Tras la tercera prórroga del estado de alarma,
hemos sobrepasado los cuarenta días de encierro, palabra que, en un país
taurino, es más apropiada que confinamiento, ¿imagina alguien “los
confinamientos de San Fermín”?
Fuera de bromas, confinamiento suena a decisión
gubernativa, lo que, en realidad, es, pero a distancia, en un confín, en un
lugar lejano e impreciso, como sugiere una de las estrofas -“en todo el mar
conocido del uno al otro confín”- de la ”Canción del pirata” -de Espronceda, no
de Joaquín Sabina, cuya composición sobre el pirata con pata de palo, tampoco
es manca-.
Es decir, que el confinamiento doméstico puede
indicar encierro lejos del lugar de residencia, fuera de casa, con lo que
dejaría de ser doméstico -en la “domus”, casa en latín-. Al cabo, estos días nos
quedamos en casa encerrados, aunque no a cal y canto, que es como se tapiaban,
con piedra y argamasa, puertas y ventanas, cuando los dueños dejaban sus
viviendas por una larga temporada, para evitar visitas u ocupaciones no
deseadas.
El confinamiento, o encierro, es una decisión
acertada, seguida por los gobiernos en todas las epidemias padecidas desde la
“peste antonina”, transmitida por las legiones procedentes de Asia menor y
esparcida por el movimiento de tropas, que, en el siglo II, diezmó al imperio
romano, llevándose por delante la vida de casi cinco millones de personas y presumiblemente
la del propio emperador, a la sazón Marco Aurelio.
Nuestro gobierno se ha atenido a esta vieja e
higiénica medida con sucesivas prórrogas. La quincena de alarma devino
treintena y ésta, cuarentena. Terrible palabra que recuerda los relatos
medievales sobre los encierros provocados por las pestes llegadas del Oriente lejano.
Y los relatos escritos, como efecto de las mismas, con los que Giovanni
Bocaccio, en el “Decamerón”, creó un género narrativo que estos días reverdece
con “La peste” de Camus, “El amor en tiempos del cólera” de García Márquez, “El
ensayo sobre la ceguera” de José Saramago (no de Sara Mago) o “La máscara de la
muerte roja” de Poe.
Un país en cuarentena, eso somos; cuarenta días
y cuarenta noches metidos en casa, con nuestras familias -quienes puedan estar
acompañados- y muchos con animales domésticos, lo que trae a la mente el relato
de la Biblia sobre el diluvio universal, con que Yavéh quiso castigar a sus
desobedientes criaturas por su vida disipada.
Cuarenta días y cuarenta noches de lluvia
incesante soportaron Noé y su familia,
embarcados en el arca con los animales elegidos, y después, cien días
más, añadidos, hasta que el descenso de las aguas dejó varado el artesanal
navío sobre el monte Ararat, el pico más alto de Turquía, con más de cinco mil
metros de altitud, lo que da una idea de la magnitud de la bíblica inundación,
del grado alcanzado por el divino cabreo y, en última instancia, de la desbordada
imaginación del autor del relato.
Ahora el diluvio es distinto, no es agua que
cae desde el cielo, sino un virus que procede de aquí abajo, de la tierra, que se
extiende con rapidez y con efectos devastadores por todo el mundo -2,8 millones
de afectados y 200.000 fallecidos, de ellos 23.000 en España-, por lo que parece
una amenaza para la supervivencia de la humanidad, y quizá lo sea.
A corto plazo, y con independencia de su
evolución, pone en cuestión la vigencia de un modo de producir, que no
contempla límites morales, costes sociales ni ambientales, impelido por la
lógica de obtener la máxima ganancia con el mínimo de gasto, que obliga a
aglutinar personas en grandes urbes y zonas fabriles, especializar áreas
productivas, desplazar población, concentrar recursos, extraer materias primas
hasta agotar sus fuentes, consumir ingentes cantidades de energía no renovable,
transportar mercancías a largas distancias, centralizar las decisiones en supercentros
de poder ubicados lejos del control ciudadano y depositar parte del beneficio
obtenido en lugares al margen de la ley, llamados paraísos fiscales, tolerados,
cuando no alentados, por autoridades mundiales y nacionales.
Lo cual precisa un sistema similar de
distribución y consumo -la producción en masa exige consumo de masas-, que, al buscar
la máxima eficacia en el contacto entre la oferta y la demanda, concentra multitudes
en espacios y lugares adecuados, como son los modernos templos de ocio y consumo,
que facilitan, además, la vida social y afectiva dada por la proximidad.
Según Margaret Thatcher, defensora del
neoliberalismo extremo y de un individualismo que tenía mucho de patológico, la
sociedad no existía; lo que existía eran las personas y las familias.
Tal noción era racionalmente tan absurda como
ver los ladrillos colocados en orden y negar la existencia de la casa
construida como resultado, además de políticamente demagógica y económicamente interesada, y
si nunca pudo ser probada con los hechos, a pesar de que políticamente tendió a
ello, no por ello dejó de ser eficaz electoralmente al actuar sobre la
ignorancia programada, la habitual falta de interese por asuntos no inmediatos
y cotidianos y la vida entregada al trabajo, al ocio evasivo, cuando no
embrutecedor, al corto plazo y al dejarse llevar por sentidos y emociones, por
gustos e inmediatas apetencias, pero lejos del conocimiento, y más aún de la
sabiduría, que caracterizan a buena parte del mundo llamado civilizado, aunque
escasamente reflexivo.
Pero, la sociedad es el conjunto de
instituciones de todo tipo, formada por una tupida maraña de lazos diversos
-familiares, amicales, jurídicos, políticos, laborales, comerciales, etc,-, de
relaciones habituales u ocasionales, directas o indirectas, que forman
estructuras de trato rutinario u ocasional, de colaboración voluntaria o
forzada, y de solidaridad; de supervivencia, en suma, cuya vital importancia se
percibe, precisamente, cuando faltan.
El encierro, la reclusión domiciliaria ante la
pandemia, nos ha reducido durante unos días la proyección social al limitar
nuestra vida al ámbito de la relación estrictamente familiar, pero, en esta difícil
coyuntura, la vida como personas y la supervivencia como especie depende, como
nunca, del esfuerzo mancomunado de la colectividad; del funcionamiento de las
estructuras de atención, ayuda y solidaridad, en primer lugar, pero sin olvidar
otras que están detrás.
Depende
de la sociedad, en definitiva, que muestra su finalidad al multiplicar la
potencia de las capacidades de los individuos. Y nos recuerda lo esencial, pero
habitualmente olvidado: que vivimos agrupados porque somos débiles.