domingo, 12 de diciembre de 2021

El PP y el Papa

Cada día que pasa hay menos dudas de que el PP recorre con prisa la senda de volver al pasado, siguiendo las instrucciones dejadas por el Liderísimo en “La segunda transición”, que, era, en realidad, desandar el camino recorrido por la primera, única e inconclusa transición, y regresar al origen; a la matriz clerical, tradicional y autoritaria, que conforma lo esencial de su identidad.

En ocasiones, el aroma rancio se percibe en opiniones sobre asuntos de cierto calado, en otras por asuntos casi de trámite o de protocolo, que brotan en comentarios espontáneos, que, sin filtro, se lanzan al aire.

Uno de estos ha sido un comentario de la secretaria de Comunicación del PP de Madrid, que, en un “gorjeo”, ha calificado de “cumbre comunista” la audiencia papal concedida a la ministra de Trabajo. Lo que revela varias cosas.

La primera es que califique así la entrevista de una ministra española con el Papa, como si fuera algo excepcional. Teresa Fernández de la Vega también se entrevistó con el Papa, como lo han hecho otros cargos públicos del PSOE, llámense Francisco Vázquez, muy proclive a la Santa Sede, o Gonzalo Puente Ojea, poco proclive. Y también, cargos públicos del PP han acudido a Roma por diversas circunstancias, entre ellas a las ceremonias de beatificación de los llamados mártires de la Cruzada (“víctimas de las hordas republicanas”) efectuadas por Juan Pablo II, un pontífice reaccionario muy del gusto de la derecha española. Pero eso, si lo hace el PP, está bien hecho; si Dolores de Cospedal, tocada con mantilla, es recibida por el Papa, está bien hecho, si es Yolanda Díaz, una ministra del gobierno del PSOE, la visita es digna de burla.

En esto, como en otras cosas, hay dos actitudes que explican la conducta del PP: una, es que, sintiéndose dueño del país, sus dirigentes pueden actuar como quieran, y pueden conservar, en exclusiva, la representatividad de sus instituciones. De lo cual se deriva una doble moral para medir sus actos y para juzgar los ajenos.

La otra es considerar ilegítimo cualquier gobierno que no sea del PP, en particular si es de la izquierda por moderada que sea, y, en consecuencia, estimar como ilegítimas, arbitrarias o irrisorias sus decisiones. España es del PP; lo que no es del PP no es España o, en la terminología franquista, es la antiEspaña. ¿Extraña, por tanto, que Casado acuda -sin darse cuenta- a una misa en la que se reza por el alma de Franco?     

Pero hay algo más, que desvela la profunda ignorancia con la que actúan las primeras figuras del PP, unos jóvenes botarates (y botaratas) con un máster regalado, que, soltando disparates, dejan ver claramente lo mucho que ignoran de este país, que aspiran a gobernar -ojalá sea tarde- y sobre todo a reconducir siguiendo sus reaccionarias tendencias.

La aludida secretaria de Comunicación, Macarena Puentes -me ahorro el chiste fácil con Los del Río-, seguramente adoctrinada por los tópicos de la derecha, desconoce que no es extraña la relación de un sector de la izquierda con la Iglesia católica.

Lejos del anticlericalismo, en ciertas corrientes de la izquierda hay una tradición de entendimiento con la Iglesia, sobre todo con la feligresía militante, con las comunidades de base, con los curas de barrio, e incluso con algunos obispos. Durante la dictadura -esa en la que, según algunos miembros destacados del PP, en España se vivía estupendamente- la Iglesia acogió en templos y conventos a muchos perseguidos por el católico gobierno de Francisco Franco, a muchos trabajadores y vecinos para que celebraran asambleas, que en otra parte no podían celebrar porque estaban prohibidas, o incluso para que partidos y sindicatos clandestinos celebraran reuniones y congresos.

La deslustrada secretaria de Comunicación no debe saber que el Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona (SDEUB) se fundó en marzo de 1966 en el convento de los capuchinos de Sarriá, en unas jornadas memorables. Desbaratadas por la policía del Régimen.

Igualmente ignora que la plana mayor de Comisiones Obreras, condenada a penas que iban de 12 a 20 años de cárcel por asociación ilegal, fue detenida por la policía mientras estaba reunida en el convento de los oblatos de Pozuelo, en las cercanías de Madrid.

Del mismo modo, ignora, quizá porque en los cursillos de formación neoliberal del PP se omiten, los luctuosos sucesos de Vitoria, en marzo de 1976, donde se produjeron ochenta heridos y cinco personas muertas por disparos de la policía, al desalojar por la fuerza a los trabajadores reunidos en asamblea en la iglesia de San Francisco, y que entonces, Manuel Fraga, fundador de Alianza Popular y cargo destacado del Partido Popular, era ministro de Gobernación, es decir, responsable supremo de las fuerzas del orden (o del desorden, según se mire).

Seguramente, la secretaria de Comunicación, en su carpetilla de trabajo (el “dossier” con un escueto “back ground”) no guarda ficha ni apunte sobre la distensión entre cristianos y marxistas, que se produjo en toda Europa y en España, en los años sesenta, después del Concilio Vaticano II, convocado por Ángel Jose Roncalli, Juan XXIII, “el papa bueno”, ni le suenen los nombres de  José María Díez Alegría, José María González Ruíz, Enrique Miret Magdalena, Jordi Llimona, Josep Dalmau, Mariano Gamo, Francisco García Salve, José María Llanos, Diamantino García, Vicente Couce, Jesús Fernández Naves, José María Xirinachs, Gabriel Delgado o Pedro Casaldaliga.

Es también posible que no haya oído hablar en Génova, 13, de Alfonso Carlos Comín, cristiano y comunista, miembro del Comité Central del PSUC, filial del PCE en Cataluña, y autor de un libro titulado: Cristianos en el partido, comunistas en la Iglesia. Tampoco le habrán dicho que durante la dictadura hubo una cárcel en Zamora reservada a curas que eran críticos con el gobierno de Franco, Caudillo de España por la gracia de Dios.

Señor, Señor, qué atrevida es la ignorancia, aunque venga respaldada por un máster.

viernes, 3 de diciembre de 2021

Sin abrazo de Vergara (B)

 ETA (militar) -la que restaba de sucesivas escisiones- fue fatalmente vencida en el terreno militar, y no por el ejército, sino por la policía y los jueces. Pero no ha sido vencida en el terreno político y menos en el ideológico y sentimental, pues, aun obligados a aceptar las reglas del juego, en sus herederos persiste el proyecto estratégico, sin haber renunciado al pasado violento que ha permitido alcanzar objetivos políticos importantes.

Aunque, por desmesurado, no ha podido hacer realidad su ideal más ambicioso -un País Vasco unificado, independiente y euskaldún-, ETA ha asegurado la pervivencia de la ideología nacionalista para mucho tiempo, ha ejercido un control férreo sobre la sociedad vasca, moldeándola, deformándola en gran medida según su fanático criterio, y ha convertido sus acciones en un grave problema para la vida política española, cuyos efectos han de perdurar.   

Hace diez años que cesaron los atentados, las extorsiones y amenazas, los secuestros, el amedrentamiento, la politización partidista de fiestas populares o el vacío público y notorio hacia personas señaladas como culpables por el implacable dedo de ETA -algo habrán hecho-, pero persisten ideas y actitudes del funesto influjo del nacionalismo excluyente, como la supuesta supremacía física, moral e intelectual de la raza vasca, la defensa del arcaísmo más rancio, el sectarismo político, el odio a lo foráneo, más si es español -un pueblo vil, según Arana-, y una violencia soterrada, a veces manifiesta en insultos o agresiones.

Y persiste la intención de construir un país que no se puede compartir con nadie, salvo con aliados incondicionales; el resto, sin medias tintas, son enemigos de diversa índole: enemigos de Euskal Herria, enemigos de la lengua vasca, enemigos de la cultura vasca, enemigos del pueblo vasco…

A lo largo de medio siglo de propaganda y terror, ETA ha intentado imponer un pensamiento único, una espiral que silencia las voces disidentes y aconseja la adhesión sin fisuras al proyecto abertzale o, en su defecto, la autocensura, y ha logrado convencer a parte de la ciudadanía vasca, a la joven en particular, de estar rodeada por enemigos “españoles” o “españolistas” emboscados y, desde fuera, acechados por España, un enemigo pertinaz e implacable, cuyo objetivo es acabar con los vascos y arrebatarles su riqueza. De ahí brota la idea de vivir cercados y en estado de alerta permanente, como en un fortín bajo la amenaza de un país expoliador, poblado por gente de baja calidad racial y moral, y la necesidad, como defensa, de aceptar el asfixiante discurso cerrado, circular y maniqueo, que divide la sociedad vasca en amigos y pertinaces enemigos.

En ese catecismo han sido educadas, al menos, dos generaciones de jóvenes que han entrado en la vida política como miembros activos de un movimiento de insubordinación civil, dirigido por ETA con disciplina militar a través de Herri Batasuna y otras organizaciones vicarias, destinado a complementar, como brazo social de la banda, la acción de los comandos para mantener abierto y lacerante el llamado “conflicto vasco”.

Mediante la protesta ostentosa y la actividad destructora de bienes públicos y privados, gavillas de mozalbetes se convirtieron en voluntariosos gestores de la “socialización del sufrimiento”, bajo la mirada complacida de sus familiares, de la Iglesia vasca y de los dirigentes del PNV, que recogían las nueces mientras la chavalería de Jarrai sacudía el árbol. 

El compromiso con la independencia de Euskadi y la consecuente participación en los colectivos especializados que forman la “izquierda abertzale”, aceptando los métodos y objetivos señalados por ETA, han sido el bautismo político y la escuela social en que se han forjado como ciudadanos adultos miles de jóvenes de ambos sexos desde los años ochenta, experiencia que ha dejado en sus vidas una impronta difícil de borrar a corto plazo.

Un efecto de lo anterior ha sido establecer una forma de protesta social violenta pero no armada, basada en las enseñanzas de la lucha callejera -kale borroka-, tomada como modelo por otras juveniles movilizaciones de protesta y, en fecha reciente, por grupos radicales del independentismo catalán durante el “procés”.

Otro de los objetivos conseguidos, que desmiente el supuesto socialismo de su programa, ha consistido en debilitar la capacidad de acción e interlocución de los trabajadores al acentuar la división del movimiento obrero en dos ramas -nacionalista y “españolista”-, repartidas en dos corrientes, dividida cada una en dos sindicatos: ELA-STV (Solidaridad de Trabajadores Vascos), dirigido por el PNV, y LAB (Comisiones de Obreros Patriotas), dirigido por la “izquierda abertzale”, por parte de los sindicatos nacionalistas. Y CC.OO., históricamente vinculada al PCE y a Izquierda Unida, y UGT, vinculada al PSOE, por parte de los sindicatos no nacionalistas o españolistas.

Esta división política y organizativa de la fuerza de trabajo supone un regalo para el PNV, el partido de la burguesía euskalduna, católica y tradicional, y para la patronal vasca, y de paso para la “española”, al debilitar la fuerza de sus oponentes de clase a escala regional y nacional.

En el aspecto político, ETA ha obtenido otras victorias directas o indirectas sobre sus adversarios y competidores.  

En primer lugar y como reacción, ha mantenido activo el nacionalismo español y ha resucitado el rancio patriotismo de matriz franquista de la derecha más extrema, lo cual contribuye a afianzar el nacionalismo vasco -y los otros- como defensa necesaria ante el retorno de un pasado impresentable.

Respecto a sus competidores por el lado nominalmente socialista, la presión de ETA ha sido uno de los factores determinantes que han llevado al PSOE a admitir la plurinacionalidad del Estado español bajo la artificiosa formulación de España como “una nación de naciones”. Lo que le coloca en el terreno donde mejor se desenvuelve su adversario y, en este y otros momentos, aliado.

La estrategia etarra ha facilitado la autodestrucción de la vieja izquierda comunista -el PCE-EPK- y de los partidos marxistas ubicados a su izquierda, pues, al asumir la demanda fundamental del nacionalismo -el derecho de autodeterminación- legitimaron la supremacía de sus promotores. Por lo cual, al renunciar a disputar a ETA la hegemonía sobre la movilización popular, aceptaron un papel subordinado y fueron progresivamente engullidos por el movimiento abertzale o condenados a la irrelevancia.

La nueva izquierda postmoderna, aparecida en un ambiente político donde la lucha de clases ha sido reemplazada por la afirmación de identidades, ha asumido esa dependencia ideológica desde su origen, y allí donde existe presión nacionalista, se adapta dócilmente a su programa bajo la fórmula de proponer “confluencias”, que es el eufemismo de aceptar renuncias, entre las cuales está la muy principal de promover un proyecto de izquierda para todo el país, aunque choque con las pretensiones de los nacionalistas.

En lugar de eso, propone reformar la actual configuración territorial del Estado y adoptar una estructura de tipo confederal, que facilite la posible adhesión de varias hipotéticas repúblicas, como alternativa a la monarquía y al Estado autonómico.

Así, acabar con la monarquía supone acabar con el país, lo cual es el mejor regalo que se puede hacer a los partidos de la derecha, que aparecen como desinteresados patriotas que garantizan la continuidad de España y la Corona.    

Cierto es que, hace diez años, se rindieron los impostados “gudaris”, pero sigue vivo lo que ETA representaba y permanecen los problemas a que respondía. Y siguen activos los políticos nacionalistas -abertzales y otros- convencidos de la bondad y la conveniencia de sus ideas. Lo cual requiere otro tipo de lucha más complejo, que, sin concesiones, dirija su ataque a las raíces del nacionalismo y desvele su esencia reaccionaria y, además, tácticamente inútil ante la actual dimensión de los problemas mundiales.

Enconada batalla ideológica que pocas fuerzas de la izquierda, hasta hoy más dada a complacer que a molestar a los nacionalistas, parecen dispuestas a librar.

21 de octubre de 2021

Sin abrazo de Vergara (A)

 El 20 de octubre de 2011, ETA, usando el eufemístico lenguaje habitual, anunció el “cese definitivo de la actividad armada” y seis años después, en abril de 2017, en un acto simbólico y propagandístico, hizo entrega de las armas. Con ello acababa la última guerra carlista. La quinta, si no me equivoco, pues la cuarta formó parte de la cruzada franquista. Y concluyó sin abrazo de Vergara.

El balance de estos casi 60 años de existencia (1959-2017) y más de 50 de terrorismo es negativo respecto al propósito original, no al sucedáneo que han ofrecido sus socorristas para edulcorar la derrota, que fue llevar a la práctica el sueño de un fanático naviero vasco, beato y de familia carlista, de sustraer el País Vasco a las tensiones producidas por la modernización, la urbanización, la industrialización y la emergencia de la ciudadanía, mediante el regreso a unas pretendidas esencias ancestrales.

Una ensoñación feudal, como otras en Europa, ante la modernización política y cultural y la revolución industrial y sus efectos: la movilidad social, la emergencia de la clase obrera, la afluencia de trabajadores de otras regiones, la pérdida de referentes católicos, el cambio en las costumbres de la patriarcal y confesional sociedad vasca y los derechos laborales y civiles de las clases subalternas. Dicho de otro modo, la reacción del campo, del caserío y la parroquia, como ya había aparecido en las guerras carlistas -Arana no salía de ese supuesto-, ante la emergencia de la sociedad urbana, comercial, democrática y fabril. Fue una típica reacción antimoderna, como lo fue ambiguamente el franquismo; un vano intento de retener el paso del tiempo y la sociedad rural y artesana, unida por costumbres ancestrales, reales o inventadas.

ETA asumió el legado sabiniano y mediante la fuerza intentó fundar un Estado vasco independiente, formado por tres provincias vascas españolas (Euskadi Sur), Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, con la anexión de Navarra, más tres provincias francesas (Euskadi Norte), Baja Navarra, Lapurdi y Zuberoa, a expensas de los territorios arrebatados los estados español y francés en una guerra victoriosa.   

ETA ha sido una organización muy pertinaz. Carente de mecanismos internos para corregir la estrategia, por exigir una adhesión acrítica e inquebrantable a sus adherentes, obtenida con purgas sucesivas, expulsiones y escisiones, ha sido incapaz de percibir los profundos cambios producidos en la sociedad española en general y en la vasca en particular.  

Tras una etapa de justificación teórica de la violencia y de intentar sacar al pueblo vasco de su letargo mediante propaganda y actividades simbólicas, la siguiente táctica fue animarle a entablar una guerra popular (como en Argelia) contra dos estados opresores -España y Francia (en realidad contra uno sólo, ya que el otro servía de santuario)- en la que ETA se reservaba el papel de vanguardia armada.

Fracasado el intento de vencer a la dictadura con una guerra popular teorizada en la “Insurrección en Euskadi” (1964), ETA, que no percibió cambio alguno con la Transición -nada ha cambiado, fue su obtuso dictamen-, puso en marcha una táctica no para vencer militarmente al Estado español, sino para obligarle a negociar mediante una guerra de desgaste, en la que el Gobierno de turno se viera obligado a ceder a causa de la presión ejercida por la opinión pública para que cesaran los atentados con víctimas mortales. La llamada “Alternativa Kas” era la base para sentarse a negociar, y la baza de ETA para lograrlo era poner “cien muertos sobre la mesa de negociaciones”, como dijo en una ocasión la etarra “Carmen” (Belén González Peñalva).

Aunque no les guste, tendrán que ir a una negociación tarde o temprano y nosotros siempre hemos dicho que estamos dispuestos a sentarnos en una mesa y buscar una salida negociada en el sentido de la alternativa KAS. (Txomin Iturbe Abasolo, noviembre, 1986).

Fracasada la negociación con el gobierno de Felipe González, para forzar una negociación en los términos que deseaba, en 1994 aplicó la ponencia Oldartzen, que tenía por objetivo “socializar el sufrimiento” por medio de la “kale borroka” y atentados contra cargos políticos y población civil. 

Y en 1998, propuso formar un frente nacionalista que abarcó desde sus grupos anejos (HB, Jarrai, gestoras, etc) hasta el PNV, que se formalizó en el Pacto de Estella.

En 1999, se fraguó una negociación del gobierno de Aznar con ETA, que se saldó con otro fracaso, por la persistencia de ETA en sus objetivos, a pesar de las concesiones de Aznar. En consecuencia, al igual que hace cuarenta años, mientras Euskal Herria carezca de instituciones estables y legítimas que le aseguren su supervivencia, seguiremos luchando contra los que actualmente oprimen a Euskal Herría (Comunicado de ETA, septiembre, 2002).

La consecuencia del Pacto de Estella fue el Plan Ibarretxe, en 2004, un nuevo Estatuto de Autonomía fundado en el “derecho a decidir”, que implicaba una reforma del Estado de tipo confederal para admitir la autodeterminación del País Vasco y la anexión de Navarra. Fue discutido y rechazado por el Congreso y por el Tribunal Constitucional.

La progresiva eficacia de la policía y la guardia civil, sobre todo desde la caída de la dirección de ETA en Bidart (1992) y la acción de la justicia fueron derribando la letanía recitada devotamente por los aberzales y el PNV (que era imposible acabar policialmente con el terrorismo, que la salida era política y negociada, que no era posible vincular a ETA con HB, que no era recomendable ilegalizar HB), al mismo tiempo que la sociedad vasca empezaba a reaccionar de forma abierta no sólo contra los terroristas sino contra sus seguidores y patrocinadores.

Los brutales atentados del fanatismo islamista en Madrid, que multiplicaron en crueldad los estragos de ETA, pusieron en solfa la negociación sobre la base de poner muertos sobre la mesa, y mostraron que el rechazo social a todo tipo de terrorismo alcanzaba al País Vasco y hacía mella en sus propias bases.

En noviembre de 2004, ocho meses después del atentado del 11-M en Madrid, cuatro dirigentes etarras encarcelados, reconocían la irreversible situación en que ETA se encontraba en una carta a la Dirección: Nuestra estrategia político-militar ha sido superada por la represión del enemigo contra nosotros (...) Esta lucha armada que desarrollamos hoy en día no sirve. Esto es morir a fuego lento (...) No se puede desarrollar la lucha armada cuando se es tan vulnerable a la represión. La firmaban Pakito, Makario, Pedrito e Iñaki de Lemona.

Los dirigentes de ETA, ciegos y sordos se seguían creyendo invulnerables: Todos los mandatarios españoles han quedado en el camino y la lucha del pueblo vasco siempre ha sido la piedra angular que ha contribuido a su propio fracaso y a mantener abierta permanentemente una profunda crisis política en el Estado español (…) Es evidente, también, que el proyecto español basado en la negación y el sometimiento de los pueblos ha fracasado. (Comunicado, junio de 2006). En consecuencia, con el atentado de la terminal T-4 de Barajas, que produjo la muerte de dos trabajadores, acabó con las conversaciones que mantenía con el Gobierno de Zapatero. Antes de tres meses fueron detenidos los autores del atentado (Comando “Elurra”).

Los atentados siguieron, si bien con menor intensidad, mientras ETA tenía a la inmensa mayoría de su militancia en la cárcel y su dirección era sucesivamente desmantelada, por lo que, carente de recursos humanos, era reemplazada por individuos cada vez más crueles e incompetentes.

La última víctima de ETA fue un gendarme francés, muerto en un tiroteo, en marzo de 2010. El 20 de octubre de 2011, ETA anunció el cese definitivo de sus actividades armadas.

Era la crónica de una derrota anunciada, aunque, largamente demorada. Los hay que son muy duros de mollera y reaccionan con lentitud geológica ante los acontecimientos políticos.

Ayer, Arnaldo Otegui, coordinador de EH-Bildu, con las habituales cautelas del discurso abertzale, lamentó el dolor causado a las víctimas, que no debió producirse. Algo es algo, pero insuficiente, a la luz de todo lo ocurrido.

20/10/2021.

miércoles, 24 de noviembre de 2021

El metal

 En un tiempo no tan lejano, España era un país cuya producción industrial aportaba el 30% del PIB -ahora está en la mitad-, y disponía, en consonancia, de una gran población de trabajadores fabriles. Una masa numerosa surgida del desarrollo neocapitalista en los años sesenta, que, bajo la dictadura franquista, dio paso a un potente movimiento obrero y, como una parte destacada, al sector del metal. En la cultura antifranquista, pertenecer “al metal” era algo así como ostentar un título de nobleza del proletariado, conseguido por ser uno de los sectores más duros y combativos de la clase trabajadora ante las apetencias patronales y las imposiciones de la dictadura.

El desmantelamiento del sector industrial, mal llamado reconversión, llevó la producción a otros países y acabó con las luchas obreras por el procedimiento de reducir numéricamente el ejército fabril. También aquí seguimos la estrategia neoliberal de Margaret Thatcher, consistente en quebrar la resistencia de los sindicatos y reducir la base electoral de los laboristas, reemplazando la clase obrera por la humillada y atomizada legión de parados y subempleados que requiere un capitalismo desregulado o más bien salvaje. Con la drástica reducción de las plantillas, la impotencia o la rendición de los sindicatos y la creciente desorientación de la izquierda, las luchas obreras cesaron o se volvieron episódicas. Como ahora en Cádiz.

En Cádiz, la marinera, comenzó el pasado día 16 una huelga indefinida de trabajadores del metal para reclamar en el convenio colectivo una subida de salarios, que la patronal estima excesiva. Los trabajadores piden un ascenso del 2% al 3%, con efecto retroactivo desde enero de este año, pero, por ahora, la oferta empresarial es del 0,5% este año y del 1,5% en los dos siguientes. La diferencia es grande y se ha roto la negociación entre los sindicatos y la Federación de Empresarios del Metal de Cádiz (Femca).

Como medida de presión, los metalúrgicos han iniciado unas jornadas de huelga, acompañadas de concentraciones, manifestaciones y cortes de carreteras que han paralizado la bahía, en un clima de creciente tensión y enfrentamiento con la policía.

Teniendo en cuenta la subida de precios -en octubre el IPC llegó al 5,5%-, la petición de los trabajadores no parece excesiva, pero la patronal recurre a un viejo argumento catastrofista y advierte que, de aceptar, pondría el salario de los peones en 12,16 euros la hora -la cifra no es astronómica-, con lo cual, la industria gaditana no podría competir con las provincias limítrofes y llegaría a desaparecer. Los portavoces de los sindicatos lo entienden, pero han señalado que no quieren perder poder adquisitivo.

Pues claro, muchachos -les diría Federico Engels, si les tuviera cerca en uno de sus paseos por los barrios obreros de Mánchester-, porque el nivel adquisitivo de los salarios está en el Catón del capitalismo”. “La pugna entre las fuerzas del trabajo y las del capital -añadiría el viejo Engels- no se expresa sólo en las condiciones de trabajo, como la jornada laboral, el tipo de contrato, las primas y los incentivos, la higiene y la seguridad, la promoción o los días de vacaciones, en sus derechos, en suma, sino, sobre todo, en torno al salario; es decir, la parte del beneficio obtenido en la producción destinada a remunerar el esfuerzo físico o intelectual de los trabajadores, que las empresas consideran un coste de la producción, como lo puedan ser la maquinaria, la energía consumida o las materias primas adquiridas”. “Y, naturalmente, muchachos, cada empresario por su cuenta y todos en general están empeñados en mantener ese coste lo más bajo posible”.

En realidad -sigue Engels- el sueño de cada empresario particular es pagar a sus trabajadores lo mínimo, lo necesario para mantenerse ellos y sus familias -en esto mi amigo Carlos, insistía mucho-, con el fin de reducir los costes de producción y aumentar el beneficio. También sueña con que los demás trabajadores, los que no trabajan para él, tengan altos salarios para que puedan comprar las mercancías que él produce o los servicios que presta. Este sueño no es realizable, porque los empresarios dependen unos de otros como proveedores o clientes, entrelazados en el tejido productivo de un país o incluso del mundo, pero todos están de acuerdo en mantener bajos los salarios, y una de las formas de competir entre ellos es reducir los costes y sobre todo los sueldos”. “La competencia es la guerra entre los codiciosos, escribió mi amigo Carlos en un manuscrito de juventud. Y, además, muchachos, el nivel de los salarios respecto a los precios, pero, sobre todo, respecto a los beneficios, es un indicador de cómo van las cosas; es un barómetro que mide la correlación de fuerzas en pugna indicando quien lleva la voz cantante: el trabajo o el capital. De modo que una persistente pérdida de poder adquisitivo indica una previa pérdida de poder político. De esto también hablaba Carlos en aquel librote que publicó en 1867. Y esto es así; es la lucha de clases, al margen de que los metalúrgicos o los sindicalistas gaditanos hayan leído el famoso libro”. 

Dudo que Rajoy, lector de prensa deportiva, siendo presidente del Gobierno -en funciones, pues quien mandaba de verdad en España era la “troika” (el Banco Central Europeo, el FMI y la Comisión Europea), inducida por Merkel y Schauble y apoyada por las agencias de calificación de riesgo y las biblias del mundo financiero- hubiera leído algo de Marx, pero se comportó como decía el librote: como un leal servidor de la clase propietaria cuando el PP aprobó, sin negociar con los agentes sociales, la reforma laboral de 2012.

Una infausta ley, que pesa como una losa sobre las condiciones de vida de millones de familias, al obligar a los asalariados a aceptar unas condiciones laborales humillantes o a pasar hambre; en no pocos casos, a ambas cosas. Esa reforma, un gran retroceso en derechos conquistados, fue una derrota para los trabajadores y, más aún, para los sindicatos. Las consecuencias de su aplicación se arrastran desde entonces y están muy presentes en el conflicto del metal de Cádiz, una provincia muy golpeada por la gran recesión de 2010 y las medidas de austeridad contra las clases subalternas, aplicadas, en teoría, para salir de ella, y después, por los efectos de la pandemia.

La huelga del metal, en Cádiz, la marinera, tiene detrás la pérdida de licencias de pesca, la caída del turismo y el cierre, por ejemplo, de Delphi, Gadir Solar, Visteon, Tabacalera (y en ciernes, el de Airbus), empresas que volaron como golondrinas hacia el mar, de donde llegan los alijos de droga que alimentan las redes de la economía sumergida de la zona y enganchan como repartidores o consumidores a miles de jóvenes sin trabajo ni esperanza.

La ciudad con más desempleados de Europa soporta una tasa provincial de paro del 23%, cuando la media nacional está en el 15% de la población activa, pero alcanzó una tasa del 41% en 2013 y del 60% en paro juvenil. Cádiz tiene detrás una desigualdad histórica y una estructura social en cierta medida arcaica, pues condiciones de vida de mera subsistencia coexisten con una antigua y selecta burguesía emparentada con la vieja nobleza latifundista, presente en negocios modernos y visible en otros más antiguos, pero con arraigo en la zona, como la cría de caballos y toros de lidia y, desde luego, en la crianza de vino: Cádiz, la bodeguera.

Escisión social que, en las primeras décadas del siglo veinte, se tradujo en un agudo enfrentamiento político entre los braceros del campo, seguidores del anarquismo, y los partidos de la derecha conservadora. Se debe recordar que José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange, en las elecciones de 1933 obtuvo el acta de diputado en la Cortes republicanas por la provincia de Cádiz; escaño que perdió en las elecciones de 1936, dejando a su partido sin representación parlamentaria.        

Cádiz, la constituyente -la “Pepa”-; Cádiz, la restituyente -Riego-; Cádiz, la resistente -Trocadero- y Cádiz, la impaciente -Casas Viejas- han precedido a la Cádiz, obrera y exigente, que muestra ahora una rabia apenas contenida por años de humillación y de abandono.  

lunes, 8 de noviembre de 2021

El cambio inacabable (Modesto homenaje a González Casanova)

Hace unos días falleció José Antonio González Casanova, abogado, político y escritor -no sé si por este orden-, más conocido en el mundo académico catalán que en Madrid, como catedrático de Teoría del Estado y Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona, y en el ámbito político y periodístico, sobre todo, en los años finales del franquismo, la Transición y la etapa fundacional del nuevo régimen.

Había sido un miembro activo de la oposición a la dictadura y, como otros estudiantes de la época, tomó contacto con el mundo de los trabajadores (en gran medida llegados de otras regiones de España) a través del Servicio Universitario del Trabajo (del que se ha publicado una historia reciente).

La visión de la dura realidad de las clases subalternas, y en concreto de los “otros catalanes” como diría Candel, o de los “nuevos catalanes”, como diría Maragall, facilitó el cambio ideológico desde el catolicismo comprometido hasta el socialismo. Participó en la fundación del “Felipe”, el Frente de Liberación Popular, la primera organización antifranquista surgida después de la guerra civil, del FOC, el frente obrero catalán, que fue la organización específica del “Felipe” en Cataluña, como lo fue el ESBA (Euskadiko Sozialisten Batasuna) en el País Vasco, y finalmente en el proceso de convergencia de las distintas corrientes socialistas que fundarían el PSC. Como experto constitucionalista participó como asesor del PSOE en los trabajos de redacción de la Constitución de 1978 y del Estatut de 1979 y fue miembro del Consejo de Garantías Estatutarias de Cataluña.

De su labor como catedrático recuerdo un libro -Teoría del Estado y Derecho Constitucional (1980), en realidad un libro de texto, en el cual, desde una perspectiva tanto teórica como histórica, liberada de la hojarasca de las ficciones ideológicas que las suelen acompañar, expone una teoría de la política, del poder, del derecho y del Estado, y una amplia introducción a la teoría de la Constitución y a los sistemas políticos constitucionales. Un libro recomendable a quienes procedían de la izquierda brava y rupturista, dada al trazo grueso en política y poco proclive a los requisitos jurídicos, pero también a personas con vocación democrática, y absolutamente necesario cuando se estaba erigiendo el actual régimen político. Utilidad que hoy se mantiene, cuando la derecha, reforzada por el “trumpismo”, no ceja en su intención de acabar con el sistema pervirtiendo sus funciones para restaurar un régimen autoritario y clerical, entreverado de actualísimo neoliberalismo salvaje.  

González Casanova fue además un agudo observador político y un crítico de su tiempo, cuyas reflexiones, vertidas en decenas de artículos en diarios como Tele Exprés, Mundo Diario, La Vanguardia, El País o Diario de Barcelona, ofrecen una excelente muestra no sólo de su pensamiento, sino también de la evolución del país cuando se dirimía su futuro. Fruto de esta labor crítica y analítica, pero también educativa, son La lucha por la democracia en España (1975), La lucha por la democracia en Cataluña (1979) o El cambio inacabable (1975-1985), de 1986. Este último es una extensa y pormenorizada crónica de la Transición, en la que alude a los problemas que se iban planteando como resultado de la tensión entre las fuerzas defensoras de la reforma y las partidarias de una ruptura con el franquismo que fuera “más profunda que la estrictamente formal y jurídica”.

El libro comienza con un artículo sobre la figura del dictador -Franco podrá haber sido el forjador de una determinada España, en todo caso, ha sido la España contemporánea la que forjó a Franco y la que, en última instancia, explica su prolongado poder personal, la peculiaridad de su Régimen y la variadísima gama de problemas que su muerte, más que resolver, revela- y sobre la naturaleza de ese régimen -El modelo fascista, que muy superficialmente tentara al dictador, no influyó mucho más al caudillo de 1936. Hoy se puede afirmar con bastante certeza que el Régimen surgido con la guerra civil no fue obra de un partido, de un ideólogo y de unas masas, sino de las élites tradicionales y conservadoras, de una mentalidad de clase media hispana y de un hombre que supo encarnar y simbolizar los intereses, las creencias y los temores de dicha clase.

La innovación profunda que el franquismo aporta durante cuarenta años a la estructura política española y por la cual algunos historiadores futuros otorgarán a Franco un lugar objetivamente relevante es, sin duda, el perfeccionamiento de un aparato de poder capaz de otorgar a la nueva clase burguesa industrial y financiera la hegemonía necesaria para construir un capitalismo relativamente moderno. (“La muerte de Francisco Franco”).

La utilidad del libro no reside únicamente en poder seguir el análisis crítico de la coyuntura, que el autor desgrana siguiendo el hilo de los acontecimientos, sino en reflexiones que desbordan el marco temporal y señalan aspectos esenciales de la idiosincrasia de este país y en proféticos atisbos sobre el futuro.     

Por ejemplo, sobre las tensiones del PSOE en 1979, sobre mantener o eliminar la calificación de partido marxista: El verdadero problema del PSOE no consiste en renunciar al adjetivo “marxista” sino en no renunciar a la causa socialista, es decir a la construcción de una sociedad sin clases. Es evidente que, si dejar de ser marxista quiere decir olvidarse de que el motor de la historia es la lucha de clases, entonces es de prever que esa sociedad socialista tardará en llegar y, en todo caso, no la traerá el PSOE (“Media clase media”).

O la fuga de capitales como problema nacional: El capital que huye se denuncia a si mismo. El que se queda es que tiene la conciencia tranquila o es inteligente y previsor y se apresta a convivir dialogando con el trabajo (…) Si el continuismo se estabiliza volverá el capital huido. Volverá para seguir haciendo esos negocios que ahora le permiten fugarse con las talegas rebosantes. (“Fuga de capitales”).

O sobre la concepción patrimonial del poder que tiene la derecha: Desde 1874, el conservadurismo español está acostumbrado a los grandes espacios de tiempo, al <¡ancha es Castilla!> de hacer lo que le viene en gana sin que nadie se atreva a presagiar su alternativa (…)  El ancho espacio de la Restauración conservadora duró cincuenta años. La dictadura ingenua y reformista de Primo no pasó de un sexenio, ni la II República de siete años. El general Franco, en cambio, le dio al poderoso e inmutable macizo de la raza cuarenta años más, casi medio siglo más de respiro, como una nueva y beneficiosa restauración (…) Desde esta perspectiva no se puede pedir al bloque conservador una Constitución democrática, o sea, un texto o contrato constitucional con el pueblo español, en cuya virtud quepa la alternancia en el poder de gobierno. A lo más, aceptará un bipartidismo, hegemónico y de clase, como en la época feliz del canovismo, pero siempre considerará revolucionario, subversivo y motivo de tocar a rebato en que un partido socialista en serio, por ejemplo, alcance el poder en las urnas. La actitud de la derecha en estos momentos es propia de una democracia apocalíptica, es decir, de una democracia en la que ella pueda gobernar sucesivamente muchos trienios o cuatrienios, cuando no lustros, y hasta el fin de los tiempos. (“Conservar el poder”).

Los países sin tradición democrática en sus instituciones de gobierno y en sus hábitos colectivos mayoritarios -por un ejemplo, España- suelen acudir una y otra vez a los recursos mágicos para huir de los problemas que no saben, no pueden o no quieren resolver. El hombre providencial es uno de nuestros mágicos recursos, y lo mismo da que se llame Espartero, Serrano o Prim, como Cánovas, Primo de Rivera o Franco. Todos ellos bien vistos -dicho sea de paso- por los catalanes bienpensantes, como después lo fue el militar Maciá o lo acaba de ser el banquero Pujol. El caso es que nos salve un mesías, que nos conduzca un caudillo, que nos levante el país hacia arriba un “supermán” fascista o nacionalista y, en algunos casos, ambas cosas juntas. (“La responsabilidad de la derecha”).

Juzgando el espíritu del libro a la luz de la actualidad política, caracterizada por el hosco enfrentamiento que preside un continuo tejer y destejer, se puede concluir que el período de la obra -1975-1985- se queda excesivamente corto ante la perspectiva de hallarnos inmersos en un cambio que parece, más que nunca, inacabable.

sábado, 16 de octubre de 2021

 

El hombre perfecto

Me ha hecho gracia la columna de Savater de hoy, en el global. Se refiere a la puesta en marcha en Barcelona del Centro de Nuevas Masculinidades, una iniciativa del ayuntamiento dirigido por Ada Colau, que está a la altura de la Oficina del Español montada por Isabel Ayuso en Madrid o del aeropuerto para peatones de Castellón, construido por Carlos Fabra. Imaginación que no falte.

El Centro abordará la tarea de diseñar el “hombre nuevo”, pues, según la alcaldesa, “la masculinidad no es incompatible con la sensibilidad”, por si alguien lo había dudado.

“El hombre del futuro -aseguran los animadores del centro- será un hombre heterogéneo, diverso, descolocado, desorientado y perdido sin referente que emular”. Una especie de monigote movido por cualquiera. ¡Vaya adelanto! Pues ese es el fin educador de este proyecto, o quizá sea mejor decirlo con un término más postmoderno: su fin deconstructor.

Me pregunto a cuántos y a cuáles hombres habrán tratado la alcaldesa y los promotores de esta idea, para que esta sea una propuesta educativa municipal. Aunque también cabe preguntarse qué tipo de hombres pululan por Barcelona para merecer su paso por las aulas de ese centro.

Si al hombre heterogéneo, diverso, descolocado, desorientado y perdido le añadimos que sea blandengue y que se asuste de los ratones y las cucarachas, tendremos al hombre perfecto. Vale.       

martes, 1 de junio de 2021

15-M-2011. ¿Qué queda del “15-M”?

Si se juzga por lo que ocurre en las calles, queda realmente poco. O, aún peor, obedeciendo a la oscilación pendular a que somos tan dados en España, el “15-M” parece haber sido reemplazado por el impulso contrario.

Hace diez años, las calles hervían de personas, jóvenes en su mayoría, que criticaban el modelo económico que los condenaba a una larga adolescencia, y el modelo político, que formaba élites. Miles de jóvenes mostraban su deseo de participar en política de modo más directo -“democracia real ya”- y exigían las reformas necesarias -formación, empleo estable, salario digno y acceso a la vivienda- para convertirse en personas adultas con un proyecto autónomo de vida. El “15-M” fue el bautismo político de una generación que necesitaba percibir un futuro verosímil y nacía bajo el signo de la indignación.

Diez años después sucede lo contrario, el ambiente que predomina en las calles es de resignación, en unos casos, y en otros, el de participar en el ocio y el consumo, en el “botellón”, el jolgorio y el “fiestón”, en una situación en que la pandemia del coronavirus, una enfermedad que, por ahora, carece de cura, aconseja lo contrario en tanto no se vacune toda la población.

No es una movilización social que reclama reformas que afecten al ámbito colectivo, sino una suma de temerarias conductas individuales, alentadas por políticos insensatos y asentadas en la vieja indisciplina española, en el promovido egoísmo neoliberal, el desprecio a la vida en común, a la solidaridad y al “buenismo”, como enseñas de un progresismo trasnochado.

Son conductas, que, reclamando derechos individuales ilimitados, anteponen el disfrute del ocio a la salud pública o, dicho de otro modo, colocan el disfrute personal sobre la salud nacional, ahora que el patriotismo exige renunciar a tomarse la “caña” a la que, según algunos irresponsables mandatarios, “todos tenemos derecho”, por el bien de la salud general.

La que ocupa ahora las calles es parte de una generación que no sólo renuncia a hacer lo esperable, que es oponerse al legado de sus mayores, sino que lo abraza y defiende en sus expresiones más esperpénticas.

Es el caso notorio de una generación infiel o delincuente, como escribía Ortega en “El tema de nuestro tiempo”, porque renuncia a cambiar lo recibido de sus mayores: “Hay, en efecto, generaciones infieles a sí mismas, que defraudan la intención histórica depositada en ellas. En lugar de acometer resueltamente la tarea que les ha sido prefijada, sordas a las urgentes apelaciones de su vocación, prefieren sestear alojadas en ideas, instituciones, placeres creados por las anteriores y que carecen de afinidad con su temperamento. Claro es que esta deserción del puesto histórico no se comete impunemente. La generación delincuente se arrastra por la existencia en perpetuo desacuerdo consigo misma, vitalmente fracasada”.

El “15-M”, un movimiento social espontáneo surgido del malestar acumulado, despertó mucha expectación con sus ambiciosas propuestas, pero dejó no poca frustración. Se puede decir que, en los temas principales, el “programa” del “15-M” sigue inédito, y si atendemos al objetivo de reformar el llamado “régimen del 78” o incluso acabar con él, asistimos a una transición abortada o acumulamos otra “revolución pendiente”.

El ”15-M”, un impulso más que un movimiento organizado, surgido durante el gobierno de Zapatero, trató de impedir que las medidas de austeridad dictadas por el FMI, la OCDE, Berlín y Bruselas se aplicaran principalmente sobre los trabajadores y las clases subalternas. El esfuerzo fue grande, pero, pese a la rapidez con que aparecieron corrientes con objetivos particulares -la decena de coloreadas mareas- y se coordinaron respuestas unitarias, el incipiente movimiento se topó con el orden establecido y con la lógica del modelo neoliberal inspirador de tales medidas, que el gobierno de Rajoy descargó de forma torrencial sobre la sociedad española, escoltadas por la “ley mordaza” para impedir las protestas. Y así fue, con el catastrófico resultado conocido: España volvió a los puestos de cola de la Unión Europea y creció el abismo entre las rentas. El gran capital había impuesto, una vez más, sus condiciones.   

Se ha dicho que el “15-M” acabó con la hegemonía del PSOE y el PP y que abrió el espectro político con otros partidos. Es cierto, pero, como ocurrió con “el 68” en otros países, el efecto inmediato fue provocar la reacción y la victoria electoral de la derecha, que retuvo el gobierno el tiempo necesario para aplicar a fondo la contrarreforma económica y, también, política, pues arremetió contra derechos no sólo laborales sino civiles de las clases subalternas y, en singular, de los asalariados, que fueron obligados a aceptar humillantes condiciones de vida y trabajo.    

El parlamento se ha hecho más plural; el bipartidismo se ha moderado, pero la bipolaridad ha aumentado, y la tensión entre izquierda y derecha ha cobrado fuerza con el declive del centro, representado brevemente por un errático Ciudadanos, que fue un efecto indirecto del impulso renovador del “15-M”, como lo fue rearme identitario y, en particular, el del independentismo catalán.

La formación política ideológicamente más cercana al “15-M” es Podemos. No es una emanación directa, aunque sus dirigentes se consideran sus legítimos herederos, sino una de sus expresiones, la que tuvo más fuerza o quizá mejor promoción. El ascenso electoral en dos años (2014-2015), pero en descenso desde 2016, y su llegada a la Moncloa en 2020, en el primer gobierno de coalición desde la II República, se considera uno de los signos de cambio más importantes inducidos por el “15-M”.

Sin embargo, el sistema político no se ha tocado (tampoco el económico). Los partidos son mudables, crecen y decrecen, surgen y desaparecen, pero las estructuras perduran. Sigue ahí, como un elemento permanente del sistema político, la intocable ley electoral de marzo de 1977, anterior a la Constitución, que actúa como un corsé sobre la voluntad de los ciudadanos, viciando con un sesgo mayoritario el sistema representativo proporcional.  

Dado el carácter transitorio de los movimientos sociales, el “15-M” debió superar varios obstáculos para transformarse en una opción política duradera. El primero fue intentar vencer la inercia, la fuerza de lo viejo frente a lo nuevo; el peso de lo fáctico, de las estructuras sobre los proyectos, de lo organizado sobre lo disperso, de las instituciones sobre las ideas y la prevalencia de lo establecido sobre alternativo.

Otra dificultad estuvo en transformar el cúmulo de ideas y deseos aparecidos en las asambleas en un programa político. Más de 14.000 papeles con sueños y deseos, desiguales en su grado de elaboración y concreción, con frecuencia divergentes o incluso opuestos entre sí, eran la materia prima para definir una estrategia que transformara sentimientos en razones y en acciones. El gran desafío estaba en convertir una utopía fragmentada, hoy encerrada en 28 cajas en un local de Lavapiés, en un programa político coherente y forzosamente limitado.

La tercera dificultad residía en transformar un movimiento social extenso en una organización operativa, pero abierta y participativa, que conservara, en lo posible, la frescura y la espontaneidad del movimiento. El empeño era arduo, dada la diversidad de tendencias políticas que bullían en su seno, presas de  una arraigada tradición sectaria, y el difícil acomodo que tenían la libre opinión entre iguales, la participación voluntaria y la decisión asamblearia en la estructura de una organización que debía actuar como una “máquina de guerra” -eso se dijo-, con estructura jerárquica, estatutos, cargos electos y una dirección que bien pronto derivó hacia el caudillismo, siguiendo el modelo imperante, que, en teoría, venía a combatir, de reducir la política de un partido a las opiniones y gestos de su máximo representante. La dirección colegiada derivó pronto en el cesarismo de Iglesias, el líder incuestionable que moldeó el partido a su imagen y semejanza. Y salvo amagos oportunistas, Podemos devino un partido institucional con un ambiguo programa populista. Pero hablar de eso escapa a la intención de este texto.

En todo caso, el espíritu con que había surgido el 15-M quedó en el camino.

Mayo de 2021.



15-M-2011. La Puerta del Sol: una enmienda a la totalidad

Durante casi un mes, que es lo que duró la acampada, pronto seguida en otras ciudades de España y otros países, la Puerta del Sol de Madrid se convirtió en un ágora bulliciosa, donde ciudadanos del pueblo llano, en su mayoría jóvenes, se reunieron y discutieron sobre asuntos comunes: la crisis financiera, los bancos, el paro, los estudios, la carestía, la falta de empleo y de vivienda, los contratos precarios, los bajos salarios, la desigual distribución de la riqueza, la mercantilización de la sociedad, la degradación de la vida política y la perversión de la democracia, la opacidad y la corrupción, abordando desde su punto de vista asuntos reservados a los expertos. Es decir, hablaban de la vida de la gente en tiempos difíciles, de su papel en la sociedad que se estaba creando o, mejor dicho, destruyendo, y de un porvenir cada día más incierto. Y de la responsabilidad que los políticos profesionales tenían en ello, como gestores de un sistema paralizado, incapaz de atender las demandas de la sociedad y en particular las de los grupos más vulnerables.  

Coetánea de la “primavera árabe”, una generación perdida -“juventud sin futuro”- se encontró consigo misma y con ciudadanos de otras generaciones para señalar el objetivo que la política debía tener: ocuparse de los asuntos comunes, en favor de la sociedad, no de sus élites, actividad olvidada por quienes hacían de la gestión pública una profesión particular y algunos, un saneado negocio privado.

De largas discusiones salieron cientos de consignas que resumieron sus ideas y sus quejas -“No nos representan”, “Mandan los mercados y no los he votado”, “No somos mercancías en manos de políticos y banqueros”, ““La revolución será feminista o no será”, “Toma la calle”, “No somos antisistema; el sistema es antinosotros”, “Juventud sin futuro: sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo”-, que, desde muchos puntos de vista, formulaban una severa crítica al modelo político, económico y social; o sea, una enmienda a la totalidad.

El movimiento reveló que una parte de los ciudadanos no se había olvidado de la política; que la llamada desafección ciudadana no era tal, que lo cierto era la separación de la clase gobernante respecto a la sociedad; que los políticos, utilizando la ortopedia del sistema representativo, se habían alejado de quienes les votaban y pagaban. Mostró el abismo entre la España oficial, de futuro asegurado, y la España social, de porvenir incierto. Y mientras la clase política, en campaña electoral permanente, discutía de sus cosas y aburría a la gente con su bronca, en la calle, en corrillos y asambleas, se respiraba imaginación, vitalidad, afición desinteresada por la política, discusión abierta e intercambio de ideas, que mostraban dónde estaba la vida y dónde quedaba la burocracia, dónde estaba la sociedad real y dónde la representada en encuestas y sondeos, que servía (y sirve) de única referencia a la clase política.

La Puerta del Sol fue el epicentro de un movimiento sísmico, cuya potencia se desconocía, pero que movió las masas tectónicas que hasta entonces habían determinado la correlación de fuerzas políticas. Faltaba conocer la intensidad del terremoto. 


miércoles, 19 de mayo de 2021

15-M-2011. Una pacífica rebelión de las clases subalternas

Con la crisis económica de 2008, llegó el ataque de los bárbaros, que no eran gentes incultas, sino financieros y empleados suyos, graduados en selectas escuelas de negocios y universidades de prestigio, que formularon, con prisa y sin atisbo de piedad, el programa solicitado por los acreedores de la banca y que aplicaron con disciplina serviles gobiernos. Países enteros se entregaron al brutal saqueo decidido por el FMI, la OCDE, Berlín y Bruselas para sanear con dinero público las cuentas de bancos privados, haciendo recaer sobre la población, acusada de vivir por encima de sus posibilidades, los funestos efectos de la codicia de unos pocos. “La codicia es buena” (greed is good) afirmaba Gordon Gekko, en la película “Wall Street”, como eje de su filosofía de vida, dedicada a vaciar los bolsillos de la gente para llenar el suyo.

Las izquierdas, acomodadas a la marcha del país, no supieron reaccionar. Enarbolando banderas desteñidas, vivían acomodadas al mundo existente y eran incapaces de acometer cambios profundos en su estrategia. Ideologías confusas, programas caducos y estructuras fosilizadas las habían convertido en parte del mobiliario institucional. El PSOE, agotada su contradictoria etapa reformista, estaba perdido en la tercera vía (muerta); un comunismo retórico y arcaico y una estructura rígida habían convertido Izquierda Unida en un partido incapaz de sobrevivir fuera de las instituciones.

Por fortuna, había gente, especialmente los jóvenes, que rechazaba tal estado de cosas y estaba dispuesta a resistir las embestidas del capital más salvaje. Eso fue el movimiento del 15-M en Madrid, extendido luego a otras ciudades y países, que respondía tanto a lo que ya había, al deterioro presente, como al deterioro presentido, anticipando lo que llegaría con el gobierno de Rajoy.

En un breve resumen, estos son los hitos de la época. En 2008 revienta la burbuja inmobiliaria, en julio cae Martinsa-Fadesa, la primera de las empresas constructoras; el 10 de octubre la Bolsa cae más del 9%; el Banco de España ratifica el retroceso; en noviembre se lanza el Plan E contra el desempleo; la Encuesta de Población Activa anuncia 800.000 nuevos parados; comienza la recesión: caen los precios y las ventas de pisos.

En mayo de 2010, presionado por la Unión Europea, Zapatero da un giro a su política. El 29 de septiembre hay una huelga general contra la reforma laboral y el anuncio de la reforma de las pensiones, y otra, el 27 de enero de 2011, en Cataluña, el País Vasco, Galicia y Navarra. El 15 de mayo de 2011, una manifestación concluye en una acampada en la Puerta del Sol -“No es una crisis, es una estafa”-. El 27 de septiembre, PSOE y PP aprueban la reforma “exprés” del artículo 135 de la Constitución, que antepone la devolución de la deuda a las necesidades sociales. El 20 de noviembre, el PP resulta vencedor en las elecciones generales. En diciembre, el gobierno de Rajoy anuncia los primeros recortes, que tendrán como respuesta la movilización de las mareas, distinguidas por sus colores.

El 29 de marzo de 2012, se celebra una huelga general contra la reforma laboral de Rajoy. El 10 de julio, la “marcha negra” de los mineros llega a Madrid y el día 11 hay una gran manifestación de acompañamiento hasta el Ministerio de Industria. El 14 de noviembre de 2012, se celebra en Europa el primer paro internacional del siglo XXI. El 23 de febrero de 2013, todas las mareas de unen en la marcha con el lema: “Marea ciudadana contra el golpe de los mercados”.

El 21 de marzo de 2015, tiene lugar la “Marcha de la dignidad” y el 22 de octubre la Euromarcha. El 30 de marzo de 2015, el Congreso aprueba la Ley Orgánica 4/15, conocida como la “ley mordaza”.

En 2008, año en que se declara la crisis, se producen en España 16.118 manifestaciones de protesta; en 2010 son 21.941; en 2011, 21.297; en 2012 ascienden a 44.233, en 2013 son 43.170, en 2014 descienden a 36.679. 



sábado, 1 de mayo de 2021

Ni tonta ni loca

 Ignorante, autoritaria y ambiciosa, sí. Populista, oportunista y lenguaraz, también.

En el Madrid azotado por la pandemia y sacudido por la campaña electoral, brilla con fulgor propio una estrella de la política -una supernova-, que, entre las laxas medidas diurnas y el toque de queda, encandila en terrazas y cafés. O quizá sea más adecuado decir que los madrileños asisten a un espectáculo de pocas luces y mucho ruido en continua representación: Producciones Ayuso.

La artista principal es figura de primera plana y de primeros planos, incluso en su partido, en su afán por aparecer como protagonista absoluta en la escena matritense.

Desde su ebúrnea torre en la antigua Casa de Correos, critica (a Sánchez), amonesta (a Sánchez), advierte (a Sánchez), provoca al recién llegado Iglesias (que cae en sus trampas), intenta burlar la ley con sobrevenidos intrusos en las listas, enardece a sus huestes, ignora a la oposición, desprecia a su socio, promete a los ingenuos, visita, inaugura, corta cintas, aparece y comparece, ríe, llora, hace mohines, ladea la cara y frunce la boca, según lo requiera la ocasión, en una exhibición de expresión corporal digna del Actors Studio.

Su apretada agenda política es un permanente “casting” de telenovela, mostrando los tópicos de la versión femenina de la derecha neoliberal -la mujer hecha a sí misma por su trabajo y sus méritos- con que suelen adornarse tantas mujeres mediocres, nacidas en buena cuna y criadas entre algodones, que han pasado por la política. Un alarde de fantasía, imitación de Esperanza Aguirre, hispánica versión de Margaret Thatcher, de infausta memoria para las clases subalternas británicas (véanse Tony Judt, Owen Jones, Naomi Klein o Ken Loach), que da como resultado una versión feminizada del falso liberalismo del PP, difícil de conciliar con su noción patrimonial y patriarcal del poder y con el estilo autoritario y clerical de gobernar, que le vienen de origen.

Ayuso reúne los requisitos necesarios para medrar en el PP: ha sido becaria en FAES, y afiliada obediente, o sea, políticamente nula; es devota de la Curia, es decir, de la administración eclesiástica, pero ignora el mensaje cristiano; está avalada por Aguirre y suponemos que por su perro “Pecas”, al que “le llevó” la cuenta de tuiter (¡qué frivolidad se gasta la marquesa!) y presenta un currículo cuajado de cursos y seminarios sin acreditar, y tan apretado en presuntos méritos que coinciden las fechas de unos y otros, en un historial de portentosa ubicuidad, apresuradamente embuchado como una morcilla con poca sustancia.

Como otras personas mediocres que llegan a ocupar puestos de relieve, Ayuso ha creído que las carambolas que la han llevado a la presidencia de la CAM son resultado de su innata capacidad para gobernar.

En su trayectoria garbancera, ostenta un cargo que le viene grande, ya que carece de cualificación profesional, de experiencia en la gestión y, sobre todo, de interés en defender los bienes colectivos -lo común y compartido, cuya gestión es el alma de la política-, pues, por el partido al que pertenece, es enemiga del patrimonio público, cuyo inexorable destino es pasar a manos privadas cuanto antes y al precio más bajo posible, pero dejando por el camino el correspondiente peaje, como acreditan las tramas, no casos, de corrupción (Gurtel, Lezo, Púnica, Kitchen…), aunque para ella “Mucha de la corrupción, resulta que no es tanta”. Así que no pretende gestionar nada que no sea en provecho de su partido y de sí misma, sino reducir el menguado papel asistencial que aún le queda a la Comunidad de Madrid.

Está aquejada de laborofobia -aversión a los trabajadores-, sobre todo, a los sanitarios, a los que somete a jornadas extenuantes, y de aporofobia, aversión a los pobres, a los migrantes menores no acompañados (“Atender a los “menas” no es darles una casa con pista de pádel”), a las colas del hambre  (“subvencionadas por la izquierda”) y los okupas (“Un día os iréis de vacaciones y cuando volváis Podemos habrá dado la casa a sus amigos okupas”), que es lo que hizo el PP en el Ayuntamiento, con Ana Botella, y en la Comunidad, con Cristina Cifuentes, pero a lo grande, vendiendo a precio de saldo, a fondos especulativos, no una vivienda pública, sino casi tres mil.

Ayuso sigue al pie de la letra el lema reaganiano de que los pobres tienen demasiado y los ricos demasiado poco, y trata de compensar esta presunta anomalía privatizando bienes y servicios públicos y manteniendo un adecuado nivel de paro, para mostrar a los trabajadores quienes son los que mandan.

Es populachera, inculta con ansia y como tal atrevida en sus opiniones, y aporta la correspondiente cuota de corrupción familiar (caso Aval Madrid) para no desentonar en Génova, pero mental y sentimentalmente está en Vox, aunque Casado lo ignore.

Recita como un loro la letanía que le preparan sus asesores, pero aporta algo propio, que muestra con desparpajo de pijachoni: es una supuesta “identidad” madrileña, un provincianismo rancio, basado en el ocio, el jolgorio nocturno y el consumo de bebidas alcohólicas (la bandera de la Comunidad, en vez de siete estrellas, debería tener unas “birritas”, pues la caña parece el símbolo de la libertad made in Ayuso).

Con el cultivo patológico de esta singular diferencia como fundamento político, Ayuso se ha colocado junto al catalanísimo Torra para oponerse a lo decidido por el Gobierno central y el Consejo Interterritorial de las Comunidades contra la pandemia, adaptando de forma laxa las medidas y posponiendo siempre la hora del toque de queda, de modo que, si, según sus palabras, “Madrid es España dentro de España”, según su práctica Madrid es España, pero sanitariamente menos que España y una hora más tarde que en España.

Madrid is different es el lema, de raíz fraguista, que distingue Ayusistán del resto del orbe.

30/4/2021

El obrero 1 de mayo, 2021


jueves, 29 de abril de 2021

Una historia del covid en Madrid

La campaña electoral en Madrid se ha planteado arteramente por quien ha convocado las elecciones como una opción entre dos ideas o dos conceptos abstractos -comunismo o libertad-, con el objetivo de esconder el balance de la gestión efectuada desde 2019.

Pero no hay amenaza de comunismo en España, y menos procedente de la débil oposición de izquierda en la Comunidad de Madrid, gobernada por una derecha bastante escorada hacia el extremo (y hacia la corrupción) desde hace nada menos que 26 años.  

A una persona como Ayuso, con un sentido de clase tan acusado, el llamamiento del FMI a subir los impuestos a los más ricos, la intención de Biden de hacer lo mismo, habilitar fondos para mejorar la asistencia social y poner en marcha un nuevo New Deal, los inútiles llamamientos de la UE para que España se ponga al mismo nivel que la media europea en presión fiscal, la intención de subir el salario mínimo y establecer un ingreso mínimo de supervivencia o las ollas de barrio para atender las colas del hambre, le pueden parecer el “comunismo en acción”, porque va contra el espíritu de su gobierno, que es destinar fondos públicos al sector privado de la manera que sea, en general, opaca.

Madrid es la comunidad que menos dinero destina a asuntos sociales, en educación invierte 729 euros/habitante, frente Euskadi con 1.349 eu/habitante, la que forma más guetos en enseñanza y la segunda que menos gasto por habitante tiene en sanidad. Es la comunidad más rica de España, pero con mayor desigualdad de rentas, lo que ha merecido un suspenso del relator de la ONU por su poco interés en luchar contra la pobreza. Así, a la Presidenta, cualquier propuesta para mejorar el ámbito público o que no vaya destinada al pijerío le parece comunismo. La disyuntiva en Madrid no es libertad o comunismo, sino desigualdad o pijerío.

Ayuso tampoco ofrece libertad, sino libertinaje, y en una sola cosa: consumo en bares, terrazas y restaurantes, espacios de ocio y diversión, no sólo en fiestas y botellones clandestinos, que sobrepasan los tres mil localizados por la policía, sino en discotecas, desafiando no sólo decisiones del Gobierno de la nación, del Consejo Interterritorial, de la Organización Mundial de la Salud, de los médicos, de los científicos y de la sensatez, ante la expansión de una enfermedad que por ahora no tiene cura.

Fiel a su idea desde el principio -“Madrid no se cierra”-, aunque se tuvo que cerrar y confinar (“un chantaje”, “un gesto de autoridad de Sánchez”), Ayuso se niega a aceptar los resultados de esa “libertad” mal entendida, que colocan a Madrid en las zonas del país con índices más altos de infección, hospitalización, saturación de UCIs y muertes por covid. Ese es el resultado de haberse saltado etapas, falseando los datos, para apuntarse cuanto antes a la desescalada que siguió al primer estado de alarma, o de aprovechar los “puentes” festivos para o “salvar” el “black Friday”, la Navidad o lo que venga, con el consiguiente aumento de los contagios, que, como los muertos, se cargan a la gestión de Sánchez.

Los fallecidos en las residencias en la primera oleada van por cuenta de Pablo Iglesias, no de la Comunidad de Madrid, que ordenó mantener -con cuatro instrucciones escritas- a los ancianos contagiados en las residencias (sólo el 25% de los ingresados en UCIs eran mayores de 70 años, cuando los ancianos suponían el 87% de los fallecidos por covid). Lo que denunció públicamente el consejero de Asuntos Sociales, Alberto Reyero, que admitió que las residencias eran competencia de la Comunidad e incluso se quejó a Amnistía Internacional por la dejación. Reyero solicitó al Gobierno ayuda urgente del Ejército para desinfectar las residencias, antes lo habían solicitado Iglesias, Illa y Margarita Robles, pero Ayuso, en principio, se opuso. El 17% de las intervenciones del Ejército en los primeros meses de la pandemia se hicieron en Madrid.  

Ayuso, de inmediato, anunció la medicalización de las residencias, que consistió en atención telefónica -confiada a empresas privadas, al precio de 2,9 a 4 euros por llamada-, mientras llegaba la ayuda puesta en marcha con la “operación bicho”, que fue un desastre. Se encomendó a Encarnación Burgueño, hija de uno de los inductores de la privatización de la sanidad madrileña, presentada en su día como “oportunidades de negocio”. Burgueño, directora general de una empresa presuntamente sanitaria no inscrita en el Registro Mercantil, carecía de recursos, de ambulancias y de experiencia en gestión hospitalaria y, sin moverse de su casa, subarrendó parte del servicio adjudicado a una empresa que disponía de cuatro vehículos médicos, que durante 12 días visitaron 200 de las 475 residencias de la Comunidad, siguiendo las instrucciones de Burgueño, que a su vez las recibía de un alto cargo sanitario de la Consejería de Salud. Mientras tanto, las residencias se cansaban de llamar solicitando un auxilio que no llegó.

La pésima gestión se quiso tapar acusando al Gobierno, a Sánchez y a Iglesias y montando una campaña publicitaria con carteles recordando lo mucho que Madrid debe a los ancianos. Y destituyendo a Reyero, el Consejero de Asuntos Sociales que había señalada la falta de humanidad de la decisión de Ayuso respecto a las residencias. 



jueves, 22 de abril de 2021

La batalla por Madrid

En un clima muy crispado en las instituciones políticas, que empieza a serlo en la calle, las elecciones en la Comunidad de Madrid se presentan más como una batalla política a escala nacional que como un reajuste del gobierno regional.

Las razones de esta artificiosa disfunción son de índole diversa. La primera de ellas es de tipo coyuntural y responde al interés de quién las ha convocado, que es la presidenta de la Comunidad para tratar de ocultar el fracaso de su mandato con un mal balance y las desavenencias con su socio, Ciudadanos, del que ha querido deshacerse con esta precipitada convocatoria a rebufo de una moción de censura en Murcia, por donde ahora parece que discurre el Pisuerga.

Para cualquier otro partido, la convocatoria de elecciones anticipadas en mitad de la legislatura, sin haber logrado aprobar los Presupuestos y con una sola ley aprobada -por cierto, del suelo-, sería un fracaso, pero Ayuso, investida de un triunfalismo carente de base, asume el papel de nueva Juana de Arco de la derecha con la posibilidad de obtener una mayoría absoluta para salvar España del comunismo, salvar al PP, vacilante y desnortado, pero aún vivo gracias al regalo de Rivera antes de retirarse de la política, y, sobre todo, salvarse ella misma y desplazar a Casado, maniobra que el infeliz y atolondrado líder del PP no percibe, sino que asume con alegría como telonero electoral. Igual que Almeida ha renunciado de facto a su función de alcalde capitalino para aceptar el papel de sacristán de Ayuso, más adecuado a su estatura política, dejando que la Presidenta le organice sanitaria y comercialmente la ciudad. Ambos varones han sucumbido a la mirada de la empoderada Medusa.  

Aparte de estas razones espurias, existe otra, que no es nueva: es convertir la Comunidad de Madrid gobernada por el PP, en un bastión para erosionar al Gobierno central en manos del PSOE, como lo decía bien clarito Esperanza Aguirre, mentora de Ayuso, en una entrevista que le hacía Zarzalejos (ABC, 1/7/2007): “Soy el contrapunto de las políticas del Gobierno de Zapatero”. En esa entrevista Aguirre afirmaba que, perdidas las elecciones generales, la Comunidad de Madrid era, para el PP, la institución más importante.

Ahora se aplica el lema de resistir al Gobierno, pero la realidad de los datos diverge: en 2007, el PP, con Aguirre, obtuvo mayoría absoluta con 67 escaños en la Asamblea, el PSOE obtuvo 42 e IU 11. En 2019, el PP, con Ayuso, obtuvo 30 diputados, el PSOE 37, Cs 26, Más Madrid 20, Vox 12 y UP 7.

La diferencia es notable: en 2019, Ayuso no venció al PSOE y tuvo que formar, de mala gana, gobierno con Cs, aunque su pétreo corazón estuviera en Vox, que apoyaba o enredaba, pero a escala nacional fue la salvación de Casado. Visto el mal resultado de la coalición, Ayuso ha convocado elecciones para salir fortalecida y librarse del socio díscolo, por lo cual la consulta ha adquirido cierto tono plebiscitario.

Hay otra razón, que es el papel estratégico de Madrid en el programa del PP.    

Madrid, capital del Estado y capital del capital (o viceversa), cumple un papel destacado en la configuración del país, como modelo político y económico de la derecha española -conservadora en lo moral, neoliberal en lo económico y elitista en lo social- para gestionar el capitalismo de nuestros días.

Madrid, como conjunción de Comunidad y Ayuntamiento, forma parte de un proyecto a largo plazo, en el cual el PP no ha reparado en medios, legales e ilegales, para llevarlo a cabo. El “tamayazo”, la operación político-financiera con que Aguirre accedió a la presidencia de la Comunidad, y la concurrencia a las sucesivas elecciones con el partido sobrefinanciado con dinero negro, son pruebas de la importancia que tiene para el PP conservar poder político local y regional en Madrid, más aún cuando ha sido desalojado del gobierno central.

En la Comunidad, la derecha gobierna desde junio de 1995, con Ruíz Gallardón, pero a partir de 2012, con el abandono de Aguirre (septiembre 2012), se suceden cuatro presidencias de duración irregular - Ignacio González (septiembre 2012 - junio 2015), Cristina Cifuentes (junio 2015 - abril 2018), Ángel Garrido (abril 2018 - abril 2019) y Pedro Rollán (abril - agosto 2019), hasta la llegada de Ayuso en 2019, obligada a gobernar en coalición. Hay que recordar que la inestabilidad se debe, en gran parte, a los muchos casos de corrupción que, a escala nacional y regional, han afectado al PP, y en los que se han visto envueltos cuatro presidentes de la Comunidad y decenas de altos cargos.

Por la cantidad y la cualidad de los casos, que no son individuales, sino largas tramas de implicados que afectan a cargos públicos y a la dirección del Partido, la corrupción, en todos los niveles de la administración de todo el territorio, pero en particular en Madrid y Valencia (otra región martirizada por la derecha), no es un accidente, una suma de casos aislados de afiliados del partido, sino que forma parte del modelo de gestión política y económica de la derecha española, aunque no sólo del PP. La corrupción “engrasa” el sistema, facilita las relaciones y va dejando agradecidos beneficiarios por donde discurre.

Para el PP, Madrid es el modelo de gestión de un capitalismo marca España, (Spain is different), un capitalismo de amigotes y una democracia de parientes y clientes, que tanto tiene que ver con los usos del franquismo, jubilosamente recibidos como legado, que son gobernar de forma autoritaria y opaca, sin rendir cuentas, burlando los controles y alimentando el caciquismo, el tráfico de influencias, la información privilegiada y las redes clientelares, que forman el banco de favores de una clase política depredadora, que margina el interés común, las necesidades de la parte más humilde de la sociedad e, incluso, el interés nacional, en provecho de la minoría política y económicamente más poderosa del país. Nada nuevo en la historia de España.

Es un capitalismo parasitario, surgido del viejo cabildeo proteccionista entre políticos y empresarios, que crece al amparo del poder institucional privatizando bienes y servicios públicos, entregados a precio de saldo al capital nacional y al extranjero más volátil, que son los fondos especulativos, pero asentado en el falaz discurso de la defensa de la economía nacional y la promoción de los emprendedores, que suelen ser los vástagos de la derecha, sus amigos y allegados, pues, para el resto de ciudadanos, y en particular las clases subalternas, el afán emprendedor y, desde luego, el intento de salir de su subordinada condición, están vetados por la estructura de la propiedad, el desigual reparto del capital, la disposición del crédito, la contribución fiscal, la configuración del poder político y las trabas burocráticas del ineficaz aparato administrativo.

La colusión contra las clases subalternas, la privatización, la especulación, la evasión fiscal y la corrupción sostienen un desequilibrado modelo económico, industrialmente raquítico y preso de varios oligopolios, que se dice competitivo, pero donde la competitividad corre por cuenta de los asalariados, forzosamente sometidos a las condiciones leoninas del mercado laboral. Esta es la castiza aplicación del neoliberalismo de matriz anglosajona a los usos y abusos de la España cañí: el poder público al servicio del interés privado, el Estado al incondicional servicio del Mercado, el Estado (social) mínimo cede ante el Mercado Máximo. Este es el “patrimonio” del PP, obtenido en Madrid a lo largo de un cuarto de siglo, que Ayuso tenía que proteger y, a ser posible, ampliar y asegurar de cara al futuro.