lunes, 27 de abril de 2020

Crónica del asedio. Cuarenta días


Tras la tercera prórroga del estado de alarma, hemos sobrepasado los cuarenta días de encierro, palabra que, en un país taurino, es más apropiada que confinamiento, ¿imagina alguien “los confinamientos de San Fermín”?
Fuera de bromas, confinamiento suena a decisión gubernativa, lo que, en realidad, es, pero a distancia, en un confín, en un lugar lejano e impreciso, como sugiere una de las estrofas -“en todo el mar conocido del uno al otro confín”- de la ”Canción del pirata” -de Espronceda, no de Joaquín Sabina, cuya composición sobre el pirata con pata de palo, tampoco es manca-.
Es decir, que el confinamiento doméstico puede indicar encierro lejos del lugar de residencia, fuera de casa, con lo que dejaría de ser doméstico -en la “domus”, casa en latín-. Al cabo, estos días nos quedamos en casa encerrados, aunque no a cal y canto, que es como se tapiaban, con piedra y argamasa, puertas y ventanas, cuando los dueños dejaban sus viviendas por una larga temporada, para evitar visitas u ocupaciones no deseadas. 
El confinamiento, o encierro, es una decisión acertada, seguida por los gobiernos en todas las epidemias padecidas desde la “peste antonina”, transmitida por las legiones procedentes de Asia menor y esparcida por el movimiento de tropas, que, en el siglo II, diezmó al imperio romano, llevándose por delante la vida de casi cinco millones de personas y presumiblemente la del propio emperador, a la sazón Marco Aurelio.
Nuestro gobierno se ha atenido a esta vieja e higiénica medida con sucesivas prórrogas. La quincena de alarma devino treintena y ésta, cuarentena. Terrible palabra que recuerda los relatos medievales sobre los encierros provocados por las pestes llegadas del Oriente lejano. Y los relatos escritos, como efecto de las mismas, con los que Giovanni Bocaccio, en el “Decamerón”, creó un género narrativo que estos días reverdece con “La peste” de Camus, “El amor en tiempos del cólera” de García Márquez, “El ensayo sobre la ceguera” de José Saramago (no de Sara Mago) o “La máscara de la muerte roja” de Poe.
Un país en cuarentena, eso somos; cuarenta días y cuarenta noches metidos en casa, con nuestras familias -quienes puedan estar acompañados- y muchos con animales domésticos, lo que trae a la mente el relato de la Biblia sobre el diluvio universal, con que Yavéh quiso castigar a sus desobedientes criaturas por su vida disipada.
Cuarenta días y cuarenta noches de lluvia incesante soportaron Noé y su familia,  embarcados en el arca con los animales elegidos, y después, cien días más, añadidos, hasta que el descenso de las aguas dejó varado el artesanal navío sobre el monte Ararat, el pico más alto de Turquía, con más de cinco mil metros de altitud, lo que da una idea de la magnitud de la bíblica inundación, del grado alcanzado por el divino cabreo y, en última instancia, de la desbordada imaginación del autor del relato.
Ahora el diluvio es distinto, no es agua que cae desde el cielo, sino un virus que procede de aquí abajo, de la tierra, que se extiende con rapidez y con efectos devastadores por todo el mundo -2,8 millones de afectados y 200.000 fallecidos, de ellos 23.000 en España-, por lo que parece una amenaza para la supervivencia de la humanidad, y quizá lo sea.
A corto plazo, y con independencia de su evolución, pone en cuestión la vigencia de un modo de producir, que no contempla límites morales, costes sociales ni ambientales, impelido por la lógica de obtener la máxima ganancia con el mínimo de gasto, que obliga a aglutinar personas en grandes urbes y zonas fabriles, especializar áreas productivas, desplazar población, concentrar recursos, extraer materias primas hasta agotar sus fuentes, consumir ingentes cantidades de energía no renovable, transportar mercancías a largas distancias, centralizar las decisiones en supercentros de poder ubicados lejos del control ciudadano y depositar parte del beneficio obtenido en lugares al margen de la ley, llamados paraísos fiscales, tolerados, cuando no alentados, por autoridades mundiales y nacionales.
Lo cual precisa un sistema similar de distribución y consumo -la producción en masa exige consumo de masas-, que, al buscar la máxima eficacia en el contacto entre la oferta y la demanda, concentra multitudes en espacios y lugares adecuados, como son los modernos templos de ocio y consumo, que facilitan, además, la vida social y afectiva dada por la proximidad.
Según Margaret Thatcher, defensora del neoliberalismo extremo y de un individualismo que tenía mucho de patológico, la sociedad no existía; lo que existía eran las personas y las familias.
Tal noción era racionalmente tan absurda como ver los ladrillos colocados en orden y negar la existencia de la casa construida como resultado, además de políticamente demagógica y económicamente interesada, y si nunca pudo ser probada con los hechos, a pesar de que políticamente tendió a ello, no por ello dejó de ser eficaz electoralmente al actuar sobre la ignorancia programada, la habitual falta de interese por asuntos no inmediatos y cotidianos y la vida entregada al trabajo, al ocio evasivo, cuando no embrutecedor, al corto plazo y al dejarse llevar por sentidos y emociones, por gustos e inmediatas apetencias, pero lejos del conocimiento, y más aún de la sabiduría, que caracterizan a buena parte del mundo llamado civilizado, aunque escasamente reflexivo.
Pero, la sociedad es el conjunto de instituciones de todo tipo, formada por una tupida maraña de lazos diversos -familiares, amicales, jurídicos, políticos, laborales, comerciales, etc,-, de relaciones habituales u ocasionales, directas o indirectas, que forman estructuras de trato rutinario u ocasional, de colaboración voluntaria o forzada, y de solidaridad; de supervivencia, en suma, cuya vital importancia se percibe, precisamente, cuando faltan. 
El encierro, la reclusión domiciliaria ante la pandemia, nos ha reducido durante unos días la proyección social al limitar nuestra vida al ámbito de la relación estrictamente familiar, pero, en esta difícil coyuntura, la vida como personas y la supervivencia como especie depende, como nunca, del esfuerzo mancomunado de la colectividad; del funcionamiento de las estructuras de atención, ayuda y solidaridad, en primer lugar, pero sin olvidar otras que están detrás.
Depende de la sociedad, en definitiva, que muestra su finalidad al multiplicar la potencia de las capacidades de los individuos. Y nos recuerda lo esencial, pero habitualmente olvidado: que vivimos agrupados porque somos débiles.


jueves, 23 de abril de 2020

Crónica del asedio. Calleja

Hace un par de días murió el periodista y comentarista, corresponsal político o contertulio, y además profesor universitario, José María Calleja.
La noticia me sorprendió, porque le había oído por la radio hacía poco tiempo y no tenía noticia de que estuviera aquejado por alguna enfermedad. Pero me había olvidado de dónde y de cómo estamos. Cuesta hacerse a la idea de que, además de amigos, poco a poco, pero de manera constante, vaya faltando gente, que, sin ser familiarmente próxima, es ideológicamente cercana y forma parte de ese conjunto de nombres y rostros conocidos, habituales, que forman los primeros círculos no parentales, que van configurando el limitado escenario del mundo a nuestro alcance. Cuesta hacerse a la idea de que, con la ausencia definitiva de personas, se va perdiendo el entorno y se desgasta una época; nuestra particular época y el pequeño mundo que conocemos.
Calleja, con 65 años, que no es edad para morirse, ha sido otra de las múltiples víctimas del maldito “bicho”, el virus que, quién sabe durante cuánto tiempo, nos va a macerar el cuerpo y a llenarnos de veneno el alma, porque hay que ver cómo está el patio político. Pero no voy a insistir en eso ahora.
No le conocía personalmente, pero su muerte me ha entristecido. Mi contacto con él, indirecto y circunstancial, ha sido por su actividad como periodista, en prensa y en radio, y por su labor de tertuliano, con el que solía coincidir cuando hablaba sobre el País Vasco, el nacionalismo o el terrorismo.
Sobre este último asunto, debo reconocer que además de agudo observador y crítico de lo sucedía allí, era valiente en su conducta, en un tiempo en que, para ser crítico con el discurso, pero, sobre todo, con la atroz práctica abertzale, se precisaban muchos arrestos.
Precisamente, como cronista de lo que allí sucedía de manera habitual en los años de plomo, me llamó la atención un libro suyo de título provocador. “¡Arriba Euskadi!” se llama, así, con un par de… pimientos, para soliviantar a tirios y a troyanos, publicado ya hace tiempo, en 2001, en los años en que ETA declinaba, pero aún mantenía muy activas sus legiones de seguidores y, sobre todo, conservaba los medios y las ganas de matar.   
En el libro cuenta casos y cosas, vidas, trayectorias, historias y solemnes historietas vendidas como Historia con mayúscula; hechos y dichos de personajes políticos y de personas corrientes; habla de dobleces, de disimulos y de tácticas torticeras y de verdades a cara descubierta; de fiestas y velatorios; de la vida cotidiana y también de atentados, de redadas, de muertos; de rituales políticos y funerarios, y de verdugos, pero sobre todo de víctimas.  
El índice de algunos epígrafes da una idea del contenido: “Una historia de amor”, “El juicio sin banquillo”, “Payasos de Euskal Herría”, “Madres e hijos escoltados”, “Hacen falta enemigos”, “Dios me ha dicho que es lícito matar”, “Chulos, vividores y cobardes. El negocio de ser nacionalista”, “Tabernas y construcción nacional”, “Encogerse de hombros y comer kokotxas”, “Lagun”, “Extorsión y cruce de miradas”, “Superávit de odio”, “Cómo se hace ahora un atentado”, “Imposible escribir o decir España”, “Las nueces de Arzallus”, “La muerte, un elemento del paisaje”, “La mano que mece”, “Las rodillas de Lluch y las monjitas de Setién”, “Jugando a la pelota”, “Jon Idígoras; de la fiesta nacional a la mesa nacional”, “Cuestión de enterradores”, “Los carnavales y la cabra”, “Las pelotas del pelotari”, “Dignidad es nombre de mujer”. 
Descansa en paz José María, que te lo has ganado. Aunque demasiado pronto se ha callado tu voz necesaria.

viernes, 17 de abril de 2020

Picavea. España inespañola


Después, cuando sucedieron, los chicos a los grandes Carlos y Felipes, vino, por extinción interna de la vida y por horrible desgaste exterior, el agotamiento, la degradación, la ruina total, la vuelta a la barbarie… ¡La España de Carlos II el mísero! En dos siglos, merced a la invasión progresiva de la ola mortal, de dentro afuera, la gran nación meridional de Occidente, maestra de Europa, concluyó inerte e inerme, convertida en el pingajo de El Hechizado, ludibrio de Europa.
Un genio embalsamó aquel cadáver, y le conservó para la eternidad, en pirámide de arte incomparable, puesto en espectáculo a la admiración, lástima, risa y pasmo de las gentes. Era don Quijote, que hace reír al mundo (y a mi llorar lágrimas de sangre), seco el cerebro, ida la mollera, la piel sobre los huesos, las tripas en hábito de vacío, el corazón grande y generoso, y aquella generosidad y grandes al servicio perpetuo de acciones imposibles o de trampantojos que no le importan, disparatada lucha, de la que sale, a la fuerza, lastimeramente malrotado y en ridículo, transhumando su tragicomedia a caballo sobre la imagen del hambre, compañero de imbécil malicioso, en medio de un mundo rufianesco, encanallado y frailuno, y a través de los campos largos, vacíos, interminables de la miseria. ¡Imagen asombrosa de la España inespañola y germanizada!   

Ricardo Macías Picavea (1899): El problema nacional (hechos, causas y remedios), Madrid, Seminarios y Ediciones, 1972, pp. 128-129.


La República (II)


Las moderadas e inconclusas reformas de los gobiernos republicanos, pero sobre todo la creciente radicalidad de los trabajadores y de facciones de la pequeña burguesía, con una orientación cada vez más decidida -antioligárquica, antilatifundista, anticlerical y antifascista-, asustaron a unas clases pudientes que no estaban dispuestas a perder un ápice de su poder y su riqueza.
Como otras burguesías europeas, la española defendía sus intereses de clase y reclamaba un Estado fuerte, que aplicase con firmeza las decisiones económicas precisas para salir de la crisis, redujera a la impotencia a las fuerzas obreras y populares cuyas exigencias iban en aumento y defendiera un modelo productivo que debía asegurar la acumulación de capital a largo plazo.
Por ello, las reservas que, desde 1931, las clases altas habían albergado hacia la República devinieron en franca hostilidad y buscaron una solución violenta, con la esperanza de que un alzamiento militar derrocase al gobierno del Frente Popular y restaurase, en pocos días, “la ley y el orden”. Es decir, que devolviera un poder con pocas restricciones a las élites tradicionales.
Pero la España de los años treinta no respondía ya a las hechuras de la sociedad del siglo XIX, cuando pronunciamientos militares de uno u otro signo podían cambiar gobiernos, sino que era, en parte, una consecuencia de problemas no resueltos (o mal resueltos) del siglo anterior, pero, sobre todo, de problemas del siglo XX, entre ellos la mutación social producida por la progresiva pero desigual implantación del capitalismo y la difícil adaptación política a dicha evolución.
España era un país con un gran peso económico de un sector agrario montado sobre estructuras arcaicas, lo que quiere decir con un gran problema campesino, y además con grandes diferencias de renta entre clases sociales y regiones, con notables desigualdades territoriales, parcial y desigualmente industrializado, sacudido por la lucha de clases, por las demandas del nacionalismo periférico y por las tensiones entre la tradición y la modernidad, entre el laicismo y el clericalismo, en un continente que padecía los efectos de la I Guerra mundial y en el que, ante la magnitud de los problemas económicos, sociales y territoriales planteados, se empezaban a extender las soluciones de tipo totalitario. 
Situada ante tal encrucijada de problemas nuevos y viejos, internos y externos, la II República estuvo atravesada por dos lógicas radicales y opuestas: resolverlo todo a la vez o no resolver nada y volver atrás. Fue una etapa de voluntarismo reformador y de impaciencia, pero de debilidad, de intentos y retrocesos; de forcejeo entre unas masas que pretendían salir de una postergación de décadas reclamándolo todo con prisa y unas clases poseedoras dispuestas a no ceder un ápice en sus privilegios.
Los años republicanos fueron, pues, una etapa de gobiernos inestables, mientras la sociedad se polarizaba políticamente y las izquierdas y las derechas, en medio de continuos enfrentamientos, trataban de reorganizar sus fuerzas respectivas.
La etapa acabó sus días cuando las fuerzas conservadoras, que formaron el bloque del Movimiento Nacional y clerical, se creyeron con la fuerza suficiente como para instaurar el orden que les convenía asestando, el 18 de julio de 1936, un golpe definitivo a sus adversarios; golpe que fracasó y degeneró en una guerra civil de tres años, que mostró tanto la resistencia popular, a pesar de la falta de apoyo externo, de la debilidad y la inconsecuencia de los gobiernos de la burguesía republicana y de la división de las fuerzas de la izquierda, como la persistencia de las derechas en llevar adelante su objetivo hasta el final, que era obtener la rendición sin condiciones del ejército de la República y la completa derrota de sus enemigos de clase para impedir su actividad en varias décadas o quizá para siempre. 
Como en otras ocasiones, España iba a contrapié de los países de su entorno. Europa se rendía al fascismo, pero en España se le resistía. No lo entendieron así los gobiernos democráticos de Francia e Inglaterra, que abandonaron a la República en un intento de aplacar a Hitler con continuas cesiones, que nunca le dejaron satisfecho, pues, como buen totalitario, lo quería todo.
Con su victoria en la guerra civil, Franco colocó España al paso de Europa, y lo que imperaba en suelo europeo eran el nazional-socialismo, el fascismo y sus sucedáneos. España se acomodaba a la peor expresión de Europa.   
Para justificar el golpe militar del 18 de julio, las derechas dijeron que fue una anticipación a una revolución comunista que estaba en marcha, pero era un pretexto bastante burdo; una justificación que escondía los intereses de clase de la burguesía y, sobre todo, de la oligarquía, que, después, la dictadura dejó explícitos con claridad meridiana.
Es cierto que en la izquierda había quienes propugnaban una revolución, pero también quienes se aponían a ella y quienes, sobre todo, la temían, mucho más entre el heteróclito conjunto de fuerzas políticas que, por intereses difíciles de conciliar, estaban al lado de la República.
De la división reinante en el bando republicano dan prueba no sólo los cambios de Gobierno, sino la pronta defección del Gobierno Vasco, que en la primavera de 1937 se desentendió de la suerte de la República y se rindió a Franco a través de los italianos, las tensiones del Gobierno central con la Generalitat catalana, los sucesos de Barcelona en mayo de 1937, un choque civil dentro de la guerra civil, las diferencias entre los partidos republicanos y dentro de las izquierdas. En el PSOE entre los partidarios de Prieto y los de Largo Caballero, entre los propios anarquistas y en los comunistas entre el PCE y el POUM, perseguido como un agente de Franco, por lo que se puede decir que las izquierdas no se unieron para promover una revolución que no todos querían, pero tampoco para defender la República.
La República se disgregó desde dentro hasta el último minuto -Casado y el Consejo Nacional de Defensa, formado por republicanos, socialistas y miembros de UGT y CNT-, mientras el ejército de Franco la asediaba desde fuera.
Así concluyó la guerra y se instauró el régimen franquista, que fue una brutal reacción del arcaísmo contra la modernidad; uno de los movimientos pendulares que han marcado la historia contemporánea de España, y en particular el inestable siglo XIX, recorrido por la lucha entre la reforma y la contrarreforma, entre la acción revolucionaria y la reacción conservadora, alternando breves etapas de progreso -bienios, trienios, sexenios- con largas etapas de reacción.
El franquismo fue uno de esos hispánicos culatazos, ya avisados por Machado: Los políticos que pretenden gobernar hacia el porvenir deben tener en cuenta la reacción de fondo que sigue en España a todo avance de superficie. Nuestros políticos llamados de izquierda, un tanto frívolos -digámoslo de pasada-, rara vez calculan, cuando disparan sus fusiles de retórica futurista, el retroceso de las culatas, que suele ser, aunque parezca extraño, más violento que el tiro.

 https://elobrero.es/opinion/46871-la-republica-ii.html






martes, 14 de abril de 2020

La República (I)


Hoy, día 14 de abril, nonagésimo noveno aniversario de la instauración de la II República, cuando se alzan voces a favor y en contra, parece obligado hablar de ella sin nostalgia y haciendo un poco de memoria sobre las circunstancias que motivaron su aparición y su dramático final.
Tras el efímero reinado de Amadeo de Saboya y el breve y convulso gobierno de la I República, con que se saldó en España el impulso revolucionario de 1868, 
las clases poseedoras, y en particular los grandes propietarios industriales, agrarios y financieros que constituían el núcleo esencial del bloque dominante, habían hallado en el conservador régimen de la Restauración el sistema político más adecuado para defender sus intereses económicos y tratar de sumarse a la revolución industrial, aunque conservando formas políticas y sociales propias de la sociedad estamental, particularmente evidentes en el ámbito rural. Pero en las primeras décadas del siglo XX, los aparatos fundamentales de ese régimen -la monarquía, el ejército y la Iglesia católica- habían perdido gran parte de su legitimidad, de su función simbólica; de su aceptación y respeto para gran parte de la sociedad.
La pérdida de las últimas colonias de ultramar -Cuba, Puerto Rico, Filipinas-, por derrota militar, y la guerra de Marruecos desacreditaban al Ejército, la neutralidad en la I Guerra Mundial había proporcionado pingües beneficios a la industria, que no se habían trasladado a los salarios, la Iglesia, reserva de los resabios arcaicos del Antiguo Régimen, seguía siendo uno de los apoyos más firmes de la realeza y de las clases altas, el Rey jugaba a los soldaditos y se entrometía en la vida política y crecía la presión nacionalista, sobre todo en Cataluña.
La tensión entre las fuerzas sociales que soportaban sobre sus espaldas la peor parte de la industrialización y la permanencia de instituciones de tipo estamental, apenas disimuladas por el simulacro democrático del agónico régimen canovista, viciado por el caciquismo, estalló en 1917. Año marcado por la legalización de las militares Juntas de Defensa, la celebración de la Asamblea de Parlamentarios de Barcelona promovida por Cambó y la huelga general revolucionaria del mes de agosto, tras el ensayo de la de 1909. 
Ante la crisis de la monarquía, a la que Primo de Rivera quiso salvar en 1923 instaurando un directorio militar hasta 1930, la II República llegó por defecto, casi igual que la primera; más que por el impulso de sus partidarios, es decir de la burguesía liberal y reformista y de los sindicatos y partidos de izquierda, por el abandono de la monarquía por parte de la burguesía, como una pieza inservible para sus fines, cuando en Europa aparecían otras formas de gobierno más eficaces para ejercer una dominación de clase, no basadas en la legitimidad tradicional o dinástica, propia de la monarquía, sino en la legitimidad carismática de un sobrevenido dirigente autoritario (un jefe indiscutible, un duce, un caudillo, un conducator, un führer).  
La II República sería, así, un régimen inestable, sometido a la presión del bloque tradicionalmente dominante, que no se resignaba a perder sus potestades, pero precisado de reorganización política, y al empuje de un campesinado miserable y de las masas obreras urbanas, que aspiraban, unas, a mejorar su suerte con el régimen republicano, y otras, a iniciar una revolución, anarquista o socialista, que las librase para siempre de la sujeción al latifundio y a la clase patronal.
Entre estas dos estrategias antagónicas, se hallaban las fuerzas de la pequeña y mediana burguesía republicana, divididas ideológica, política y territorialmente en varios pequeños partidos, que electoralmente dispersaban el voto contrario a la monarquía y a los intereses que representaba.
Hay que tener en cuenta tres factores de ámbito internacional que afectaron de modo importante a la supervivencia del naciente régimen republicano, y que actuaron negativamente sobre los problemas internos.
El primero fue la crisis financiera de 1929, seguida, en los años treinta, por la gran depresión económica, que afectó a Europa y que, en España, empeoró las condiciones de vida y trabajo de la población, aumentó las demandas de los trabajadores, radicalizó las luchas populares y redujo la capacidad financiera de los programas reformistas de los gobiernos republicanos.
Por otro lado, la necesidad de hacer frente a la depresión de forma rápida y eficaz precisaba la centralización de decisiones y la intervención del Estado, bien de forma moderada y concertada, como el New Deal norteamericano y los Frentes Populares europeos, en un anticipo de los modernos pactos sociales, o bien de forma autoritaria, con una especie de keynesianismo militar, que anunciaba ya el rearme previo a la guerra.
El segundo factor fue la crisis de la democracia parlamentaria y la instauración en Europa de regímenes autoritarios, militares, nacionalistas o fascistas, en el contexto de la crisis de hegemonía de la burguesía, del declive del liberalismo y el parlamentarismo, el ascenso del irracionalismo, la exaltación de la fuerza y la violencia como recursos políticos -la guerra como higiene social, según Marinetti- y como actitudes vitales -el vivir peligrosamente del fascismo, despreciando la cómoda vida burguesa-, el desprecio de la democracia y el culto a los dirigentes carismáticos y autoritarios; es decir, el clima emocional e intelectual en que se produjo, según Lukács, “el asalto a la razón”, que preparó el camino al auge del fascismo y el nazismo y al estallido de la II Guerra Mundial.
El tercer factor fue el eco de la revolución rusa de 1917, que provocó dos tipos de reacciones opuestas: como un sistema a temer o como un ejemplo a imitar.
En las clases acomodadas y en la Iglesia, igual que en sus homólogas europeas, la abolición de la propiedad privada, la colectivización y planificación económica, el gobierno popular de los “soviets”, el igualitarismo, la supresión de la Iglesia ortodoxa, el asesinato de los zares y los excesos autoritarios que ya empezaban a conocerse, sumaron, al tradicional miedo a la rebelión de las masas populares, el pavor al comunismo, al bolchevismo ateo y el temor a que se extendiera la “infernal” dictadura del proletariado.
Por el contrario, para las clases laboriosas -también en una etapa de afirmación y reorganización política- y en particular para los braceros del campo y para los estratos más bajos del proletariado industrial, la revolución rusa mostraba un camino posible hacia su definitiva emancipación del capital.
Quedaban así enfrentados el fascismo como solución patronal -burguesa- a la lucha de clases y la revolución social como solución obrera. Y en medio, el inestable gobierno de la II República.



miércoles, 8 de abril de 2020

Oremus

Oremus, brothers and sisters
Parece que no, pero estamos en Semana Santa, una semana un poco rara y poco santa, pero es lo que hay.
Es una Semana Santa sin playa ni monte, sin procesiones, sin escapadas en coche ni cofradías del santo reproche, aunque sí en obligada penitencia doméstica, haciendo vida de cartujos, encerrados en la pequeña abadía de nuestros pisos.
Como no todo va a ser comer torrijas, beber vino dulce, ver series por la tele o leer novelas policíacas escandinavas, sugiero la audición de "In Monte Olivett", responso para miércoles santo, de las "Leçons de tenebres" de Marc Antoine Charpentier (autor del famoso Te Deum que sirve de sintonía a los programas de la UE).
Es corto, el primer minuto es sublime, y brinda 4 minutos de paz. No hace falta hincarse de rodillas en el reclinatorio.

martes, 7 de abril de 2020

Crónica del asedio. Pasaba por aquí


Sí, pasaba por aquí. Aute pasaba por aquí -“siempre de paso, de paso”-, como pasamos todos…por aquí, por este mundo, y siempre camino del otro, sea cual sea la duración del viaje. “¡Ay de ti! ¡Ay de mí! Ni tú ni yo somos culpables…”, simplemente pasamos.
Pero Aute pasaba por aquí cantando, componiendo, pintando, esculpiendo, porque era un artista; más que eso, era varios artistas en un solo cuerpo. Polifacético o quizá renacentista, inquieto, inconformista; interesante, original y musicalmente raro en temas y armonías, pero muy personal, inconfundible. Aunque llegó a la música antes como compositor que como intérprete, ya que se consideraba más pintor o cineasta que cantante -“Más cine, por favor, que todo en la vida es cine y los sueños cine son”-, hasta que tras varios empujones se decidió a interpretar sus propias composiciones. Y ganamos todos.
Sus primeras canciones -Aleluya, Rosas en el mar-, de inspiración más bien surrealista, eran “durillas” de escuchar, pero no dejaban a nadie indiferente.  Tenían un toque intelectual y a la vez satírico, con el sello de los años en que fueron compuestas; testigos de la España y del mundo de los sesenta.
Aleluya era una monótona letanía plagada de paradojas -“una nube desgarrada, una sangre derramada; un reloj con treinta horas, el cartel de no funciona… unas flores en mi tumba, siempre nunca, nunca, nunca. Estas son las cosas que me hacen olvidar este mundo absurdo, que no sabe a dónde va”-. La presentó él mismo.
“Rosas en el mar” fue un gran éxito de Massiel. También era una canción rara, pero no dejaba indiferente con la voz grave de la cantante madrileña, que parecía estar ajustando cuentas con el Poder o convocado a la huelga general -“La libertad, la libertad, derecho de la humanidad… La soledad quiero buscar para poder morir en paz; es más fácil encontrar rosas en el mar”-.
Aute decía cosas interesantes cantando desde el surrealismo o inspirado por el existencialismo de la vida, de lo cotidiano: los amores, los desengaños, los amigos, las traiciones -“Por más que nos pille el estúpido de tu marido”-, de lo efímero de la vida -“un ejercicio de gozo y dolor”-, los recuerdos, los buenos y malos momentos, la fantasía -“Seamos, al fin, Salomón y la Reina de Saba”-.
A veces sobrecogía. Y con “Al alba”, compuesta en recuerdo de las cinco ejecuciones de septiembre de 1975, con que se despidió la dictadura, y cantada por Rosa León, se superó.
El pasado 4 de abril, Aute, que había sufrido hace unos años un infarto de miocardio, empezó su “noche más larga”, o, como buen cineasta, se entregó al “sueño eterno”.
Como despedida, podríamos utilizar la frase que sirve de título a un relato de Eugene Manlove, llevado al cine en una meritoria película de la serie B -“Cuatro caras de Oeste” (Alfred Green, 1948)-. La frase, grabada en castellano en una roca, dice: “Pasó por aquí”.

sábado, 4 de abril de 2020

Crónica del asedio. Ciudad solitaria

Mirando por la ventana -“I’m looking out the window” (Cliff Richard)- y viendo la calle vacía, he recordado una canción de Mina, de los años sesenta. Se llamaba “Ciudad solitaria”, en italiano “Citá vuota”, porque en esa lengua se conoció y tuvo un gran éxito en Italia una canción anglosajona. También lo tuvo en España, en una versión que hizo en castellano la propia Mina, aunque aquí se hicieron otras versiones, que competían, en desventaja, con la de Mina en la radio, en la tele y en fiestorros y guateques.
En origen la canción era norteamericana, pero interpretada por el melódico Gene McDaniels no tuvo mucho éxito. Era raro, porque sus autores fueron los miembros del prolífico dúo Pomus y Shuman, compositores de muchas canciones de éxito de aquellos años. A estas alturas no recordarán a ninguno de los tres nombres, pero estoy seguro de que habrán cantado, tarareado o bailado alguna de sus composiciones.
Las dos canciones más conocidas de McDaniels fueron “Spanish Lace” (“Mantilla española”), que seguía la pista de “Spanish Harlem”, de Leiber y Spector, interpretada por Ben E. King, y “A hundred pounds of clay”, de la cual, el mejicano Enrique Guzmán, tras dejar a Los teen tops, hizo una versión en castellano titulada “Cien kilos de barro”, que fue un gran éxito.
“Con sólo barro los formó, en su creación perfecta”, dicen las primeras estrofas, que se refieren a la mítica creación de los seres humanos por el Gran Alfarero. Que nadie diga, luego, que la Biblia no es bailable.
Respecto a los autores, Doc Pomus y Mort Shuman, eran unos prolíficos compositores estadounidenses de música ligera, que producían para diversos artistas, como otras parejas -música y letra- de autores de la época, como Kern y Hammerstein, Leiber y Stoller, Wise y Weisman, Sedaka y Greenfield, Goffin y King, Mann y Weil, Marcucci y De Angelis, David y Bacharach, Ram y Rand o Tiomkin y Washington, en las películas del Oeste. Como Lennon y McCartney en Inglaterra o, en España, Arcusa y De la Calva (el Dúo Dinámico). Otro día les hablaré de algunas composiciones de estos monstruos, hoy toca hablar de  Pomus y Shuman.
Seguro que recuerdan “Dulces para mi novia” (“Sweets for my Sweet”) interpretada por los genuinos Drifters yanquis (hubo unos Drifters ingleses, que luego fueron The Shadows), aunque los Searchers británicos hicieron una buena versión, aunque más rítmica; “Two fools” de Frankie Avalon; “Surrender” de Elvis Presley; “This magic moments” The Drifters; “Hound dog man” de Fabián; “Wait” de Jimmy Clanton; “Save the last dance for me” por The Drifters. Y muchas otras. 
Volvamos con Mina:
Todas las calles llenas de gente están
y por el aire suena una música.
Chicos y chicas van cantando llenos de felicidad
Mas la ciudad sin ti está solitaria.

O sea, falta un tipo, y la chica se derrite. Con la ciudad llena, pura metáfora. Estos poetas…

miércoles, 1 de abril de 2020

Crónica del asedio. Homenaje


Acaba otro día de encierro con el aplauso vespertino, obligado y con gusto, dedicado a quienes, en primera línea del frente, se baten el cobre con el “bicho”; una microscópica encarnación de la mitológica hidra de Lerna, que multiplicaba sus cabezas a medida que algún valiente -Hércules- se las cortaba, pudiendo tener desde siete hasta diez mil testas, según las leyendas. Cifra fabulosa para las cabezas de una sierpe de aliento hediondo, pero infinitamente pequeña para el virus que se reproduce por millones y se extiende por el mundo buscando cuerpos habitables, como si fuera la última plaga de Egipto.
Así, pues, hay que seguir aplaudiendo cada día a quienes, sin desmayo, supliendo con voluntad la escasez de recursos y con riesgo de su salud e incluso de su vida, cuidan de la nuestra y se ocupan de la ingrata labor de retirar los cuerpos de aquellos que ya la han perdido en esta enconada lucha contra algo que no tiene vida propia, pero cuya existencia depende de la nuestra. Y en este reconocimiento cotidiano caben todos los que se dedican a las diversas tareas sanitarias, presanitarias y parasanitarias, que hoy, como nunca, merecen calificarse de humanitarias.
Este pequeño ritual, efectuado a la caída de la tarde, es el único acto social del día, porque rompe el aislamiento con un breve acto multitudinario, aunque el contacto humano sea lejano, sonoro y visual, de ventana a ventana, e incluso luminoso, pues hay vecinos que encienden y apagan las luces, pero cumple su función aglutinante y renueva nuestro ancestral espíritu gregario, hasta hace poco tiempo bastante sofocado por un individualismo patológico y una lógica de vida que olvida la fraternidad, apremia a competir y denuesta la cooperación.
Junto con el sentido del deber, la piedad y la compasión, que son actitudes que mueven hoy quienes combaten al virus, han quedado como palabras añejas desterradas del habitual vocabulario civil, ausentes del repertorio político y circunscritas al lenguaje religioso, con frecuencia tan retórico y plagado de frases vacías como el discurso político.
El tañido de campana de la cercana parroquia proporciona al homenaje vecinal un aire arcaico, incluso rural, que despierta recuerdos infantiles y remite a otros tiempos e incluso a otro país, alojado en este mismo. 
Mientras dure la pandemia, el homenaje vespertino seguirá siendo necesario, pero cuando concluya este tiempo excepcional, cese el estado de alarma y volvamos a lo que antes se llamaba normalidad -si se puede llamar normal a la precaria situación de la sanidad pública después de la crisis financiera y de los recortes de gasto estatal-, el mejor homenaje a quienes han cuidado de nosotros en estos días será señalar a quienes han sido los promotores del deterioro de la sanidad de todos, y en singular, de los que carecen de otra, a quienes han tenido como objetivo político privatizar servicios y hospitales, enteros o en gestión mixta, hospitales nutridos con pacientes cautivos procedentes de la sanidad pública, sometidos a la maximización del beneficio y administrados como si fueran hoteles, y la entrega, igualmente sin control, de residencias públicas de ancianos a la gestión de empresas privadas que nada sabían de tal menester, ni les importaba, salvo en su resultado económico.  
Lo que nos ha sucedido ahora, no puede volver a ocurrir. Por esa razón, el mejor homenaje que podemos hacer a quienes en estos días cuidan de nosotros es facilitarles su labor en el futuro. Y, en consecuencia, votar a aquellos partidos que se ocupen de aumentar los recursos humanos y materiales de ámbito público, de mejorar los bienes y servicios de uso colectivo, tanto en sanidad, como en enseñanza, en ciencia e investigación.
De aquellos, cuyos principios políticos antepongan el bien público y compartido antes que el interés privado y excluyente, los valores humanos por delante de los valores mobiliarios, la vida antes que la bolsa, el Estado -social- por delante del Mercado y, en definitiva, el país por delante de sus élites, en particular de sus sobreprotegidas élites económicas y financieras.
Y si no existe tal partido, o tales partidos, habrá que fundarlos o refundarlos, porque la inspiración de un nuevo humanismo será una condición necesaria para sobrevivir sin graves conflictos internos ante un futuro incierto, amenazado por nuevas pandemias y por sucesivas crisis del modelo productivo.