Como
si no hubiera problemas más urgentes y más importantes que abordar en Cataluña,
se va extendiendo la manía de legislar sobre el uso en lugares públicos de la burka y el nikab (ignoro si son velos o más bien túnicas), incluso en
poblaciones donde su uso es episódico. Huelga decir que se trata de medidas con
clara intención electoral, promovidas por grupos políticos que hacen bandera de
una celosa defensa de la identidad rayana en la xenofobia.
Para
que el uso de ciertas prendas en lugares públicos salga del ámbito de las
creencias y no se convierta en un conflicto de índole religiosa, el asunto debe
abordarse desde el doble punto de vista de la libertad personal, el derecho a
vestir cada cual como prefiera, y de la seguridad colectiva. El problema no es
prohibir o tolerar la burka, el nikab o el hiyab, como expresiones personales de una creencia religiosa,
porque, en caso de prohibirse, supondría un agravio y, en caso de tolerarse, un
privilegio hacia los grupos más intolerantes de la confesión islámica. La norma
de aplicación general, para los seguidores de todas las religiones y de los que
no siguen ninguna, debe ser la defensa de la confianza que proporciona ver el
rostro de los demás, en muchos casos de los inmediatos interlocutores, y evitar
amenazas a la seguridad, otro derecho que debe estar garantizado.
Es
difícil imaginar que una persona pudiera presentarse en la sucursal de un banco
a efectuar una gestión llevando la cabeza cubierta con una capucha, o que para
concederle una hipoteca le atendiera el director de la misma llevando un
antifaz, aunque fuera a juego con la corbata. ¿Firmaría alguien un contrato con
una persona a la que no se le pudiera ver la cara? ¿Compraría alguien un coche,
una lavadora o una vivienda a un vendedor emboscado? Pensemos en la gran
cantidad de transacciones comerciales y de relaciones que se establecen cada
día y tratemos de imaginar que se hicieran con el rostro tapado: el compañero
de oficina con un antifaz a lo Zorro, el jefe embozado como Luis Candelas, el
colega del taller con una careta cerdito, el panadero con un capirote de
nazareno penitente, la cajera del supermercado con un pasamontañas, como si
fuera a subir al Himalaya, y el vecino de escalera cubierto como un verdugo medieval
en ejercicio.
¿Podemos imaginar a los
cargos públicos con el rostro tapado? ¿Daríamos crédito al portavoz del
gobierno si apareciera enmascarado? ¿Podemos pensar en una campaña electoral
con los candidatos con el rostro velado? Nadie lo admite como posible y
recomendable; tampoco lo es en los países islámicos más intransigentes.
Ahmadineyad dejaría de ser él si no mostrara la faz; la popularidad del ayatolá
Jomeini, cuyo retrato exhiben sus seguidores en Irán, hubiera sido impensable
con el semblante velado; Alí Jamenei perdería toda su autoridad si no pudiera
mostrar su personalidad con la cara descubierta; el mismo Bin Laden dejaría de
ser un icono venerado por los yihadistas si ocultase su rostro con cualquier
artificio.
En
el momento en que las mujeres musulmanas seguidoras de los aspectos más
estrictos de su religión, acepten que aquí pueden tener un papel activo, se
darán cuenta de que no pueden ocultar su identidad velando el rostro. Hasta
ahora, el velo integral ha sido la prueba de su infravalorada existencia
social, de su nulo papel público, usurpado por los hombres de su familia
(padres, hermanos, maridos), convertidos en celosos defensores de una tradición
que afecta sólo a las mujeres y en portavoces de la voluntad femenina que ellos
interpretan de manera exclusiva. Que, por otro lado, poco tiene que ver con la
religión: la sinceridad o la profundidad de la fe no dependen de la ropa.
Hasta
ahora, las diversas respuestas dadas a este asunto han vuelto a mostrar que
seguimos instalados en una secularización incompleta, a medio camino entre una
confesionalidad manifiesta y una moderada tendencia laicista.
En el reciente caso de Najwa
Malha, se derivó la niña a un instituto cercano para que siguiera estudiando el
bachiller llevando velo, porque en el instituto donde antes estuvo matriculada
el uso de la prenda parecía incompatible con aprender matemáticas o física y
química. Como ya tenemos unas comunidades autónomas más católicas que otras (alguna
como Navarra es criptoconfesional de manera descarada), con mucho esfuerzo
hemos llegado a la taifa docente. Si sigue adelante la manía de legislar
localmente sobre el uso de la burka,
del nikab o del hiyab, dentro de poco tendremos reinos cristianos y no cristianos,
y quizá barrios de moriscos y hasta juderías. Un adelanto.
17 de junio de 2010.
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