miércoles, 18 de julio de 2018

No aprenden


En el PSOE no escarmientan ni en cabeza propia. Como alternativa al refrendo de autodeterminación que plantean los independentistas, Pedro Sánchez ha propuesto en el Congreso dotar a Cataluña de un nuevo estatuto autonómico.
Se le debe de haber olvidado la experiencia del anterior Estatut, cuya elaboración produjo tantos quebrantos en las filas socialistas, sentenció de muerte al Gobierno tripartito en Cataluña, puso en aprietos al Gobierno central por el imprudente apoyo de Zapatero, y fue una de las causas del lío, del que ahora, ni ellos ni el resto de partidos, saben cómo salir.
En 2003, el PSC e ICV, en el pacto del Tinell, se comprometieron a elaborar un nuevo Estatuto de Autonomía, que era una vieja pretensión de CiU y de ERC. Con ello, asumieron un objetivo de la derecha nacionalista, al que sacrificaron el programa social propio de la izquierda.
Los partidos de izquierda, sometidos a la doble presión de ERC desde dentro del Govern y de CiU desde fuera, accedieron a una pretensión, que, por el  resultado del refrendo, sólo interesaba a los partidos nacionalistas, que bien pronto mostraron que el nuevo Estatut sería tan sólo una estación de paso.
Tardá propuso entonces una reforma constitucional que reconociera el derecho a la secesión, la federación entre comunidades autónomas, eliminase la provincia como circunscripción electoral y estableciera el castellano, el catalán, el gallego y el vasco como lenguas oficiales en todos los territorios, y Carod Rovira advirtió que en cuanto cambiara la correlación de fuerzas, volverían a plantear un cambio institucional para Cataluña. 
La presión de ERC sobre el Tripartito, llevó a Carod a afirmar que tenía la llave de dos gobiernos: el de la Generalitat y el de Madrid.  
Los datos de aquel refrendo muestran que el nuevo Estatut interesaba sobre todo a los partidos nacionalistas, pues la participación fue del 48,85%, los votos afirmativos fueron el 73% de los emitidos, pero eran sólo el 36% del censo (retengan el dato), y los negativos alcanzaron el 21%, pero cada partido los interpretó a su manera.
Maragall consideró que eran una victoria rotunda e inapelable; Zapatero, que, sobre el Plan Ibarretxe, había indicado que “las normas políticas aprobadas con el 51% acaban en fracaso”, equiparó la participación en el refrendo con las de las elecciones autonómicas, y, afirmó que, de todas formas, con ese resultado avanzaba la España plural. CiU se felicitó pero atribuyó la baja participación a la crisis del tripartito. Piqué estimó que, en apoyo, era un retroceso sobre el Estatuto anterior, y Rajoy, que había solicitado en el Congreso celebrar un referéndum en defensa de la unidad de España, solicitó que se suspendiera su entrada en vigor. ERC, después de forzar la puja con CiU por los contenidos, finalmente se abstuvo, pero quedó al borde de una ruptura interna.
Después vinieron la rebaja de las expectativas nacionalistas del Estatut en las Cortes, el recurso del PP, la demorada sentencia del Tribunal Constitucional y las reacciones posteriores y “el Procés” que nos ha traído hasta aquí.
Hoy, ante las dudas de unos, el apoyo de otros y la inanidad de unos terceros, los nacionalistas han avanzado sus posiciones y se sólo admiten negociar sobre la manera de obtener la independencia. Fracasado el primer intento de alcanzarla de modo unilateral y, dado que el quebranto, por ahora, no ha sido muy grande, esperan obtenerla negociando con un gobierno en una situación muy débil, al que amenazan con volver a las andadas el próximo mes de octubre.   

lunes, 16 de julio de 2018

New York, New York (4)

Pasea por Brooklyn, aunque no seas un ángel
La película “Un ángel pasó por Brooklyn”, un cuento sobre el castigo que recibe un casero avariento que hace la vida imposible a sus inquilinos, fue rodada en Madrid con magníficos decorados y planos de apoyo e imágenes de Nueva York, con tanta perfección que parece que el avaro Bossi (Peter Ustinov), un especie de míster Scrooge de Dickens, y sus sufridos convecinos vivan realmente en Brooklyn.
También allí transcurre la vida de una familia de trabajadores, que, en los años cuarenta, vive todo el día con la radio encendida (“Días de radio”).
Este barrio, grande, pintoresco y multirracial, que tiene de todo, desde un gigantesco museo hasta el parque de atracciones Luna Park en la playa de Coney Island, merece verse con calma, pero si se dispone de poco tiempo entonces el paseo por el puente que cruza el East River es ineludible. Primero hay que desplazarse hasta allí por cualquier medio, pero lo importante es volver andando y recorrer los 1.800 metros de ese puente, concluido en 1883, que combina ladrillo y cable, para irse acercando al sur de Manhattan mientras se disfruta de una vista panorámica inolvidable.
El paseo concluye en una plaza ajardinada -City Hall Park-, al costado de Broadway, donde se ubica el ayuntamiento neoyorquino. Un lugar sombreado, ideal para sentarse, descansar y comerse un hot-dog mirando las ardillas o acercarse al viejo edificio, que data de 1812, y a la estatua de Nathan Hale, joven capitán de la milicia continental, que fue ahorcado por los ingleses cuando espiaba para el ejército de Jorge Washington.
Allí cerca, yendo hacia el sur, en dirección a la Zona Cero, en la esquina de Broadway y Park Place se levanta el edificio Woolworth, una estilizada torre de tejado verde con aspecto de catedral gótica. Concluido en 1913, por encargo de Frank W. Woolworth, propietario de unos grandes almacenes (en Madrid, hubo al menos dos sucursales, en la calle de Serrano y en Arapiles). Con 57 plantas fue el edificio más alto del mundo hasta que se construyeron el Chrysler en 1930 y el Empire State en 1931.
En sentido opuesto, hacia el norte, está la zona de los juzgados, escenario de muchas películas -“Falso culpable”, “Michael Clayton”-, y entre Centre Street y Lafayette Street, está la placita dedicada a Thomas Paine, un inglés unido a las filas de los continentales, que escribió dos obras importantes para la causa de la independencia: “El sentido común” y “Los derechos del hombre”.
Muy próximo está el barrio chino (“Manhattan Sur”)- y un poco más arriba el barrio de los italianos -Little Italy-, célebre por las películas de gangsters y de mafiosos, pero ya no es lo que era, porque dicen que está comprado por los industriosos vecinos de Chinatown. 
Frente a Little Italy, pero al otro lado de Broadway, se encuentra el Soho, el barrio donde se rodaron “Ghost” y “Hanna y sus hermanas”.

domingo, 15 de julio de 2018

Primera plana


Cómo ocurre cada vez con más frecuencia, hoy la portada y la contraportada de El País están alquiladas a un anunciante; un recadero, imagino que global como corresponde a la categoría del periódico. En otras ocasiones el anuncio ha correspondido a una marca de coches. Ha habido veces que, en el expositor del quiosco, había cuatro o cinco periódicos luciendo la misma portada, que no era la coincidencia en el tratamiento dado a una noticia, sino el anuncio de una marca.
Antes, El País se definía como “diario independiente de la mañana”. Nunca me lo creí -independiente, ¿de quién?-, pero casi lo prefería a la denominación de “periódico global”, que tiene ínfulas universales, pero, ¿es mejor periódico?
Lo dudo. Además el anuncio de hoy es paradójico: no basta con indicar que la primera plana se ha vendido a un anunciante, sino que el texto del anuncio - una sola palabra: “Entregados”- señala la posición del periódico ante quien paga (y manda).  
Chomsky, en “Los guardianes de la libertad” (“Manufacturing consent”), escribe que la publicidad en los medios de comunicación de masas es uno de los cinco elementos que componen un modelo de propaganda, en países donde está reconocida la libertad de expresión e información y se defiende el papel de la opinión pública.
In illo tempore, cuando la prensa se preciaba de ser el cuarto poder -aunque pocas veces lo era-, los periódicos defendían como una muralla su mancheta y la primera plana.
La primera plana definía el contenido de la edición del día y era la primera batalla, ganada o perdida, en la venta de ejemplares frente a los competidores, y para publicar la gran noticia del día, se reservaba el hueco en la primera página hasta que llegaba a la redacción, por cualquiera de los medios de entonces, o incluso se demoraba la impresión si la noticia que se esperaba lo merecía.
Los mejores reporteros se peleaban por colocar en primera plana sus crónicas, como lo recordaban tantas películas sobre periódicos y periodistas, y en particular Howard Hawks en “Luna nueva” y Billy Wilder en “Primera plana”, en el duelo entre el periodista Hildy Johnson (Jack Lemmon) y su trapacero jefe Walter Burns (Walter Mathau).
Eso, me temo que pasó a la historia del periodismo, porque ahora parece que son los anunciantes los que disputan por aparecer en primera plana, en unos diarios que han entregado su alma y su razón de ser al diablo, no a sus lectores.

sábado, 14 de julio de 2018

New York, New York (3).Midtwon


3. Midtown. Cerca del cielo.
El cogollo de Manhattan puede situarse en Midtown, que comprende, más o menos, desde el borde sur de Central Park (calle 59) hasta la calle 31, donde se levanta el Madison Square, famoso por las películas de boxeo (“Más fuerte será la caída”, “Marcado por el odio”, “Rocky”, “Toro salvaje”, “Alí”).
Es una extensa zona para pasear, ver tiendas (bastante caras), grandes almacenes y edificios, mirando hacia arriba con la boca abierta, pues allí están levantados algunos de los más emblemáticos rascacielos: el Rockefeller, la torre Trump, el Chrysler, el Lipstick, el Empire State, el Seagram, el General Electric, el ancho edificio que fue de la Pan American, entre otros muchos, antiguos y modernos, además de la Public Library, en la 5ª Avenida con la calle 42, junto a Bryant Park; la catedral de San Patricio (el desfile del día de San Patricio suele salir en películas de policías), el Museo de Arte Moderno (MoMA) o la monumental estación Grand Central, en Park Avenue, que conocemos por el cine pero que hay que ver por dentro. Estando allí, por la calle 42 hacia el Este, se llega a la sede de la ONU, a orillas del East River.
Por la misma calle, pero en sentido opuesto se llega a Broadway, el barrio de los teatros, y a Times Square, donde estuvo el famoso rotativo The New York Times, en el cruce de la 7ª Avenida con Broadway; una de las esquinas más conocidas de Nueva York por sus enormes anuncios y luces de neón, pero concurrida y bulliciosa también de día.
Estando en Midtown se debe acudir a la llamada de las alturas. Hay que hacer de turista sin complejos y subir al Empire State, en la Quinta Avenida con la calle 34. Desde una azotea situada a 381 metros del suelo, la vista es impresionante. De estilo “art déco” e inaugurado en 1931, fue el edificio más alto de la ciudad hasta la construcción de las Torres Gemelas.
Allí arriba te sentirás como en el cielo y recordarás la agonía de King Kong, en esa versión cinematográfica del cuento de la bella y la bestia, y promesas de amor eterno, como las de Cary Grant y Deborah Kerr en “Tú y yo” y de Tom Hanks y Meg Ryan en “Algo para recordar”. 
Cuando vuelvas a situarte a nivel humano, es decir en la calle, merece la pena acercarse a Macy’s. Un edificio de 11 plantas, construido en 1902, que ocupa una manzana y tiene el sabor de los antiguos grandes almacenes. Allí se rodó “De ilusión también se vive”, una entretenida comedia navideña, que incluye el tradicional desfile de carrozas de Santa Claus.
No desmerecen las vistas desde la terraza del edificio Rockefeller-The top of the Rock (70 plantas y 260 metros de altura)-, que, para algunos gustos, superan las del Empire State, pues mirando hacia el sur, se ve a la izquierda el Chrysler, delante el Empire State y al fondo el Lower Manhattan. Mirando hacia el este, el Lipstick, el Chrysler, la ONU y el East River con la isla de Roosevelt y, al otro lado, Queens. Y mirando hacia el norte, se ve la parte alta de Midtown, detrás Central Park, flanqueado por el Upper East Side y el Upper West Side y, al fondo, en la lejanía, Harlem y el Bronx.    
El “Top”, ubicado en un conjunto de edificios de negocios del mismo nombre -familia de millonarios petroleros (Standard Oil)-, tiene delante una escultura dorada de Prometeo y la famosa plaza donde se colocan, durante las fiestas navideñas, el árbol y la pista de patinaje sobre hielo, que salen en tantas películas.

Es inútil buscar los escenarios de West Side Story (“Amor sin barreras”). La historia de Romeo y Julieta entre pandillas de emigrantes latinos e irlandeses, los Jets y los Sharks, que bailan al compás de la música de Leonard Berstein. Una parte eran decorados, otra un barrio en demolición, en el lado Oeste de Midtown, entre la Octava Avenida y el Hudson.


Izquierda a la intemperie


Presentación del libro: La izquierda a la intemperie. Dominación, mito y utopía, Madrid, La catarata, 1997.

Saludos. Agradecimientos. Presentación de la mesa.

Antes que nada, es necesaria una aclaración: el libro es una obra colectiva, mi papel de editor es una simple formalidad, porque cada uno de los autores, aquí presentes, ha escrito sobre lo que más le ha interesado, aunque impulsado por inquietudes que son compartidas y bajo el denominador común de hacerlo desde una posición de izquierda, o de izquierdas (en crisis, como delata el título del libro) y de escribir a la intemperie.
El libro reúne una colección de artículos en tono de ensayo, pero sin el carácter serio y académico que se suele atribuir a la palabra ensayo y recurriendo, más bien, a la acepción teatral del ensayo, como acto de probar, de hacer cosas imperfectas a puerta cerrada, casi para nosotros, en un tono de exploración, de tanteo reflexivo y, por tanto, abierto y sincero; sin público, sin votantes, sin cargos orgánicos que disputar, ni más murallas que defender que las propias ideas, que el libro recoge. Son unas reflexiones a la intemperie, sin el paraguas de la doctrina aceptada ni el protector abrigo de la ortodoxia. Son casi unas reflexiones al desnudo, propias de una izquierda en pelota (una izquierda “full monty”). 
Algunas reflexiones son revisiones de viejos presupuestos, pero no tememos que nos llamen “revisionistas”, al menos en mi caso. Revisionista es una palabra que antaño era definitiva para calificar un texto o una conducta, y para alguien acusado de serlo solía ser preludio de consecuencias terribles, pero ese tiempo ya pasó, o al menos para nosotros, los autores del libro, pasó. Por otra parte si hablamos en términos que hagan alguna referencia a la ciencia, carece de sentido sentirse ofendido por eso, pues la ciencia, las ciencias son saberes en permanente revisión.
Pero aclaro que tampoco hablamos de ciencia, no queremos, no quiero, escudarme en la buena prensa de esa palabra solemne, porque, en la tradición de la que venimos -el marxismo o alguna de sus interpretaciones- mucha doctrina y casi diría mucha teología se han presentado amparadas en la legitimidad de ser elaboraciones científicas, cuando lo cierto es que encubrían lo que eran simplemente productos (o subproductos) ideológicos.
Así que dejaremos lo que se ofrece en el libro en simples reflexiones (que no en reflexiones simples), en un conjunto de ideas, que esperamos sean sugerentes, agrupadas en cuatro epígrafes: El capital, El mito, La utopía, La dominación.
Estos cuatro apartados están recorridos por un hilo que enlaza la introspección, la revisión de algunas señas de identidad de la izquierda comunista en el pasado con la proyección o la propuesta de algunas ideas sobre el papel de la izquierda en el futuro. La reflexión sobre unas señas de identidad que se diluyen, de un perfil que pierde nitidez y se hace borroso, hasta unas propuestas, también incipientes, que apuntan al papel que debería desempeñar la izquierda, o las izquierdas, en un futuro, que estimamos debe estar del todo abierto a la acción humana, en particular a aquellos colectivos, convertidos en fuerzas sociales, que, desde nuestro punto de vista, representan los mejores caracteres de lo que entendemos por humanidad.
A grandes rasgos, el hilo conductor del libro enlaza una crítica de la ideología -un refugio para evitar la duda o para encubrir la ausencia de un saber que no se tiene- de la izquierda comunista revolucionaria, de sus elementos, de sus ritos y de sus mitos; una crítica de la utopía, entendida como el refugio de la izquierda en una hipotética sociedad perfecta, que exime de intervenir políticamente sobre el insatisfactorio mundo presente, salvo de manera testimonial para dar fe de las verdades que custodia. Pero a la vez, algunos asertos, y el mismo espíritu del libro, pueden calificarse de utópicos, pues, ante la oleada neoliberal y conservadora que nos vapulea, es una utopía imaginar un mundo no presidido por la presión del dinero, la imparable extensión del mercado y por los dictados del pensamiento único. En esta medida somos tan utópicos como Espartaco, que, en el corazón del imperio romano, concibió una sociedad sin esclavos y pensó que merecía la pena luchar por hacerla realidad.
Así, pues, frente a la utopía de la derecha neoliberal (a ella aludo en el artículo “La adoración del mercado”) -una utopía disfrazada de ciencia económica, de sociología, de lógica matemática o de inexorables leyes sobre la invariable naturaleza humana-, que profetiza el fin de la Historia y el reinado inacabable de un capitalismo cada vez más salvaje, en el libro se apuntan algunas propuestas sobre cómo deberían ser las relaciones sociales en el futuro, no desde el punto de vista de una arcadia feliz, mágicamente instalada, sino desde la perspectiva de que, además de ser un proyecto justo, es necesario construir una sociedad, imperfecta, eso sí, pero menos desigual, injusta e inhumana que la presente.    
Dos de mis artículos -“Identidad política, lenguaje y mito” y “Marxismo y posmodernidad”- están más volcados en reexaminar el pasado que en atender al futuro, y enlazan, de alguna manera, con ideas ya vertidas en El proyecto radical, aunque la intención no es “hacer añicos del pasado”, como dice una estrofa de la Internacional, sino aprender y buscar en el pasado las posibles causas de la penosa situación del presente. Porque parto de la idea de que la izquierda radical, de la izquierda comunista como conjunto, padece los efectos de un fracaso, pues resultó derrotada en toda la línea -en todas las líneas y programas- en su primera gran batalla política después de la guerra civil, que fue la Transición. 
Otro asunto es ver si su esfuerzo por acabar con la dictadura y forzar la ruptura con el franquismo sirvió para algo o para alguien, o no sirvió, pero resultó derrotada en la mayoría de sus propuestas y, sobre todo, en aquellas que pretendían realizar el programa máximo de inmediato. Y aunque que es innegable que su impulso -generoso impulso- tuvo como efecto llevar más lejos el inicialmente moderado proyecto continuista de prolongar la dictadura en un franquismo sin Franco, los que participamos en aquel intento no siempre supimos ver el aporte de nuestro esfuerzo plasmado en unos resultados que entonces nos parecieron frustrantes.
Pues bien, en la búsqueda de las causas de aquella derrota, me he detenido en examinar en papel del lenguaje en la delimitación de sus señas de identidad.
Una parte importante de los elementos que configuran la identidad de un partido político se funda en palabras; un programa o una línea política se pueden considerar un relato, una colección de palabras que configuran una determinada percepción de la realidad y delimitan unos propósitos sobre qué hacer ante ella o sobre ella, esto es, percibir, analizar y actuar en consecuencia. Son palabras que organizan discursos racionales, pero también suscitan emociones, evocaciones y apelaciones que invitan a la acción.      
En el caso de los partidos de la izquierda revolucionaria, muchas palabras utilizadas para dotar de forma y contenido a sus programas eran palabras que habían sido tomadas prestadas -en realidad, todo el lenguaje es “prestado”, desde las partículas más simples hasta la fonética y las reglas de pronunciación y articulación más complejas; es usado de forma individual, pero es de “propiedad” colectiva-; palabras tomadas de otras situaciones históricas, a veces muy alejadas de aquí, en el tiempo y en el espacio, y fruto de circunstancias que poco tenían que ver con el sentido que se les ha atribuido después.. 
Eran palabras con una gloriosa tradición, que un día habían servido para describir una determinada situación social, interpretar una correlación de fuerzas, suscitar adhesiones, despertar entusiasmo o movilizar voluntades, pero que en la España de los años sesenta y setenta ya no poseían socialmente el mismo significado, o no todo el que en origen habían tenido. Eran palabras fetiche, que se invocaban de manera casi ritual para representar en el presente circunstancias del pasado.
La izquierda radical, en tanto que nueva izquierda, heredó, a través de textos y de la transmisión oral, un discurso y un lenguaje, y junto con ello la representación del mundo de quienes lo habían elaborado, pero no heredó el mundo real que había sido representado con aquellas palabras. De este modo, la elaboración de programas utilizando el mismo lenguaje, el lenguaje común de la izquierda, permitió la continuidad de los significantes, lo cual fue muy importante para mantener la liturgia política y los vínculos con la tradición revolucionaria, pero no consiguió que los significados fueran los mismos, aunque, en virtud de una posición reverencial ante la doctrina -el miedo a la heterodoxia-, las palabras clave se conservaron a pesar de que las circunstancias habían cambiado. 
Y es aquí donde, a pesar de la pretensión científica que exhibían como fundamento la mayoría de los programas, las palabras sirvieron para construir mitos, pues no se advertía que mientras el tiempo había pasado y el mundo se había movido, los conceptos habían quedado petrificados, congelados. Surgía entonces el culto a la palabra, al signo, como representación de una situación ideal, pero con un sentido perpetuo. Y de ahí es de donde, pienso, que debemos salir para seguir siendo útiles en el tiempo presente.
Muchas gracias.  

Madrid, 5 de marzo de 1997.
Escuela de Relaciones Laborales 

lunes, 2 de julio de 2018

New York, New York (2). Money


2. Money, money, money

Money, money, money
Must be funny in the rich man's world
Money, money, money
Always sunny in the rich man's world
("Money, money", ABBA)


Si Estados Unidos es el país capitalista por excelencia, Nueva York es su centro económico y Manhattan el cogollo de los negocios, el corazón financiero está al sur de Manhattan, en la zona más vieja e irregular de la ciudad, y su templo, en Wall Street, la “calle del muro”, que era el límite de la antigua Nueva Ámsterdam.
Lo que en España sería la Bolsa de Comercio, el New York Stock Exchange está en un imponente edificio de estilo neoclásico, situado en una calle estrecha pero cuyo nombre es un símbolo porque, en volumen monetario, es el mayor mercado de valores del mundo. Al lado se levanta el Federal Hall, que también sirvió de cámara financiera; otro edificio neoclásico, más sobrio, erigido en el lugar donde el primitivo se quemó, que fue el primer ayuntamiento de Nueva York y donde se reunieron por vez primera delegados de las Trece Colonias para responder a la Stamp Act decidida por el Parlamento británico en 1765, un impuesto para financiar la estancia de las tropas inglesas, que limitaba, además, la libertad de prensa, pues los periódicos debían estar impresos en papel fabricado y timbrado en la metrópoli. De allí salió el mensaje que los (futuros rebeldes) reunidos enviaron el rey Jorge III, quejándose de que tuvieran que asumir unos impuestos que ellos no habían aprobado, pues carecían de representación en el Parlamento de Londres. James Otis resumió la idea en una frase famosa: “Tributación sin representación es tiranía”.
Como es sabido, el rey (loco) hizo caso omiso de la queja y el asunto terminó como el rosario de la aurora: empezó con el motín del té (“Johnny Tremain”) y unas escaramuzas (“La pequeña rebelión”, “Corazones indomables”) y acabó con una guerra (“El patriota”), la pérdida de las colonias y el nacimiento de los Estados Unidos (“George Washington: la leyenda”, ”Jefferson en París”, “John Adams”) .
El edificio fue el primer capitolio, allí Jorge Washington fue elegido presidente de la primera república de la era moderna. Y allí tiene una estatua.
Enfrente, en el edificio de la Bolsa, debería estar la de su contemporáneo Adam Smith, con el cual compartía no sólo ideas, sino la importancia de una fecha -1776-, que es uno de los caprichosos hitos que marcan etapas en la historia.
En marzo de 1776 se publicó en Londres “Una investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones”, libro conocido de forma abreviada por “La riqueza de las naciones”, con el cual se dice que nace la economía moderna como una disciplina separada de los otros saberes y se ponen las bases del liberalismo económico. Y en junio de ese año, al otro lado del mar, Tomás Jefferson presentaba el borrador de la Declaración de Independencia, que sería aprobada el 4 de julio por los delegados de las Trece Colonias, reunidos en Filadelfia como representantes de los Estados Unidos de América. El día 4 de julio quedó establecida la fecha de la fiesta nacional, como tantas películas han mostrado, pero 1776 es un año importante por otra razón, pues señala el inicio del ciclo de las revoluciones atlánticas de tipo liberal contra las monarquías absolutistas de Europa y, a partir de 1810, por la independencia en las colonias del centro y del sur de América, que afectaron al imperio español.
Allí cerca, en el pequeño cementerio de Trinity Church, se pueden ver las tumbas de Alexander Hamilton, primer Secretario del Tesoro y notorio federalista (junto con James Madison y John Jay), muerto en un duelo con un opositor político, y de Robert Fulton, a quien se debe el primer barco de vapor.
No lejos se encuentra la Zona Cero -expresión militar para señalar el área más dañada por la explosión de una bomba nuclear-, donde estuvieron las Torres Gemelas, derribadas en el atentado terrorista del 11-S-2001, y hoy se levanta el orgulloso rascacielos Torre de la Libertad, que las sustituye, y, en la orilla del Hudson, los jardines de Battery Park y los muelles desde los cuales zarpan los barcos que van a la isla donde se erige ese emblemático regalo de los franceses, la estatua de la Libertad, en cuya base, un verso de la poetisa neoyorquina Emma Lazarus da la bienvenida a los desamparados de todo el mundo -Traedme a vuestros pobres-, quienes, viajando como podían, o sea, mal, arribaban a la contigua isla de Ellis, como se puede seguir por el oportuno e interesante museo sobre la emigración.
En tierra firme y próximo está el National Museum of the American Indian, culturas que también se encuentran en el Museo de Historia Natural, y, si no recuerdo mal, en el Metropolitan hay algunos de los conocidos óleos de Russell y Remington sobre el tema.

No se puede pensar en Estados Unidos, y tampoco en el cine, sin tener en cuenta la conquista y colonización del Oeste, como origen de la posterior expansión imperial, y el western como divulgativo género cinematográfico sobre la idealizada visión histórica de la fundación de la nación.