Una de las ventajas de haber cumplido años suficientes como para mirar hacia atrás con distancia, es la de poder asociar sucesos nuevos con recuerdos viejos. Lo cual permite entender mejor la realidad del presente al contar con referencias del pasado. Y la invasión de Ucrania por tropas rusas despierta la memoria, a pesar de su aparente novedad.
Si bien es verdad que la
ofensiva decidida por Putin ofrece aspectos nuevos, también lo es que toda la
operación -en el fondo y en la forma- huele a rancio, a repetición; tiene el aire
de lo visto y confirma un proceder político ya conocido. Pero, más que a coetáneos
conflictos armados en la región del Cáucaso, la invasión de Ucrania me remite a
la de Checoslovaquia en agosto de 1968, que me sorprendió, porque para mí, con
pocos años, era un hecho casi nuevo, pero no por ello menos insólito.
El año 1968 fue internacionalmente
extraordinario, en una década poco común. Es difícil explicar el clima
ideológico, emocional e intelectual de aquellos años en que se movía una parte
de la juventud, en particular en un año analizado, revisado, criticado o
ensalzado hasta la saciedad en cada aniversario, pero es que aquella general ola
de insumisión amenazaba el orden político internacional surgido en 1945 y parecía
anunciar cambios profundos en fecha no lejana. Al menos, a mucha gente joven de
distantes lugares del mundo se lo parecía, y también a los jóvenes
inconformistas españoles, a quienes llegaba el foráneo impulso rebelde a pesar
de la censura.
El año 1968 estuvo cuajado de
acontecimientos como los sucesos de Nanterre, la ocupación de la Sorbona en el
mayo parisino, la ofensiva del Tet y la matanza de My Lai en Vietnam, la
renuncia de Johnson a presentarse a la reelección, los asesinatos de Martin Luther
King y Robert Kennedy, el atentado a Rudi Dutschke en Berlín, manifestaciones
en toda Europa, protestas y guerrillas en África y América Latina, la matanza
en la plaza de Tlatelolco y los signos del poder negro en los juegos olímpicos
de Méjico, las acciones de los zengakuren en Japón y disturbios universitarios
hasta en Kabul.
De forma más modesta, en
España hubo protestas estudiantiles, cierre de universidades, huelgas en grandes
empresas como Standard, Pegaso o SEAT, los primeros muertos de ETA y por ETA y disidencia
de sacerdotes. El 68 fue uno de los años de la llamada “apertura” política y
cultural, que duró poco.
En todas partes, la protesta
contra el orden establecido y la crítica al imperialismo norteamericano
aparecían como importantes factores de la movilización juvenil. Y en medio de aquel
eufórico clima de opinión, los tanques rusos entraron en Praga para impedir una
reforma.
Fue como recibir un jarro de
agua fría, porque muchos jóvenes europeos del bloque occidental creyeron -creímos-
que los jóvenes checoslovacos formaban parte del mismo movimiento de protesta
contra el orden mundial establecido, pero realizado en el bloque del Este. La
afinidad de objetivos y la solidaridad de edad saltaban por encima del telón de
acero.
Realmente, Alexander Dubcek no
pretendía acabar con el régimen socialista en Checoslovaquia, sino aliviarlo de
la rígida ortodoxia soviética y democratizar el Estado y el Partido, suprimir
la censura, introducir el derecho de huelga, la libertad religiosa, la igualdad
entre checos y eslovacos y cierta autogestión en las empresas. Lo que se llamó
un “socialismo con rostro humano”.
El programa fue acompañado por
una bulliciosa etapa de movilización popular, apertura informativa y renovación
cultural, definida como “Woodstock en territorio socialista” por Andrei
Gratchev, un joven visitante ruso, que, andando el tiempo, sería colaborador de
Mijail Gorbachov.
El experimento checo molestó a
Leónidas Breznev, primer mandatario ruso, y a otros dirigentes del Pacto de
Varsovia, que, amparados en la supuesta petición de ayuda de miembros del
partido comunista local, enviaron los tanques a Checoslovaquia para acabar de
mala manera con la “primavera de Praga” y “normalizar”, ese fue el término
empleado, la situación.
La invasión dividió al ya
fraccionado movimiento comunista internacional entre defensores y detractores
de la maniobra rusa; era la segunda división en pocos años, tras la provocada
por la ruptura entre los comunistas rusos y los chinos. Y dividió, claro está,
a los jóvenes izquierdistas españoles, muchos de los cuales carecían de
explicación convincente para justificar aquel acto de prepotencia, que
desmentía todo lo dicho y pregonado sobre las bondades de un sistema que se
proponía superar pacíficamente al decadente capitalismo occidental, en
aplicación de la doctrina de la “coexistencia pacífica” anunciada por Kruschev.
Como inmediata referencia, yo
tenía los sucesos de Hungría de 1956; no es que supiera mucho de ellos, pero
recordaba confusamente, por la prensa y por una película -“Rapsodia de sangre”
(¡lo que puede el cine!)-, la entrada de tropas rusas en Budapest.
Algún tiempo después, otras
lecturas y, sobre todo, el libro “La crisis del movimiento comunista
internacional”, de Fernando Claudín, me ofrecieron la información necesaria para
entender mejor la política exterior de la URSS.
Pero, entonces, a pesar de mi
corto alcance en la materia, la invasión de Praga, en aquella década y,
precisamente, en aquel año, me pareció, además de una brutalidad, un error
político monumental que reforzaba la posición del capitalismo occidental y del
imperialismo yanqui, y, por añadidura, la de Francisco Franco. Así lo debió entender
el anónimo autor de una pintada, aparecida en una calle de Praga, que decía:
“Despierta, Lenin. ¡Breznev se ha vuelto loco!”