miércoles, 28 de junio de 2017

Calor en Phoenix

Good morning, Spain, que es different

Dice la prensa que hace mucho calor en Phoenix, capital del estado de Arizona.
Ya lo había advertido Sam Loomis (John Gavin), mientras se vestía en una habitación del hotel Jefferson: “Estoy cansado de sudar. Sudo para pagar las deudas de mi padre, que está en su tumba… Sudo para pagar la pensión de mi exmujer, que vive no sé dónde…” 
No era un reproche a Marion Crane (Janet Leigh), ocupada en el mismo menester, sino admitir con fatalismo que su apurada situación económica no les permitía casarse.
Ella acabó de vestirse, blusa blanca de manga corta y falda, y salió a la calle. Eran las tres de la tarde del once de diciembre, y hacía calor.
Lo reconocía Tom Cassidy, un cliente que llegó a la empresa donde trabajaba Marion: “Tendrían que decirle a su jefe que ponga aire acondicionado”. El jefe lo admitió: “Vamos a mi despacho, Tom, que está refrigerado”.  
Después, alegando un dolor de cabeza para salir antes de la oficina, Marion Crane tuvo 40.000 buenas razones para coger el coche, un cochazo corriente, y dejar Phoenix. Nunca volvería, ni llegaría a su destino llevando 40.000 dólares en el bolso, pues se topó con un psicópata que regentaba un motel de carretera.
Este relato de Alfred Hitchcock, ubicado en 1960, en estos días de junio de 2017 tendría que hacer mucho más hincapié en el calor, que ha alcanzado en Phoenix los 48 grados centígrados, temperatura más propia del Valle de la Muerte, el desierto repartido entre Nevada y California.
Otras ciudades del suroeste norteamericano han soportado también la oleada de calor, y del sur y ¡del norte! de España sin ir más lejos. 
Hablan los meteorólogos de una subida general de temperaturas sin retorno posible; de los incendios y de la escasez y descenso de las lluvias regulares y del ascenso de fenómenos tormentosos cada vez más intensos y frecuentes. Advierten los expertos en análisis del clima sobre los efectos del deshielo de los polos y la subida del nivel del mar, y de que el Sahara se expande, avanza hacia el centro de África y hacia el sur de Europa.
Pero el ignorante inquilino de la Casa Blanca actúa como un psicópata y sigue negando el cambio climático -debe estar aconsejado por el primo de Rajoy, que era incapaz de detectar los cambios del tiempo-, alegando que es un cuento de los chinos para atar las manos de Estados Unidos y poder sobrepasarlos económicamente. Otro que teme el “sorpasso”. 
En realidad, este atrabiliario presidente, republicano singular, sigue los mismos criterios que tenía Ronald Reagan para “Hacer grande América” (la consigna que comparten o que este ha copiado de aquel), y es que un imperio (ahora voluntariamente encogido) no puede someter su soberanía a tratados internacionales que la limiten, y si Estados Unidos quiere -y debe- seguir siendo la primera potencia mundial, no tiene que renunciar a usar las fuentes de energía que considere más adecuadas para su desarrollo, aunque sean muy contaminantes, porque así lo prescriban los acuerdos o a la opinión de terceros países.
El cambio climático es imparable y lo único razonable que se puede hacer es tratar de paliar sus consecuencias cambiando el modelo productivo capitalista, depredador de la naturaleza y despilfarrador de recursos, pero incluso los gobiernos más conscientes del peligro -y el nuestro no está entre ellos- carecen, dilación tras dilación, de planes a corto plazo y de la voluntad de llevarlos a cabo con decisión, aunque sea de manera unilateral.
No parece que, a las élites que dirigen el mundo, el problema merezca un tratamiento drástico y urgente, mientras el clima, que es consecuencia de millones de años de evolución del planeta, cambia de manera rápida y perceptible para los limitados ojos humanos. 
Pero los intereses de las personas más ricas de la Tierra, que son quienes dirigen realmente el proceso de mercantilización del mundo llamado globalización, que es un sistema para expropiar a una escala nunca imaginada (un robo gigantesco) al resto del planeta, empezando por los más pobres, se sobreponen a los de toda la población. 
Muy pocas personas, asociadas en potentes organizaciones internacionales y selectos (y opacos) círculos privados, dirigen el mundo a través de la economía y han decidido que su interés a corto plazo, que es seguir aumentando sus fortunas, merece el sacrificio de necesidades apremiantes de millones de personas y aún de sus vidas a largo plazo. 
Para llenarse la bolsa mientras dura su corta vida, han decidido acelerar el fin de la especie humana en un gesto de infinita codicia y de inmenso egoísmo. Una actitud de psicópatas, peores aún que Norman Bates. Malditos sean. 

lunes, 26 de junio de 2017

El arte de la guerra

Breve introducción a la lectura del libro de Sunzi (Sun Tzu).

La guerra es el asunto más importante para el Estado. Es el terreno de la vida y de la muerte, la vía que conduce a la supervivencia o a la aniquilación. No puede ser ignorada.

Así comienza Sunzi El arte de la guerra. La guerra es un asunto importante e inevitable; es un asunto complejo, que depende de muchos factores (sociales, políticos, económicos, orográficos, climáticos y, por supuesto, militares). Es un asunto colectivo: la guerra implica a muchas personas, es asunto de masas, de movilización de masas, pero también es un asunto de dirigentes.
Sunzi destina su libro a ilustrar a los generales, no a la tropa; a los estrategas, a aquellos que deben hacer de la guerra un ejercicio intelectual antes que un ejercicio bélico o un asunto de preparación corporal y adiestramiento en el uso de las armas.
El arte de la guerra data, aproximadamente, del último tercio del siglo IV a.n.e., como hipótesis más probable.
Parece que Sunzi (544-496 a.n.e.) fue contemporáneo de Confucio (551-479 a.n.e.) y que escribió, él o sus discípulos (otra hipótesis), su libro en una etapa en que se producía en China una profunda mutación política desde el período llamado de Primaveras y Otoños (770-476 a.n.e.) a la etapa de los Reinos Combatientes (476-221 a.n.e).
Esta mutación, debida a la crisis del régimen político aristocrático, consistió en   concentrar en manos de unos pocos monarcas autoritarios el poder que había estado repartido entre familias aristocráticas. Así, el poder detentado por una numerosa y dispersa nobleza a lo largo de China quedará concentrado en un soberano y centralizado en la capital de cada reino. Con ello, aparece un nuevo tipo de relaciones entre los reinos, basado tanto en la diplomacia como en los conflictos bélicos a gran escala.

Diferencias entre la noción de la guerra por parte de la nobleza -período de las Primaveras y Otoños- y la concepción de Sunzi en la etapa de los Reinos Combatientes.

La guerra s/ la nobleza
La guerra según Sunzi
Función
Simbólica: homenaje muertos
Práctica: defensa y/o conquista
Legitimidad
Nobles: uso de la violencia
Estado: uso de la violencia
Actores
Aristocracia y huestes
Estratega, masas campesinas
Fines
Demostrar valor, honor
Conquistar territorio, riqueza
Forma
Competición ritual, duelo
Guerra de masas, levas
Conocer
Por adivinación
Análisis racional, cálculo
Normas
Virtudes caballerescas
Todo vale, incluso engañar
Eficacia
Destreza con las armas
Estrategia. Disciplina colectiva.
Tropa
Caballería, carros
Infantería
Efectos
Guerra parcial
Afecta a toda la población

Rasgo distintivo fundamental
El rasgo distintivo fundamental entre ambas formas de abordar el conflicto armado es el paso de la guerra al modo aristocrático a la guerra de masas.
Lo que en la guerra, en la etapa de Primaveras y Otoños, es demostración de la habilidad personal de los nobles en la preparación corporal (artes marciales) y en la destreza en el manejo de las armas, en la guerra según Sunzi es poder sobre las masas, visión de la guerra a largo plazo -estrategia- y habilidad para disponer y utilizar las tropas de modo eficiente en el combate. La preparación voluntaria del guerrero de la nobleza, conseguida con un constante esfuerzo personal siguiendo el estricto protocolo de las artes marciales, en la guerra de masas se sustituye por la necesidad de mover con conocimiento, orden y eficacia grandes cantidades de personas mediante el adiestramiento en la obediencia y la disciplina. La lucha de masas reemplaza al duelo caballeresco. 
Lo que en la guerra al estilo aristocrático depende de la preparación individual, en la guerra de masas, según Sunzi, se consigue con la fuerza del número, de gran cantidad de personas sin gran preparación en las artes marciales. El éxito del estratega reside en lograr que las levas de campesinos sin adiestramiento militar se comporten con eficacia en el combate siguiendo las órdenes recibidas. El estratega debe conseguir obediencia a sus órdenes para mover, en determinada dirección y alcanzar determinados fines, a miles de individuos con independencia de su voluntad. El ejército debe ser una máquina que responde de modo automático a las órdenes del estratega.
En la guerra según Sunzi no cabe el estricto y complejo ritual que envuelve y condiciona la guerra al modo aristocrático, que obliga a los contendientes a dedicar mucho tiempo (toda su vida) a conocer y perfeccionar unas reglas de combate muy estrictas, cuya aceptación y cumplimiento son signos de nobleza.
El modelo de guerra según Sunzi sobrepasa el conflicto como ocupación exclusiva del estamento aristocrático y lo extiende a la población de todo el reino, adaptando su estructura, ingresos, administración territorial y gobierno de las personas a los objetivos de la guerra. Por ello, es un tipo de guerra que precisa del análisis racional y el conocimiento general, del enemigo, del estado de las propias tropas, del terreno y del clima; necesita de la información, del cálculo y del engaño (la guerra es el arte de engañar).  Y el estratega es el que conoce y actúa según estos principios, al contrario que en la guerra según la nobleza, en que la adivinación jugaba un papel importante.
“El arte de la guerra” más que un manual para la guerra es una reflexión filosófica sobre la naturaleza humana, sobre el poder y la dominación. Sunzi no es un caudillo belicoso que se complace en perseguir y destruir al enemigo, sino al contrario, muestra que la guerra se debe evitar. Para él, la mejor victoria es la que se produce sin combate – “los más deseable es someter al enemigo sin librar una batalla con él”-, pero tampoco es un pacifista. Él admite la guerra, piensa que es mejor evitarla -“En la guerra es preferible conservar un país que destruirlo, preservar un ejército que destruirlo, preservar un batallón que destruirlo, preservar una compañía que destruirla, preservar una brigada que destruirla. Por tanto, obtener cien victorias sobre cien combates no es lo mejor. Lo más deseable es someter al enemigo sin librar batalla con él”-, pero si no es posible apunta los principios necesarios para ganarla -la guerra se estructura en cinco factores: la virtud (la cohesión entre los superiores y el pueblo), el clima, la topografía, el mando y la disciplina)-. El conocimiento de estos factores permite al buen estratega someter a las fuerzas enemigas, pues “quien conoce al enemigo y se conoce a sí mismo disputa cien combates sin peligro. Quien conoce al enemigo pero no se conoce a sí mismo vence una vez y pierde otra. Quien no conoce al enemigo ni se conoce a sí mismo es derrotado en todas las ocasiones”.  

La edición de Trotta (2001) de “El arte de la guerra” es bastante buena y trae una extensa introducción que ayuda mucho a entender el texto. Y quienes sepan chino (imagino que mandarín) pueden intentar entender al Maestro en las páginas finales.

jueves, 22 de junio de 2017

Gracias por las condolencias.

No esperaba este torrente de solidaridad, ni tampoco lo buscaba, esa es la verdad, aunque es muy grato comprobar que por las redes circula también mucha humanidad. Gracias, de nuevo. 
Realmente lo que pretendía haciendo pública una desgraciada circunstancia familiar, un suceso privado, digámoslo así, era, en primer lugar, llamar la atención sobre un caso particular pero que remite a un fenómeno general -el cuidado de ancianos y de enfermos en situación terminal- que hoy día afecta a miles de familias en España y fuera de ella, y en segundo lugar suscitar una breve reflexión sobre la muerte, o mejor dicho, sobre el hecho de morir, que lo es también sobre el hecho de vivir.  
En los llamados países occidentales o como los queremos llamar, es decir aquellos en que la vida en general no depende de las variaciones del clima -las sequías, los monzones-, de los movimientos telúricos -terremotos, erupciones volcánicas, maremotos, etc-, ni de epidemias o de enfermedades endémicas, en países, como el nuestro, donde el grado de desarrollo, de higiene, de sanidad, de servicios públicos y de abastecimiento general ofrecen bastante garantías de que la vida no depende de eventos naturales, aunque no se pueden descartar lo que llamamos “accidentes” de todo tipo, que puedan truncar las vidas antes de completar su ciclo.   
En estos países, en esta civilización, donde la vida está garantizada por el Estado, desde que somos pequeños se nos inculca el principio de construir nuestra trayectoria vital, profesional, laboral, familiar, dependiendo de nuestra voluntad, de nuestra capacidad, de nuestra libertad. La vida futura queda orientada por la razón y el acierto de nuestras decisiones y por los límites de lo que podemos escoger, y claro, por el esfuerzo y por el azar, por la suerte y las oportunidades que salgan al paso, pero en general todos orientamos nuestra existencia, en algunos casos planificada con detalle, para dirigirnos hacia el tipo o estilo de vida que se nos antoja el mejor, el más adecuado a lo que podemos escoger. Tenemos una idea de cómo nos gustaría vivir, y nos esforzamos por acercarnos a ella, pero no solemos pensar en cómo nos gustaría morir.

Sabemos que la vida se ha de acabar en algún momento, pero sobre ese momento, indeterminado, aleatorio, solemos pensar poco, es molesto, triste; lo dejamos ahí pendiente, al albur de un ataque fulminante, de un fallo orgánico o de una prolongada decrepitud, esperando que alguien, la familia o los profesionales de la sanidad, nos ayude a sobrellevarlo. El importante acto de salir de este mundo aparece como un ataque repentino o como el fin de un largo proceso de deterioro en el que posiblemente perderemos la capacidad de razonar, de decidir, de movernos con libertad y quedaremos progresivamente sometidos a la voluntad y al cuidado de otros, esperando que el fallo de algún órgano decida nuestro final. Paradójicamente, después de haber construido una vida a base de decisiones, mucho más si se ha hecho costosamente, como suele suceder, debemos admitir que no depende de nosotros decidir cuándo termina. Sólo porque la ley, inspirada en caducas tradiciones, nos priva de ese derecho, el último derecho que conscientemente deberíamos poder ejercer en nuestra vida, que es decidir cuándo se acaba.       

El tío Julio


El tío Julio murió ayer. Descanse en paz. 
Era tío de mi mujer, yo le había tratado poco. 
Era un hombre alto y fuerte, grandón, aquejado de mal de Parkinson, cuya vida, física y espiritualmente, soportaban, sobre todo, su mujer, Laura, menudita y de poco peso, que apenas le podía sostener, y su hija.
Él era consciente de su situación y no le gustaba. Hace unos meses intentó irse al otro mundo con un atracón de pastillas, pero un rápido lavado de estómago salvó la situación. Ayer se tiró por la ventana y no tuvo salvación.
Mientras, su hermano, mi suegro, agoniza muy lentamente y las raras ocasiones en que recupera la consciencia dice que se quiere morir.
Dispensen este desahogo, pero estoy seguro de que el gran derecho a conquistar en este siglo será el de morir digna y voluntariamente, arrebatando el último deseo, que es acabar con la propia existencia cuando la vida no merece vivirse, a los administradores de la ignorancia y la superstición, que se han arrogado, desde hace siglos, el papel de ejercer de propietarios de las vidas ajenas además de las propias.

Colgado en Facebook, el 19 de junio.

martes, 20 de junio de 2017

Transición trágica (para la izquierda)

Good morning, Spain, que es different

Hace unos días (14-6-2017), Jordi Gracia publicó, con el título “La Transición trágica”, un interesante artículo en El País, en el que señalaba “el fracaso estrepitoso” de los programas de la extrema izquierda, porque habían ignorado la verdadera situación del país, cuya “población votó masivamente a Adolfo Suárez y no soñaba con revolución alguna”. 
Y es cierto, tras una guerra civil perdida por las izquierdas y las clases más populares y 40 años de dictadura, censura y adoctrinamiento político y clerical impuesto por los vencedores, la población, así en general, no soñaba con revolución alguna; se podría decir que la inmensa mayoría no soñaba con otra cosa que tener empleo, consumir un poco, prosperar modestamente y asegurar un futuro mejor para sus hijos.
También es cierto que sectores minoritarios, en particular jóvenes, mejor informados, abiertos a lo que sucedía en el extranjero y críticos con la dictadura sí soñaban con introducir cambios políticos en el país, más o menos radicales, más o menos urgentes.
“La Transición -escribe- constituyó una traición sangrante, despiadada, a aquellas juventudes revolucionarias que con la literatura, la ideología, los comics, el ideario libertario, el comunismo maoísta o soviético, la cultura hippy y la contracultura entera había construido el programa de un futuro sin contar con una población no adicta a Rimbaud, ni a Lautreamont, ni a Fidel Castro, ni a Janis Joplin, ni a Allen Ginsberg”.
Efectivamente algo o bastante de eso había, pero también había otras cosas, como otro sentido de la democracia, de la representación política, del Estado, de la economía, en los programas de la izquierda radical, que chocaban no sólo con el orden establecido sino con el orden a establecer, cuya crítica se ha revelado, al cabo de muchos años, bastante acertada sobre algunos aspectos de lo que entonces se estaba montando y cuyos excesos padecemos hoy. Y por otro lado, en la izquierda radical había una sincera preocupación por la suerte de las clases subalternas, que ha desaparecido de los relatos sobre la Transición; y hoy, cuando se habla tanto de la sufrida clase media, parece que no existen de tan subalternas que son.  
“El fracaso fue estrepitoso -dice Gracia- porque la población de una democracia en construcción no soñó con revolución alguna ni se adhirió a sus condiciones despóticas. Esa precaria democracia acabó con el aparato legislativo del franquismo y fundó otro nuevo desde 1978: hizo una ruptura democrática”.
Nunca me he creído tal ruptura, a pesar de la candidez de su versión más moderada, que fue el programa de la Plataforma de Organismos Democráticos (POD) de octubre de 1976 -gobierno provisional de amplio consenso, legalización simultánea de todos los partidos y sindicatos, amnistía política y laboral, derechos de expresión, asociación, huelga, reunión y manifestación, elecciones libres, asamblea constituyente, estatutos provisionales de autonomía y un programa económico contra la crisis- que fue ignorado por Suárez y abandonado pronto por sus defensores más pragmáticos. Aunque luego llegó sucesivamente, con cuenta gotas o con chorros de sudor y aún de sangre, porque de esta hubo bastante.
Los resultados finales del cambio de régimen supusieron una severa derrota para la izquierda radical, es cierto, cuyos grupos habían realizado un esfuerzo titánico intentado acabar con la dictadura, provocar, después, una ruptura con el régimen franquista y llevar lo más lejos posible la reforma pactada, pero un somero examen de lo obtenido arrojaba un resultado poco alentador.
Mediante un pacto con los grandes partidos de la izquierda, respetando la legalidad vigente y reteniendo el control de los aparatos del Estado franquista, el sector evolucionista del régimen había logrado reformar la dictadura y establecer un marco institucional para resolver pacíficamente los conflictos políticos, aunque desde el punto de vista representativo el nuevo régimen dejaba mucho que desear.
La reforma había sido conducida en sus principales tramos por el mismo equipo de personas que había sustituido al Gobierno de Arias Navarro y se había realizado manteniendo el funcionamiento ordinario de los aparatos fundamentales del Estado franquista, dirigidos incluso por las mismas personas. 
Se había comenzado a sanear el modelo económico, manteniendo la lógica de preservar el beneficio privado y hacer prevalecer el interés del capital sobre las necesidades de la fuerza de trabajo, a costa de renunciar a aspiraciones no sólo económicas de los trabajadores. A pesar de la movilización, la clase obrera no había sido la fuerza dirigente de los cambios, como lo mostraba su subordinación a los planes para salir de la recesión remodelando el aparato productivo con perjuicio de sus condiciones de vida (Pacto de la Moncloa).
Se había restaurado la monarquía (sin referéndum) y legitimado el nuevo régimen con la Constitución (sin elecciones constituyentes), el país seguía vinculado al bloque militar occidental por el convenio con el Gobierno de Estados Unidos y la adhesión a la OTAN, ligado a la Iglesia católica por un acuerdo renovado secretamente con el Vaticano (que mantenía su habitual postura patriarcal) y se encaminaba a integrarse en el Mercado Común, el selecto club del capitalismo europeo.
La Transición generó insatisfacción y desencanto en amplias capas de la población, que comprobó que la limitada democracia no llegaba con un pan bajo el brazo, sino con reconversión industrial, desempleo y moderación salarial.
La derrota de los programas anticapitalistas y el triunfo de la colaboración de clases decidieron el futuro de los trabajadores y de la población asalariada. La presión neoliberal y los sucesivos pactos sociales trajeron paro estructural, desindustrialización, privatización, externalización y deslocalización de empresas.
“Es seguro -dice Gracia- que para la mayoría de la población fue una buena noticia el fracaso de la revolución: el demos no fue revolucionario, o fue democrático de acuerdo con las democracias realmente existentes en la Europa de su tiempo. La primera clase del curso de nueva democracia trataba del desengaño de las utopías revolucionarias y la segunda tocaba otro tema, también delicado: la democracia es imperfecta, torpona y algo cegata, además de no ser nunca pura ni inmaculada”.
Cuantos adjetivos para no admitir el desengaño que producen las utopías democráticas neoliberales, que era lo que entonces se estaba erigiendo y lo que se consolidó, como admitió Marcelino Camacho años después: “La democracia se ha detenido a las puertas de los centros de trabajo y no se ha desarrollado en el orden social y económico; los sindicatos hemos sido los parientes pobres de la transición en razón de ello”. Y los trabajadores y otros estratos sociales subalternos fueron los que soportaron los peores costes de la Transición, mientras que para otros se trató de una operación casi perfecta; tan perfecta que el régimen instaurado se volvió intocable.
Que el régimen que tenemos ahora es infinitamente mejor que la horrenda dictadura, sólo lo niegan los nostálgicos de aquello, pero no hay que idealizarlo ni negarnos a ver la preocupante deriva que lleva, ni tampoco edulcorar, haciendo de la necesidad virtud, el proceso de fundarlo. 

domingo, 18 de junio de 2017

¿Invertir en I+D?



Good morning, Spain, que es different
¿Invertir en I+D? ¿Y para qué?
En el misma día y en la misma sección (El País, 13-6-2017) aparecen dos noticias que reflejan la lógica del capitalismo español mejor que cualquier tratado de economía.
La primera dice: "España, una excepción en Europa por su falta de inversión en I+D". Los recortes en esta materia acumulados desde 2010 rondan el 50%. En los Presupuestos Generales se previó una reducción del 30%, pero ha habido recortes adicionales del 20% al no ejecutarse el gasto. La vieja treta del recorte sobre el recorte anunciado. Mientras en la UE se invierte en I+D un 25% más que antes del comienzo de la crisis, en España se destina un 10% menos.
La segunda noticia procede de CCOO: "No podemos asumir que se cobren 2,5 euros la hora" por trabajar, indica la secretaria general de Andalucía.
Ahí está la explicación de la falta de inversión en I+D: es la renuncia a competir con los países técnicamente más adelantados, porque con salarios de hambre y la población asalariada sometida a las leoninas condiciones de la reforma laboral competimos con los países y los salarios de África o de Asia.
Este es el lugar que el Gobierno de Rajoy destina a España en la economía mundial, en medio de tanta retórica. La marca España es una solución tercermundista, pero cuenta con el apoyo de los grandes capitales del país. 

jueves, 15 de junio de 2017

Hace 40 años, sin nostalgia

Good morning, Spain, que es different

Dejando a un lado las concesiones a la nostalgia, la jornada electoral del 15 de junio de 1977 fue uno de los hitos principales del relato fundacional del vigente régimen político y un elemento clave en la legitimación semántica de la Transición.
Ratificada holgadamente en el referéndum del 15 de diciembre de 1976 la Ley de Reforma Política, que iniciaba el proceso de reforma del régimen franquista, la convocatoria de unas elecciones legislativas en junio de 1977 mostró la audacia de Adolfo Suárez al querer competir con partidos de izquierda (PSOE y PCE) de los que se conocían sus intenciones favorables a la reforma, pero no su verdadero respaldo social.
Sin embargo, el riesgo estaba medido, pues la ley electoral de marzo de 1977 estaba concebida para facilitar la victoria de UCD. Suárez jugaba con las cartas marcadas, como ya lo había hecho en diciembre, pues, dada la importancia del refrendo, el Gobierno quiso asegurarse un resultado propicio.
La campaña a favor de la Ley de Reforma Política -“Habla pueblo, habla”- se hizo sin oposición, utilizando el potente aparato de propaganda de la dictadura, con los partidos políticos en la ilegalidad, reprimiendo las opiniones discrepantes y las manifestaciones en contra, y sin recibir a la Comisión Negociadora de la Oposición, aunque el Gobierno tuvo contactos con varios de sus miembros. 
Ante la prepotencia del Gobierno, los partidos de la oposición, en la ilegalidad, defendieron la abstención -“Abstención, abstención es el voto de la oposición”, era una consigna coreada en las calles-, pero sin éxito, ya que el referéndum fue favorable al Gobierno.   
En febrero de 1977, un real decreto permitía la legalización selectiva de partidos que no fueran comunistas, republicanos y separatistas. En marzo las fuerzas franquistas agrupadas en Alianza Popular (hoy PP) celebraron el primer congreso, en marzo se publicó en el BOE la normativa electoral, el 9 de abril Suárez decidió legalizar el PCE, pero los partidos ubicados a su izquierda fueron legalizados después de celebradas las elecciones. El 22 de abril se formalizó UCD, el partido de Adolfo Suárez, el 28 de abril se legalizaron los sindicatos, pero el Gobierno prohibió las manifestaciones del 1 de mayo.
Y el 15 de junio se celebraron las primeras elecciones legislativas desde 1936, pero la normativa electoral -listas de candidatos cerradas y bloqueadas a la intervención ciudadana, la desproporción entre el número de habitantes y el de representantes políticos, el sistema D'Hondt, los cuarenta senadores de designación regia, la barrera electoral del 3%, etc,- era congruente con el propósito de permitir que la derecha conservase importantes cuotas de poder en las nuevas Cortes, obtener gobiernos estables y configurar un parlamento en torno a unos pocos partidos grandes y dejar fuera del sistema a aquellas fuerzas políticas con menos del 3% de los votos.
Aunque concurrió una nutrida representación de partidos de extrema derecha, como los Círculos José Antonio, Falange Española, Falange Española Auténtica, Alianza Nacional del 18 de julio y Fuerza Nueva, los partidos de la izquierda radical, que no habían sido legalizados, no pudieron concurrir a las elecciones con sus propias siglas y tuvieron que hacerlo emboscados en plataformas y coaliciones que pocos votantes conocían y realizar una campaña electoral en clara desventaja. 
El 15 de junio el partido más votado fue UCD. Animado con el empujón final del célebre discurso de Adolfo Suárez en TVE  -“Puedo prometer y prometo”-, recibió 6,3 millones de votos, que le proporcionaron 165 diputados (y 106 senadores). Con el respaldo del 27% de los votos del censo y el 34% de los votos válidos, obtuvo el 47% de los escaños del Congreso.
Le siguieron la familia socialista con 6 millones de votos y 124 diputados, AP con 1,4 millones de votos y 16 diputados y el PCE-PSUC con 1,6 millones de votos y 20 diputados.
Para Herrero de Miñón (“Memorias de estío”): “Los resultados se intuían a la mañana siguiente y, para quien había redactado la normativa electoral, fue muy satisfactorio ver que había funcionado bien”.  Y así fue: Herrero obtuvo un escaño por UCD en el Congreso y 77 miembros de las Cortes franquistas hallaron acomodo en el nuevo parlamento democrático. A J. Ignacio Wert (El País, 1996) le pareció "ingenioso" el sistema electoral que proporcionaba tales ventajas a quienes lo habían elaborado y que iba a constreñir el subsiguiente proceso de reforma.
Los resultados mostraron que el sistema electoral apuntaba al bipartidismo, pues socialistas y centristas sumaron 283 escaños, el 81% de la cámara, quedando 67 escaños a repartir entre los demás concurrentes, que los programas de la izquierda radical y las opciones republicanas atraían a pocos votantes, que las vanguardias comunistas y revolucionarias eran destacamentos alejados de la mayor parte de la población asalariada, que mostró su moderación y su pragmatismo dando su voto a los partidos con más posibilidades de utilizarlo dentro del sistema (voto útil), que la abstención del 21% no podía considerarse normal, dada la coyuntura, y que en Cataluña y el País Vasco las cosas eran diferentes.
La victoria electoral de UCD significaba que la reforma del Régimen salía adelante con el apoyo de las fuerzas políticas de la derecha, incluyendo las nacionalistas, y de los dos grandes partidos de la izquierda (los únicos legalizados). Circunstancia que revelaba una reforma acordada más que una “ruptura pactada”.
En segundo lugar, la reforma estaba siendo dirigida por el mismo equipo de personas que había sustituido al Gobierno de Arias. Y en tercer lugar, que no se habían celebrado elecciones constituyentes, como se dijo después, sino que la primera y decisiva parte de la reforma, legitimada por el referéndum de diciembre de 1976 y por las elecciones de junio de 1977, se había realizado manteniendo el funcionamiento ordinario de los aparatos fundamentales del Estado franquista, tanto centrales, como provinciales y locales, y bajo la cobertura legal de la Xª Legislatura de las Cortes de la dictadura, inaugurada, por Franco el 18 de noviembre de 1971, y clausurada el 30 de junio de 1977. De la ley a la ley, como habían recalcado los transformistas del Régimen.
La victoria de UCD sin mayoría absoluta en las elecciones de 1977 y el agravamiento de la crisis económica, aconsejaron al Gobierno negociar con los partidos de la oposición y abrir una etapa de acuerdos que se concretó en el Pacto de la Moncloa, primero, y después en la elaboración de la Constitución. De este modo, las elecciones generales de 1977 devinieron constituyentes sin haber sido convocadas para tal fin.


viernes, 2 de junio de 2017

Así estamos. 4. El Congreso

Good morning, Spain, que es different

En el Congreso la situación es compleja. Se ha terminado la mayoría absoluta (absolutista) del PP, pero la actual correlación de fuerzas y la falta de disposición o de adiestramiento de los nuevos partidos (el PSOE, en cierto modo también lo es) impide configurar mayorías para sacar adelante las leyes que espera una parte importante de la ciudadanía.
De momento, Rajoy ha conseguido sacar adelante los Presupuestos Generales de 2017 con el respaldo de 176 diputados del PP, PNV, Ciudadanos, Coalición Canaria y Nueva Canaria, habiendo rechazado todas las enmiendas de los partidos opuestos. Ha pagado una elevada factura -15.000 millones de euros comprometidos hasta el final de la legislatura- por tales apoyos, pero obtiene oxígeno para mantenerse en el Gobierno un par de años más. Cuando queramos darnos cuenta habrá transcurrido la mitad de otra legislatura sin otro horizonte que consolidar la “recuperación” económica con más austeridad hacia abajo, beneficios hacia arriba ni más ambición que seguir el camino que marque Ángela Merkel, como si nada importante hubiera ocurrido en los últimos diez años. Ahora el hemiciclo tiene más vida y todo es menos previsible. Al Congreso llega mejor la opinión de la calle, han entrado en la cámara asuntos que antes estaban vetados por la actitud del Partido Popular, pero no basta, pues, para que en la sociedad se noten los cambios debe haber, primero, nuevas leyes, y después que se apliquen, pero aún lo primero es difícil por los problemas que tienen los partidos para hablar y llegar a acuerdos mínimos.
Como producto de su juventud, dos de ellos están en una fase en que temen desnaturalizarse, o incluso traicionarse, si llegan a ciertos acuerdos con fuerzas que no son afines. En realidad, todos se tratan como adversarios a los que hay que batir y no como posibles aliados con los que hay que llegar a algún acuerdo para que sea verosímil su labor como oposición, porque a veces da la impresión que hacer de oposición es oponerse a los demás partidos. Así hay proyectos de leyes que no salen adelante porque no hay acuerdos en los aspectos concretos, una docena de comisiones de investigación (¡bienvenidas sean!) esperan el acuerdo sobre los componentes, sobre su presidencia o sobre comparecientes,  o por esa misma falta de acuerdo el PP intentar dar carpetazo a alguna otra.
Da la impresión de que los partidos de la oposición no se ponen de acuerdo porque no han determinado que es lo fundamental en esta etapa: si es echar a Rajoy o reformar lo que se pueda, o ambas cosas, y en la duda se mantiene Rajoy y se paralizan las esperadas reformas. Cierto es que determinadas reformas no podrán hacerse mientras Rajoy esté al frente del Gobierno y siga dócilmente las instrucciones de la Unión Europea, pero, sobre todo en Podemos parecen no saber qué hacer ante una situación que no es la esperada, que era la de alzarse con la victoria -asaltar el cielo- y colocarse en el gobierno -que era poco creíble-, ante lo cual deben pasar al plan B, del que carecen. Mientras lo preparan, siguen metidos en el regate corto, en lanzar iniciativas de escaso recorrido para marcar el terreno a posibles aliados, en librar escaramuzas que desgastan poco al Gobierno pero entretienen las tertulias y en mantener un talante transgresor que empieza a parecer infantil.  
Si se trata de cambiar algunas cosas, de llevar a cabo algunas reformas, aunque no tengan la profundidad deseada ni sean todas las que espera la gente, los partidos de la oposición deberían cambiar de actitud, lo cual es difícil de lograr por la situación que atraviesan, casi todos ellos inmaduros, incluso el PSOE, metido en un proceso de renovación que no se sabe cómo terminará.
Los dirigentes se mueven entre la presión de las bases y la opinión pública y el temor a pactar y desnaturalizarse y se percibe en ellos falta de comunicación consistente -no sólo titulares-, poca pedagogía política y escasa claridad en los programas, que siempre han sido un instrumento fundamental y más en tiempos de gran confusión, como los actuales, pero que ahora han perdido importancia.  
El programa señala el último objetivo -ausente o desdibujado, en la mayoría de los casos-, que es lo deseable, lo imaginado (falta imaginación), pero acota el campo de lo que es alcanzable de manera inmediata y señala pasos para avanzar hacia los últimos fines cubriendo etapas, pero admitiendo que eso también conlleva renuncias; señala el camino, que no es rectilíneo ni está exento de pactos y compromisos.
Para no engañar a la gente con un populismo facilón, no basta con señalar la indignación que genera el insatisfactorio presente y oponer como alternativa un futuro idílico aunque poco claro, hace falta explicar que, ante la imposibilidad de alcanzar todo de golpe, mágicamente, avanzar en algunos aspectos implica renunciar a hacerlo en otros. Y ese tipo de argumentos forma parte de la educación política de la que estamos tan necesitados en este país. Entretanto, no salimos del corto plazo, de las maniobras tácticas, de la eficacia inmediata, del regate, del ardid para descolocar al adversario y, sobre todo, al posible aliado, de la frase rotunda o del titular de periódico; de la politiquilla o de la politiquería; del tiqui-taca sin tirar a puerta.