Suele atribuirse el comienzo del
movimiento a favor de los derechos civiles en Estados Unidos a un pequeño
incidente protagonizado por Rosa L. Parks, en un autobús de Montgomery
(Alabama). Un gesto nimio pero lleno de dignidad y simbolismo, efectuado en
diciembre de 1955, fue la chispa que incendió la pradera, el incidente decisivo, según Martin Luther King, pero la pradera ya
estaba caldeada por acontecimientos previos.
El primero fue un cambio legal
inducido por la actividad de la Asociación para el Avance de la Gente de Color
(NAACP), en el que no suele repararse porque queda oscurecido por las
movilizaciones de masas, que en parte alentó. El 17 de mayo de 1954, una sentencia
del Tribunal Supremo dejó fuera de la ley la segregación racial en los centros
de enseñanza, poniendo fin al principio iguales
pero separados, establecido en una sentencia de 1896.
La decisión a favor de la integración
cayó muy bien entre los defensores de los derechos civiles y muy mal entre las
autoridades de los estados del sur. Una opinión típica de esta actitud fue la
del senador por el estado de Arizona, Barry Goldwater al afirmar, en una sesión
del Congreso en 1963: Tal vez sea justo,
inteligente o cómodo que los niños negros frecuenten las mismas escuelas que
los blancos, pero no se trata de ningún derecho garantizado por la Constitución
que el gobierno federal deba hacer respetar.
Mientras asociaciones de
afroamericanos, iglesias y progresistas blancos instaban al Gobierno a hacer
cumplir la decisión del Tribunal Supremo, gobernadores, alcaldes y otras
autoridades sureñas se resistieron a acatarla cuanto pudieron. La decisión del
Tribunal Supremo había colocado a los segregacionistas fuera de la ley, y la
petición de los integracionistas era que la ley se aplicara cuanto antes. No
iba a ser fácil.
En mayo de 1955 fueron asesinados en
Misisipi dos miembros del NAACP cuando hacían campaña para inscribir
afroamericanos en el censo electoral, pero el
acontecimiento más destacado ocurrió en Money (Misisipi), en agosto de
ese año, con el asesinato del joven de 14 años Emmett Till por haber mostrado
su admiración por una mujer blanca. Fue brutalmente golpeado y rematado a
tiros; después, su cadáver, desfigurado y sujeto a la pieza de un molino de
algodón, fue arrojado al río Tallahatchie.
La madre -Emmett era huérfano de
guerra- organizó un funeral con el féretro abierto para que los asistentes,
muchísimos, pudieran comprobar lo que habían hecho con su hijo (tuvo que ser
identificado por el anillo que llevaba en un dedo). Los asesinos fueron
detenidos y juzgados pero, como era frecuente en aquellos años, el jurado les
encontró inocentes, y el juez no reabrió el caso cuando un año después
vendieron sus declaraciones a una revista.
Con estos precedentes, el día 1 de
diciembre de 1955, en Montgomery, la costurera afroamericana Rosa Lee Parks[i],
miembro de la NAACP, se negó a ceder a un hombre blanco el asiento que ocupaba en
un autobús. En otras ocasiones se había negado a subir por la puerta reservada
a la gente de color y el conductor la reconoció. Fue detenida y condenada a
pagar una multa de 14 dólares, perdió su empleo y más tarde tuvo de cambiar de domicilio
a causa de las amenazas recibidas, pero su acción suscitó un boicoteo a la
compañía de transportes que duró más de un año y acabó con la segregación en el
transporte público. El boicot, promovido por la NAACP y llevado a cabo entre
amenazas y coacciones de racistas blancos y autoridades -hubo casi cien
personas detenidas mientras duró-, dio a conocer públicamente la figura de
Martin Luther King, y luego, al extenderse a otras ciudades como forma de
protesta, suscitó las primeras movilizaciones a favor de los derechos civiles
para la población negra.
Este movimiento, muy activo entre 1955
y 1968, instaba a los poderes públicos reclamando rapidez y firmeza al aplicar
las leyes antirracistas ya existentes y cambios en la legalidad para
definitivamente dotar a la población afroamericana de idénticos derechos a la
población blanca. Pero lo que distingue esta etapa respecto a la situación
precedente, caracterizada por la demanda de cambios legales en medio de la
atonía social, es su directa apelación a la ciudadanía.
En primer lugar pretendía sacudir las
conciencias mediante la difusión de casos que revelaran el trato injusto y con
harta frecuencia inhumano que recibía la población de color, pero sobre todo
trataba de sumar gente al movimiento; sacar a negros y a blancos de la
pasividad. A los negros, transmitiéndoles apoyo y solidaridad para que se
sumaran sin temor al movimiento, que arrancó lentamente y de manera minoritaria.
Y apelaba a la solidaridad de los blancos para sacarlos de su indiferencia respecto
a un problema que no les afectaba directamente, aunque de forma indirecta
pudieran beneficiarse de la situación marginal de los afroamericanos.
Fueron las brutales respuestas de la
policía y de los grupos racistas sobre los manifestantes blancos, las que al
poner la parte más fea del sistema delante de mucha gente contribuyeron a
sacarla de su indiferencia y a dirigir su simpatía hacia quienes parecían más
débiles o, al menos, más pacíficos. La violencia institucional, otra cara de la
próspera sociedad norteamericana, oculta para la mayoría blanca o
deliberadamente ignorada, iría saliendo a la luz a medida que la protesta se
generalizase y alcanzase a los blancos, pues la violencia impune sobre la
población negra estaba generalmente admitida. La conciencia racista de los Estados Unidos es tal -escribía Eldridge
Cleaver, en 1969-, que el asesinato no se
considera asesinato realmente, a menos que la víctima sea blanca.
Hasta entonces, los esfuerzos de la
NAACP habían ido dirigidos principalmente a hacer reconocer derechos mediante
recursos y apelaciones a los tribunales y a intentar registrar votantes negros
en los estados del sur, donde la asociación afrontaba una situación difícil por
el hostigamiento de las autoridades locales y de los grupos de racistas
blancos. Por ejemplo, en Alabama no podía realizar sus actividades debido a las
presiones del gobernador del estado, a pesar de existir una sentencia del
Tribunal Supremo avalando su derecho a hacerlo.
El cambio de una estrategia jurídica a
la movilización de masas permitió pasar de las limitadas iniciativas legales a
poner en marcha un movimiento que fue sumando iglesias, organizaciones,
personas y grupos de voluntarios, con lo que ganó en extensión y diversidad (aunque
aumentó la tensión interna), pero que resultó muy eficaz, pues no sólo instaba
al Gobierno federal y a las cámaras a reformar la legislación y a exigir su
cumplimiento en todo el país, sino que presionaba directamente a las
reaccionarias autoridades sureñas y proporcionaba alivio a los grupos locales
pro derechos civiles en la situación de acoso que sufrían, permitiéndoles actuar
y crecer.
Teniendo como principio el rechazo de
la violencia y la resistencia pasiva, las acciones del movimiento por los
derechos civiles estuvieron encaminadas a forzar la integración exigiendo la
aplicación de las leyes que la favorecían, desafiando la segregación y haciendo
visibles a los que hasta entonces habían sido invisibles. El objetivo era
facilitar la emergencia de la otra América, de la nación de color, que salía a
la luz pública desde una situación casi clandestina, confinada en sus barrios,
en sus escuelas y en sus empleos de poca calidad y bajos salarios
Una de las iniciativas organizativas
fue la fundación, en 1960, del Comité de Coordinación de Estudiantes No
Violentos (SNCC), que, en 1961, impulsó las marchas o viajes (freedom rides) hacia las ciudades del
sur más reacias a suprimir las barreras raciales. Marchas que ciudadanos y
autoridades sureñas solían recibir con recelo o con las peores maneras, pues
las consideraban una intromisión de gente del Norte (no en sentido geográfico,
sino en sentido político) o de los burócratas de Washington en sus asuntos, y a
las que respondían con manifestaciones de rechazo y violencia racial o
directamente con la represión policial. Con frecuencia los freedom riders -Freedom
riders roll along, freedom riders won’t be long, cantaba Phil Ochs- eran apaleados y expulsados, y solían acabar
multados o en la cárcel local. No faltaron quienes sufrieron peor suerte, como
Michael Schwerner, Andrew Goodman y el joven de color James Chaney, que, en
junio de 1964, fueron detenidos al poco tiempo de llegar a Misisipi y luego
asesinados por el Ku Kux Klan, suceso que inspiró Arde Misisipi, la película que Alan Parker rodó en 1988.
Con las manifestaciones, las huelgas,
las marchas grandes -Washington (1963), Selma (1965), Jackson (1966)- y
pequeñas, las concentraciones, las sentadas, los multitudinarios conciertos de
música, los viajes en autobús o el boicoteo a las empresas de transporte, las
campañas educativas y las escuelas de ciudadanía (enseñaban a los
afroamericanos a superar absurdas pruebas para inscribirse en el censo
electoral), la ocupación de edificios y zonas reservadas a los blancos y el
boicot a establecimientos comerciales y empresas que mantenían la segregación,
la cuestión racial saltó a las primeras páginas de los periódicos y a los
programas informativos de todo el mundo sacando a la luz el más grave problema
interno de la década, junto con la guerra del Vietnam. Pero con bastante
frecuencia, el protagonismo en la opinión pública de un sujeto colectivo hasta
entonces marginado se vio mezclado con las noticias sobre las violentas
respuestas de los defensores del orden racial existente y con indeseadas consecuencias
del desarrollo del propio movimiento. Se generó, así, una dinámica de acciones
pacíficas y reacciones violentas procedentes de grupos racistas y de policías,
que generó a su vez nuevas acciones de repulsa que se sumaban a las primeras demandas,
con lo cual el movimiento crecía, pero se extendía en medio de violencia y
aumentaba la tensión social en una espiral que ya nadie parecía capaz de
detener.
A pesar de su pacífica actividad, el
movimiento por los derechos civiles provocó la respuesta airada de policías,
sheriffs y autoridades locales, que se movían con una inercia proporcionada por
décadas de ejercer de forma arbitraria sus poderes en la más absoluta
impunidad. Habían sido una fuerza para mantener sometida a la población de
color, más propia de una dictadura que de un país democrático, y les costaba
admitir que debían convertirse en un servicio público para los afroamericanos.
Pero las autoridades federales, que deberían de haber apoyado a ciudadanos blancos
y negros que ejercían sus derechos de reunión, expresión, asociación y
circulación, y la Casa Blanca, que debería haber obligado a cumplir la
legalidad vigente, asistían impasibles a estos sucesos.
Por ello, a medida que el movimiento
crecía y avanzaba en sus conquistas, crecían el odio y la resistencia de sus
oponentes, y también la impaciencia de muchos de sus seguidores y
beneficiarios. Y, por otra parte, la situación de marginación y de acoso que
sufría la población de color no predisponía a esperar pacientemente a que las
leyes se aprobaran y se aplicaran. Las reformas iban despacio, los adversarios
oficiales y oficiosos, legales e ilegales, eran poderosos y la compleja
maquinaria administrativa avanzaba lentamente, y aunque se produjo bastante
legislación progresista en poco tiempo (que tardaba en aplicarse, todo hay que
decirlo), para quienes llevaban décadas soportando situaciones humillantes cada
día que pasaba sin cambios era una ofensa. Con frecuencia, la solidaridad con
sucesos de otras ciudades o la repulsa por los excesos por parte de una policía
muy dada a ellos convertían un incidente nimio en un motín, en la rebelión de
un barrio o de una población, como ocurrió en Albany y otras ciudades del sur
en 1962; en Birmingham en 1963; en Los Ángeles, en agosto de 1965 (revuelta de Watts),
que se saldó con 35 muertos, 1000 heridos y 4000 detenidos; en Chicago,
Cleveland y Harlem, en julio 1966, en Newark, donde murieron 26 personas, y en
otras localidades del sur en el dramático año 1967, que sumó 123 revueltas de
distinta entidad, con un saldo de 83 personas muertas por armas de fuego.
En Detroit, los disturbios fueron
provocados por la arbitraria irrupción de la policía en una fiesta. Duraron
cinco días, del 23 al 27 de julio, y para acabar con ellos, el alcalde y el
gobernador emplearon a la policía y a la Guardia Nacional. El Gobierno envió
tropas federales y carros de combate. Murieron 43 personas, de ellas, 33 de
raza negra; hubo 380 heridos y más de 7000 personas fueron arrestadas, negras
en su inmensa mayoría. Ardieron 1.300 edificios y fueron saqueados más de 2000
negocios. En la revuelta participaron trabajadores blancos de las factorías del
automóvil. Estos sucesos suscitaron disturbios en ciudades próximas como
Toledo, Flint y Pontiac.
Las protestas que, en un clima de
insurrección general, surgieron en muchas ciudades como respuesta al asesinato
de Martin Luther King, en abril de 1968, dejaron un saldo de 37 personas
muertas.
El asesinato de King por un hombre
blanco, pobre y delincuente, James Earl Ray, señala un antes y un después en la
lucha por los derechos civiles. La bala
del asesino -escribió Cleaver- no
sólo mató al doctor King, sino que dio muerte a un período histórico. Mató una
esperanza y mató un sueño.
El asesinato de una persona tan
moderada como King, tan preocupada por establecer lazos entre negros y blancos,
entre los dirigentes del movimiento y las autoridades y por mantener las
movilizaciones dentro de lo tolerable, sin añadir tensiones ni caer en las
provocaciones, indicó que había personas que para mantener la segregación no
dudaban en asesinar a un conocido dirigente negro nacional, religioso por más
señas, y en poner a su propio país en la picota ante la opinión pública
internacional.
Para el ala más radical del
movimiento, formada por negros y también por blancos, el alevoso asesinato de
King señalaba los límites de la acción pacífica y el fin de cualquier esperanza
de obtener cambios sustanciales sin recurrir a la violencia. Se ha aclarado que la única manera en que
los negros de este país obtendrán las cosas que quieren -y las cosas a las que
tienen derecho y de las que son merecedores- consiste en devolver fuego con
fuego (…) Ahora todos los negros de Estados Unidos se han convertido
espiritualmente en panteras negras, escribió Cleaver en aquellos días.
La posición ante la violencia
institucional ya había provocado un intenso debate en el seno del movimiento y
dado cancha a los partidarios de responder de manera más contundente a la
brutalidad de las fuerzas del orden oficiales y no oficiales, en principio, con
la sola intención de defenderse, como propugnaron los Panteras Negras cuando se
fundaron en 1966, pero el incremento de víctimas en las filas de los
integracionistas y el asesinato de King después parecieron cerrar la puerta a
cualquier posibilidad de promover cambios por medios pacíficos. Incluso para
algunos blancos, la violencia quedó como único camino y como catalizador de la
movilización de las masas, como sucedió con los Weathermen o con el Ejército Simbiótico de Liberación, ante una
revolución social cuyo estallido se estimaba inminente.
Trasversales nº 13, invierno 2008-2009.
El articulo es un fragmento del libro: Nación negra. Poder negro, Madrid, La linterna sorda, 2008.
[i] En 1996, Rosa Lee Parks recibió la medalla Presidencial
de la Libertad y en 1999, la medalla de Honor del Congreso. Falleció el 24 de
octubre de 2005, a
los 92 años de edad.
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