Si se juzga por lo que ocurre en las calles, queda realmente poco. O, aún peor, obedeciendo a la oscilación pendular a que somos tan dados en España, el “15-M” parece haber sido reemplazado por el impulso contrario.
Hace diez años, las calles hervían de personas,
jóvenes en su mayoría, que criticaban el modelo económico que los condenaba a
una larga adolescencia, y el modelo político, que formaba élites. Miles de
jóvenes mostraban su deseo de participar en política de modo más directo
-“democracia real ya”- y exigían las reformas necesarias -formación, empleo
estable, salario digno y acceso a la vivienda- para convertirse en personas adultas
con un proyecto autónomo de vida. El “15-M” fue el bautismo político de una
generación que necesitaba percibir un futuro verosímil y nacía bajo el signo de
la indignación.
Diez años después sucede lo contrario,
el ambiente que predomina en las calles es de resignación, en unos casos, y en
otros, el de participar en el ocio y el consumo, en el “botellón”, el jolgorio
y el “fiestón”, en una situación en que la pandemia del coronavirus, una enfermedad
que, por ahora, carece de cura, aconseja lo contrario en tanto no se vacune toda
la población.
No es una movilización social que
reclama reformas que afecten al ámbito colectivo, sino una suma de temerarias
conductas individuales, alentadas por políticos insensatos y asentadas en la
vieja indisciplina española, en el promovido egoísmo neoliberal, el desprecio a
la vida en común, a la solidaridad y al “buenismo”, como enseñas de un progresismo
trasnochado.
Son conductas, que, reclamando derechos
individuales ilimitados, anteponen el disfrute del ocio a la salud pública o,
dicho de otro modo, colocan el disfrute personal sobre la salud nacional, ahora
que el patriotismo exige renunciar a tomarse la “caña” a la que, según algunos
irresponsables mandatarios, “todos tenemos derecho”, por el bien de la salud general.
La que ocupa ahora las calles es parte
de una generación que no sólo renuncia a hacer lo esperable, que es oponerse al
legado de sus mayores, sino que lo abraza y defiende en sus expresiones más
esperpénticas.
Es el caso notorio de una generación
infiel o delincuente, como escribía Ortega en “El tema de nuestro tiempo”,
porque renuncia a cambiar lo recibido de sus mayores: “Hay, en efecto,
generaciones infieles a sí mismas, que defraudan la intención histórica
depositada en ellas. En lugar de acometer resueltamente la tarea que les ha
sido prefijada, sordas a las urgentes apelaciones de su vocación, prefieren
sestear alojadas en ideas, instituciones, placeres creados por las anteriores y
que carecen de afinidad con su temperamento. Claro es que esta deserción del
puesto histórico no se comete impunemente. La generación delincuente se
arrastra por la existencia en perpetuo desacuerdo consigo misma, vitalmente
fracasada”.
El “15-M”, un movimiento social
espontáneo surgido del malestar acumulado, despertó mucha expectación con sus
ambiciosas propuestas, pero dejó no poca frustración. Se puede decir que, en
los temas principales, el “programa” del “15-M” sigue inédito, y si atendemos
al objetivo de reformar el llamado “régimen del 78” o incluso acabar con él,
asistimos a una transición abortada o acumulamos otra “revolución pendiente”.
El ”15-M”, un impulso más que un
movimiento organizado, surgido durante el gobierno de Zapatero, trató de impedir
que las medidas de austeridad dictadas por el FMI, la OCDE, Berlín y Bruselas
se aplicaran principalmente sobre los trabajadores y las clases subalternas. El
esfuerzo fue grande, pero, pese a la rapidez con que aparecieron corrientes con
objetivos particulares -la decena de coloreadas mareas- y se coordinaron
respuestas unitarias, el incipiente movimiento se topó con el orden establecido
y con la lógica del modelo neoliberal inspirador de tales medidas, que el
gobierno de Rajoy descargó de forma torrencial sobre la sociedad española,
escoltadas por la “ley mordaza” para impedir las protestas. Y así fue, con el
catastrófico resultado conocido: España volvió a los puestos de cola de la
Unión Europea y creció el abismo entre las rentas. El gran capital había impuesto,
una vez más, sus condiciones.
Se ha dicho que el “15-M” acabó con la
hegemonía del PSOE y el PP y que abrió el espectro político con otros partidos.
Es cierto, pero, como ocurrió con “el 68” en otros países, el efecto inmediato
fue provocar la reacción y la victoria electoral de la derecha, que retuvo el
gobierno el tiempo necesario para aplicar a fondo la contrarreforma económica
y, también, política, pues arremetió contra derechos no sólo laborales sino
civiles de las clases subalternas y, en singular, de los asalariados, que fueron
obligados a aceptar humillantes condiciones de vida y trabajo.
El parlamento se ha hecho más plural; el
bipartidismo se ha moderado, pero la bipolaridad ha aumentado, y la tensión
entre izquierda y derecha ha cobrado fuerza con el declive del centro,
representado brevemente por un errático Ciudadanos, que fue un efecto indirecto
del impulso renovador del “15-M”, como lo fue rearme identitario y, en
particular, el del independentismo catalán.
La formación política ideológicamente
más cercana al “15-M” es Podemos. No es una emanación directa, aunque sus
dirigentes se consideran sus legítimos herederos, sino una de sus expresiones,
la que tuvo más fuerza o quizá mejor promoción. El ascenso electoral en dos
años (2014-2015), pero en descenso desde 2016, y su llegada a la Moncloa en
2020, en el primer gobierno de coalición desde la II República, se considera
uno de los signos de cambio más importantes inducidos por el “15-M”.
Sin embargo, el sistema político no se
ha tocado (tampoco el económico). Los partidos son mudables, crecen y decrecen,
surgen y desaparecen, pero las estructuras perduran. Sigue ahí, como un
elemento permanente del sistema político, la intocable ley electoral de marzo
de 1977, anterior a la Constitución, que actúa como un corsé sobre la voluntad
de los ciudadanos, viciando con un sesgo mayoritario el sistema representativo
proporcional.
Dado el carácter transitorio de los
movimientos sociales, el “15-M” debió superar varios obstáculos para
transformarse en una opción política duradera. El primero fue intentar vencer
la inercia, la fuerza de lo viejo frente a lo nuevo; el peso de lo fáctico, de
las estructuras sobre los proyectos, de lo organizado sobre lo disperso, de las
instituciones sobre las ideas y la prevalencia de lo establecido sobre
alternativo.
Otra dificultad estuvo en transformar el
cúmulo de ideas y deseos aparecidos en las asambleas en un programa político.
Más de 14.000 papeles con sueños y deseos, desiguales en su grado de
elaboración y concreción, con frecuencia divergentes o incluso opuestos entre
sí, eran la materia prima para definir una estrategia que transformara
sentimientos en razones y en acciones. El gran desafío estaba en convertir una
utopía fragmentada, hoy encerrada en 28 cajas en un local de Lavapiés, en un
programa político coherente y forzosamente limitado.
La tercera dificultad residía en transformar
un movimiento social extenso en una organización operativa, pero abierta y
participativa, que conservara, en lo posible, la frescura y la espontaneidad del
movimiento. El empeño era arduo, dada la diversidad de tendencias políticas que
bullían en su seno, presas de una arraigada
tradición sectaria, y el difícil acomodo que tenían la libre opinión entre
iguales, la participación voluntaria y la decisión asamblearia en la estructura
de una organización que debía actuar como una “máquina de guerra” -eso se
dijo-, con estructura jerárquica, estatutos, cargos electos y una dirección que
bien pronto derivó hacia el caudillismo, siguiendo el modelo imperante, que, en
teoría, venía a combatir, de reducir la política de un partido a las opiniones
y gestos de su máximo representante. La dirección colegiada derivó pronto en el
cesarismo de Iglesias, el líder incuestionable que moldeó el partido a su imagen
y semejanza. Y salvo amagos oportunistas, Podemos devino un partido institucional
con un ambiguo programa populista. Pero hablar de eso escapa a la intención de
este texto.
En todo caso, el espíritu con que había
surgido el 15-M quedó en el camino.
Mayo de 2021.