viernes, 29 de abril de 2022

Ucrania. Ecos de Praga

Una de las ventajas de haber cumplido años suficientes como para mirar hacia atrás con distancia, es la de poder asociar sucesos nuevos con recuerdos viejos. Lo cual permite entender mejor la realidad del presente al contar con referencias del pasado. Y la invasión de Ucrania por tropas rusas despierta la memoria, a pesar de su aparente novedad.

Si bien es verdad que la ofensiva decidida por Putin ofrece aspectos nuevos, también lo es que toda la operación -en el fondo y en la forma- huele a rancio, a repetición; tiene el aire de lo visto y confirma un proceder político ya conocido. Pero, más que a coetáneos conflictos armados en la región del Cáucaso, la invasión de Ucrania me remite a la de Checoslovaquia en agosto de 1968, que me sorprendió, porque para mí, con pocos años, era un hecho casi nuevo, pero no por ello menos insólito.  

El año 1968 fue internacionalmente extraordinario, en una década poco común. Es difícil explicar el clima ideológico, emocional e intelectual de aquellos años en que se movía una parte de la juventud, en particular en un año analizado, revisado, criticado o ensalzado hasta la saciedad en cada aniversario, pero es que aquella general ola de insumisión amenazaba el orden político internacional surgido en 1945 y parecía anunciar cambios profundos en fecha no lejana. Al menos, a mucha gente joven de distantes lugares del mundo se lo parecía, y también a los jóvenes inconformistas españoles, a quienes llegaba el foráneo impulso rebelde a pesar de la censura.

El año 1968 estuvo cuajado de acontecimientos como los sucesos de Nanterre, la ocupación de la Sorbona en el mayo parisino, la ofensiva del Tet y la matanza de My Lai en Vietnam, la renuncia de Johnson a presentarse a la reelección, los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, el atentado a Rudi Dutschke en Berlín, manifestaciones en toda Europa, protestas y guerrillas en África y América Latina, la matanza en la plaza de Tlatelolco y los signos del poder negro en los juegos olímpicos de Méjico, las acciones de los zengakuren en Japón y disturbios universitarios hasta en Kabul.

De forma más modesta, en España hubo protestas estudiantiles, cierre de universidades, huelgas en grandes empresas como Standard, Pegaso o SEAT, los primeros muertos de ETA y por ETA y disidencia de sacerdotes. El 68 fue uno de los años de la llamada “apertura” política y cultural, que duró poco.

En todas partes, la protesta contra el orden establecido y la crítica al imperialismo norteamericano aparecían como importantes factores de la movilización juvenil. Y en medio de aquel eufórico clima de opinión, los tanques rusos entraron en Praga para impedir una reforma.

Fue como recibir un jarro de agua fría, porque muchos jóvenes europeos del bloque occidental creyeron -creímos- que los jóvenes checoslovacos formaban parte del mismo movimiento de protesta contra el orden mundial establecido, pero realizado en el bloque del Este. La afinidad de objetivos y la solidaridad de edad saltaban por encima del telón de acero.

Realmente, Alexander Dubcek no pretendía acabar con el régimen socialista en Checoslovaquia, sino aliviarlo de la rígida ortodoxia soviética y democratizar el Estado y el Partido, suprimir la censura, introducir el derecho de huelga, la libertad religiosa, la igualdad entre checos y eslovacos y cierta autogestión en las empresas. Lo que se llamó un “socialismo con rostro humano”.

El programa fue acompañado por una bulliciosa etapa de movilización popular, apertura informativa y renovación cultural, definida como “Woodstock en territorio socialista” por Andrei Gratchev, un joven visitante ruso, que, andando el tiempo, sería colaborador de Mijail Gorbachov.

El experimento checo molestó a Leónidas Breznev, primer mandatario ruso, y a otros dirigentes del Pacto de Varsovia, que, amparados en la supuesta petición de ayuda de miembros del partido comunista local, enviaron los tanques a Checoslovaquia para acabar de mala manera con la “primavera de Praga” y “normalizar”, ese fue el término empleado, la situación.  

La invasión dividió al ya fraccionado movimiento comunista internacional entre defensores y detractores de la maniobra rusa; era la segunda división en pocos años, tras la provocada por la ruptura entre los comunistas rusos y los chinos. Y dividió, claro está, a los jóvenes izquierdistas españoles, muchos de los cuales carecían de explicación convincente para justificar aquel acto de prepotencia, que desmentía todo lo dicho y pregonado sobre las bondades de un sistema que se proponía superar pacíficamente al decadente capitalismo occidental, en aplicación de la doctrina de la “coexistencia pacífica” anunciada por Kruschev.

Como inmediata referencia, yo tenía los sucesos de Hungría de 1956; no es que supiera mucho de ellos, pero recordaba confusamente, por la prensa y por una película -“Rapsodia de sangre” (¡lo que puede el cine!)-, la entrada de tropas rusas en Budapest.

Algún tiempo después, otras lecturas y, sobre todo, el libro “La crisis del movimiento comunista internacional”, de Fernando Claudín, me ofrecieron la información necesaria para entender mejor la política exterior de la URSS.

Pero, entonces, a pesar de mi corto alcance en la materia, la invasión de Praga, en aquella década y, precisamente, en aquel año, me pareció, además de una brutalidad, un error político monumental que reforzaba la posición del capitalismo occidental y del imperialismo yanqui, y, por añadidura, la de Francisco Franco. Así lo debió entender el anónimo autor de una pintada, aparecida en una calle de Praga, que decía: “Despierta, Lenin. ¡Breznev se ha vuelto loco!”

 

jueves, 28 de abril de 2022

¿Cómo está el patio?

Llevo unos días sin asomarme a FB, mirando la actividad política nacional de refilón, como si mirase a la Medusa, y prestando más atención a la guerra de Putin, que cada día tiene peor pinta, y a las elecciones presidenciales en Francia, cuyo resultado es preocupante por el avance de la extrema derecha, a pesar de su derrota ante monsieur Macron.

Por aquí, en el solar patrio, como diría un poeta, las cosas van como siempre, con un lío detrás de otro. No salimos de un jaleo y estamos metidos en el siguiente. Somos incansables y seguimos con líos de familia; la familia es lo primero.

Empezábamos a tratar de digerir -¡qué pesadas son las ruedas de molino!- el “pelotazo” del hermano de Ayuso en la provisión de mascarillas, con las que el muchacho se había ganado unas pesetillas (más de 9 millones de las antiguas pelas, según los primeros cálculos, o cincuenta millones por toda la operación: en total 300.000 euros), con una remuneración que no está clara, pues su poderosa hermana dice que no es una comisión, sino una contraprestación por su trabajo, pero él va por libre, no tiene nómina de empleado… ¿entonces, por qué concepto ha cobrado ese dineral? De momento, se sabe que es un pago con dinero público, pero no su naturaleza. Ya darán algún nombre exótico a esa elevada contraprestación -¿un finiquito parental?-.

De una familia pasamos a otra; a la del alcalde. Un primo de Almeida facilitó un número de teléfono prodigioso que ha dado el resultado de comprar material sanitario de ínfima calidad por valor de 12 millones de euros, con el que un par de golfos -el hijo de un duque y un comerciante de carne de pollo (“chicken broker” en Manhattan)- han dado un “pelotazo” de 6 millones, justo la mitad del coste, para que el cálculo de la comisión sea fácil de hacer. El supuesto proveedor de esas birrias es un malayo llamado Xan Chin Chon; hasta el nombre suena a falso, que te cagas, pues parece el de un chino de opereta o un fabricante de anís, avecindado en las cercanías de la capital.

Nos han estafado, dice el alcalde, presuntamente estupefacto, cuando en su día se dio cuenta de que había hecho el primo con su primo y se calló como un muerto. Repuesto del susto, ha buscado una salida airosa en el libro de estilo de FAES: la culpa es de Sánchez y la izquierda bolivariana, no de esos dos patrióticos “emprendedores”, que con su esfuerzo han salvado muchas vidas. Hay días que Villacís está sublime.

 Si no fuera por “el contexto”, al que alude Almeida, cuando la gente se moría a cientos por el virus, el asunto de la compra de mascarillas, que implica y complica a los dos máximos responsables políticos de Madrid -la presidenta y el alcalde-, daría para un esperpento, pero realmente provoca asco y espanto. Y es que hay hábitos que no cambian. El primer caso sirvió para expulsar a Casado, que no logró vender la sede “maldita” donde está la caja B, que sigue funcionando, y el segundo para dar la bienvenida a Feijoo, que, de momento, está en plan gallego.  

Pero ya aparece otro caso. Ana Millán, alcaldesa de Arroyomolinos por el PP, investigada por prevaricación cohecho, fraude y blanqueo de capitales, que (presuntamente) otorgó contratos públicos valorados en 600.000 euros a un empresario que, también presuntamente, le pagó la hipoteca de un ático de su propiedad.  

¡Ah!, Arturo González Panero, ex alcalde de Boadilla del Monte por el PP, ingresó la semana pasada en prisión, condenado a 36 años de cárcel por una veintena de delitos cometidos al amparo de la trama “Gurtel”.

Tampoco Sánchez lo tiene fácil, y también por asuntos de familia, de la “familia de la izquierda” y otros parientes, convertidos, además, en socios, que son muy belicosos con el Gobierno en el tema de la guerra en Ucrania, en el que van de pacifistas. Se han refugiado en un pacifismo franciscano de pedir la paz a toda costa sin tener la valentía de pedir públicamente a Zelensky que ordene la rendición de las tropas ucranianas para negociar con Putin. Viendo de dónde vienen muchos de ellos, la posición es sorprendente.

También lo es en el tema del espionaje a miembros del independentismo -caso “Pegasus”-, donde Podemos también se ha colocado al lado de los que, sin pruebas, pero con sospechas, exigen una investigación. El asunto tiene miga, porque los que protestan no se han cansado de repetir que volverían a intentar la secesión de Cataluña, sin pensar que, en vista de tal insistencia, el Gobierno les volvería a vigilar. Lo que está por dilucidar es cómo se ha efectuado esa vigilancia, que el Gobierno no ha negado, porque no se puede descartar que un asunto tan delicado se haya realizado al hispánico modo; es decir, de modo chapucero. Y luego pasa lo que pasa.    

Tampoco gusta a Podemos y a otros socios del Gobierno la reforma para hacer más transparentes las cuentas de la Casa del Rey -que ha hecho público su patrimonio (2.5 millones de euros)-, que califican de operación de maquillaje para blanquear la desgastada monarquía. También están molestos porque no han sido consultados. Lo quieren todo.   

A estas alturas de la película, hay que preguntarse ¿qué hace ahí Podemos? ¿Para qué está en el Gobierno? Los miembros disconformes con lo que hace Sánchez deberían dimitir por simple coherencia y, sobre todo, por honestidad, y colocarse junto a sus verdaderos socios para apoyar, pero desde fuera del Ejecutivo, algunas medidas. Pero da la impresión de que su verdadera función en el Ejecutivo es evitar que el PSOE pueda ensayar otros pactos, atándole a una inestable alianza, siempre a punto de romperse, con quienes quieren un gobierno siempre a punto de caer. Y mañana debe aprobarse en el Congreso el decreto de medidas económicas en ayudas a varios sectores valoradas en 6.000 millones de euros.

También hay una buena noticia. La Unión Europea autoriza el plan español para rebajar el precio de la luz en la Península Ibérica. Es un logro de Sánchez, pese a quien pese. Sobre todo, al oligopolio eléctrico, que anda rugiendo amenazas. Por cierto, ¿recuerdan el impuesto al sol de cuando gobernaba Rajoy?

27 de abril, 2022.