonómico, porque tanto el PSOE como el PCE, y no digamos los partidos situados a su izquierda, otorgaron a los nacionalismos periféricos un duradero plus de legitimidad, como si ante un nacionalismo malo, centralista y unitario, defendido por el Partido Popular, hubiera un nacionalismo bueno, secesionista y periférico, cuyas demandas fueran inobjetables para el resto del país y debieran ser atendidas forzosamente por el Estado.
Así tenemos que casi 40 años después de la fundación del estado autonómico, con la “comprensión” de las izquierdas en unos casos y la colaboración en otros, los partidos nacionalistas han intentado en dos ocasiones alcanzar su máximo objetivo, que es la secesión. La primera fue el Plan Ibarretxe, que, en 2004, en ejercicio de un imaginado “derecho a decidir”, pretendía fundar un Estado vasco independiente asociado a España (algo semejante a Puerto Rico respecto a Estados Unidos); la segunda ha sido la declaración unilateral de independencia de la república catalana, fundada en el mismo y fantasmal derecho.
Para las izquierdas, sumidas en una crisis más general, el resultado de tal colaboración ha sido el inverso: para el PSOE, la pérdida de importancia y la apertura de profundas grietas internas con sus baronías; un viaje a ninguna parte para el PCE-IU, tanto en Galicia, como en el País Vasco, desde la escisión de Lertxundi, pasando por Alternatiba y Anitza, como en Cataluña, desde el poderoso PSUC a la irrelevante ICV-EUiA, y para los restos de la izquierda más radical, la práctica subsunción en el magma identitario. Mientras tanto, las izquierdas han dejado la defensa de la unidad territorial a su más tradicional y enconado adversario, que es el PP, y ahora, en Cataluña, a Ciudadanos.
La propuesta de Pedro Sánchez, respaldada en el 39º Congreso (junio 2017), afirma el carácter plurinacional del Estado, pero mantiene que la soberanía reside en el pueblo español y apuesta por reformar la Constitución en la cuestión territorial. Por parte de Unidos-Podemos, Iglesias afirma que España es una nación de naciones, admite el derecho a decidir y propugna un referéndum pactado para satisfacer las pretensiones de los secesionistas, que hasta el día 21 de diciembre seguirán estando electoralmente en minoría, aunque sea una minoría estruendosa. 
Las dos principales propuestas sobre el tema que hay sobre la mesa no parecen haber acertado al plantear el problema, ni, por tanto, haber dado con la solución, que, para las izquierdas que aspiran a gobernar todo el país, pasa por ofrecer a la ciudadanía, en tanto subsista la actual correlación de fuerzas, garantías de no ceder a los envites de los nacionalistas, que no van a cejar en su empeño de perseguir lo que creen que han tenido al alcance de la mano.


lunes, 27 de noviembre de 2017

Fuero de Guipúzcoa

El Fuero de Guipúzcoa (1697) dice: "Titulo II, Capítulo I. De la grande antigüedad de Guypuzcoa. Del principio de la población de España, después del universal diluvio, y de la parte en que la primera vez formaron su habitación y domicilio, los descendientes del Patriarcha Noé, no se halla noticia cierta en las sagradas letras, pero las hay muy particulares y muy grandemente fundadas en la autoridad común, de que Túbal, quinto hijo de Japhet, y nieto del segundo padre del género humano, fue el primero que desde la Armenia passó a esta región con su familia y compañías, después de la confusión de las lenguas en Babilonia, y de que su primer descenso y mansión huviese sido en las tierras situadas del Río Ebro al mar Océano Cantábrico; lo asseguran antiguos y modernos, con la consideración de la comodidad, que provida la naturaleza, por disposición divina, previno en estas partes de todo lo necesario para la vida humana en la segunda edad del mundo".
Visto lo cual, Ibarretxe, cuando hablaba de mil años, se quedaba corto.


Carlos Blasco de Imaz: Los fueros. Apuntes guipuzcoanos, Irún, Ethos, 1966.

Privilegios vascos

A fines del siglo XVI había en Castilla 133.000 familias a quienes la ley reconocía los privilegios de la hidalguía. En la Corona de Aragón eran menos numerosos; en cambio, la mayoría de los habitantes de Guipúzcoa y la totalidad de los vizcaínos eran legalmente nobles. En realidad, la nobleza universal de los vizcaínos era producto de un equívoco del que ellos supieron sacar partido; más próximo a la realidad hubiera sido decir que entre los vascos existía un régimen de indiferenciación social en el que el estado plebeyo o pechero no existía. El gobierno aceptó la teoría de que puesto que no eran plebeyos tenían que ser hidalgos, ya que no se concebía otra forma de organizar la sociedad. Por lo tanto, bastó acreditar haber nacido en Vizcaya para gozar de todos los privilegios del estado noble, y una sala especial de la Chancillería de Valladolid tuvo la única misión de entender de estos casos.
Tal situación de privilegio acarreó a los vascos en general consideraciones y ventajas materiales, pero tuvo también una consecuencia desagradable: al darse cuenta de que el mantenimiento de dicho privilegio exigía evitar la contaminación con razas reputadas legalmente de inferiores, tomaron medidas muy exclusivistas; fueron ellos los primeros en prohibir la estancia de cristianos nuevos, ya desde fines del siglo XV; y a los habitantes de otras provincias que no podían probar nobleza de sangre los dejaban en la condición de meros residentes, sin derechos cívicos. De esta forma, lo que empezó siendo un sano movimiento defensivo contra los excesos de una sociedad demasiado jerárquica y una salvaguarda de su antiquísima y peculiar democracia vino a teñirse de un colorido racista que desde entonces ha influido profundamente la mentalidad de aquellas provincias.
El caso de los vascos es también singular por el hecho de que, a pesar de su hidalguía, no vivían noblemente, según el concepto general. No sólo labraban la tierra, lo que en último término se concedía que no era incompatible con la nobleza, sino que ejercían toda clase de oficios, incluso los denominados viles y mecánicos. No era desdoro servir a un señor en calidad de escudero, ni entrar al servicio del rey o de un particular en calidad de secretario, profesión en la que los vizcaínos llegaron a hacerse una especialidad; pero era un escándalo a los ojos de los celosos del prestigio nobiliario ver hidalgos, montañeses y asturianos, ejercer en Madrid o en Sevilla oficios mucho más humildes, incluso los de lacayo y cochero.


Domínguez Ortiz, A. (1986): “El sistema jerárquico”, en El Antiguo Régimen: Los Reyes Católicos y los Austrias, Madrid, Historia de España Alfaguara (III).     

Revoluciones exóticas (4). Notas

Respuestas a comentarios a los artículos del epígrafe colgados en FB.

En principio, Monroe hizo una declaración de intenciones para defender no la democracia sino la independencia de los países de América, ante la posible iniciativa de las potencias europeas de recuperar como colonias o impedir la independencia de otras con el impulso de la ola conservadora del Congreso de Viena. Los EE.UU. miraban con prevención a las viejas monarquías europeas, pero sólo podían oponer declaraciones al poderío de los imperios europeos. Inglaterra y Francia, e incluso España, eran potencias marítimas, pero EE.UU., no. La declaración de Monroe se convirtió en doctrina política cuando, tras la victoria sobre Méjico y el tratado de Guadalupe Hidalgo, los EE.UU. fueron más conscientes de su fuerza y pudieron respaldar sus palabras con tropas. Se preparaban para ser un imperio, pero aún no lo eran.

Sí, la guerra del 98 con España es una de las muestras del creciente poder económico y naval norteamericano en el Caribe, lo mismo que en el Pacífico la conquista de Hawai y las Filipinas y la llegada a China. El almirante Mahan había cambiado la estrategia gubernamental de defender las costas por la de conquistar los mares por medio de una potente flota para arrebatar la hegemonía a los británicos.

Se puede hablar de todo eso, naturalmente, pero lo que yo intento en el artículo, aunque creo que no lo he conseguido, es aludir a la época fundacional de los EE.UU. al momento revolucionario, a los primeros documentos, que podrían haber sido de utilidad a la izquierda revolucionaria española en un momento en que esta recurría a experiencias de otros países cuya historia, tradiciones, dimensiones, cultura y situación estaban más lejos de la nuestras que las de EE.UU. En un momento de cambios, hablo de buscar enseñanzas en un país cuando este hizo cambios, no después. De la misma manera, que para muchos jóvenes la revolución de Octubre era sugerente, pero no la época de Breznev o de Chernenko.

Claro, la Ilustración era Europea, pero políticamente prendió en EE.UU. antes que en Europa, mejor dicho que en Francia, porque en otros lugares como en España tardó más. Pero además de, en los franceses, la revolución americana se inspiró en ingleses como Locke o en Tom Paine, entre otros propagandistas. Pero lo importante es que allí se dio primero, lo que en su momento tuvo importancia, pero después, con la evolución de los EE.UU como potencia mundial, para mucha gente, y sobre todo para la izquierda, el momento fundacional quedó oscurecido y declarado políticamente nulo como fuente de conocimiento.

Quizá yo tenga esa idea oficialista de la historia, que tú adviertes; puede ser, y espero que con tus aportaciones me ofrezcas una idea mejor.

Vale. Conocido y estupendo, pero es del medievo, de la sociedad estamental, la sociedad de los siervos de lo que tú hablas. Y sigues en la vía oficialista de la historia, pero desde más atrás. Avísame cuando todo eso que tú citas llegue a la emergencia de la figura del ciudadano moderno y a la proclamación de la república en España antes que en Estados Unidos, pues de eso hablo, no de otra cosa.

Revoluciones exóticas (y 3)

¿Y por qué no mirar a Estados Unidos, cuyos fundadores habían librado una guerra (de guerrillas, como en España) contra la monarquía británica y habían instaurado la primera república moderna? ¿No existían, entonces, semejanzas con nuestra Guerra de la Independencia contra la Francia napoleónica y con los primeros intentos de instaurar un régimen político antiabsolutista sobre una base constitucional? ¿Acaso no merecía España ser incluida en la misma oleada de revoluciones atlánticas, iniciada en Inglaterra en el siglo XVII y concluida con la más temprana independencia de sus propias colonias? ¿Y, acaso, no habían sido los norteamericanos los primeros en garantizar los derechos del ciudadano moderno, a pesar de la flagrante contradicción de privar de ellos a los aborígenes y esclavizar a los afroamericanos?
Pero en los años sesenta y setenta, la izquierda española mantenía una relación muy contradictoria con Estados Unidos. Por un lado, era, como el resto de la sociedad, ávida consumidora de tecnología, de información general y de cultura norteamericana (moda, literatura, arte, cine, música, deporte), pero, por otro, guardaba un gran recelo sobre sus instituciones, pues el gobierno yanqui era uno de los principales valedores de la dictadura de Franco. Además, Estados Unidos era el paradigma del capitalismo coetáneo y mostraba su cara más hosca con el imperialismo, resumido entonces en unos pocos conceptos que lo querían decir todo (expolio de otros países, empresas multinacionales, gobiernos títeres y represión popular, auspiciados por el Departamento de Estado, el Pentágono y la CIA).
Definitivamente, lo aprovechable de Estados Unidos estaba en sus calles, que en aquellos años hervían de protestas; estaba en la rebeldía y organización de la gente, en la lucha por los derechos civiles y la liberación de las mujeres y los homosexuales, en los Panteras Negras, en la contracultura, en los movimientos de estudiantes por la libertad de expresión, en la lucha sindical de los “chicanos”, en la ecología, en el pacifismo y en la oposición a la guerra de Vietnam, no en las instituciones.
Así, podíamos discutir con vehemencia sobre las tesis de abril, la revolución de febrero y la insurrección de octubre en la Rusia de 1917, sobre la Larga marcha, el Gran salto adelante y la Revolución cultural en China, sobre los “barbudos” en la sierra y los comunistas en la ciudad, en Cuba, sobre el papel del FLN y los fellahas en Argelia o sobre la ruta “Hochimin” y la ofensiva del Tet en Vietnam, sin saber mucho más acerca de esos países, pero no debatíamos sobre la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia, sobre la Declaración de Independencia, sobre el federalismo, impulsado por Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, tan oportuno hoy como en los años de la Transición, y sobre la Constitución federal de 1787, con su inteligente adición de Enmiendas.
Nos perdimos, en un momento muy propicio, un buen debate sobre eventos políticos de un país más semejante al nuestro, y al que en ciertos aspectos tratábamos de imitar aunque no lo reconociéramos, cuyo origen se debía a otra de las revoluciones exóticas o a la primera de ellas en el Nuevo Mundo.
Por ello, hay que reconocer las razones de Hanna Arendt cuando escribe: Lo realmente importante fue que la tradición revolucionaria europea del siglo XIX no mostró más que un interés pasajero por la Revolución americana o por el progreso de la República americana. En abierto contraste con el siglo XVIII, cuando mucho de la Revolución americana, el pensamiento político de los “philosophes” se amoldó a los acontecimientos e instituciones del Nuevo Mundo, el pensamiento revolucionario de los siglos XIX y XX se ha comportado como si nunca se hubiera producido una revolución en el Nuevo Mundo, como si nunca hubieran existido ideas y experiencias americanas en la esfera institucional y política sobre las que mereciera la pena meditar (…) Este fenómeno adquiere tintes especialmente desagradables cuando hasta las revoluciones que se producen en el continente americano se expresan y actúan como si se supieran de memoria los textos revolucionarios de Francia, Rusia y China, pero no hubieran oído hablar nunca de la Revolución americana (Sobre la revolución, Alianza, 1988, p. 223).
Algo semejante ocurría en España, en los años sesenta y setenta, en las filas de la izquierda revolucionaria. La revolución americana fue una gran desconocida.


Madrid, 9 de octubre de 2017, 50º aniversario de la muerte del Ché.

Publicado en El viejo topo nº 358, noviembre, 2017.

Revoluciones exóticas (2)

Otros jóvenes españoles y europeos, sobre todo franceses, de la misma generación se inclinaron por la versión china de la versión rusa, que era la muy prolongada en el tiempo Revolución Popular, Democrática y antiimperialista, de Mao Zedong en el legendario Celeste Imperio, sabiendo, salvo algunos episodios aislados (Temujín, Kublai Kan, Pu-Yi), aún menos cosas de un país gigantesco, misterioso y hermético, poblado por varias etnias, con una cultura milenaria y una filosofía de la vida completamente alejadas de Occidente y de una España todavía bastante cañí.
También Argelia (Fanon, Ben Bella) y Vietnam (Ho Chi Min) como revoluciones lejanas ejercieron su influjo sobre las jóvenes y jovencísimos antifranquistas  españoles. Y desde luego, la revolución cubana, bien contada y bien cantada, con su aura guerrillera, su épica casi evangélica -Fidel Castro con doce de los suyos- y su música pegadiza fue la que suscitó una adhesión más romántica, no sólo por la cercanía temporal y la proximidad cultural, y por la aportación de Ché Guevara sobre el foco insurreccional, que teorizó Regis Debray en su opúsculo “¿Revolución en la Revolución?” y que le vino muy bien a ETA, sino también por la muerte de su promotor (de la que se ha cumplido en octubre medio siglo), que comprobó en carne propia el fracaso de su teoría en las selvas de Bolivia, dejando a muchos de sus seguidores en una terrible orfandad. Pero, ¿cuáles eran las razones que empujaban a los jóvenes izquierdistas españoles hacia las revoluciones exóticas?
Por un lado, la atracción por lo que llegaba de fuera de nuestras fronteras con el aura del éxito y la ausencia de revoluciones españolas en las que inspirarse, pues, en España, tierra de insurrecciones, motines populares, pronunciamientos militares y guerras civiles, los intentos revolucionarios rara vez concluyen con éxito o su duración es efímera. Ya lo advirtió Marx en uno de sus artículos para el New York Daily Tribune: España no ha adoptado nunca la moderna moda francesa, tan al uso en 1848, de empezar y terminar una revolución en tres días. Sus esfuerzos en este terreno son complejos y más prolongados. De tres años parece ser el plazo más breve a que se constriñe, si bien el ciclo revolucionario abarca a veces hasta nueve años (…) Ni el político más agudo puede predecir cuánto durará el actual ni cuál será su desenlace (…) A pesar de estas repetidas insurrecciones (1808, 1820, 1834, 1854) no ha habido en España hasta el presente siglo revoluciones serias.
En Francia las cosas han sido distintas, más drásticas y eficaces, y, desde luego más duraderas, pero, para los jóvenes revolucionarios españoles, la Revolución de 1789, más conocida pero entendida como prototipo de revolución burguesa, aunque ofrecía aprovechables enseñanzas sobre las clases subalternas -el tercer estado de Sieyés y la actividad de los sans-culottes-, representaba, al fin y al cabo, el triunfo del enemigo de clase por muchos derechos del hombre y del ciudadano que proclamara, de modo que sus conquistas debían ser superadas por una auténtica revolución proletaria. De Olimpia de Gouges y los derechos de las mujeres, la mayoría de los varones no habíamos oído hablar. La Revolución seguía siendo cosa de hombres, como cierta marca de coñac, según rezaba el anuncio de un célebre brandy jerezano de la época.
También nos empujaba la carencia de información fiable sobre países tan lejos del nuestro en todos los aspectos, como los arriba citados, y la ausencia de una investigación rigurosa y prolongada que nos acercara a la realidad de sus sociedades por encima de las deformaciones de la propaganda, que tanto a favor como en contra nos alcanzaba, de modo que, teniendo encima la persistente cantinela del régimen franquista contra el perverso comunismo financiado por Moscú, dimos más crédito a la propaganda que coincidía con nuestras ingenuas y juveniles pretensiones.
No faltaban en aquella izquierda grandes dosis de improvisación y dogmatismo, y de reverencia por las acciones de otros (por muy gloriosas que hubieran sido), impelidas por las ganas de acabar con la dictadura y por una fe ciega, o bastante cegata, en la teoría, o mejor doctrina, sobre la Revolución, entendida como un elástico traje para todas las tallas, que precisaba sólo ajustes en las sisas y en el dobladillo de mangas y perneras para sentar como un guante; un modelo prêt a porter adaptado a las necesidades del consumidor revolucionario para vestir apresurados cambios de régimen.
El resultado solía ser la copia, la imitación, la falta de originalidad de “soluciones” construidas sobre la plantilla de revoluciones, un día triunfantes y ya un tanto ajadas, en países lejanos, económicamente dependientes o en desarrollo, en sociedades agrarias o poco industrializadas, con tradiciones políticas, religiosas y culturales que se hallaban a gran distancia de las nuestras.
El modelo que podía satisfacer la búsqueda de las contradicciones antagónicas de la lucha de clases que habían desaparecido en Europa estaba en el Tercer Mundo, en la lucha anticolonial, que reposaba en gran medida en dos supuestos no del todo ciertos: en la roussoniana teoría del buen salvaje y en la maldad de los hombres blancos occidentales; en la pureza y la inocencia de las poblaciones autóctonas, que luchaban por su tierra, su cultura y su riqueza, por un lado, y en la demostrada avaricia y crueldad de los colonizadores, cuando aún no se habían percibido del todo los excesos, carencias y deformidades de regímenes socialistas, socializantes, nacionalistas o populares, producto de tantas heroicas guerras de liberación con resultados tan parcos. Aunque ya había indicios de su degeneración, pero se atribuían a las insidias de los gobiernos occidentales, a la subversiva acción de las empresas multinacionales y los servicios secretos (la CIA, el MI6 o la Sureté, que tampoco era manca) y a la incansable propaganda del enemigo imperialista en el mundo bipolar de la guerra fría y, por otra parte, se esperaba que más pronto que tarde dichos excesos pudieran corregirse a medida que tales revoluciones madurasen. No fue así.

                                                                       *

Publicado en El viejo topo nº 358, noviembre, 2017.

domingo, 26 de noviembre de 2017

Revoluciones exóticas (1)

Se cumple este otoño el primer centenario de la Revolución de Octubre en Rusia, la gran convulsión política del recién iniciado y conflictivo siglo XX, cuyas consecuencias se habrían de notar el resto de la centuria e incluso marcarla profundamente, como señala Hobsbawm en su “Historia del siglo XX. 1914-1991”, cuyo final, como siglo corto, hace coincidir con el ocaso de la era soviética.
En Rusia, en medio de la Gran Guerra europea, se había constituido por la fuerza pero inicialmente con escasa violencia, el primer sistema productivo alternativo al capitalismo; una sociedad de trabajadores, gobernada por trabajadores, instituida, en principio, sobre supuestos políticos distintos no sólo a la economía capitalista sino a la sociedad burguesa. Era una teoría llevada a la práctica; una utopía con visos de ser realizada, que inauguraba la oposición ideológica, política y militar entre dos sistemas -capitalista y socialista-, que habría de afectar en el futuro a la vida de millones de personas.
El mundo capitalista y la sociedad burguesa vieron ese alumbramiento con estupor. Del temor a que el ejemplo se extendiera y pusiera en peligro el orden dominante vino el envío de tropas de catorce países en apoyo del ejército de los guardias blancos para acabar con el poder soviético. Fueron derrotadas, pero después de intervenir durante tres años en el conflicto mundial, la guerra civil, aún victoriosa, dejó humana y económicamente exhausta a la nueva Rusia y supuso el primer gran obstáculo a la Revolución, que en buena medida quedaría afectada en su evolución por ese acontecimiento.
En España, para los jóvenes de mi generación, que en los años sesenta estaban en la veintena y vivían empeñados en acabar con la dictadura franquista, la Revolución de octubre de 1917, Revolución Bolchevique o simplemente Octubre, era un ejemplo, lejano pero aún lleno de vigor, sobre lo que se podía hacer para cambiar el mundo y, sobre todo, para cambiar de régimen político; un modelo de revolución proletaria, y el Consejo de Comisarios del Pueblo presidido por Lenin, el primer gobierno obrero de la historia, después del efímero ensayo de la Comuna parisina.
A pesar de la deriva burocrática y de los excesos del período estaliniano, malformaciones presuntamente subsanables, que no tenían por qué repetirse en otras latitudes, Octubre era un ejemplo a imitar, porque era la prueba fehaciente que verificaba la teoría (y la profecía) sobre la Revolución, así con mayúscula, que ya no era una simple palabra, una consigna o una nebulosa posibilidad de cambio, sino el fatal destino de una ley histórica; el modo de cambiar un régimen político de modo favorable a las clases subalternas, plasmado en la toma del poder por los trabajadores y sus aliados; era un cambio drástico que implicaba una ruptura con el sistema político anterior y colocaba las bases para emprender un proceso de profundas reformas que condujera hacia un sistema colectivista, indudablemente mejor, más justo y más igualitario que el capitalismo movido por el ansia de satisfacer el interés material de los individuos y, en particular, de los poseedores de capital.
Las ganas de acabar con la dictadura de Franco y la prisa juvenil por cambiar el mundo abonaban la impaciencia y hacían creer en la posibilidad, más aún, en la necesidad, de promover un cambio político que instaurase, con el gobierno de las clases subalternas, la justicia, la libertad, la fraternidad y un equitativo reparto de la riqueza, y tal cambio sólo podía venir de una revolución triunfante.
Así que los jóvenes izquierdistas de entonces, animados por los sucesos de los tumultuosos años sesenta, buscaron inspiración en las revoluciones triunfantes y Octubre fue una de ellas. Y sin saber mucho sobre Rusia, esa es la verdad, o mejor dicho, desconociendo su larga historia, salvo lo concerniente a los sucesos de 1917, pero convencida por las leyendas que la rodeaban más que por los áridos y polémicos escritos de Lenin y otros bolcheviques, mucha gente joven tomó la otoñal insurrección bolchevique como un modelo, a veces puro, de revolución socialista, y otras veces mezclado con algún aporte más actual.

                                                           *

Publicado en la revista El viejo topo nº 358, noviembre, 2017.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Flores D'Arcais. Diferencias

Y entretanto, la voluntad de prepotencia del <nosotros> recorre el mundo y coloniza la cultura, a través del pensamiento único de un individualismo consumista y teledependiente, masificado, que anula a los individuos en su constitutiva irreductibilidad. O a través de la bandera de las identidades colectivas fuertes, las que cultivan el orgullo de la propia e impermeable diferencia de grupo, desde la raza a la fe, al sexo, a la patria, hasta la banda de barrio y los hinchas organizados. Aquel <nosotros> que inevitablemente se opone a los otros, en los que ve al extraño, al enemigo, a la amenaza, y finalmente, para exorcizar la obsesión del asedio, al material humano disponible, al que hay que someter y dominar (...) Este es el espíritu de los tiempos, que, exaltando ideologicamente la diferencia, la identifica con la verdad de una raza, de una etnia, de un sexo, de una creencia, y con ello la aniquila en su forma auténtica e intratable, que es la del individuo irrepetible.

Flores D’Arcais, P. (2001): El individuo libertario, Barcelona, Seix Barral.