viernes, 23 de mayo de 2014

Misión histórica de una losa de granito


Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, en circunstancias elegidas por ellos mismos, sino en circunstancias directamente dadas y heredadas del pasado. La tradición de todas las generaciones muertas pesa como una losa sobre el cerebro de los vivos.                     
Marx: El 18 brumario de Luis Bonaparte

El valor heurístico de un adoquín
Durante un tiempo, la pesada losa de piedra berroqueña que sella la tumba de Franco sirvió de metáfora para explicar el éxito del cambio político acometido en España después de su muerte. 
La lápida de granito pulido, de tonelada y media de peso, que cubre el sepulcro del dictador en la basílica de Cuelgamuros, se convirtió en la imagen que mejor mostraba el final de una dictadura de cuarenta años. El colosal adoquín arrancado de la sierra madrileña, que guardaba el cuerpo del tirano, sepultaba para siempre su sueño de gobernar después de morir. 
Su deseo de asegurar el porvenir de la dictadura, expresado en la frase “atado y bien atado”, parecía refutado por el peso del pedrusco. Su voluntad quedaba debajo, y su régimen, caído y bien caído, soterrado en el valle del mismo nombre. Pero el vigor explicativo de esta imagen ocultaba lo engañoso del mensaje que intentaba difundir, pues alimentaba la equivocada impresión de que una vez enterrado Franco, quedaba enterrado el franquismo, y que, por tanto, quedaba despejado el camino para instaurar un régimen parlamentario homologable con los del entorno europeo, proceso conocido como transición a la democracia, transición democrática o simplemente como la Transición[1].
No obstante, la fuerza de la mezcla de cuarzo, feldespato y mica, útil para taponar los pestilentes efluvios de un cuerpo maltrecho que ya se descomponía en vida, y mostrar el boato de la última morada del dictador en el Valle de los Caídos, no era la metáfora adecuada para aludir a la consistencia democrática de la restaurada monarquía, pues el nuevo régimen, erigido en teoría sobre un lecho de piedra, ofrecía una base democráticamente feble. Pero durante mucho tiempo una parte importante de la población española creyó en esta metáfora, y desde luego la mayor parte de la clase política, que, si no la creyó, al menos fingió creerla y no escatimó esfuerzos para hacer creer a la gente que hubo una ruptura, si bien acordada, con el régimen franquista, y que la suprema expresión legal de la ruptura era la Constitución. Interpretación que ha dado lugar al relato hegemónico sobre la Transición.
Este relato, en el que se eluden las agudas tensiones sociales -y las víctimas (más de 500 muertos)- y se reparten halagos para todo el mundo, afirma en síntesis que el cambio de régimen desde la dictadura hasta la monarquía parlamentaria fue un proceso en sí mismo democrático -transición democrática-, cuya realización fue posible por la madurez cívica de que hizo gala el pueblo español, porque fue conducido de manera serena por una clase política responsable -tanto la élite procedente del franquismo como la surgida de la oposición-, por el respeto mostrado por los llamados poderes fácticos, en particular por el Ejército, y por la intervención de la Iglesia católica en favor de la reconciliación entre españoles; por haber sido impulsado por un noble motor -la Corona- y patroneado hasta buen puerto por un excelente timonel -el Rey-.
La Constitución elaborada por consenso es el remate de la Transición y el consenso es el epítome del acuerdo, de manera que en el idealizado relato, hay dos elementos que se han aireado hasta el cansancio: la lealtad a la Constitución y la fidelidad al espíritu de consenso.
El consenso se suele elogiar como disposición a negociar, como el generoso talante para acordar renunciando a parte de las propias posiciones y también como lo acordado, lo verificable en textos y disposiciones políticas, pero existe también un consenso vergonzante, acuerdo tácito e incómodo sobre asuntos oscurecidos, que forman el legado de la ruptura incompleta con la dictadura, el paquete de cargas que el país arrastra desde la Transición, que le ha impedido avanzar y modernizarse.
El precio del régimen democrático, pagado en lo que hoy llamaríamos dinero negro, fue un silencioso acuerdo sobre lo que debía seguir siendo intocable, pacto que se resume en un solo mandamiento: no molestar; no molestar a la monarquía, no molestar a la dictadura (a sus herederos), no molestar a la clerecía, no molestar a la oligarquía y respetar el orden internacional de la guerra fría.

Los consensos implícitos
La Corona. Entre los asuntos incuestionables, la Corona es la primera y más visible de las instituciones heredadas que devienen intocables. La restauración de facto de la monarquía no agota el consenso sobre la Corona, sino que lo prolonga para conseguir su aceptación popular o, al menos, evitar las muestras públicas de desafección. Con lo cual, el consenso implica, primero, la aceptación, y luego, la defensa de la monarquía. La Casa Real será una institución con una gestión opaca, y la familia y la figura del Jefe del Estado serán intocables; ante ellas caben el respeto, la adulación o la indiferencia, pero no opiniones políticamente críticas. La Corona, como representación simbólica la unidad de la nación por encima de las diferencias políticas, debe carecer públicamente de adversarios y cualquier cuestionamiento quedará fuera de las instituciones representativas.

La Iglesia católica. La situación de la Iglesia fue otro de los problemáticos legados por la dictadura, ya que, como uno de los pilares políticos del régimen franquista disfrutaba de una posición privilegiada en el Estado, reconocida por la Curia romana en el Concordato de 1953.
Desde los años sesenta, empujada por el Concilio Vaticano II (1963-1965) y por la base social más militante (HOAC, JOC), la curia española había logrado distanciarse algo del régimen y tras la muerte de Franco, la mayor parte de los miembros de la Conferencia Episcopal apoyó la Transición, pero no por ello renunció a perder su influencia y sus privilegios, que conservó en gran parte gracias al acuerdo del gobierno de UCD con la Santa Sede, emergido en enero de 1979, pero negociado en secreto mientras se elaboraba la Constitución, en la que tiene difícil cabida.
En el futuro, la Iglesia perdería privilegios políticos pero conservaría otros, como reservarse el magisterio moral, no institucional pero no menos efectivo, sobre ciudadanos y gobiernos, financiarse en buena parte con fondos públicos, obtener apoyo estatal para conservar el patrimonio histórico y artístico, retener a los ciudadanos bautizados en un censo administrativo dada la dificultad de apostatar, realizar actividades doctrinales, sociales y comerciales (enseñanza en todos los grados, beneficencia, edición, catequesis y radiodifusión), prestar servicios por cuenta del Estado (en cuarteles, cárceles, hospitales) y disfrutar de un exclusivo régimen de exención de impuestos, propio de un paraíso fiscal.
Así quedó reemplazada la alianza del sable y el altar por la más moderna alianza del mercado y el altar.

OTAN. En un mundo dividido en dos grandes bloques ideológicos enfrentados, dirigidos respectivamente por los Estados Unidos y por la URSS, el régimen de Franco se había adherido al bloque occidental mediante un acuerdo de defensa suscrito en 1953 con el gobierno de los Estados Unidos.
Como uno de los elementos de ruptura con la dictadura, todos los partidos de la izquierda, incluido el PSOE, y de la extrema izquierda propusieron cambiar la relación bilateral del Estado español con el gobierno norteamericano para situar España en una posición militarmente equidistante respecto a los dos bloques. Pero el gobierno de UCD, como continuación a los acuerdos de 1953, vinculó el Estado español a la OTAN en 1982, permanencia que el gobierno de Felipe González ratificó. Sobre este tema los ciudadanos pudieron expresar su opinión en un referéndum[2], en 1986, aunque no pudieron cambiar lo acordado en la Transición.

La dictadura. El pacto sobre las nuevas reglas del juego democrático no debía afectar a las viejas reglas del juego autoritario ni a sus jugadores. Esta es la gran hipoteca de la dictadura, la gran asignatura pendiente, el mayor borrón sobre la inmaculada transición. Un tupido velo se corrió sobre los subversivos orígenes del régimen franquista, sobre la represión en la posguerra y las arbitrariedades de la larga dictadura, que dejaron en la sombra el destino de miles de personas ejecutadas y desaparecidas[3]. No hubo voluntaria rendición de cuentas, por parte de unos, ni exigencia de responsabilidades políticas o penales, por parte de los otros.
Los aparatos del Estado destinados a mantener el orden y a controlar a la población siguieron funcionando con sus responsables al frente y conservando en muchos casos la inercia represiva de la dictadura.
Un manto de silencio se extendió sobre el ejército, a pesar de las frecuentes opiniones de sus mandos contrarias a la reforma, sobre los cuerpos de seguridad y sobre al aparato judicial, en particular, sobre el Tribunal de Orden Público, especializado en juzgar a los opositores de la dictadura.

La oligarquía. Este es el pacto más discreto de la Transición, pero el más importante desde el punto de vista económico y social, porque consolidaba el sistema productivo entonces vigente y la desigualitaria forma de repartir la riqueza.
Desde el punto de vista político, de la Transición surge un régimen democrático  que permite cierto reparto de cuotas poder al establecer cauces, si bien angostos, para que las clases subalternas y fracciones de la burguesía no dominante puedan acceder a las instituciones representativas, pero tal apertura no se siguió en el campo económico, ya que no se abordó el problema de paliar el desigualitario reparto de la riqueza producida. La estructura de la propiedad privada de los medios de producción no se tocó y el capital, en particular el gran capital, pudo seguir ejerciendo su dominio sobre la sociedad.
El breve artículo 38 de la Constitución, que reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado, que aparece neutralizado por otros artículos que reconocen los derechos de los trabajadores y la defensa de la familia, de los jóvenes y de los consumidores, y promueven una distribución más equitativa de la renta, esconde el peculiar modelo de capitalismo español surgido del expolio de una victoria militar y de un régimen político de excepción que duró cuarenta años. La Constitución consagraba el poderío económico y la decisiva influencia política de la clase social vencedora en la guerra civil, que aspiraba a mantener su poder, y de ser posible, a acrecentarlo, en el nuevo régimen parlamentario.
El régimen franquista había mostrado a las clases poseedoras lo bien que funcionaba para sus intereses la conjunción de capitalismo y dictadura; tras la desaparición del dictador, se trataba de convencer a los sectores más reacios de la burguesía de que no sólo era posible combinar capitalismo y democracia, sino de que el nuevo régimen político ofrecía condiciones aún más ventajosas para el capital privado.
 
Los guardianes. Como final, hay que aludir al pacto de los que podríamos llamar los guardianes de la ortodoxia o mejor de la liturgia de la Transición.
El régimen representativo establecido en la Transición descansa en un sistema electoral, que, a causa de sus sesgos, coloca en posición preeminente a dos grandes partidos sobre todos los demás, tanto en la formación del gobierno como en la configuración del Estado, debido a las prerrogativas de que gozan para designar a los miembros -presidentes y vocales- de los órganos que deben gobernar las instituciones públicas (cámaras, agencias, consejos y tribunales).
La lógica de la (preconstitucional) ley electoral de 1977, mantenida en lo fundamental en las reformas posteriores, configuraba de hecho un sistema bipartidista, que pronto dio lugar a un régimen canovista que garantizaba, por exclusión de otros, la alternancia de los dos mayores partidos en el gobierno, hicieran lo que hicieran y lo hicieran cómo lo hicieran.
Las discrepancias que en otros asuntos separan al PSOE y al Partido Popular no han impedido que exista un acuerdo de fondo para conservar un sistema electoral que les proporciona ventajas sobre todos los demás, ya que les confiere el papel de jugadores imprescindibles en el juego electoral, con más posibilidades de obtener la victoria o el segundo puesto, que al resto de jugadores, y el de cancerberos del sistema, pues cualquier reforma importante debe pasar por ellos. El régimen bipartidista blinda la reforma heredada de la dictadura; el difícil acuerdo de los dos grandes partidos sobre ciertos asuntos cierra con dos llaves la reforma del sistema, muchas de cuyas claves están encerradas en la Constitución, pues tenemos un sistema excesivamente constitucionalizado. Y como los dos grandes partidos permanecen atados el uno al otro, y, por ende, atan a todos los demás, pocas cosas se pueden hacer si uno de ellos no lo desea. Este invento perverso dejó la evolución del país en manos de una camarilla de individuos que disfruta de la extraordinaria capacidad de ejercer el veto.

En síntesis, este era el paquete que los consensos, los explícitos y también los tácitos, de la Transición dejaban atado y bien atado, y que, desde entonces, ha pesado como una losa sobre la vida del país. Desatar lo atado, cortar el nudo gordiano del pacto constituyente, librar el presente de las ataduras del pasado, librarnos del lastre de la condicionada Transición por la losa del franquismo era la tarea que quedaba pendiente. Y ante la falta de interés para abordarla por parte de los únicos actores que la Constitución reconoce, que son los partidos políticos, y en particular por los que hasta hoy han gobernado, la voluntad de liberarse de ese peso sólo podía venir de la base de la sociedad, de la actitud de los ciudadanos impelidos por el deseo de cambiar las cosas. Y eso es lo que está ocurriendo en estos días, cuando, acuciados por las medidas contra la recesión económica, asqueados por el comportamiento de la clase política y  decepcionados por el deterioro de las instituciones, los ciudadanos movilizados están cuestionando una herencia más pesada que una losa de granito.
Tal vez muchas de las personas que hoy muestran su indignación en las calles no sean conscientes de ello, pero están oficiando las exequias de una transición que expiró hace tiempo. Y rompiendo un silencio, que como cantaba Raimon, es antiguo y muy largo. 

Revista Trasversales nº 28, febrero de 2013. Vº año de la crisis.


[1] El tema de la Transición lo he abordado antes en los siguientes artículos de Trasversales: “La transición inconclusa”, Trvs nº 5, invierno 2006; ”Memoria histórica y cálculo político”, Trvs nº 18, primavera 2010; “Érase un país desorientado”, Trvs nº 27, octubre 2012; en "Consenso, desmovilización y proceso constituyente" Política y Sociedad nº 16, Madrid, UCM, 1994, y en los libros La oxidada Transición, Madrid, La linterna sorda, 2013, y El lienzo de Penélope. España y la desazón constituyente (1812-1978), Madrid, La catarata, 1999.    
[2] La participación fue del 59,42%; votó a favor el 52,49%; en contra: 39,8%; en blanco: 6,53%.
[3] Este tema ha sido tratado recientemente por el exfiscal Carlos Jiménez Villarejo y el exjuez Antonio Doñate en Jueces, pero parciales. La pervivencia del franquismo en el poder judicial, Barcelona, Pasado & Presente, 2012. 

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