Las aventuradas opiniones del Papa Ratzinger sobre la situación de la religión católica en España dejan ver que su habilidad como mareador de dogmas es perfectamente compatible con un gran desconocimiento del país que visita y con una impropia falta de tacto con un Gobierno, que, de manera obsequiosa, le ha recibido con honores (y gastos) de jefe de Estado. Lo cual permite observar que las declaraciones basadas en la hipotética talla intelectual de Benedicto XVI coinciden con las apocalípticas e interesadas opiniones propaladas por el rústico cardenal Rouco Varela, que encabeza una Curia local añorante de los privilegios de la Iglesia durante la dictadura franquista.
Bastante lejos de un
anticlericalismo agresivo similar al de los años treinta, que Joseph Ratzinger
dice percibir en la España de hoy, la situación es justamente la contraria. No
se priva a la Iglesia del negocio educativo, ni se incendian templos ni se
persiguen curas, ni se expulsan órdenes religiosas; no se obliga a los
católicos a divorciarse, a abortar o a contraer ningún tipo de matrimonio que no deseen, ni
se utiliza el credo religioso para discriminar laboral o políticamente a las personas ni para coartar
la libertad de expresión, sino que nos topamos cada día con una Iglesia que conserva
privilegios inaceptables, generosamente subvencionada con dinero público, regida
por una Curia intransigente y belicosa que se entromete en las labores del
Congreso, desafía al Gobierno, deslegitima instituciones civiles, alienta el
incumplimiento de las leyes, incentiva el conflicto social y no duda en sacar a
sus seguidores a la calle, no a cumplir la liturgia o a rezar, sino a atacar al
Gobierno.
Es una Iglesia que, sin el temor de verse juzgada en las urnas, ha adoptado
un decidido papel político al colocarse al frente de las fuerzas sociales más
retrogradas del país y arrastrar al partido de la derecha en su estrategia de enfrentarse
al poder civil. Es la jerarquía católica la que aspira a conquistar y
transformar el Estado civil en una teocracia más o menos declarada, y la que
con un uso permanente de la propaganda alude a los años treinta para
presentarse como víctima de una persecución no igualada en dos mil años, según la
atrevida opinión del secretario de la Conferencia Episcopal. Por lo tanto, en
la España de hoy, el laicismo es una actitud de defensa ante la ofensiva de una
Iglesia, que, incapaz de asimilar los cambios habidos en la sociedad y de
adaptar su abstrusa doctrina a las necesidades de los creyentes de hoy, ha
decidido “iluminar” la vida de los católicos del siglo XXI con las oscuridades
de una reafirmación dogmática propia del siglo XVI.
Es una Iglesia que,
obediente al mandato de Roma de renunciar a los avances del Concilio Vaticano
II, vuelve los ojos a los tiempos del Concilio de Trento, en un país donde el
proceso de modernización ha sido lento, tardío y con frecuencia interrumpido
por retrocesos arcaizantes, a los cuales la Iglesia no ha sido ajena. El último
de ellos fue la rebelión militar del 18 de julio de 1936, que dio lugar a una
guerra civil, la tercera en menos de un siglo, en las cuales no faltó la
instigación de la Iglesia, que guardó para la última el calificativo de
cruzada. Luego, la jerarquía católica apoyó la cruenta posguerra y una larga
dictadura que todavía sigue añorando, porque el general Franco llevó a cabo manu militari (pero ¿cuándo le ha
importado eso a la Curia?) el programa político de la Iglesia, que, en los
años veinte y treinta, se extendió por Europa con ayuda de otros
dictadores.
En fechas posteriores hemos
visto que la Iglesia ha seguido enfeudada con nuevas dictaduras, tan atroces
como católicos eran sus dirigentes, y que sin embargo ha perseguido, con un
rigor acentuado por el celo con que Ratzinger ha ejercido su labor de gran
inquisidor, a los miembros de su grey -como los seguidores de la Teología de la
Liberación- que tenían la osadía de enfrentarse a ellas y poner, naturalmente,
en entredicho el lamentable papel que ejercían las jerarquías locales y las
autoridades de la Curia romana que lo consentían.
Es más, el Papa, como jefe
de gobierno, debería medir mejor sus opiniones, pues, el Vaticano, por la
estructura autoritaria del poder, la opacidad de sus órganos de decisión, la ausencia
de usos democráticos, la marginación de las mujeres y la exigencia a sus
funcionarios de renunciar a su capacidad sexual de manera ordenada (aunque se
tolera y protege que se haga de forma desordenada) es un estado que no cumple
los requisitos que se exigen a otros para formar parte de la comunidad de naciones respetables. Por lo anterior,
no sólo ignora los derechos humanos, sino que los critica precisamente porque
son humanos y, por tanto, inferiores a los mandatos divinos, en los cuales dice
inspirar sus normas de conducta.
Así que menos lecciones de
historia y de moral, que nadie le ha pedido. Que se vaya Benedicto XVI o Benet
Setze, el Papa inquisidor, y que no vuelva. Y a ver si el Gobierno de Zapatero
aprende la lección de una vez y actúa en consecuencia.
Nueva Tribuna, 7 de noviembre,
2010
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