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al documento:
Occidente
contra el mundo islámico. Algunas claves para entender el conflicto, de Ramón Fernández-Durán
Ramón:
He leído el borrador de uno de los
capítulos de tu próximo libro y me ha gustado. Hay ahí mucho trabajo invertido,
un conjunto de ideas sugerentes sobre nuestra época, tan dramática como
apasionante, y una interpretación bastante coherente de los últimos
acontecimientos, en la que coincido a grandes rasgos con tu enfoque,
especialmente en el asunto de la división de Palestina y en la putrefacción de
la situación actual en el cercano Oriente, a la que veo difícil salida, como
uno de los factores desencadenantes de la tensión de Occidente con el mundo
islámico.
La creación, en 1948, del Estado de
Israel, un régimen teocrático en sus fundamentos, montado sobre la
interpretación más fanática -la sionista- de una religión monoteísta y
dogmática por su propia naturaleza, me parece una de las decisiones más
desafortunadas de la ONU y de las grandes potencias, las cuales, en el clima
emocional de la segunda posguerra mundial, con un notable sentido de culpa por
no haber sabido (o querido) parar los pies a Hitler cuando era el momento y con
un loable deseo de reparar con los judíos los horrores del holocausto nazi,
idearon una solución que no era tal.
José María Ridao lo ha llamado la
realización de una de las utopías del siglo XX, que para mí no es más que una
aventurada decisión política, sin ninguna base jurídica, y tomada con
precipitación, prepotencia y mala conciencia.
Hacer caso de la idea sionista de que en
Palestina existía una tierra sin pueblo y de que los judíos eran un pueblo sin
tierra, para crear -de un plumazo- un estado confesional por el procedimiento
de expulsar de un territorio a sus históricos habitantes, me parece un atropello
y una mala solución.
La decisión de expulsar de su tierra a
los palestinos, que componen una población homogénea -racial, lingüística y
culturalmente-, para asentar en él a una población extraña y heterogénea
-racial, cultural y lingüísticamente-, de gentes unidas por la misma religión
pero de muy diversa procedencia, supone aceptar como válido el argumento
aducido por los nuevos ocupantes de que son el pueblo escogido por Dios y, por
lo tanto, perseguido por los enemigos de Aquel, los cuales, hace dos mil años,
les expulsaron de la tierra prometida por Yavéh a Moisés, a la que en 1948
regresaron, creyéndose en posesión de inobjetables derechos. Por lo cual, me
parece que fue no sólo un acto rapiña, que vulneró todos los principios
políticos y jurídicos contemporáneos, sino, además, una solución bastante mala,
como se ha visto después. Y quizá habría que ir pensado en deshacer esa utopía
o al menos utilizar la idea como amenaza ante la intransigencia del Gobierno
israelí (creo que hubiera sido mucho mejor crear el Estado de Israel en
Minnesota; sus habitantes estarían allí más cerca de sus protectores del lobby
judío de Washington y Nueva York, y compartirían con sus convecinos la devoción
por el Antiguo Testamento, pues, al fin y al cabo, los puritanos ingleses
creyeron hallar la tierra prometida en las Trece Colonias de América).
Pero,
bueno, bromas aparte, no es de esto de lo que quería hablar, sino de algunas diferencias
menores, pero sobre todo de cierta predisposición hacia las posiciones del Islam
que advierto en el documento. La existencia de aquellas no es lo importante,
porque pueden deberse a diferencias en el análisis de la coyuntura, a la
adopción de determinada postura táctica o a la confianza en un programa
político concreto, sino esa predisposición, que puede responder a una posición
de la izquierda -en la que me incluyo, pues estamos bajo la influencia de unas
bases culturales y epistemológicas que vienen de años- que ha sido poco
analizada, porque se trata de una postura de principio, de una especie de acto
reflejo que provoca respuestas casi instintivas, mecánicas, que nos llevan a
definir los campos en conflicto de una vez y para siempre y a buscar razones
históricas que justifiquen tal postura.
En
el caso que nos ocupa, para mí está claro que los palestinos son víctimas de
una opresión, que estamos recogiendo los resultados de la ocupación colonial
sobre los países árabes y de cómo se hizo la descolonización, etc, etc, y que
la solidaridad de la izquierda debe estar con los oprimidos de esa zona, pero
eso no debe llevarnos a la idea de que los árabes o los musulmanes han sido
siempre “los perdedores”, las víctimas de un occidente, primero, cristiano y
feudal, y luego capitalista y colonial, pero idéntico a sí mismo. Por eso, creo
que en tu documento, subtitulado “Algunas claves para entender el conflicto”,
tomar las cruzadas como base de partida y como una de las claves para entender
el actual conflicto me parece, por un lado, acudir a un precedente demasiado
lejano, y, por otro, una muestra de esa actitud instintiva de la izquierda, a
la que antes me refería, de buscar causas remotas a conflictos actuales. Más,
si a renglón seguido hablas de la dominación colonial sobre el mundo árabe. Los
dos hechos -las cruzadas y el colonialismo- son ciertos; son verdad, pero no
son toda la verdad (aunque suene muy solemne) y lo que ocurre antes y, sobre
todo, entre esos dos eventos tan separados en el tiempo es de suma importancia,
porque corrige la impresión ofrecida por ese remoto punto de partida, que
complica más que aporta y que
responde -creo-, entre las gentes de nuestro entorno, a una ruptura errónea e
insuficiente -instintiva- con el legado cultural recibido. Tal ruptura
trataría, por un lado, de repudiar ese legado, en el que la influencia de la
Iglesia católica es abrumadora, y, por otro, de corregir la interpretación de
que la razón y la civilización han estado en el campo de la fe católica (y de
Europa). Así, pues, con un movimiento pendular del razonamiento -por hegeliana antítesis-
nos colocamos en la posición opuesta: hartos de la intransigencia católica, nos
deslizamos al campo contrario -al islamismo- y tendemos a embellecerlo al
generalizar algunos de sus mejores aspectos. Con ello hemos cambiado de campo, claro,
pero no nos hemos librado de la interpretación religiosa -teológica- del
conflicto, que en ambos campos es esencial, y que en un país católico por
tradición, como es el nuestro, ha sido la interpretación histórica que ha
prevalecido, porque ha convenido a la vieja alianza de la Iglesia con los
estamentos dominantes cubrir la desnuda conservación de privilegios sociales,
intereses económicos y aspiraciones políticas con la capa de la defensa de la
fe, de la moral y de la Verdad con mayúscula. Es decir, presentar una lucha por
intereses materiales, y con propósitos a veces inconfesables, como una lucha
espiritual por la interpretación de la palabra divina -de la Biblia contra el
Corán-; como una lucha ideológica pura y, desde luego, dura, pero generosa y
desinteresada. Así, pues, no todo debe explicarse como una vieja guerra entre
religiones, una más intransigente que otra -la católica-, pues no es sólo un
asunto de doctrina, sino algo más profundo.
Quizá la razón de ese desenfoque ha sido
la notable influencia que en los dos bandos ha ejercido la religión -en uno la
católica y en otro la islámica- y su explicación teocrática de la historia -o cruzada
o yihad-, pero en ambos casos guerra santa, pues eso es lo que preocupa
sobre todo a sus propagandistas, pero los que no somos creyentes sino laicos y
descreídos, y además de izquierda, deberíamos buscar otras explicaciones menos
sesgadas y salir del terreno acotado por esa interesada interpretación
religiosa de las relaciones con el Islam, en la que, además de la Iglesia
católica (y del Islam, en su campo), tanto han abundado los gobiernos
conservadores y particularmente el régimen franquista, porque, al final, si
respetamos ese marco de explicaciones, podemos acabar apoyando una u otra
interpretación religiosa, aun sin ser seguidores conscientes de ninguna de
ellas. Y con ello retorno al punto de partida, a las cruzadas.
Inspiradas en la campaña contra los persas iniciada en el año 622, las cruzadas -la más grandiosa y más
romántica de las aventuras cristianas o la última de las invasiones de los
bárbaros (Runciman, 1973)-, como empresas colectivas que afectan a varios reinos y al papado, son un intento
tardío, realizado entre los años 1096 y 1270, de arrebatar a los árabes la
hegemonía en el Mediterráneo, conseguida mucho antes.
Para Runciman (Historia de las
Cruzadas, Madrid, Alianza, 1973),
las cruzadas son el hecho central de la Edad Media, pues considera que con la
pérdida de la hegemonía del Islam y el desplazamiento de la civilización desde
Oriente hacia Occidente comienza la historia moderna.
La primera cruzada, dirigida por Roberto
de Normandía, Godofredo de Buillón, Balduino y Roberto II de Flandes, Raimundo
de Toulouse y Boemundo de Tarento, tiene lugar entre los años 1096 y 1099; la
IIª, inspirada por Bernardo de Claraval y dirigida por Conrado III y Luis VII
de Francia, entre 1147 y 1149; la IIIª, dirigida por Federico I Barbarroja,
Ricardo Corazón de León y Felipe II Augusto de Francia, entre 1189 y 1192; la
IVª, dirigida por el dux de Venecia Enrico Dandolo y por Balduino de Flandes,
entre 1202 y 1204. En 1212 se inicia la desventurada cruzada de los niños;
Federico II dirige la Vª cruzada de 1228 a 1229, y la VIª (1248-1254) y la VIIª
cruzadas (1270) las dirige Luis IX, rey de Francia.
Pero repasemos lo que había en la península
ibérica antes del desembarco de Tarik, en el año 711, en la isla gaditana a la
que llamaron Al Yazira (Algeciras).
1. La
romanización
Por causas que sólo puedo intuir y que
sería interesante investigar -¿rechazo visceral de la historiografía franquista
y de la tradición católica, arabofilia, preferencia por los cambios y olvido de
lo que permanece, desinterés por la historia más remota y quizá menos
utilizable con fines políticos...?-, en
una extensa porción de la izquierda se ha tenido poco en cuenta lo que existía
en la cuenca mediterránea, y particularmente en la Península Ibérica, antes de
la invasión de los musulmanes. Y lo que había antes en la Península Ibérica era
el resultado de tres siglos de ocupación germánica -visigoda- y, sobre todo, de
casi siete siglos de ocupación romana (del año 218 a. C. al 414 d. C.), que,
imponiendo su superioridad política y cultural sobre las dispersas y primitivas
culturas nativas, alumbraron la primera civilización de carácter peninsular,
aunque extendida de desigual manera por el territorio y con diversos grados de
profundidad.
Sin embargo, la entrada de los romanos
en la península, en el año 218 a. C., estuvo bien lejos de perseguir objetivos
de tipo cultural. La llegada de las legiones de Escipión en la segunda guerra
púnica tuvo como fin combatir a los cartagineses para arrebatarles la hegemonía
en el Mediterráneo, que con el tiempo quedaría como un mar propio -mare nostrum-,
como un gran lago interior que comunicara el Imperio. Las fronteras romanas,
señala Pirenne (1972), en
todos los puntos cardinales y algunas muy alejadas de la costa, tuvieron como
misión defender aquel imperio surgido alrededor de un mar que era el centro de
su vida y de sus comunicaciones comerciales, políticas, militares y culturales.
En el instante en que Roma va a penetrar
en la península -señala
Vicens Vives (1970, 44)-, ésta se presenta todavía como algo muy primitivo,
con la excepción del área andaluza (o turdetana) y del área mediterránea (o
ibérica), donde la influencia cultural y económica de los extranjeros ha sido
más intensa. En todas partes se manifiesta un pujante cantonalismo, tanto entre
los jefes de las ricas poblaciones ibéricas del litoral, como entre los
príncipes celtibéricos y célticos del interior. Entre estos últimos descuellan
los lusitanos por sus mayores posibilidades económicas y sus crujientes
estructuras sociales. En cuanto al Norte cantábrico y galaico, se mantiene
arcaico y desconfiado contra cualquier novedad. Hasta el siglo X, allí se
mantendrán en reserva las fuerzas de recuperación del país.
La resistencia de las tribus indígenas
de la península a la penetración romana fue grande, tenaz e incluso heroica
(Numancia, ante Escipión El africano),
pero fragmentada y discontinua. No hay que buscar en las mismas un ideal patriótico
singular; simplemente, fue la réplica del indígena ante las novedades y las
expropiaciones impuestas por los extranjeros (ibíd, 45).
También se establecieron cambiantes
alianzas de distintos caudillos locales con cartagineses o con romanos, incluso
la participación en las guerras civiles de estos, como el apoyo de Sertorio a
Mario en su enfrentamiento con Sila. Sin embargo, la conquista acabó
consumándose, convirtiendo lo que había sido una península poblada por pueblos
diversos en Hispania, una provincia de Roma, y la inicial resistencia dejó paso
a una paulatina romanización, que fue particularmente profunda entre la
aristocracia nativa identificada con los fines del Imperio. Con la conquista
de Hispania -escribe Marcelo Vigil (1973, 274)- se extendió la
organización socio-económica y político-jurídica romana. Junto a esta
organización, que fue el elemento dominante dentro de la sociedad peninsular,
se extendieron también formas ideológicas predominantes en el mundo antiguo
grecorromano, que se expresaban por manifestaciones que abarcaban tanto a las
artes plásticas y a la literatura, como al pensamiento filosófico y religioso.
La
aparición, dentro de la Hispania romana, de un estamento dirigente vinculado a
la administración política y jurídica de la provincia y a la actividad
económica y comercial tuvo como resultado el surgimiento de personalidades cuyo
prestigio rebasó el ámbito peninsular. Escritores, poetas, filósofos, geógrafos
o historiadores como los Sénecas, Lucano, Columela, Marcial y Fabio
Quintiliano, y dos emperadores -Trajano y Adriano- fueron aportaciones hispánicas a la cultura romana y
a la romanización de la península.
En el transcurso de siete siglos de
dominio -escribe Vicens
Vives (1970, 46)-, la presencia de los conquistadores y colonizadores
romanos llegó hasta los últimos confines del país y se tradujo en hechos
tangibles: renovación, construcción y embellecimiento de ciudades; apertura de
vías de comunicación; aprovechamiento del suelo agrícola; explotación de minas.
El entronque de la economía hispánica con el gran comercio mediterráneo de la
época -metales, vinos, aceite, cereales- hizo posible el financiamiento de esa
política de obras públicas. Para este autor, ni los emperadores, ni el
Senado, ni los cubículos administrativos romanos tuvieron una visión
particularista de los problemas hispánicos, pero en el transcurso de su gestión
impulsaron una serie de resortes que habían de contribuir a desarrollar un
cierto sentido comunitario entre los pobladores de Hispania (...) Las
fuerzas unificadoras vinieron de los técnicos e ingenieros de comunicaciones,
de los urbanistas y escultores, de los maestros y funcionarios que fue mandando
Roma, y que se tradujeron en bellas ciudades, perfectas calzadas, puentes y
viaductos, y en un cierto sentido de la administración. Todo ello, repetimos,
al margen del mundo campesino, para el cual muchas de las cosas que se le
enseñaban eran letra muerta: como el derecho y el idioma (que adulteró en
seguida en formas propias, regionalmente diferenciadas).
No obstante, hay que señalar que de
manera contradictoria la Iglesia fue la institución que asumió más
profundamente la cultura romana y la que estuvo en mejor situación para
transmitirla, aunque desde el punto de vista doctrinal actuó como un disolvente
de los valores de la sociedad romana. En primer lugar, el cristianismo había
surgido como una religión monoteísta y universal frente al culto a los dioses
domésticos de la familia romana y al politeísmo sincrético del Imperio. En
segundo lugar, era una religión igualitaria -tanto las personas libres como las
esclavizadas eran iguales a los ojos de Dios- que atentaba contra la
estratificación social del Imperio. En tercer lugar, surgida de los estratos sociales
más humildes, exaltaba la pobreza y no despreciaba el trabajo manual. En cuarto
lugar, reconocía una autoridad superior a cualquier poder temporal y, por
tanto, negaba el culto al emperador. Sin embargo, la Iglesia se impregnó del
espíritu administrativo y jurídico del Imperio.
Señala Vicens que un cambio mental llevó
a los obispos cristianos de Hispania a establecer la organización eclesiástica
a imagen de la romana; a embeberse del espíritu estatal, jerárquico y cultural
de Roma; y, en fin, a aceptar el hecho consumado de la cristianización del
Imperio y de la protección oficial, tras el Edicto de Milán, en el año 313.
Así, continua Vicens (1970, 51), la Iglesia cruzó a fines del siglo IV las
orillas que antes la habían separado del Imperio y se convirtió en el reducto
esencial de las ideas de autoridad y universalismo impuestas por Roma en los
países mediterráneos. A través de esta concepción del mundo y de la experiencia
directa de los obispos (que las invasiones iban a transformar en defensores de
las ciudades), el Imperio se sobrevivió a sí mismo en Hispania.
2.Las invasiones germánicas
Y
así sucedió, en efecto. Con el declive del Imperio Romano, en tanto que
hegemonía política y militar, la romanización quedó como el sustrato cultural
que impregnaba a la población hispano-romana y como la forma práctica en que la
Iglesia cristiana trató de entender el mundo y de organizar el precario orden
cotidiano de una sociedad azotada por las invasiones germánicas y abandonada a
su suerte a causa de la debilidad de las instituciones del bajo Imperio.
Las
primeras invasiones se produjeron en el siglo III. Entre el año 264 y el 276,
los francos y los suevos arrasaron extensas zonas y saquearon ciudades, pero a
pesar de la decadencia del Imperio el país pudo recuperarse. No ocurrió otro
tanto a partir del 409, cuando la invasión de suevos, vándalos y alanos no pudo
ser contenida. La esperada salvación desde Roma, sometida a parecidos apuros,
no llegó -Roma no era ya más que un mito, señala Vicens- y quienes
consolidaron un nuevo y precario orden fueron los visigodos, que, expulsados de
la Galia por los francos, expulsaron, a su vez, a los vándalos de Murcia y
Andalucía, arrinconaron a los suevos en Galicia y se asentaron en la meseta
fijando la capital en Toledo, mientras que el litoral de levante y del sur,
desde Cartagena al Algarve, quedaba bajo influencia mediterránea, gracias al
apoyo de Bizancio, formando una ancha franja cuyos habitantes habrían de
producir muchos quebraderos de cabeza a los monarcas visigodos.
Las
invasiones germánicas provocaron la destrucción del Imperio Romano como
estructura política y militar y su fragmentación en reinos, pero, pese a todo,
no pudieron impedir que los valores de la cultura latina, ayudados por el buen
clima, la tierra fértil y el comercio marítimo hicieran mella entre las gentes
del norte. El establecimiento de los germanos en la cuenca del Mediterráneo
-escribe Pirenne (1972, 10)- no supone de ninguna manera el punto de partida
de una nueva época en la historia de Europa. Por muchas consecuencias que tuviera,
de ninguna manera hizo tabla rasa del pasado ni rompió con la tradición. El
objetivo de los invasores no era anular el Imperio Romano, sino instalarse en
él para disfrutarlo. Y hay que destacar dos elementos que favorecieron la
seducción de los bárbaros por la cultura latina, que son la Iglesia y el
Mediterráneo. A pesar del declive del Imperio en occidente, el mare nostrum
romano todavía pudo servir de puente entre oriente y occidente, entre la
declinante cultura latina y la pujante cultura bizantina, y entre las orillas
del norte y las del sur, entre Europa, África y Asia, porque todavía era -lo
fue hasta el siglo VIII- un mar tranquilo, transitado por comerciantes y
viajeros. El Mediterráneo no pierde su importancia tras el período de las
invasiones -indica Pirenne (ibíd, 11)-. Se mantiene para los germanos
como lo que era antes de su llegada: el centro mismo de Europa, el mare
nostrum. Por considerable que hubiera sido en el orden político la destitución
del último emperador romano de Occidente (año 476), en manera alguna fue
suficiente como para desviar la evolución histórica de su dirección secular.
En todo esto resalta con fuerza la
continuidad del movimiento comercial del Imperio Romano tras las invasiones
germánicas, que no acabaron con la unidad económica de la Antigüedad. Por el
contrario, esta unidad se conserva, con una destacada nitidez, gracias al
Mediterráneo y a las relaciones que mantiene con Occidente y Oriente. El gran
mar interior de Europa no pertenece, como en otro tiempo, a un solo estado
(...) En las costas del Mediterráneo se concentra y nutre todavía lo mejor de
su actividad. Ningún indicio anuncia el fin de la comunidad de civilización
establecida por el Imperio Romano,
señala Pirenne (1972, 19).
Por lo que hace a la Iglesia cristiana,
definida como católica y romana, fue la institución más duradera y la más
interesada en mantener el acervo cultural de la declinante Roma, porque, desde
la conversión de Constantino, las fronteras de la cristiandad coincidían con
las del Imperio, y fue la que dio soporte administrativo a la monarquía
visigoda, sobre todo, después de la conversión de Recaredo al catolicismo en el
año 587.
Según Vicens (1970, 55), una reducida oligarquía visigoda, compuesta por unas
diez mil personas, detentaba el poder supremo del ejército y la administración,
pero el país será llevado adelante por los hispanos. Estos son los que
informan la legislación, la espiritualidad y el relativo esplendor económico de
la monarquía visigoda durante el siglo VII (...) Gracias a los hispanos, la
última etapa del dominio godo sobre la Península adquiere un marcado tinte
unitario, cuyo recuerdo perdurará en algunos grupos diseminados después de la
fácil y demoledora ofensiva islámica del siglo VIII. Por esta causa, si el
epigonismo visigótico peninsular sobrevivió a su propia incapacidad, ello se
debió al ancho apoyo social que le brindaron los hispanos y singularmente la
Iglesia y la aristocracia latifundista. Más adelante, este autor señala que
la Iglesia es el único cuerpo realmente libre de la época. Desde los
monasterios y las sedes episcopales, los eclesiásticos emprenden su muda y
tenaz labor de rehacer un mundo cuyas glorias perciben, pero que sólo
interpretan groseramente. Son ellos, en todo caso, los que dan la forma legal
definitiva al Estado visigodo, gracias a la obra de unificación legislativa
iniciada por Chindasvinto y terminada por su hijo Recesvinto en 654.
También alude Vicens (ibid, 59) a la función mediadora de la Iglesia: Entre
la monarquía visigoda y los hispanos hay abismos insondables. Para colmarlos,
para tender un puente, allí está la Iglesia. Representante calificada del
pueblo ante el trono y del trono ante el pueblo, se inserta en el aparato del
Estado como intermediaria legítima entre el rey y sus súbditos. Así la
monarquía admite la autoridad legislativa de los Concilios de Toledo.
Con una estructura calcada y paralela a
la del Imperio Romano, la Iglesia estuvo dotada de elementos permanentes que le
permitieron no sólo seguir desempeñando funciones espirituales en una época
plena de cambios -y se lo habrían de permitir durante los siglos venideros, y
con esto proyecto hacia delante la acción de la Iglesia-, sino influir sobre
los acontecimientos tratando de introducir, junto con su interpretación de los mismos,
cierta estabilidad en el conmocionado Occidente que resultó de las invasiones
germánicas, así como intervenir largamente en los asuntos de la oligarquía
visigoda, apoyando unas veces a los nobles frente a los reyes y otras
reservándose el privilegio de conceder al rey la legitimidad para gobernar.
Contó para ello con una estructura piramidal, en cuyo vértice se hallaba un
pontífice incuestionado, seguido de una jerarquía descendente de cardenales,
arzobispos, obispos, arciprestes y párrocos, y con una organización adaptada a
las divisiones administrativas imperiales. Según Pirenne (1972, 13), cada
diócesis correspondía a una civitas y esa estructura orgánica no se vio
alterada a causa de las invasiones, sino que permaneció.
Por otro lado, la Iglesia tenía un
cuerpo doctrinal y dogmático en continuo desarrollo, cuya articulación estaba
basada en el derecho romano, y que junto con su organización territorial, su
aparato administrativo y su vocación expansiva, le permitió mantener en tiempos
de creciente localismo un credo universal en todos los reinos, unificar las
prácticas civiles, y las piadosas a través de la misma liturgia, como veremos
más adelante.
Un elemento fundamental fue la lengua.
La Iglesia conservó la lengua romana -el latín-, que siglos después fue la base
de las lenguas romances y que, orillada luego como lengua popular, permaneció
como idioma oficial de la Iglesia y como lenguaje litúrgico hasta muy entrado
el siglo XX (Concilio Vaticano II). Por otra parte, contaba con una doctrina muy
articulada y coherente, que se difundía desde Roma a todos los lugares del orbe
cristiano a través de una extensa red de iglesias, catedrales, ermitas y
capillas.
Por medio de este centralizado sistema
de comunicación para las clases subalternas (Álvarez, 1985), la
Curia propagaba un elaborado repertorio de mensajes, debidamente plasmados en
textos y adaptados a la liturgia de cada época del año, de tal manera que las
complicadas verdades del dogma cristiano, muchas de ellas calificadas de
misterios por su difícil explicación, llegaban a las parroquias expresadas en
lenguaje popular, en los mismos términos en que debían ser expuestas a los
feligreses, lo
cual facilitaba su prédica por los clérigos más ignaros. Esta vertiente de la
labor pública de la Iglesia se completaba con una serie de rituales para
expresar la fe popular, que fueron creciendo en cantidad y prolijidad a lo
largo del tiempo (misterios, milagros, procesiones, peregrinaciones, romerías,
rosarios, jaculatorias, vía crucis, cánticos, refranes, reliquias, letanías,
ángelus, novenas, triduos, vigilias, sermones, rogativas, ofrendas, colectas,
oficios, etc), reforzados por todo tipo de representaciones artísticas alusivas
a pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento (imágenes, grabados, estampas,
vidrieras, capiteles, retablos, pórticos, pasos procesionales) y por libros
piadosos (breviarios, devocionarios, cuaresmarios, catecismos, hagiografías,
santorales, guías, epistolarios) o no piadosos (almanaques). Pero la mayor y
más frecuente expresión colectiva de la fe compartida era la celebración de la
misa dominical y de otras “fiestas de guardar”, cuyo complejo ritual representa
la muerte de un dios, y que, según J. T. Álvarez (1985, 53), se trata de un
espectáculo no superado, tal vez, ni por la tragedia griega.
En el ámbito privado, la Iglesia contaba
con un eficaz instrumento para ejercer su tutela sobre cada creyente de forma
particular -la confesión-, que, al igual que el resto de las prácticas
litúrgicas, contaba con las correspondientes guías, con las que Roma ponía al
alcance de la clerecía todo su saber (y su poder) para dirigir correctamente
las almas.
La desorganización, la decadencia de las
ciudades por la disminución del comercio, la creciente feudalización y el
declive de las instituciones civiles, agravado después por la invasión
islámica, colocaron a la Iglesia cristiana en una posición preeminente. Aspecto
sobre el que señala Pirenne (ibíd, 45): Durante los últimos años del
Bajo Imperio, y aún más en la época merovingia, el poder de los obispos sobre
la población de las ciudades no dejó de crecer. Aprovecharon la desorganización
creciente de la sociedad civil para aceptar o para arrogarse una autoridad que
los habitantes no pusieron en duda y que el estado no tenía ningún interés en
prohibir, y ningún medio para hacerlo (...) A la jurisdicción eclesiástica que
ejercían ya sobre el clero, se sumó, pues, una jurisdicción laica, que
confiaron a un tribunal compuesto por ellos mismos y cuya sede fue fijada
naturalmente en la ciudad donde tenía su residencia.
Cuando la desaparición del comercio, en
el siglo IX, borró los últimos vestigios de vida urbana y acabó con lo que aún
quedaba de población municipal, la influencia de los obispos, ya de por sí
bastante amplia, no tuvo rival. Desde entonces tuvieron completamente sometidas
a las ciudades (...) En
resumen, no había dominio en la administración de la cité en el que, por
derecho o por autoridad, (la Iglesia) no interviniese como guardián del
orden, de la paz o del bien común. Un régimen teocrático había reemplazado
completamente al régimen municipal de la antigüedad.
Como los seriales de la radio y los
culebrones de la tele, continuará...
Un abrazo. Pepe Roca
Madrid, abril de 2002.