Conocí, literariamente, a Bunge en los años
ochenta; los años de la retirada de la tropa revolucionaria a los cuarteles de
invierno -sin calefacción teórica-, tras los descalabros en las batallas
políticas de la etapa precedente.
La derrota fue un sentimiento compartido por
buena parte de la generación sacudida por el sarampión del 68, que, animada por
el mayo francés, el otoño italiano y el vendaval americano, había decidido acabar
con la dictadura y fundar en España una sociedad bien distinta. Así, como suena;
una insensata opción de vida, teniendo en cuenta la desigual correlación de
fuerzas, pero un impulso generoso, animado por una teoría infalible y buenas
dosis de optimismo histórico, si se tiene en cuenta cuál era la situación general
del país y, en particular, la que padecían los trabajadores y las clases
subalternas.
Fracasado el intento, sobrevino una etapa de
desconcierto y desencanto, propicia para analizar las causas del fracaso y
resistir sin rendirse, al menos, ideológicamente; un tiempo para pensar y buscar
a tientas unas herramientas teóricas con las que digerir el decepcionante
resultado de la Transición, la disgregación del centro político y el declive
ético y político de la socialdemocracia gobernante, a manos de la “beautiful
people”. ¿De dónde había salido todo eso? ¿Cómo fue posible tal mutación?
¿Estábamos en el mismo país?
España se había transformado en un país
desconocido; peor aún, el mundo se desconfiguraba a pasos de gigante.
Los ochenta y noventa fueron los años de la
salida de la crisis por la derecha, los años de la reconversión (destrucción)
industrial, la desregulación, el paro estructural, la desaparición del
movimiento obrero, la atonía sindical y ciudadana y la crisis del Estado del
bienestar en Europa, y de la limitada instauración del nuestro, sobre la base
de enajenar bienes públicos para financiarlo. O, dicho de otra manera, los años
de la reacción conservadora, de auge del neoliberalismo, de declive de las
izquierdas, de la crisis del comunismo, de la socialdemocracia, del marxismo,
de la caída del muro de Berlín y la desintegración del orden mundial
establecido en 1945.
Después de haber creído poseer el secreto para transformar
las sociedades, una parte de la izquierda se encontraba huérfana de profetas,
carente de teorías fiables y obligada a empezar casi de cero; obligada a pensar,
sinceramente, a la intemperie, sin un paraguas amigo que la resguardara del
diluvio, que fue, por cierto, una figura estilística utilizada entonces -“Tras
el diluvio. La izquierda ante el fin de siglo” (L. Paramio, 1988), “Después de
la lluvia. Sobre la ambigua modernidad española” (E. Subirats, 1993)-, y otras,
que, con títulos alegóricos similares, anunciaban la situación de la izquierda
ante un mundo que tomaba un rumbo imprevisto.
“Después de la caída. El fracaso del comunismo
y el futuro del socialismo” (R. Blackburn, 1993), “Todo lo sólido se desvanece
en el aire” (M. Berman, 1991), “Marxismo abierto” (E. Mandel, 1983), “El
marxismo y el futuro” (P. M. Sweezy, 1982), “El comunismo en la encrucijada”
(A. Schaff, 1983), “Tras las huellas del materialismo histórico” (P. Anderson,
1986), “Anatomía de la izquierda occidental” (A. Heller & F. Feher, 1985),
“Crítica de la impaciencia revolucionaria” (W. Harich, 1988), “La izquierda:
desengaño, resignación y utopía” (R. Cotarelo, 1989), “La necesidad de revisión
de la izquierda” (J. Habermas, 1991), “Política para una izquierda racional”
(E. Hobsbawm, 1993; escritos de 1977-1988), “After Marxism” (R. Aronson, 1995),
“Derecha e izquierda” N. Bobbio, 1995), “Espectros de Marx” (J. Derrida, 1995),
“La izquierda. Trayectoria en Europa occidental” (E. Del Río, 1999) y otros.
En esas circunstancias y llevado por lecturas
tan diversas, me topé, no sé cómo, con Mario Bunge, en unos años en que estaban
de moda los postmodernos, el pensamiento débil, la deconstrucción, el giro lingüístico,
el fin de la historia y cosas por el estilo. La reflexión y el debate se habían
alejado del mundo real, despegado de las fuerzas materiales, abandonadas a la
gestión del rampante neoliberalismo, para ir a refugiarse en las alturas del
pensamiento abstracto y versar sobre el discurso, la representación, los
símbolos, los mitos, el lenguaje -la realidad es un texto-.
En
1983, a los cien años de la muerte de Marx, varias universidades madrileñas y
un par de fundaciones de izquierda celebraron un simposio sobre el filósofo de
Treveris. Las intervenciones dieron lugar a un posterior volumen de casi 600
páginas, editado bajo la dirección de Román Reyes (“Cien años después de Marx”,
Akal, 1986). Pues bien, entre las primeras páginas del libro me topé con un
sugerente ensayo de Bunge. “El marxismo hoy”, se titulaba, en el que escribía
cosas como las siguientes: Si Marx fue un gigante en un siglo de gigantes (...) Original en cuanto
pensó e hizo, resulta una ironía el
que, un siglo después de su muerte, millones de personas resistan la
originalidad y persistan en repetir acríticamente cuanto escribió.
Efectivamente; elemental
querido Watson, la ortodoxia a hacer puñetas. Después se preguntaba “Qué tiene
de científico el marxismo”, y, naturalmente se respondía y se despachaba a
gusto. A partir de ahí, leí con bastante interés y algunas dificultades, “La
ciencia, su método y su filosofía”, “Epistemología” y el muy interesante, es
más, sugerente y refrescante “Materialismo y ciencia”, donde sentaba las bases científicas
del materialismo de hoy y luego dirigía sus dardos críticos contra la
dialéctica y la teleología, y finalmente contra Popper.
Bunge, desde la fría racionalidad
del físico, abona el pesimismo de la inteligencia, porque advierte sobre las
cualidades del mundo real y la resistencia que ofrece no sólo para ser conocido
con cierta profundidad, sino también para ser transformado, con lo cual su obra
es una vacuna contra el pensamiento dogmático, que modera también el optimismo
de la voluntad; restablece el equilibrio entre la pasión y la mesura, que son
dos rasgos que Weber atribuye a quienes se dedican a la política.
Bunge, a los que no estamos
acostumbrados a la literatura científica, a veces nos resulta cansado de leer,
porque es lógico y riguroso, pero transmite al lector la sensación de potencia
y sensatez, de seriedad, frente a tanto discurso gaseoso.
Con más de cien años encima, nos ha dejado un físico, un gran filósofo
y pensador de la ciencia; un humanista y una persona de izquierda. Es una gran
pérdida. Para mí, lo es; ha sido un maestro a distancia, aunque yo no haya sido uno de sus mejores discípulos.