Con
el pretexto de acabar con los cohetes Kassam
lanzados por Hamás sobre el Neguev occidental, el Gobierno israelí emprendió en
el mes de enero una desproporcionada operación militar sobre la franja de Gaza,
que arrojó un saldo de 1.400 muertos y cientos de heridos, en su mayoría
civiles. El ejército tenía como consigna hacer retroceder 20 años las
condiciones de vida en la franja y nada respetó: unas 4000 casas y 1000
fábricas han sido destruidas. Y hospitales, centrales eléctricas, conducciones
de agua cayeron bajo las bombas, incluso dependencias de la ONU, tan seguro
estaba el Tsahal de que no habría sanciones
políticas. Pero la desproporcionada represalia, que había sido previamente
ensayada y mantenida en la reserva como operación de castigo, tenía otros
objetivos.
El
más inmediato eran las elecciones en Israel, cuyos candidatos rivalizaban en
proponer las soluciones más brutales a un electorado atemorizado por los
ataques de los milicianos de Hamás y muy escorado a la derecha, incrementado con
la masiva llegada de emigrantes desde Rusia, que, convertidos en colonos ávidos
de tierra, pedían más dureza contra los palestinos.
La
coalición gobernante del Kadima y el Partido Laborista, aspiraba a seguir en el
poder tras las elecciones del 10 de febrero y sus candidatos debían competir
con el candidato del Likud, mejor situado en las encuestas. Tzipi Livni,
ministra de Asuntos Exteriores, ex miembro del servicio secreto israelí (Mossad) y partidaria de usar la fuerza
para derribar al gobierno de Hamás en Gaza, era candidata por el Kadima, la
coalición fundada por el general Ariel Sharon. Ehud Barak, ex jefe del Estado
Mayor y un militar muy condecorado, era candidato por el Partido Laborista y
partidario de un castigo breve antes de negociar, y Benjamín Netanyahu, ex
miembro de las fuerzas especiales (Seyenet
Matka) y contrario desde siempre de un Estado palestino, era candidato por
el derechista Likud y el preferido en las encuestas. Los tres candidatos
respondían a las expectativas de la militarizada sociedad israelí, en la cual
sólo una reducida minoría defiende la razón y los derechos humanos. A los tres
les hacía falta una demostración de fuerza, pero ninguno obtuvo una ventaja
concluyente sobre los demás.
Los
120 escaños del Parlamento israelí (Kneset) han quedado repartidos del modo siguiente:
Kadima (Tzipi Livni, centro) 28; Likud (Benjamín Netanyahu, derecha): 27;
Yisrael Beitenu (Avigdor Lieberman, ultraderecha): 15; Laboristas: 13; Shas
(ultraortodoxos): 11; Lista Árabe Unida: 11; Unión Nacional/Casa Judía
(colonos): 7; Unión de la Toráh (ultraortodoxos): 5; Movimiento Nuevo/Meretz
(izquierda): 3. El Gobierno, bajo la presidencia de Netanyahu, ha quedado
formado por la coalición del Likud y de Yisrael Beitenu (Nuestra Casa Israel) dirigido
por el extremista moldavo Lieberman, emigrado a Israel en 1978, que fundó el
partido racista Kach, declarado fuera de la ley. Así que se ha impuesto la
línea más dura.
Otro
objetivo perseguido por el gobierno israelí era colocarse en una posición ventajosa,
produciendo el mayor daño posible a Hamás, ante una posible negociación patrocinada
por el nuevo gobierno de Estados Unidos. El momento era propicio, pues aprovechó
los últimos días del mandato de Bush, que, tan amigo de invadir, ha justificado
la invasión de Gaza, y el relevo en la Unión Europea, cuya presidencia
corresponde a uno de los países miembros más alineados con las tesis del
Partido Republicano, circunstancia que se añade a la tradicional inanidad europea
en política exterior. Pero, para Israel el coste de la operación puede ser
alto, no tanto en daños militares, dada la magnitud y la cualificación de su
ejército la cifra de muertos ha sido baja, como en imagen y proyección
internacional, pues los bombardeos previos y la invasión posterior de Gaza, un
territorio densamente poblado cuyos habitantes no pueden escapar, han colocado
de nuevo al estado de Israel entre los países agresores, culpable de cometer
crímenes de guerra y de atentar contra los derechos humanos por su brutalidad
en la administración de la franja. Lo ocurrido en Gaza es peor que lo sucedido
en Abu Graib.
Un
tercer objetivo sería actuar siguiendo la opinión Sharon de que la guerra de
1948 no ha terminado y, en consecuencia, no se ha alcanzado la definitiva
delimitación del territorio de Israel, idea que enlaza con el sueño del Gran
Israel, un extenso territorio que comprendería desde el Nilo hasta el Éufrates,
tal como indican las bandas azules de su bandera nacional. En ese proyecto de extensión
territorial y purificación étnica, la población palestina es el gran obstáculo,
más cuando su crecimiento vegetativo es muy superior al de la población israelí.
De este modo la última operación militar no sólo perseguía destruir el poder
militar de Hamas y aterrorizar a su base social, sino forzar, con la
destrucción de viviendas, servicios y negocios, la emigración desde Gaza hacia
los países limítrofes, para sumarla al gran éxodo que comenzó en 1948, cuando
la mitad de la población palestina fue expulsada de su tierra natal.
Desde
que Hamás ganó las elecciones, Gaza ha padecido un bloqueo y su población ha
sido privada de los bienes más elementales, cuyo suministro ha quedado al
arbitrio de las tropas israelíes. Gaza ha sido un campo de concentración de un
millón y medio de personas, del que ha sido imposible escapar, y últimamente
una ciudad sitiada sobre la que ha caído la furia de sus carceleros sin que
mediara una guerra.
Contra
toda lógica, Israel ha creído que los palestinos aceptarían pasivamente el
bloqueo que les castigaba por haber dado a Hamás la victoria en unas
elecciones, y la respuesta de los milicianos islamistas lanzando cohetes sobre el
Neguev ha servido de pretexto para emprender una operación militar que enseñe a
los palestinos a aceptar sus humillaciones con resignación o a marcharse. Parece
como si los israelíes quisieran hacer pagar a los palestinos el asesinato de
millones de judíos a manos de los nazis. Pero del holocausto, indiscutible
ignominia en la historia de los seres llamados, a veces contra toda evidencia,
humanos, los palestinos no tienen la culpa, sino al contrario, son también
víctimas indirectas de la barbarie nazi, pues han pagado con su tierra, su paz
y su libertad la compensación que los aliados ofrecieron a los judíos al acabar
la II Guerra mundial. Pero los israelíes no lo ven así, creen que los
palestinos ocupan ilegítimamente una tierra que hace milenios les fue prometida
como pueblo elegido (elegido por ellos mismos) y que, en esta resistencia a
entregarles lo que es suyo, los árabes son cómplices de los nazis. Y llevan
sesenta años vengándose en un sujeto equivocado, pero necesario como enemigo para
mantener unido y alerta al pueblo de Israel, siempre rodeado de mortales adversarios,
y siempre triunfante, como está escrito en el libro sagrado.
Hamás,
jaleado en su momento para debilitar a Arafat, no es más que una consecuencia
del desgaste de Al Fatah y de la OLP, la sustitución del arabismo laico por el
fundamentalismo religioso; es la sucesión lógica a la desesperación de los
palestinos, la reacción ante la continua expansión del estado de Israel, a los
nuevos asentamientos, a la bantustanización de Palestina, a la construcción del
muro (ilegal según el Tribunal Internacional de Justicia y resolución de la ONU
de 2004), a la apropiación del agua, a años de burla de los mandatos de la ONU,
desoídos por todos los gobiernos israelíes, conservadores o laboristas.
Hamás
es un movimiento no sólo religioso sino con una proyección social, que en su
facción más fanática persigue la instauración de una república islámica donde
los derechos civiles queden abolidos, especialmente los de las mujeres, y la
vida sea regulada según una restrictiva interpretación de la sharia, pero no puede olvidarse que
también defiende una causa justa: el derecho de los palestinos a tener su
propio estado y a vivir en paz en su tierra.
Hay
quien ha señalado que es preciso librar a los palestinos de la tutela de Hamás,
pero, de ser posible -inimaginable al día de hoy-, sería un paso inútil sin
librar a los israelíes de la tutela del Likud y de los rabinos, pues en ambos
casos la política está dirigida por clérigos fanáticos. El fanatismo de Hamás
es la respuesta islamista al fanatismo de los sionistas. Y cuando la religión
ocupa el lugar de la política las cosas tienen muy mal arreglo.
Por
una desdichada circunstancia, en esta última agresión a los palestinos, han
coincidido los deseos personales de dos patos
cojos, Bush y Olmert estaban próximos a dejar el poder y por tanto no temían
las consecuencias electorales de su obcecación, pero ambos erraban en sus
cálculos. Olmert quería marcharse con una victoria y cree que esta vez la ha conseguido,
pero a la larga la supervivencia del Estado de Israel depende de las relaciones
de buena vecindad con los países del entorno. Los planes para reconfigurar el
próximo oriente, sugeridos a Bush por los neoconservadores, han permitido a
Israel acentuar su agresividad contra los palestinos y albergar la ilusoria
sensación de que con la derrota de Hamás pondría fin al problema, pero sus gobiernos
han olvidado que el último en llegar no puede imponer las reglas. Israel llegó
en 1948, y desde entonces ha intentado imponer sus normas de manera unilateral
sin lograrlo del todo. Tarde o temprano no le quedará más remedio que negociar en
serio con los palestinos.
En
este aspecto, para ayudar a Israel a reflexionar es preciso hacer algo más que
condenar esta última masacre y las que desgraciadamente quizá vengan. Parte de
la población europea se ha mostrado sensible al atropello protestando en varias
ciudades. Ahora, los gobiernos deberían apoyar a sus poblaciones, cuyos
elementos más sensibles ante la vulneración de los derechos humanos les marcan
el rumbo a seguir. Hay que aprovechar la proximidad de las elecciones europeas
para presionar a los gobiernos y sobre todo a los partidos de izquierda para
pasar de las palabras a los hechos respecto a las relaciones con Israel.
No
basta la condena de la ONU, que Israel se salta siempre; hay que tomar medidas
que afecten al trato privilegiado que la Unión Europea dispensa a Israel:
solicitar indemnizaciones por la destrucción de infraestructuras palestinas
financiadas con fondos de ayuda europeos, suspender los acuerdos económicos, en
particular los que tengan que ver con la venta de material militar o paramilitar,
eliminar la participación israelí de los eventos deportivos y culturales de
Europa (Eurovisión) y ante nuevas agresiones, retirar a los embajadores.
Hay que tratar a Israel como
a otros Estados que practican el terrorismo y atentan de manera sistemática contra los
derechos humanos. En esto, Europa no puede seguir a remolque de las decisiones
de los halcones de EE.UU. Con sus iniciativas, la Unión Europea puede ayudar a
Obama a cambiar la beligerante política de los republicanos que ha alentado la
agresividad de los conservadores de Israel. Obama no debe ser un rehén del lobby judío norteamericano, y mucho
menos la Unión Europea, ante un objetivo que es justo: establecer la paz en la
zona y dotar a los palestinos de un Estado unificado que ponga fin a ese
archipiélago de bantustanes.
Trasversales nº 14,
primavera, 2009.
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