Ni el fracaso en encontrar a Ben
Laden, cuya captura decidió la intervención militar en Afganistán, ni la
revelación de que los motivos aducidos para invadir Iraq -los vínculos del régimen
de Sadam Husein con Al Qaeda y la posesión de armas de destrucción masiva- eran
colosales patrañas, ni el imprevisto camino tomado por la campaña bélica -en
tiempo, dificultades y número de víctimas- han servido para erosionar la
popularidad de G. W. Bush y dar a Kerry la victoria electoral. Ni la
restricción de las libertades -nos acercamos furtivamente hacia el fascismo,
indica Norman Mailer (“¿Quiénes somos?”, El País, 24-X-04)- devenida con
la Patriot Act[i],
y denunciada en el informe anual de Amnistía Internacional. Tampoco las
antisociales medidas de política interior, aplicadas por la Casa Blanca, han
conseguido reducir el voto a los republicanos.
En EE.UU., en los últimos cuatro años
se han perdido 812.000 empleos y el número de parados ha subido a 8 millones,
el 5,5%. En 2004, 45 millones de personas aún carecen de seguro médico, 5,2
millones más que en el año 2000. El superávit fiscal del 2,2% del PIB (236.000
millones de $), dejado por Clinton después de remontar el déficit de 255.000
millones de $ dejado por Bush padre, ha dado paso al déficit del 3,6% (415.000
millones de $) generado por Bush hijo, debido a las rebajas fiscales, en
especial a las grandes fortunas, y al incremento de los gastos de defensa
(401.000 millones de $ en 2005, un 3,4% más que el año anterior) e Interior
(33.800 millones de $, un aumento del 10%), que suponen el 40% del presupuesto
mundial en este capítulo. Pero todo esto -cuatro años de fracasos, según
Stiglitz[ii]-, ha
contado poco en la decisión de 59 millones de ciudadanos de dar su voto a Bush.
Tampoco la caída de la bolsa, acaecida al
comienzos del mandato, como una demostración palpable del peso adquirido por la
economía de casino dentro de la economía nacional, ni los estrechos vínculos de
altos cargos del Gobierno con el mundo empresarial (Cheney con Halliburton,
Perle con Bechtel, Rove con Boeing, Wolfowitz con Northrop o Bush con Carlyle),
como evidente prueba de la conjunción de objetivos entre el interés económico y
el poder político y militar, han logrado reducir el respaldo al Partido
Republicano, que ha mejorado
los controvertidos resultados del
año 2000. Bush ha obtenido 58,8 millones de votos, el 51%, y Kerry 55,3
millones de votos, el 48%. La diferencia no es muy grande, pero el primero
cuenta con mayoría en el Senado y en la Cámara de representantes.
Los valores neoconservadores
Robert Kagan, uno de los teóricos de
los neoconservadores, escribe (Poder y
debilidad, p. 130): El 11 de septiembre no cambió a Estados
Unidos; sólo los hizo más estadounidenses. Y los republicanos han
aprovechado a su favor la oleada de emoción patriótica surgida entonces, porque
el argumento de la patria en peligro significa no sólo la posibilidad de sufrir
otra agresión militar o terrorista, sino que los valores americanos están en
peligro. En este aspecto, el equipo de C. Rove, muy hábil en estas
estratagemas, ha logrado apropiarse de la idea de nación como símbolo
compartido y redefinirla desde el punto de vista de los valores conservadores
que defiende el Partido Republicano, mostrados como los verdaderos valores
norteamericanos. Que no son los únicos, porque otra parte importante de los
electores ha percibido que los valores americanos son otros, más cercanos a lo
que representa Europa. Nueva York es una isla de la costa de Europa,
señala una mujer, en un artículo de Joseph Berger[iii].
Así, pues, estas elecciones han revelado la
existencia de dos sociedades -dos Américas- separadas política y
moralmente, incluso geográficamente. Pues el predominio demócrata está en los
estados costeros del Pacífico, del nordeste y de los lagos y en la ribera
norteña del Misisipí, y el predominio republicano en el interior y en el sur
del país, escindido, como escribe John Tierney[iv],
entre los que viven junto al agua y los que no. Este autor reproduce las ideas
de un miembro de la Fundación Nueva América, que sostiene que la “nueva
frontera” está tierra adentro, en las ciudades interiores, porque las urbes
costeras como San Francisco, Boston o Nueva York se han convertido en ciudades boutique.
El caso la última es paradójico, porque los habitantes de la ciudad martirizada
por Al Qaeda, que podrían haber sido más sensibles al apocalíptico mensaje de
Bush sobre el terrorismo, han votado masivamente por Kerry. Ninguna de las
personas que puede ser alcanzada por un atentado terrorista votó por Bush,
asegura un neoyorquino en el artículo de Joseph Berger, quien indica que tres
de cada cuatro neoyorquinos han votado a los demócratas, y que Bush, tanto en
el Bronx como en Manhattan sólo ha recibido el 17% de los votos.
Simplificando mucho, pues la sociedad no está
tan homogéneamente repartida como indican los mapas electorales, tendríamos una
América escindida entre los habitantes de la costa, abiertos al mar y cosmopolitas,
y otros, en el interior, representando a la América bíblica, fanática y
anticientífica, cuyos arcaicos valores morales, con una actitud muy próxima a
la dictadura, se consideran obligatorios para el resto de la sociedad. Que son
los que han triunfado en las elecciones del pasado noviembre.
El nuevo orden mundial
Podría parecer que a Bush II le ha dado
resultado electoral el discurso de la patria en peligro, porque, efectivamente,
los EE.UU. están en amenazados, y que la beligerante política de su primer
mandato ha sido una respuesta a los atentados de septiembre del 2001. Sin
embargo, situada la coyuntura dentro de un proceso a largo plazo esta impresión
es engañosa, porque Bush II es un seguidor de la involución política e ideológica
que comenzó hace 25 años con la campaña de Ronald Reagan para llegar a la Casa
Blanca, se afirmó con sus dos mandatos (1981-1989) y con el de Bush I
(1989-1993), se atemperó con Clinton (1993-2001), y ha vuelto a reafirmarse, de
modo alarmante, con Bush II.
Si el mandato de Reagan fue una
reacción política ante el vendaval progresista de los años sesenta y los
titubeos de Carter, el primer mandato de Bush II ha sido una reacción contra la
Administración Clinton, acusada de débil por los halcones republicanos. Pero
por debajo de lo que pueden parecer inmediatos movimientos pendulares de acción
y reacción, ambos mandatos están unidos por una profunda corriente de ideas y
actitudes conservadoras que desborda el marco nacional norteamericano y se
extiende por occidente, generando, como reacción, posturas similares en el
resto del mundo, aunque de signo político contrario.
Si se analizan las acciones fundamentales de
la Administración de Bush II se comprobará la afinidad con las seguidas en su
día por Reagan[v], pues están animadas por
el mismo espíritu y elaboradas en muchos casos por las mismas personas.
Examinada a largo plazo, la reacción conservadora, representada por los tres
gobiernos republicanos (Reagan, Bush I, Bush II), muestra no sólo una gran similitud,
sino la persistente lógica que la anima a través de las coyunturas. Así,
Reagan, en su papel de fundador, o instaurador de la llamada “revolución
conservadora”, acomete la tarea de acabar con el “imperio del mal”, que
entonces era la Unión Soviética y los países del Pacto de Varsovia, por el
procedimiento de acentuar la tensión diplomática, aumentar la intervención en
terceros países y proponer el rearme de los EE.UU., generando con ello una
emulación en el campo contrario que acentúa los graves desequilibrios de la
economía soviética.
El desmoronamiento del imperio soviético,
desinflado como un globo pinchado entre 1989 y 1991, provoca una reacción
exultante entre los conservadores de todo el mundo, desde EE.UU. hasta el
Vaticano, que acentúa las tendencias expansivas de EE.UU. Fukuyama refleja muy
bien este momento de euforia en el artículo “El fin de la historia”, publicado
en la revista The National Interest, dirigida por el conservador Irving
Kristol, donde afirma la definitiva supremacía del liberalismo[vi], una
vez que ha vencido al último de sus
adversarios.
En 1991, Bush I anuncia el nuevo orden
mundial. La principal acción bélica de la etapa es la operación Tormenta del
desierto (Iª Guerra del golfo), destinada a obligar al hasta entonces
aliado Sadam Husein a renunciar a la reciente anexión de Kuwait, país también
aliado de EE.UU. Husein pudo conservar el poder, pues el mandato de la ONU, que
amparó la intervención, no pretendía su deposición sino sólo desalojar de
Kuwait a las tropas iraquíes. También es posible, como señaló el general
Schwartzkopf, que ni el Gobierno ni la opinión pública de EE.UU., todavía bajo
los efectos de la guerra de Vietnam, hubieran aceptado más bajas en el ejército
norteamericano como precio de prolongar la campaña hasta derrocar a Sadam.
Aunque, a la vista de cómo luego la Casa Blanca ha reaccionado ante los
mandatos de la ONU, cabe imaginar que había otro motivo para mantener el
régimen -despótico pero laico- de Sadam, como podría ser el de contener una
posible expansión islamista desde Irán, difícil de afrontar con un Iraq
posiblemente fragmentado tras el derrocamiento de Sadam. Pero, una vez
conjurado este peligro por la consolidación interna de la revolución islámica
iraní y por la pérdida de virulencia debida a la muerte de Jomeini y a la
aparición de tendencias moderadas dentro del propio régimen, la dictadura de
Husein dejaba de ser necesaria y se convertía en una molestia en la zona. Su
caída, que la Casa Blanca confiaba a una revuelta interna, que fracasó, era
cuestión de tiempo.
El tablero queda diseñado, pero el
triunfo del Partido Demócrata en noviembre de 1992 interrumpe la tendencia.
Clinton acepta el nuevo orden mundial pero adjudica a los EE.UU., que viven un
momento mágico de su historia, un papel dirigente, no dominante[vii],
pues percibe que, a causa del derrumbe del bloque soviético, el orden
internacional se ha hecho más complejo y, junto a Rusia, han aparecido
potencias económicas como China, la India y la Unión Europea. En la configuración
de este incipiente nuevo orden, EE.UU. debe ejercer un papel dirigente, pero
respaldado por las instituciones internacionales, pues, aunque aún no han
encontrado la forma adecuada, representan mecanismos de cooperación,
preferibles al conflicto. En consecuencia, el presupuesto de defensa se coloca
por debajo del 3% del PIB.[viii] El
papel de EE.UU. en este concierto fue definido por la secretaria de Estado,
Madeleine Albright, con el término, a todas luces ambiguo, de nación
indispensable.
Mirado desde hoy, el mandato de
Clinton, a pesar de las renuncias a su propio programa, puede ser visto como un
interregno en la larga etapa de gobiernos conservadores cuyas tendencias,
difícilmente reversibles, pudo atemperar pero no detener. El mismo talante del
personaje, su relación de pareja con una mujer de gran valía política y su modo
de vida, más liberal y salpicado con un escándalo amoroso, marcaron una
diferencia con respecto a los constreñidos gobiernos republicanos, rezumantes
de religión y moralina.
Junto con las circunstancias
anteriores, la puesta en circulación del polisémico concepto de globalización[ix] pudo
dar la impresión de que el mundo, una vez descongelado por la
desaparición de uno de los bloques hegemónicos de la guerra fría, había entrado
en una fase de ebullición en la que las relaciones multilaterales iban a
adquirir cada vez más importancia. Imperio[x], la obra de Negri
y Hardt, es consecuencia de esta impresión en la izquierda al describir la
existencia de un imperio constituido -o constituyéndose- por una red mundial de
instituciones jurídicas, dirigido por una suerte de burocracia cosmopolita; es
un imperio estructural, en donde faltan los sujetos, tanto los dominantes como
los dominados (la multitud para los autores); un imperio sin emperador
que sucede al imperialismo[xi].
Sin embargo, este vacío en el discurso
de Negri y Hardt iba a encontrar pronto un ocupante. Con la elección del
republicano G. W. Bush, en el año 2000, la figura del emperador se manifestó
con toda potencia y con ella su indeclinable vocación de gobernar el mundo y
pasar de la nación indispensable a ser la nación indiscutible, según la
doctrina elaborada por una legión de teóricos neoconservadores. Uno de ellos,
R. Kagan (obra ya citada), escribe: Es un hecho objetivo que los estadounidenses
han ido extendiendo su poder e influencia en círculos siempre expansivos
incluso antes de fundar su propia nación independiente. La hegemonía que
Estados Unidos estableció dentro del hemisferio occidental en el siglo XIX ha
sido una característica permanente de la política internacional desde entonces.
Más adelante alude al aislamiento, un debatido asunto de la política exterior
norteamericana. El mito de la tradición <aislacionista> de Estados
Unidos es notablemente persistente, pero no deja de ser un mito. Por el
contrario, la expansión tanto de su territorio como de su influencia ha
constituido la incuestionable realidad de la historia estadouni-dense; y no ha
sido una expansión inconsciente. La ambición de desempeñar un papel tan
importante en el escenario mundial está profundamente arraigada en el carácter
estadounidense. Desde la Independencia, e incluso antes, los estadounidenses,
que discrepaban en tantas cosas, siempre compartieron una creencia común
relativa al gran destino de su nación.
Así, pues Bush II, al tiempo que
pretende legitimarse como continuador de la misión fundacional de la República
(bastante lejos, por cierto, de los ideales de Paine o de Jefferson), enlaza
con el legado de Reagan y renueva la “revolución conservadora” haciéndola más
drástica. Los atentados del 11 de septiembre parecen la causa eficiente de esta
agresiva versión del conservadurismo, pero en realidad no son más que el motivo
aducido -El 11 de septiembre a Rove y a Bush les tocó la lotería,
escribe Norman Mailer[xii]-
para desplegar sin complejos el ambicioso proyecto imperialista que está
planeado desde hace tiempo.
En 1992, durante el mandato de Bush I, Paul
Wolfowitz, Subsecretario de Defensa en el ministerio que dirigía Dick Cheney,
vicepresidente con Bush II, supervisó un documento titulado Guía para la
planificación de la defensa[xiii], en el que se
apuntaba una estrategia para la etapa posterior a la guerra fría. La
publicación por la prensa, debida a una filtración, provocó el abandono
del documento, que, sin embargo, anticipaba algunas líneas de actuación que
luego se han confirmado, como la necesidad de afirmar el liderazgo de EE.UU. en
el mundo ante la emergencia de potencias rivales, la soberanía de EE.UU. para
actuar unilateralmente y la descripción de un escenario de conflictos posibles
en el que ya aparecían señalados Iraq y Corea.
En la primavera de 1997, se funda el Proyecto
para el Nuevo Siglo Americano, presidido por William Kristol, que cuenta
con Robert Kagan y Gary Schmitt entre otros. Su objetivo es llamar la atención
sobre la debilidad de las fuerzas armadas y la inadecuada estrategia de defensa
ante el desafío de EE.UU. de asumir el liderazgo mundial.
En el año 2000, un grupo de teóricos
neoconservadores redacta un texto titulado La reconstrucción de las defensas
de América (Estrategia, fuerzas y recursos para un nuevo siglo), en el que
se acusa a la administración Clinton de haber provocado la decadencia de las
fuerzas armadas norteamericanas debido a la falta de inversiones en materia de
defensa. Tarea absolutamente prioritaria para que EE.UU. pueda ejercer su
hegemonía sobre el mundo, como única manera de conseguir seguridad para los
norteamericanos y paz para el mundo. Esta <pax americana> se fundamenta
en una estrategia defensiva que aborde cuatro tareas esenciales: defensa del
territorio, posibilidad de alcanzar la victoria actuando simultáneamente en
varios escenarios bélicos, actuación policial para mantener la paz y
transformación de las fuerzas armadas.
Cuando, en 2001, como respuesta a los
atentados del 11 de septiembre contra el Pentágono y las Torres Gemelas, el
Gobierno emite una serie de medidas
legales de orden interno (Proclamación 7463, de 14 de septiembre,
por la que se Declara el Estado de Emergencia Nacional; La Ley de Autorización
del uso de la fuerza militar, de 18 de septiembre; La Ley Patriótica,
de 26 de octubre de 2001; La Orden militar relativa a la detención,
tratamiento y enjuiciamiento de extranjeros en la guerra contra el terrorismo,
de 13 de noviembre de 2001) se pone en evidencia la estrecha relación entre la
proyección exterior de EE.UU. y la seguridad interior. Estas disposiciones que
otorgan al Presidente los amplios poderes previstos en tiempo de guerra y
limitan severamente los derechos de los ciudadanos, especialmente cuando son
extranjeros, se completan, un año después, con la Ley de Seguridad Nacional
de EE.UU. de 26 de noviembre de 2002.
Pero el texto más importante desde el
punto de vista de la elaboración doctrinal del imperialismo republicano es La
Estrategia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos de América, de
septiembre de 2002[xiv], en
la que se percibe la influencia de los autores, quizá los redactores sean los
mismos, de los textos de los años noventa. En el documento se reafirma la
misión de EE.UU. en el mundo de impulsar la libertad política, concretada en el
sistema democrático, y la libertad económica, definida por un mercado sin
límites. Esta elevada misión coloca a los EE.UU. en una posición preeminente
sobre las demás naciones en particular, incluso sobre las instituciones
internacionales, y le confiere el poder
de actuar unilateralmente. La paz mundial es, por tanto, una pax
americana, que permite a los EE.UU. no compartir el liderazgo y señalar,
según estos principios y, sobre todo, sus propios intereses, a quienes se
apartan de ella, que pueden ser naciones, los estados delincuentes, como los
que integran el denominado <eje del mal>, o bien individuos u
organizaciones terroristas y quienes colaboren de alguna manera con ellos. Por
el papel garante que los EE.UU. deben ejercer en esta nueva configuración
mundial es indispensable que disponga de una capacidad militar que no pueda ser
igualada por ninguna otra potencia.
La actuación de la Administración
norteamericana durante el primer mandato de G. W. Bush ha respondido a lo
enunciado con bastante antelación por esta doctrina. Y esto es lo que,
consciente o inconscientemente, han ratificado con sus votos casi 59 millones
de norteamericanos.
Revista Iniciativa Socialista nº 74, diciembre, 2004.
[i] Providing Appropiate Tools Required to Intercept and Obstruct
Terrorism, Act of 2001.
[ii] Joseph Stiglitz, Premio Nobel de
Economía en 2001, califica así el mandato de Bush, en “Cuatro años de fracasos
de Bush”, El País, 8 de octubre, 2004, p. 15.
[iii]Joseph Berger: “Los neoyorquinos creen vivir en otro
país”, The New York Times/ El País, 11-XI-2004, p. 4.
[iv] John Tierney, “La América profunda
impone su ley”, The New York Times/El País, 11 de noviembre, 2004, p, 1
y 4.
[v] Remito a lo expuesto en los artículos:
“La revolución conservadora. El persistente legado de Ronald Reagan”, Tiempos
salvajes nº 3, otoño de 2004; “El gran comunicador”, Iniciativa
Socialista nº 73, otoño, 2004, y “Ronald Reagan y el imperio del mal”, El
viejo topo nº 198, octubre, 2004.
[vi] Reproducido en El País con el
título “¿El fin de la historia?”, el 24 de septiembre de 1989, pp. 10-11, y posteriormente una respuesta de Fukuyama,
“Respuesta a mis críticos”, El País,
21 de diciembre de 1989, suplemento 110, “El triunfo del liberalismo”.
[vii] Clinton, W.: “Estados Unidos debería
liderar, no gobernar”, El País, 19-XII-2002, p. 11.
[viii] Los neoconservadores acusan a Clinton
de haber aplazado la inversión de 426 billones de dólares en materia de
defensa, en la Declaración de Principios del Acta Fundacional del Proyecto
para el Nuevo Siglo Americano (primavera de 1997), en Alarcón y Soriano,
2004, p. 121 y ss.
[ix] Sobre las acepciones del término,
remito al trabajo de Amelia Jiménez “Nuevos escenarios, nuevas respuestas”,
publicado en la obra colectiva Reflexiones sociológicas, Madrid, CIS,
diciembre 2004, pp.1147-1171.
[x] Hardt, M. & Negri, A (2002): Imperio,
Barcelona, Paidós.
[xi] La obra de Negri y Hardt ha sido
criticada por Atilio Borón en Imperio & Imperialismo, Barcelona, El
viejo topo, 2003.
[xii] Mailer, N.: “¿Quiénes somos?”, El
País 24 de octubre de 2004, pp. 17-18.
[xiii] Ver C. Alarcón y R. Soriano: El
nuevo orden americano. Textos básicos, Córdoba, Almuzara, 2004.
[xiv]
www.whitehouse.gov/nsc/print/nssall.html
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