Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, en circunstancias elegidas por ellos mismos, sino en circunstancias directamente dadas y heredadas del pasado. La tradición de todas las generaciones muertas pesa como una losa sobre el cerebro de los vivos.
Marx: El 18 brumario de Luis Bonaparte
El valor heurístico de un
adoquín
Durante
un tiempo, la pesada losa de piedra berroqueña que sella la tumba de Franco
sirvió de metáfora para explicar el éxito del cambio político acometido en
España después de su muerte.
La
lápida de granito pulido, de tonelada y media de peso, que cubre el sepulcro
del dictador en la basílica de Cuelgamuros, se convirtió en la imagen que mejor
mostraba el final de una dictadura de cuarenta años. El colosal adoquín
arrancado de la sierra madrileña, que guardaba el cuerpo del tirano, sepultaba
para siempre su sueño de gobernar después de morir.
Su deseo de asegurar el porvenir
de la dictadura, expresado en la frase “atado y bien atado”, parecía refutado
por el peso del pedrusco. Su voluntad quedaba debajo, y su régimen, caído y bien
caído, soterrado en el valle del mismo nombre. Pero el vigor explicativo de
esta imagen ocultaba lo engañoso del mensaje que intentaba difundir, pues
alimentaba la equivocada impresión de que una vez enterrado Franco, quedaba
enterrado el franquismo, y que, por
tanto, quedaba despejado el camino para instaurar un régimen parlamentario
homologable con los del entorno europeo,
proceso conocido como transición a la democracia, transición democrática o simplemente
como la Transición[1].
No
obstante, la fuerza de la mezcla de cuarzo, feldespato y mica, útil para taponar
los pestilentes efluvios de un cuerpo maltrecho que ya se descomponía en vida,
y mostrar el boato de la última morada del dictador en el Valle de los Caídos, no
era la metáfora adecuada para aludir a la consistencia democrática de la restaurada
monarquía, pues el nuevo régimen, erigido en teoría sobre un lecho de piedra,
ofrecía una base democráticamente feble. Pero durante mucho tiempo una parte
importante de la población española creyó en esta metáfora, y desde luego la
mayor parte de la clase política, que, si no la creyó, al menos fingió creerla
y no escatimó esfuerzos para hacer creer a la gente que hubo una ruptura, si
bien acordada, con el régimen franquista, y que la suprema expresión legal de la
ruptura era la Constitución. Interpretación que ha dado lugar al relato
hegemónico sobre la Transición.
Este relato, en el que se eluden las agudas tensiones sociales -y las víctimas (más de 500 muertos)- y se reparten
halagos para todo el mundo, afirma en síntesis que el cambio de régimen desde
la dictadura hasta la monarquía parlamentaria fue un proceso en sí mismo
democrático -transición democrática-,
cuya realización fue posible por la madurez cívica de que hizo gala el pueblo
español, porque fue conducido de manera serena por una clase política
responsable -tanto la élite procedente del franquismo como la surgida de la
oposición-, por el respeto mostrado por los llamados poderes fácticos, en
particular por el Ejército, y por la intervención de la Iglesia católica en
favor de la reconciliación entre españoles; por haber sido impulsado por un noble
motor -la Corona- y patroneado hasta buen puerto por un excelente timonel -el
Rey-.
La
Constitución elaborada por consenso es el remate de la Transición y el consenso
es el epítome del acuerdo, de manera que en el idealizado relato, hay dos elementos que se han
aireado hasta el cansancio: la lealtad a la Constitución
y la fidelidad al espíritu de consenso.
El
consenso se suele elogiar como disposición a negociar, como el generoso talante
para acordar renunciando a parte de las propias posiciones y también como lo
acordado, lo verificable en textos y disposiciones políticas, pero existe también
un consenso vergonzante, acuerdo tácito e incómodo sobre asuntos oscurecidos, que
forman el legado de la ruptura incompleta con la dictadura, el paquete de cargas
que el país arrastra desde la Transición, que le ha impedido avanzar y modernizarse.
El
precio del régimen democrático, pagado en lo que hoy llamaríamos dinero negro, fue
un silencioso acuerdo sobre lo que debía seguir siendo intocable, pacto que se
resume en un solo mandamiento: no molestar; no molestar a la monarquía, no
molestar a la dictadura (a sus herederos), no molestar a la clerecía, no molestar a la oligarquía
y respetar el orden internacional de la guerra fría.
Los consensos implícitos
La Corona.
Entre los asuntos incuestionables, la Corona es la primera y más visible de las
instituciones heredadas que devienen intocables. La restauración de facto de la monarquía no agota el
consenso sobre la Corona, sino que lo prolonga para conseguir su aceptación
popular o, al menos, evitar las muestras públicas de desafección. Con lo cual,
el consenso implica, primero, la aceptación, y luego, la defensa de la
monarquía. La Casa Real será una institución con una
gestión opaca, y la familia y la figura del Jefe del Estado serán intocables;
ante ellas caben el respeto, la adulación o la indiferencia, pero no opiniones
políticamente críticas. La Corona, como representación simbólica la unidad de
la nación por encima de las diferencias políticas, debe carecer públicamente de
adversarios y cualquier cuestionamiento quedará fuera de las instituciones
representativas.
La Iglesia católica.
La situación de la Iglesia fue otro de los problemáticos legados por la
dictadura, ya que, como uno de los pilares políticos del régimen franquista
disfrutaba de una posición privilegiada en el Estado, reconocida por la Curia
romana en el Concordato de 1953.
Desde
los años sesenta, empujada por el Concilio Vaticano II (1963-1965) y por la
base social más militante (HOAC, JOC), la curia española había logrado
distanciarse algo del régimen y tras la muerte de Franco, la mayor parte de
los miembros de la Conferencia Episcopal apoyó la Transición, pero no por ello
renunció a perder su influencia y sus privilegios, que conservó en gran
parte gracias al acuerdo del gobierno de UCD con la
Santa Sede, emergido en enero de 1979, pero negociado en secreto mientras se
elaboraba la Constitución, en la que tiene difícil cabida.
En
el futuro, la Iglesia perdería privilegios políticos pero conservaría otros,
como reservarse el magisterio moral, no institucional pero no menos
efectivo, sobre ciudadanos y gobiernos, financiarse en buena parte con fondos
públicos, obtener apoyo estatal para conservar el patrimonio histórico y
artístico, retener a los ciudadanos bautizados en un censo administrativo dada
la dificultad de apostatar, realizar actividades doctrinales, sociales y
comerciales (enseñanza en todos los grados, beneficencia, edición, catequesis y
radiodifusión), prestar servicios por cuenta del Estado (en cuarteles,
cárceles, hospitales) y disfrutar de un exclusivo régimen de exención de
impuestos, propio de un paraíso fiscal.
Así
quedó reemplazada la alianza del sable y el altar por la más moderna alianza
del mercado y el altar.
OTAN.
En un mundo dividido en dos grandes bloques ideológicos enfrentados, dirigidos
respectivamente por los Estados Unidos y por la URSS, el régimen de Franco se
había adherido al bloque occidental mediante un acuerdo de defensa suscrito en
1953 con el gobierno de los Estados Unidos.
Como
uno de los elementos de ruptura con la dictadura, todos los partidos de la
izquierda, incluido el PSOE, y de la extrema izquierda propusieron cambiar la
relación bilateral del Estado español con el gobierno norteamericano para
situar España en una posición militarmente equidistante respecto a los dos
bloques. Pero el gobierno de UCD, como continuación a los acuerdos de 1953,
vinculó el Estado español a la OTAN en 1982, permanencia que el gobierno de
Felipe González ratificó. Sobre este tema los ciudadanos pudieron expresar su
opinión en un referéndum[2], en
1986, aunque no pudieron cambiar lo acordado en la Transición.
La dictadura.
El pacto sobre las nuevas reglas del juego democrático no debía afectar a las
viejas reglas del juego autoritario ni a sus jugadores. Esta es la gran
hipoteca de la dictadura, la gran asignatura pendiente, el mayor borrón sobre
la inmaculada transición. Un tupido velo se corrió sobre los subversivos
orígenes del régimen franquista, sobre la represión en la posguerra y las arbitrariedades
de la larga dictadura, que dejaron en la sombra el destino de miles de personas
ejecutadas y desaparecidas[3]. No
hubo voluntaria rendición de cuentas, por parte de unos, ni exigencia de
responsabilidades políticas o penales, por parte de los otros.
Los
aparatos del Estado destinados a mantener el orden y a controlar a la población
siguieron funcionando con sus responsables al frente y conservando en muchos casos la inercia represiva de la
dictadura.
Un
manto de silencio se extendió sobre el ejército, a pesar de las frecuentes
opiniones de sus mandos contrarias a la reforma, sobre los cuerpos de seguridad
y sobre al aparato judicial, en particular, sobre el Tribunal de Orden Público,
especializado en juzgar a los opositores de la dictadura.
La oligarquía.
Este es el pacto más discreto de la Transición, pero el más importante desde el
punto de vista económico y social, porque consolidaba el sistema productivo entonces
vigente y la desigualitaria forma de repartir la riqueza.
Desde
el punto de vista político, de la Transición surge un régimen democrático que permite cierto reparto de cuotas poder al
establecer cauces, si bien angostos, para que las clases subalternas y fracciones de la burguesía no dominante puedan acceder a las instituciones representativas,
pero tal apertura no se siguió en el campo económico, ya que no se abordó el
problema de paliar el desigualitario reparto de la riqueza producida. La
estructura de la propiedad privada de los medios de producción no se tocó y el
capital, en particular el gran capital, pudo seguir ejerciendo su dominio sobre
la sociedad.
El
breve artículo 38 de la Constitución, que reconoce la libertad de empresa en el
marco de la economía de mercado, que aparece neutralizado por otros artículos
que reconocen los derechos de los trabajadores y la defensa de la familia, de
los jóvenes y de los consumidores, y promueven una distribución más equitativa de
la renta, esconde el peculiar modelo de capitalismo español surgido del expolio
de una victoria militar y de un régimen político de excepción que duró cuarenta
años. La Constitución consagraba el poderío económico y la decisiva influencia
política de la clase social vencedora en la guerra civil, que aspiraba a mantener
su poder, y de ser posible, a acrecentarlo, en el nuevo régimen parlamentario.
El
régimen franquista había mostrado a las clases poseedoras lo bien que funcionaba
para sus intereses la conjunción de capitalismo y dictadura; tras la desaparición
del dictador, se trataba de convencer a los sectores más reacios de la
burguesía de que no sólo era posible combinar capitalismo y democracia, sino de
que el nuevo régimen político ofrecía condiciones aún más ventajosas para el
capital privado.
Los guardianes.
Como final, hay que aludir al pacto de los que podríamos llamar los guardianes
de la ortodoxia o mejor de la liturgia de la Transición.
El
régimen representativo establecido en la Transición descansa en un sistema
electoral, que, a causa de sus sesgos, coloca en posición preeminente a dos
grandes partidos sobre todos los demás, tanto en la formación del gobierno como
en la configuración del Estado, debido a las prerrogativas de que gozan para
designar a los miembros -presidentes y vocales- de los órganos que deben
gobernar las instituciones públicas (cámaras, agencias, consejos y tribunales).
La
lógica de la (preconstitucional) ley electoral de 1977, mantenida en lo fundamental
en las reformas posteriores, configuraba de hecho un sistema bipartidista, que
pronto dio lugar a un régimen canovista
que garantizaba, por exclusión de otros, la alternancia de los dos mayores partidos
en el gobierno, hicieran lo que hicieran y lo hicieran cómo lo hicieran.
Las
discrepancias que en otros asuntos separan al PSOE y al Partido Popular no han impedido
que exista un acuerdo de fondo para conservar un sistema electoral que les
proporciona ventajas sobre todos los demás, ya que les confiere el papel de jugadores
imprescindibles en el juego electoral, con más posibilidades de obtener la
victoria o el segundo puesto, que al resto de jugadores, y el de cancerberos
del sistema, pues cualquier reforma importante debe pasar por ellos. El régimen
bipartidista blinda la reforma heredada de la dictadura; el difícil acuerdo de
los dos grandes partidos sobre ciertos asuntos cierra con dos llaves la reforma
del sistema, muchas de cuyas claves están encerradas en la Constitución, pues
tenemos un sistema excesivamente constitucionalizado. Y como los dos grandes
partidos permanecen atados el uno al otro, y, por ende, atan a todos los demás,
pocas cosas se pueden hacer si uno de ellos no lo desea. Este invento perverso
dejó la evolución del país en manos de una camarilla de individuos que disfruta de la
extraordinaria capacidad de ejercer el veto.
En
síntesis, este era el paquete que los consensos, los explícitos y también los tácitos,
de la Transición dejaban atado y bien
atado, y que, desde entonces, ha pesado como una losa sobre la vida del
país. Desatar lo atado, cortar el nudo gordiano del pacto constituyente, librar
el presente de las ataduras del pasado, librarnos del lastre de la condicionada
Transición por la losa del franquismo era la tarea que quedaba pendiente. Y
ante la falta de interés para abordarla por parte de los únicos actores que la
Constitución reconoce, que son los partidos políticos, y en particular por los
que hasta hoy han gobernado, la voluntad de liberarse de ese peso sólo podía
venir de la base de la sociedad, de la actitud de los ciudadanos impelidos por
el deseo de cambiar las cosas. Y eso es lo que está ocurriendo en estos días, cuando,
acuciados por las medidas contra la recesión económica, asqueados por el
comportamiento de la clase política y decepcionados
por el deterioro de las instituciones, los ciudadanos movilizados están cuestionando
una herencia más pesada que una losa de granito.
Tal
vez muchas de las personas que hoy muestran su indignación en las calles no sean
conscientes de ello, pero están oficiando las exequias de una transición que
expiró hace tiempo. Y rompiendo un silencio, que como cantaba Raimon, es
antiguo y muy largo.
Revista Trasversales nº 28, febrero de
2013. Vº año de la crisis.
[1] El tema de la Transición lo he
abordado antes en los siguientes artículos de Trasversales: “La transición inconclusa”, Trvs nº 5, invierno 2006;
”Memoria histórica y cálculo político”, Trvs nº 18, primavera 2010; “Érase un
país desorientado”, Trvs nº 27, octubre 2012; en "Consenso, desmovilización y proceso constituyente" Política y Sociedad nº 16, Madrid, UCM, 1994, y en los libros La oxidada Transición, Madrid, La linterna sorda, 2013, y El lienzo de Penélope. España y la desazón constituyente (1812-1978), Madrid, La catarata, 1999.
[2] La participación fue del 59,42%; votó
a favor el 52,49%; en contra: 39,8%; en blanco: 6,53%.
[3] Este tema ha sido tratado recientemente
por el exfiscal Carlos Jiménez Villarejo y el exjuez Antonio Doñate en Jueces, pero parciales. La pervivencia del
franquismo en el poder judicial, Barcelona, Pasado & Presente,
2012.
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