España
hiede. La fetidez llega a Bruselas, a Berlín y más lejos, pero parece que el
hedor todavía no molesta ni al Partido Popular ni al Gobierno de Rajoy. Debe
ser que nuestros actuales dirigentes carecen de un olfato tan fino como el de
nuestros socios europeos, o que, obedeciendo a un resorte darwiniano, se han
adaptado a vivir con tufo. De lo contrario no se entiende una postura tan
contraria al proyecto de ley de transparencia y a mostrar las cuentas claras, cuando,
obligados por la recesión, pedimos a la desconfiada Unión Europea que nos
asista con fabulosas inyecciones de dinero.
Desde
hace un tiempo, la ciudadanía, no toda claro, pero sí una buena parte, asiste
indignada y perpleja al denigrante espectáculo de una corrupción que se
extiende como un tumor maligno, mientras se aprieta el cinturón para salir de
la crisis. Cada día se conocen nuevos casos de esa lacra que afectan a las
instituciones públicas, y aunque es innegable que la corrupción está bien
arraigada en la sociedad -la economía sumergida se calcula en el 23% del PIB,
con tendencia a crecer, y el fraude fiscal se estima en 80.000 millones de
euros-, da la impresión de que España se corrompe sobre todo por arriba, por
los estratos dirigentes de las instituciones políticas y económicas.
Casi
a diario se destapan nuevos casos de corrupción política y ramificaciones de la
trama Gürtel, que apunta,
presuntamente, a la financiación irregular del Partido Popular. Si en su día,
la corrupción salpicó sobre todo al PSOE, pues el principal caso que afectaba
al PP (caso Naseiro) no se pudo investigar por un defecto de forma, hoy es este
partido el más afectado por casos de corrupción, que se conocen en casi todas
las comunidades autónomas donde gobierna, aunque el PSOE no está libre de casos
recientes (el ERE de Andalucía), ni tampoco otros partidos como Unión
Mallorquina, CiU o Coalición Canaria.
En
España, tierra pobre y propensa a la picaresca que inspiró la literatura del
Siglo de Oro y nutre el periodismo de hoy, la pequeña corrupción está muy
extendida entre los particulares -la trampa, la pequeña artimaña fiscal (la que
Hacienda persigue con más saña), la treta en las facturas (¿con o sin factura?,
¿con IVA o sin IVA?)-, y está electoralmente avalada, pero es por arriba, donde
debería ser mayor la exigencia de honradez y responsabilidad, donde las cifras
dan vértigo por la evasión fiscal de la grandes empresas, por los engaños de
los bancos, por la lentitud y la lenidad del aparato judicial con los poderosos
y por los negocios montados al amparo del poder político, que salpican a las más
altas instituciones del Estado.
La corrupción anega al país, empezando por casos de particulares, pero mucho más
grave, no sólo por la cuantía sino por la falta de ejemplaridad, es la corrupción
surgida al amparo de las instituciones públicas, en particular en las que
representan la soberanía popular. Desde particulares, empresas grandes y
pequeñas, entidades privadas (en su día la PSV, una cooperativa sindical de
viviendas; hoy la organización patronal CEOE, salpicada por quien fuera su último
presidente); empresas públicas y semipúblicas, entidades financieras (las cajas
de ahorros con Bankia y la de Ahorros del Mediterráneo como casos
paradigmáticos), partidos políticos, gobiernos locales y autonómicos. La
infección llega a las más altas instituciones del Estado, pues no se salvan ni
el Ejército (aún colea el caso del Yak-42), ni la judicatura (está reciente el
caso Divar), ni la Iglesia, ni la Casa Real. Lo cual revela no sólo la “madera”
de que está hecha buena parte de nuestra clase dirigente en sus diversas facetas
-política, económica, espiritual o simbólica-, sino la escasa utilidad de los
mecanismos previstos para mantener la conducta de los gobernantes dentro de lo
tolerable y, sobre todo, dentro de la ley, y la impotencia ciudadana para
controlar el uso y el destino de los fondos públicos.
La
generosa autonomía de que dispone la clase política para gobernar sin dar cuentas
y para gastar el dinero público sin contraer responsabilidades, ha ido
sorteando uno tras otro los filtros establecidos para vigilar sus actividades y
evitar las malas prácticas. Así, los ciudadanos, asfixiados por los ajustes
contra la crisis e indignados por las ingentes cantidades de dinero público destinadas
a salvar bancos sin que se pidan explicaciones a sus responsables, se pueden
preguntar de qué sirve el trabajo de interventores, de concejales y consejeros
de Hacienda, de los parlamentos autonómicos, de los diputados del Congreso, de
la Comisión Nacional del Mercado de Valores, del Tribunal de Cuentas, del Ministerio
de Hacienda, del Banco de España, de la Abogacía del Estado o de la Fiscalía General del Estado, cuando no
han podido evitar ni corregir el destino equivocado, el dispendio o el provecho
privado de miles de millones de euros de dinero público. Y llegan a la lógica
conclusión de que tenemos uno de los sistemas democráticos menos transparentes
de Europa y de que la opacidad genera corrupción.
Como
si alguien hubiera levantado la tapa del cubo de la basura, en muy poco tiempo han
ido saliendo a la luz las peores consecuencias de nuestro modelo económico y
las debilidades y carencias del sistema político. En los últimos quince años,
hemos crecido económicamente mucho, pero hemos crecido mal; lo hemos hecho de
forma rápida y desproporcionada, y nos hemos escorado aumentando las asimetrías
del modelo productivo y haciendo de la corrupción un factor que dinamiza el
crecimiento, mientras los mecanismos que debían corregir ambos fenómenos -el
crecimiento del sector de la construcción y el del crédito inmobiliario y la rampante
corrupción- resultaban ineficaces. La crisis ha sido el catalizador que ha
revelado lo que permanecía en estado latente y ha mostrado los preocupantes
signos que anuncian el simultáneo agotamiento del modelo económico y del
sistema político surgido de la Transición.
Como si fuera un buque
viejo, el régimen democrático hace agua y cruje por las cuadernas, pero el
capitán no responde ni aparece por el puente de mando, el contramaestre duda, la
sala de máquinas está casi parada y la sentina apesta, pero a la marinería se
le exige más esfuerzo para poner rumbo al desastre. Y ahí vamos, ¡a toda
máquina!
Nueva Tribuna, 4 de junio de
2012
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