domingo, 16 de enero de 2022

Richard Leakey

Ayer, repasando un diario atrasado, reparé en una noticia que se me había escapado. Aludía a la muerte del paleontólogo Richard Leakey, ocurrida el día dos de enero.

Nacido en Nairobi, pero de origen británico, heredó la pasión investigadora de su padre, Louis Leakey, quien, junto a su mujer, Mary Douglas Nicol, descubrió en la Garganta de Olduvai (Tanzania) restos de uno de los primeros representantes del género humano, al que dieron el nombre de “Homo habilis”, por atribuirle la habilidad de tallar los utensilios hallados junto a sus huesos. Richard continuó la investigación de sus padres y la extendió al valle del río Omo, en Etiopía, donde halló gran cantidad de restos de homínidos del grupo “habilis” y, luego del grupo “rudolfensis”, cerca del lago Turkana, antiguo lago Rodolfo (en honor del archiduque de Habsburgo), en la gran falla del Rift, en Kenia, en particular restos de un niño -Turkana boy o Niño de Nariokotome- adolescente de la especie del “Homo erectus”.

No soy un aficionado a la paleontología ni estoy especialmente interesado en los ancestros del género humano, pues, para hacerme una idea de lo que eran los hombres primitivos, hay días con que me basta mirar alrededor, pero sí mantengo la superficial curiosidad del turista. Y me gusta el cine.

No había oído hablar de los Leakey hasta un caluroso día de junio de 2007, cuando llegué con mi familia a la Garganta de Olduvai, en la llanura del Serengueti, volviendo del Ngorongoro. Allí nos hablaron de sus investigaciones y nos mostraron, en un pequeño y rústico museo, sus descubrimientos. Una lástima, por la falta de medios para montar una instalación mejor. Todo muy interesante, pero lo que más me impresionó fue la reproducción de las huellas de los pies de dos seres humanos, un adulto y un niño, que habían quedado petrificadas en el polvo provocado por la violenta erupción de un volcán, que realmente reventó. Huellas que recordaban las halladas, por ejemplo, en las ruinas de Pompeya, destruida por la erupción del Vesuvio. En cuanto al volcán, no podía ser otro que el Ngorongoro (una maravilla), que no está muy lejos y del que se cuenta que antaño era un monte tan alto o más que el Kilimanjaro.

De forma coloquial se alude al cráter del Ngorongoro, y así lo dice el cazador Sean Mercer (John Wayne), en las primeras secuencias de la película “Hatari” (Howard Hawks, 1962) cuando tiene que trasladar al “Indio” (Bruce Cabot), herido por la cornada de un rinoceronte, a un hospital de Arusha para ser atendido. Y en esa conversación indica que están en un cráter y que tardarán unas cinco horas en llegar a Arusha, con lo cual confirma que estaba cazando con su equipo en el monte citado, pero no en el cráter, sino en la caldera, porque el volcán reventó desde muy abajo, dejando una especie de circo de 20 kilómetros de diámetro, con unas paredes de 600 metros de alto. Y esa explosión, que debió ser tremenda, quizá como la del Krakatoa de 1883, sorprendió a los primitivos habitantes de la zona circundante, dos de los cuales dejaron las huellas de sus pies -y de su existencia- sobre el polvo luego solidificado y conservado como un documento.    

Si pueden, visiten Tanzania. Y después vean “Hatari”.      

Face book. 15 de enero de 2022   

Carne picada

 Tal como está el patio, es probable que Alberto Garzón contase con que su opinión sobre la ganadería intensiva publicada en un diario inglés provocara la crispada respuesta de la oposición para hacerle picadillo, pero es más difícil pensar que esperase la insólita actitud adoptada por compañeros de gobierno.

Teniendo en cuenta que llovía sobre mojado en el asunto de la carne y que el ministro de Consumo procede de Izquierda Unida, partido calificado de bolivariano, se entiende que las derechas hayan reaccionado como si Garzón hubiera ofendido directamente a los ganaderos y al ganado patrio.

Algunos ministros se han desmarcado de las declaraciones de su compañero, y el Jefe del Gobierno las ha encontrado inoportunas.

La carne de la cabaña española es de la mejor calidad, ha asegurado García Page de modo bastante imprudente, pues hay carne de diferentes precios y, por tanto, de distintas calidades -eso es el mercado, señorías-, aunque las terneras, los corderos, los cerdos o los pollos sean españoles y muy españoles.   

El ministro de Agricultura, Luis Planas, inspirado en la canción infantil de “Antón Pirulero, cada cual atienda a su juego, quien no lo atienda pagará una prenda”, ha pedido a Garzón que se ocupe de sus asuntos, separando la agricultura y la ganadería como negocios, cuya protección parece ser la primera o quizá única competencia de su ministerio, del destino de sus productos, que es el consumo humano, que compete al negociado de Garzón y, además, al de la ministra de Sanidad.

Para la derecha, que ha montado una escandalera sobre algo que el ministro ni dijo ni piensa, cualquier opinión que suponga alguna limitación, por sensata que sea, al interés del capital privado es una blasfemia, y ese es el meollo del asunto.

Lo que está sobre el tapete es el modelo productivo que España debe impulsar, dentro de los acuerdos sobre el calentamiento global y de las recomendaciones de la Unión Europea, que no es partidaria de las macrogranjas. Y eso es lo que se debe discutir.

La derecha, que niega el cambio climático, defiende, envuelto en palabrería, un modelo productivo depredador, que aplicado a la ganadería concentra miles de reses en muy poco espacio -en esto se asemeja al modelo inmobiliario para las personas-. Se trata de aprovechar al máximo el terreno, concentrando en poco espacio mucho ganado para ser explotado con técnicas industriales; es el taylor-fordismo aplicado a la ganadería, con las reses, como los obreros en las fábricas, fijadas al puesto de trabajo con la única misión de producir la mayor cantidad de leche o de carne -fábricas de chuletas- en el menor tiempo posible; o sea, instalar en el establo la disciplina fabril manchesteriana para animales, que tan buenos resultados ha dado al explotar a los humanos.

Es un modelo con el que no pueden competir las medianas explotaciones y, que, de extenderse, como parece ser la intención de sus ardientes defensores, acabará con las granjas pequeñas, pues las grandes explotaciones con miles de reses requieren grandes inversiones de capital, en buena parte extranjero, moderna tecnología y, además, ofrecen pocos puestos de trabajo. No ofrecen carne o leche de mejor calidad que las pequeñas explotaciones, pues el rápido engorde está incentivado con hormonas y el estrecho contacto de animales concentrados en muy poco espacio facilita el contagio de enfermedades, que se intenta prevenir con la administración de fármacos, que afectan al sabor y a la calidad del producto y se pueden traspasar a los consumidores.

Un ejemplo de esta posibilidad tuvo lugar a principios del milenio con la encefalopatía espongiforme bovina transmitida a las personas, en el caso de las llamadas “vacas locas”, que produjo casi trescientos afectados y algunos muertos, obligó a sacrificar millones de reses y a prohibir el consumo de ciertas partes de los animales, como el cerebro, la médula espinal y las vísceras. Recuerden el consejo de la ministra Celia Villalobos sobre el caldo sin hueso.

El modelo de ganadería intensiva genera gran cantidad de residuos, que contaminan el suelo y el agua, y facilita la emisión de gas metano. Y fomenta, claro está, el consumo de carne, un modelo de dieta importado, que, además de acabar con la dieta mediterránea, es poco sano y facilita la aparición de dolencias en el aparato digestivo y en el sistema circulatorio.

Es, en suma, un tipo de negocio poco responsable, que produce mucho beneficio privado a corto plazo, pero tiene un alto coste medioambiental y sanitario, que se carga sobre la administración pública, obligada a soportar las pérdidas contables de las empresas.   

De todo esto hay estudios que el Gobierno debería difundir, en vez de tratar de apaciguar las impostadas iras de las derechas, que no se van a contentar con nada, pues lo que pretenden es que dimita un ministro para desgastar a un gobierno que califican de ilegítimo. Pero esa es la táctica de la derecha desde hace décadas: en España, cualquier gobierno que no sea de derechas es ilegítimo por naturaleza.

Si el Gobierno no reacciona y asume su papel como dirigente del país, dará por buenos tres supuestos que respaldan la reacción de las derechas. El primero alude a un modelo de negocio ganadero que sólo contempla el corto plazo, es depredador y social y climáticamente irresponsable. El segundo es asumir la posición de la derecha respecto al cambio climático, que es negarlo, como se puede comprobar hoy con la propuesta de la Junta de Andalucía de legalizar la extracción de agua del parque de Doñana, que los regantes de la zona realizan clandestinamente, pero sin molestias, desde hace décadas. Legalización que sería un disparate cuando se anuncian sequías prolongadas. Y ayer, con el impuesto al sol de Rajoy, o la indiferencia con que enviaron el “Prestige” a que se hundiera mar adentro, sin importar mucho los “hilillos de plastilina” que salían del petrolero y las playas inundadas de chapapote.

Y el tercero, es que se puede conceder la dimisión de un ministro cargado de poderosas razones, para detener una campaña de descrédito basada en bulos, mentiras y en la irracionalidad de dos partidos, que, sin programa y enfrentados entre sí, compiten por ver cuál de los dos provoca la caída del gobierno para alzarse con el caudillaje de toda la derecha.          

Por estas razones, el Gobierno haría mal en acceder a tan demagógica petición sirviendo a la oposición, como si fuera una bandeja de carne picada, la dimisión del ministro de Consumo.   

 El obrero13 de enero de 2022

Feliz año 2022

 Se acerca la hora de la verdad. Crepitan las ascuas en las chimeneas, los fogones están al rojo, humean las cazuelas, se asan besugos y corderos, y se doran aves y cochinillos.

Es la hora de los hornos y no se debe ver más que la luz, por utilizar una frase del cubano José Martí fuera de contexto para señalar que la luz no es más que el saber de las cocineras veteranas dirigiendo el trabajo de pinches y pinchesas, y el arte de los “chefs” y “masterchefs” imponiendo su autoridad sobre adictos recientes a la gastronomía, inmaduros aficionados y resabiados cocinillas, que creen saberlo todo.

Nada de pruebas o improvisaciones, que el asunto es serio. Todo tiene que estar perfecto, al punto de sal y cocción, de presencia y olor, de gusto y sabor, porque, en algunas regiones, esta es la noche más importante del año, y los invitados, aunque no sean muchos -el maldito bicho manda-, merecen esa especial atención. Lo mismo ocurrirá mañana, para quienes celebren la fiesta (y la comilona) del día de Navidad.

Sentaos a una mesa bien puesta, juntaos con precaución, muchos o pocos; comed, bebed, hablad y celebrad el estar vivos y recordad a los que ya no están. Y dedicad, también, siquiera un instante a pensar en los que no pueden darse, ni hoy ni mañana, un pequeño homenaje. Y en cómo podríamos arreglarlo.

Buenas fiestas y sed moderadamente felices, por no abusar de la felicidad, que es un lujo al que no conviene acostumbrarse.

Y cómo no podía faltar el clásico villancico, ahí va una versión del conocido “Pequeño tamborilero”, que no es el del Bruch ni el “tambor de granaderos”, sino la versión de un coro de Soweto, por recalcar aquello de que “el Sur también existe”.

31 de diciembre de 2021.